Sumerjámonos en la ficción de un mundo diferente. Imaginemos por unos segundos que en ese mundo las relaciones entre personas son como relaciones entre objetos. Consideremos unos instantes lo que significaría que no ya para el capital y sus representantes, sino para el resto de personas que habitan la Tierra, cada individuo fuese considerado un […]
Sumerjámonos en la ficción de un mundo diferente. Imaginemos por unos segundos que en ese mundo las relaciones entre personas son como relaciones entre objetos. Consideremos unos instantes lo que significaría que no ya para el capital y sus representantes, sino para el resto de personas que habitan la Tierra, cada individuo fuese considerado un «instrumento que habla». Reflexionemos acerca del tipo de vida que tendríamos si para el vecino no fuésemos muy diferentes a un tornillo, un coche, una segadora, un teléfono móvil, un vibrador o un felpudo. Ahora volvamos a la realidad, dejemos de fantasear: observemos como en nuestro mundo estamos practicando esa transformación (o bien permitiéndolo) sobre la mitad de la humanidad.
La creencia en que por vivir en un país formalmente igualitario (cada vez menos) el machismo se extinguió y se derribó el patriarcado está tan extendida que da ganas de dejarse llevar por la corriente y tachar un problema de la lista. Ahora bien, cada día un incontable número de mujeres sufren, por ejemplo, algún tipo de acoso verbal o una agresión sexual, síntomas inequívocos de que, desde algún lugar, un gran falo sigue diseñando el presente y el futuro.
El patriarcado se defiende. Cuando no puede mantener sus privilegios formales, cuando deja de diseñar directamente las leyes, se centra en la cultura, la religión, las tradiciones y las nuevas formas de practicar el machismo, esas que aparecen recubiertas de palabras positivas y argumentos «científicos». Una de las puntas de iceberg que más vemos, una de las más aceptadas y normalizadas, es el acoso verbal. Muchos hombres entienden que someter a una mujer a una serie de improperios normalmente humillantes, desagradables o simplemente vejatorios es en realidad algo bueno: no se trata de convertir a las mujeres en cuerpos que andan, se abren de piernas y chupan, sino de algo así como «piropear». Puede que incluso esa sea la intención, pero en un mundo patriarcal estas cosas no ocurren por casualidad, sino por sistema, y tienen un objetivo último no tan evidente, un currículum oculto: cosificar a la víctima de los improperios. Pensémoslo bien. Imaginemos una mujer que cumple con el canon de belleza actual. Imaginemos que esa mujer va andando sola por la calle y que se cruza con un grupo de hombres. Inmediatamente ocurren tres cosas en la mente machista: primero considera que esa mujer es un cuerpo andante, lo mismo da lo lista que sea, lo que haya estudiado, a lo que se dedique, lo que ha pasado a lo largo de su vida, el motivo por el que está ahí, etc. Este proceso de simplificación de un individuo, esta reducción practicada sobre un ser humano, lleva inmediatamente la segunda cuestión: que ese varón se siente impelido, empujado, a mostrar en público que ha realizado esa reducción de persona a objeto. Solo ha de escoger las palabras adecuadas para que, si los otros machos no habían practicado ya el arte de la alquimia que convierte a las mujeres en cosas, inmediatamente lo hagan. Demuestra así, de paso, quién es el macho alfa de esa manada, quién lleva el ariete para entrar en el castillo. En tercer lugar, ese macho encuentra apoyo en sus amigos, que o bien afinan el ingenio para cosificar más y mejor a esa mujer o bien ríen las gracias, la osadía y el atrevimiento del macho alfa, por lo que todos se sitúan por encima de ella, en un plano jerárquicamente superior, una colina desde la que mirar por encima del hombro y bien defendida por el grupo.
Ella no tiene por qué soportar eso. No tiene por qué dejar que las babas de un grupo de machistas la ahoguen. Estamos hablando, por cierto, de que esto tiene lugar en una calle bien transitada, es decir, hay muchos testigos de las vejaciones, pero no hacen nada, no dirán nada. Bueno, en realidad algo sí: harán como si no ven y no oyen. Si el grupo de machos cabríos es pequeño es importante que ella esté sola, porque si va acompañada de otro hombre se estarían metiendo en el jardín del vecino. Es una cuestión de quién posee el «instrumento que habla»: si lo posee otro macho, muestran respeto, porque la chica ya pertenece a alguien, a otro macho que sí merece un respeto. Si va sola es apropiable, y qué mejor para apropiarse de ella que unos «piropos». Pero un segundo, si le preguntásemos a ella probablemente nos diría que no le ha gustado ir andando tranquilamente por la calle y que alguien le recuerde que para la mitad de la humanidad no es más que un objeto que se puede utilizar y tirar. ¿Para qué sirven esos «piropos», pues, si es evidente que no atraen a la mujer hacia quién los ha esputado? Para reproducir la sumisión de la hembra al macho, pero sobre todo para ver quién está por encima de quién en la escala jerárquica en que se mueven esos machos tan atentos. No obstante, cualquiera de esos gallitos que tan seguros se muestran entre sus amigos no dudará en bajar los ojos si se encuentra a solas con esa mujer otro día. Pero mientras estén juntos ella es mero campo de batalla, algo que se puede conquistar para mostrar como trofeo a otros machos, es un maniquí en un escaparate que espera pacientemente a que alguien lo reclame como suyo. Por otra parte, como todo machista sabe, ellas necesitan de ellos desesperadamente o «no están completas», requieren de la dependencia del macho para cerrar el círculo de su vida. ¿Qué hace, pues, una mujer que cumple con el canon de belleza andando sola? Debe tener, por supuesto, algún tipo de problema. ¿Cómo van a pensar esos machitos que si va sola es porque quiere, porque mejor sola y mejor solo que mal acompañados? La cuestión es que en una sociedad patriarcal la independencia de las mujeres se castiga socialmente, ellos pueden ir solos, ellas no: un macho ve peligrar sus privilegios si otro macho ha permitido que una chica sea libre y autónoma. Por eso se aprestan a enmendar el error, tratan de deshacer lo que ella ha hecho, tratan de colocarla en el sitio que le corresponde por no tener pene.
