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Vértices y aristas de la poliédrica obra de Manuel Sacristán, con una conjetura sobre hilos conductores

Fuentes: Rebelión

Conferència Fòrum de Debats, Vic, Museu de l’Art de la Pell (Carrer Arquebisbe Alemany, 5).

Para Francisco Fernández Buey, en su 66 aniversario

    Del mismo modo que Marx no ha sido ni economista, ni historiador, ni filósofo, ni organizador, aunque aspectos de su «obra» se puedan catalogar académicamente como economía, historia, filosofía, organización político-social, así tampoco es Gramsci un crítico literario, un crítico de la cultura, un filósofo o un teórico político. Y del mismo modo que para la obra de Marx es posible indicar un principio unitario -aquella «unión del movimiento obrero con la ciencia»- que reduce las divisiones especiales a la función de meras perspectivas de análisis provisional, así también ofrece explícitamente la obra de Gramsci el criterio con el cual acercarse a la «obra» íntegra para entenderla: es la noción de práctica, integradora de todos los planos del pensamiento y de todos los planos de la conducta.

    Manuel Sacristán (1970). Advertencia Antología de Gramsci

    Lo primero, pero, sobre todo, lo más decente que se puede hacer sobre un autor recientemente muerto, cuando lo que se considera es su muerte, es meditar sobre él, no juzgarle. Aprender de él, no ponerse a juzgar. Una última observación: en el supuesto de que uno no crea que toda vida humana es un fracaso, como Sartre creía, tal como está las cosas en nuestra cultura, el éxito no es precisamente un concepto que me parezca de mucho interés ni nada entusiasmante para seguir adelante. Prefiero un fracaso honrado, claro, y sin opresión ni agresión.

      Manuel Sacristán (1980)

0. PRESENTACIÓN

Gracias por su presencia, gracias por la invitación y gracias al doctor Jaén, al estimado doctor Fernando Jaén, por su generosa presentación.

Les confieso de entrada que ando un poco nervioso con mi intervención. No es fácil hablar del traductor de Schumpeter al lado de una persona, el amigo Jaén, que el mismo Sacristán consideraba uno de sus mejores alumnos. No es cortesía lo que acabo de decir o no es sólo cortesía: de la valoración que les he indicado no sólo hay diversos testimonios, vivos desde luego, sino, como diríamos en términos casi policiales, quedan varias grabaciones fidedignas.

Señalado este punto, déjenme indicarles cual sería mi plan de trabajo para esta tarde de un viernes que, ciertamente, llama más bien a la felicidad, la alegría e incluso, por qué no, y tal como quería Paul Lafargue, el yerno de Marx, al elogio de la pereza.

Mi plan de trabajo:

Me gustaría trazar una breve biografía de Sacristán. Desearía posteriormente presentarles algunas caras de su poliédrica obra, justificando de paso el uso de la metáfora geométrica. Querría intentar a continuación una valoración sucinta de sus aportaciones, para pasar más tarde a dibujar un breve apunte sobre sus aportaciones más importantes a la cultura catalana, finalizando con lo que acaso sea la parte menos académica de mi exposición pero que, en mi opinión, es necesaria para comprender el sentido global de su obra: el hilo político, el foco de pulsión poliética transformadora que subyace tras los días y trabajos de este profesor de filosofía trasterrado por explicar a Kant a finales de los cincuenta, eso sí con similar oficio cuando pudo ejercerlo, de la facultad de Filosofía a la Facultad de Económicas, la que en definitiva sería su verdadera facultad (curiosamente, como alguien que Sacristán valoró en su justa medida, que es mucha, y que estaba en las antípodas de su credo político, de su cosmovisión política-filosófica si la expresión me es permitida. Me refiero, ustedes ya lo han adivinado, a Sir Karl Popper, al autor de La Lógica de la investigación científica, al asesor de miss Thatcher cuando ejercía de primera ministra neoliberal con mano de hierro y corazón de bronce).