Desde el punto de vista de un macho machote ellas aparecen en nuestras vidas para satisfacer nuestros deseos y necesidades sexuales (y reproductivas). Aquella que no lo hace es una enferma, una frígida, una rancia… Su esencia es ser un aparato complejo de masturbación masculina: ese cuerpo, ese pedazo de carne estimulante (ese receptáculo pecaminoso para las nuevas vidas en la versión cristiana), debe ser propiedad de algún macho, carece de voluntad propia, todas son iguales y todas buscan lo mismo (eso sí, con distintos matices: unas prefieren al macho moreno, otra al pelirrojo…). Y ellas no deben quejarse u oponerse a la voluntad del macho, resultaría una especie de blasfemia: su lugar en el mundo viene determinada por aquello que no se puede cambiar, su naturaleza de mujer. Aquella que devuelva el golpe, se defienda o se resista a ocupar el espacio que el macho reserva para ella, se arriesga a ser considerada un «macho con tetas», una aberración, puesto que lo propio de las mujeres es la docilidad y evitar los conflictos. Si han estado calladas durante siglos, ¿por qué iban a alzar la voz ahora? En otras palabras, defender su dignidad y la dignidad del resto de mujeres es, según el macho, cosa de machos. No cabe eso de femineidad y dignidad en un mismo cuerpo, en una misma persona. Vemos, por tanto, como opera el machismo: naturaliza cualidades, niega otras, jerarquiza las masculinas sobre las femeninas, no entiende de respeto, no ve más allá de la punta de su falo.
Antes mencionábamos también la agresión sexual como síntoma de la fuerza y vigor del patriarcado en la sociedad actual. Esta es una de las formas más crueles de injusticia. Es, de hecho, una de las mayores injusticias que puede cometer un ser humano sobre otro. Pongamos otro ejemplo: imaginemos que la misma chica de antes, hermosa según los gustos contemporáneos, va con un amigo andando por esa misma calle a altas horas de la madrugada. Imaginemos que este amigo empieza a ponerse muy cariñoso, cada vez más, pegajoso, se sobre-estimula y decide que esa noche es la suya, que ha invitado a tres copas a la chica y que por tanto ella algo le debe. Imaginemos que este amigo es un macho hecho y derecho. Puede que no lo hayamos visto venir porque habla muy bien de las chicas, o porque es tímido o porque lo que sea, la cuestión es que el macho está suelto y quiere alimentarse. ¿Cómo debemos interpretar que después de un «te quiero» empuje a la chica a un callejón? ¿Qué significa que mientras pronuncia palabras de amor y otras emociones íntimas utilice la fuerza para asegurarse de que no haya testigos, para quitarle la ropa a ella, para impedir que se vaya o se resista? Está claro como lo interpreta él: es el mayor acto de amor posible, la demostración de que ella despierta en él algo incontrolable, pasiones que le superan y le dominan. Qué bonitas tienden a ser las palabras cuando tratan de ocultar el horror esencial. «Ámame», dice el que intenta asesinar la dignidad. Ellos no creen estar haciendo nada malo.
Y en un sentido macabro, no les falta razón: si ya habíamos convertido (o permitido que se convierta) a las mujeres en objetos masturbatorios para hombres, teníamos la mitad del trabajo hecho, ya habíamos recorrido gran parte del camino. ¿Acaso se puede violar una piedra? ¿Se puede violar a un consolador? No. Deshumanizar a las mujeres es como darle la pistola al asesino. Además, muchas de ellas han sido socialmente entrenadas para no resistirse ante un agresión sexual: «no te resistas que es peor», «cuanto menos me resista antes acabará», «los hombres son así, no se lo tengas en cuenta ni le des demasiada importancia» o «si me resisto me mata». El macho, por su parte, piensa algo así como «si de verdad no quisiese se resistiría hasta la muerte, osea que en realidad si quiere que la honre con mi maravillosa penetración salvaje». No entra a considerar el miedo. El miedo. Atenaza en el momento y también después. Es una feroz herramienta de control. El miedo la paraliza y la hace suya, la desposee de voluntad y razonar coherentemente se hace difícil, la somete a la dictadura del terror, le arranca los vínculos que le unen al resto de la sociedad. El agresor crea un agujero negro que lo absorbe todo. La agresión sexual restablece también una relación de poder muy concreta: reivindica la dominación masculina, el derecho del macho sobre el cuerpo de la hembra, resitúa a las mujeres en su lugar, establece una relación social de amo (ser que es para sí) y esclava (ser que es para otros).