Tracemos pues esta breve semblanza de este gran mozartiano, de este admirador y conocedor de «La flauta mágica», la pieza de música, escribió en una ocasión, que más le importaba en este mundo.

Antes, para no ocultarles mis cartas, mi interés e incluso mi admiración por Sacristán, les leo una declaración, una declaración metodológica que en mi opinión concentra la esencia del personaje y de su filosofía.

En 1983, estando en México, Sacristán fue entrevistado por la revista Argumentos. La entrevista, finalmente, no llegó a publicarse. Permaneció inédita hasta 1996. En un momento dado se le preguntó, de forma ciertamente alambicada, por el marxismo. El marxismo, señalaba el periodista de Argumentos, se había convertido en un  fenómeno universal, básicamente como método de «solución a todos los problemas». Sin embargo, en este momento, proseguía el interlocutor, «la tendencia es hacia una interiorización, hacia una nacionalización de la política». No soy universal porque soy de este mundo, soy universal a partir de un punto concreto, un barrio, una ciudad, un país o una autonomía. «A partir de ese momento, puedo trascender para llegar a la universalidad». No obstante, concluía el periodista –de pero no sé si con argumentos- «el marxismo no ha entendido ni las autonomías, ni los nacionalismos y mucho menos los elementos subjetivos, psicológicos de las sociedades», para acabar con la pregunta del millón de euros: ¿cree usted, creía Sacristán, que esta crisis del marxismo es definitiva? Ni más ni menos: for ever, für ewig. Esta fue la respuesta de Sacristán. No tiene desperdicio:

    La nacionalización de la política es uno de los procesos que más deprisa pueden llevarnos a la hecatombe nuclear. El internacionalismo es uno de los valores más dignos y buenos para la especie humana con que cuenta la tradición marxista. Lo que pasa es que el internacionalismo no se puede practicar de verdad más que sobre la base de otro viejo principio socialista, que es el de la autodeterminación de los pueblos. Lo que hay que hacer es criticar a muchos partidos de izquierda, marxistas o no, que han abandonado un principio fundamental como es el de la autodeterminación de los pueblos. Todo lo demás que dice usted en esta pregunta es pura moda neorromántica irracionalista, efecto de la pérdida de esperanzas revolucionarias.

    EN CUANTO A LA CRISIS DEL MARXISMO: TODO PENSAMIENTO DECENTE TIENE QUE ESTAR SIEMPRE EN CRISIS; DE MODO QUE, POR MÍ, QUE DURE.

No sé ustedes, pero yo no conozco mejores posicionamientos metodológicos, pruebas de mayor sensatez, que este texto que acabo de leerles. No diré que esté a la altura exacta de aquel inolvidable, luego olvidado, «Je ne suis pas marxiste» pero casi…

I. BIOGRAFÍA DE UN LETRAHERIDO.

Manuel Sacristán Luzón nació el 5 de septiembre de 1925 en Madrid, donde transcurrió su infancia hasta el estallido de la guerra civil. La familia Sacristán-Luzón, que se había trasladado a Valencia en noviembre de 1936, y más tarde a Rivatrigoso (Italia) y a Niza durante los dos últimos años de la contienda (Sempere 1987: 5-6), se instaló en Barcelona en 1939. Allí reinició el joven Manuel sus estudios de Bachillerato, afiliándose como otros muchos adolescentes de la época a la OJE, la Organización Juvenil de Falange.

Cinco años después, en 1944, Sacristán inició sus estudios de Derecho y Filosofía. Conocer en segundo curso las torturas a las que fueron sometidos estudiantes catalanistas contrarios al uniformismo cultural del nacional-catolicismo fue decisivo en su ruptura con Falange. Decisión arriesgada: diversos testimonios (Vicens, Juncosa 2006 y López Arnal, De la Fuente, 1996: 339-363) coinciden en que la pistola de un jerarca falangista estaba cargada con balas que llevaban su nombre como destinatario. No es imposible que el señor Porta, mandatario del fútbol español posteriormente, ejerciera un destacado papel en esta escena que pudo ser sangrienta.

Finalizados sus estudios universitarios con premio extraordinario en Filosofía, Sacristán participó muy activamente en las revistas Qvadrante y Laye y, después de conseguir una beca de la Deutscher Akademischer Austauschdienst (Domingo Curto 2007: 12), partió a estudiar lógica y filosofía de la ciencia durante 1954-1956 en el Instituto de Lógica Matemática y Fundamentos de la Ciencia de la Universidad de Münster dirigido entonces por Heinrich Scholz, uno de los maestros que nunca olvidó y a quien dedicó un sentido artículo tras su fallecimiento (Sacristán 1984: 56-89). Sin poder ser alumno de Scholz, dada su enfermedad, Sacristán recibió clases de dos grandes lógicos germanos: Hans Hermes y Gisbert Hasenjaeger, a quien por cierto tradujo años después.

Su estancia en el Instituto de lógica fue decisiva en su evolución político-filosófica (Fernández Buey, 1995: 7-22). No sólo por la formación científica y analítica que allí adquirió sino porque fue también entonces cuando se vinculó a la tradición marxista y al Partit Socialista Unificat de Catalunya (PSUC) y al PCE. Su renuncia en aquellos años a una plaza de profesor-ayudante en el Instituto de Münster estuvo motivada por este compromiso político recientemente adquirido. La amistad e influencia de Ettore Casari, estudiante de postgrado como él y miembro del PCI, fue decisiva para su toma de posición filosófica y ciudadana. Su larga y arriesgada actividad en el principal partido de la oposición antifranquista y su interés teórico por un marxismo sin ismos ni dogmas nunca se enmarcaron en una ciega aceptación de los compases y melodías de una cosmovisión talmúdicamente cultivada.

Tras su regreso a Barcelona y después de haber contraído matrimonio en Nápoles con la hispanista Giulia Adinolfi, siendo Casati su padrino de boda, Sacristán se doctoró en 1959 son un ensayo sobre Las ideas gnoseológicas de Heidegger, uno de sus más notables y reconocidos trabajos (Lledó en Juncosa 2006), colaboró en la enciclopedia Espasa con un documentado artículo sobre «La filosofía desde la terminación de la segunda Guerra Mundial hasta 1958» (Sacristán 1984: 90-219), editó los apuntes de «Fundamentos de Filosofía» de sus clases en la Universidad de Barcelona (1956-57, 1957-1958, RBCUB-FMSL) y se presentó en 1962 a las oposiciones a la cátedra de lógica de la Universidad de Valencia celebradas en Madrid. Lo sucedido ocupa un lugar destacado en la historia de las decisiones arbitrarias de los tribunales universitarias del franquismo (Christian Martín en López Arnal et al. 2004: 257-285; Muguerza en López Arnal y De la Fuente 1996: 669-684). Fue también en ese período cuando insistentes presiones del Arzobispado forzaron trasladar su ubicación académica a la Facultad de Económicas de la Universidad de Barcelona. Explicar Kant, explicar la Ilustración, no encajaba, como apunté, en las estrechas y muy teológicas coordenadas de la jerarquía eclesiástica católica del momento.

El papel de Sacristán fue decisivo en la reintroducción y cultivo en España de la tradición marxista. De él fue la edición, presentación y traducción -con el título de Revolución en España- de los primeros escritos de Marx y Engels publicados legalmente después de la guerra civil. Él fue autor del prólogo a su propia traducción del Anti-Dühring, un texto que dejó huella en numerosos intelectuales y universitarios de la época. Fue también él uno de los más destacados estudiosos y divulgadores de la obra de Gramsci: su Antología del filósofo y político sardo -editada en México en 1970, más tarde en Madrid en 1974- fue decisiva para el conocimiento de la obra gramsciana en Latinoamérica y España.