Pero una agresión sexual hace mucho más que devolver los puestos tradicionales en la escala social a machos y hembras. Una agresión sexual es un atentado contra esa mujer concreta que la sufre, pero también contra toda la humanidad. Rompe un mundo entero: autoestima, confianzas, relaciones, sexo… A partir de ese momento es difícil que no aparezca todo filtrado por la agresión. Como las ondas que vemos en un estanque después de tirar algo al agua, la agresión sexual va perdiendo intensidad pero golpea también a la gente de alrededor de la persona agredida. De repente cada día corre el riesgo de convertirse en una derrota sin fin, en un vacío de dignidad que lleva a la desesperación. El macho no agrede solo una vez. Ya consumada la violación o el intento, ella lo va a revivir varias veces al día. El violador repite su acción una y otra vez, ella no puede borrarlo de su cabeza: cierra los ojos y ahí está, tiene pesadillas, tiene miedo de que vuelva, tiene miedo del propio miedo, no quiere volver a quedarse paralizada pero ya no se fía ni de sí misma. Y para culminar el machismo le introduce una idea muy peligrosa en la cabeza: «¿y si ha sido culpa mía?», piensa ella, «¿y si lo he provocado de alguna manera?». El crimen perfecto: cometer la mayor de las injusticias, destruir un mundo entero (la forma de entender las relaciones, el miedo a ir sola o con un hombre por la calle, el concepto que tendrá de los hombres, el apetito sexual y un largo y terrible etcétera) y salir impune, más aún, lograr que la propia víctima se culpabilice de la barbarie. Ella tiene miedo y vergüenza («ha sido culpa mía», «ahora estoy marcada, soy impura»…) y no denuncia o no puede demostrarlo, él juega a que no ha pasado nada o a que nadie en este mundo le entiende. Pobre.
¿Acaso todo esto es inevitable? ¿Es este el precio que ha de pagar una mujer por atreverse a jugar en territorio de machos tales como la autonomía y la independencia? ¿Acaso los machos no pueden controlar sus «instintos»? ¿A quién queremos engañar? Los humanos somos algo más que machos y hembras, somos hombres y mujeres, capaces de practicar la justicia y castigar y corregir la injusticia. ¿Cuantas agresiones más hacen falta para que reaccionemos con contundencia no solo a nivel penal, sino también a nivel educativo y social (qué permitimos y qué no, qué consideramos normal y qué no)? Todo el que reproduzca de alguna manera el patriarcado es cómplice directo de cada una de las agresiones sexuales que están teniendo lugar diariamente. También lo son los que no vieron nada, no escucharon ningún grito, no querían meterse en problemas o consideran que cuando una chica dice «no» en realidad, como demuestran los vídeos porno de dibujos manga, quiere decir «sí, domíname como un machote, haz conmigo todo lo que te plazca que a mí me gustará porque soy mujer».
El problema del macho no es que sea una pobre víctima del «instinto reproductor», de impulsos sexuales que no puede controlar, solo está llevando a la lógica conclusión todo un sistema de prejuicios, supersticiones y valores torcidos. Es responsable de lo que hace. Y la sociedad entera es responsable de permitir que siga ocurriendo. No estamos hablando de un problema individual de esa mujer, antes acosada verbalmente y ahora agredida sexualmente, no es algo que se solucione poniendo a un macho a su lado para que la proteja de otros machos. No se soluciona poniéndole burka ni aislándola en casa. El problema no es «de» esa mujer o «de» las mujeres en general. El problema es «para» las mujeres, pero es «de» todos. El machismo y el patriarcado son cuestiones sociales, se introducen en el sentido común, en la normalidad diaria, tanto en hombres como en mujeres. Una de las pintadas callejeras de Mujeres Creando (Bolivia) reza así: «en aymara, inglés, árabe y castellano mujer quiere decir dignidad». Al final, lo que necesitan ellas es exactamente lo mismo que lo que necesitan ellos: poder vivir su vida con dignidad, sin verse reducidas a muñecas hinchables cada vez que dan muestras de su autonomía e independencia. Pongamos todos y todas nuestra miguita de pan para tratar de revertir la situación y en lugar de hablar de una derrota diaria comencemos a hablar de una victoria diaria. Ni la peor de las agresiones sexuales es capaz de acabar con una mujer que sabe en qué terreno se desenvuelve la lucha: contra el machismo y el patriarcado conciencia política y conciencia feminista. Dignidad. Nadie llorará por la extinción del «varonil macho humano».