Tras su expulsión de la Universidad barcelonesa en 1965 al no renovársele por motivos no académicos su contrato laboral (Estapé 2008), Sacristán ganó su vida durante más de diez años como traductor y trabajador editorial, mientras siguió siendo miembro del comité ejecutivo del PSUC hasta 1969 y militante de base hasta finales de los ’70. De él son las traducciones de Historia y consciencia de clase de Lukács, del Karl Marx de Korsch, o de La estructura lógica de El Capital de Marx de Jindrich Zeleny, amén de clásicos como El Banquete, Historia del análisis económico de Schumpeter, La investigación científica de Bunge, Los métodos de la lógica de Quine, los dos primeros libros de El Capital o la prosa completa de Heine. Fueron cien, aproximadamente, los volúmenes traducidos. Unas 29.000 páginas según cómputo de Domingo Curto (2007: 11).

Tras su trabajo voluntario como maestro de personas adultas en la escuela de alfabetización de Can Serra en L’Hospitalet de Llobregat (Barcelona), Sacristán volvió a la Universidad en 1976, impartiendo clases de Metodología de las ciencias sociales en la Facultad de Económicas. Fue en aquellos años cuando inició junto con un amplio equipo de colaboradores uno de sus grandes proyectos: la traducción de la obras de Marx y Engels (OME). Crítica publicó once volúmenes del centenar proyectados.

Después del fallecimiento de su primera esposa el 21 de febrero de 1980, Sacristán, mientras seguía impartiendo clases de Metodología en Económicas, asistió a un congreso internacional de filosofía celebrado en México a finales de 1981 e impartió algo más tarde, durante el curso 1982-1983, dos seminarios de postgrado en la Facultad de Ciencias Sociales y Políticas de la UNAM sobre «Inducción y dialéctica» y «Karl Marx como sociólogo de la ciencia». Fue en México, donde se había exiliado un hermano de su padre cuya militancia y coherencia republicano-socialista Sacristán siempre admiró, donde se casó en segundas nupcias con la profesora Mª Ángeles Lizón y fue también durante esa época cuando empezaron a editarse artículos, prólogos y presentaciones suyas con el título general, por él mismo elegido, de «Panfletos y Materiales», cinco volúmenes en total.

De vuelta a España a mediados de 1983, participó activamente en el movimiento antinuclear y ecologista, y en las movilizaciones contra la permanencia de España en la OTAN, y siguió empeñado en la radical renovación de las finalidades, procedimientos y categorías centrales de la tradición marxista. Las conferencias impartidas durante aquellos años, en ámbitos académicos y ciudadanos son neto testimonio de ello (Sacristán 2005, RBCUB-FMSL).

A finales de 1984, en decisión tardía y polémica, Manuel Sacristán fue nombrado catedrático extraordinario. Falleció medio año más tarde en Barcelona, el 27 de agosto de 1985, instantes después de haber finalizado una sesión de diálisis. De regreso a casa, un infarto segó su vida.

Hasta aquí un injusto resumen de la biografía de Sacristán, una biografía que ya ha apuntado algunas de sus tareas y aportaciones. Éste es el siguiente punto que desearía desarrollar con más detalle.

II. CARAS Y ARISTAS DE UN RICO POLIEDRO

Definimos un poliedro como poliedro regular, como es el caso del tetraedro o el icosaedro, cuando está formado por caras regulares, es decir, por caras, vértices y aristas uniformes. Existen sólo nueve clases de poliedros regulares que suelen dividirse en dos familias. Los cinco sólidos platónicos son poliedros convexos. Son el tetraedro, el cubo o hexaedro regular, el octaedro, el dodecaedro o el icosaedro. Los cuatro sólidos restantes, los poliedros de Kepler-Poinsot, son cóncavos: el pequeño dodecaedro estrellado, el gran dodecaedro estrellado, el gran dodecaedro o el gran icosaedro.

Los cinco regulares convexos fueron estudiados por el autor de La República, quien, maravillado por sus propiedades geométricas, asoció cada uno de ellos a un «elemento» primigenio de su cosmología (y de la filosofía griega en general): aire, agua, tierra y fuego. El dodecaedro fue asociado al «quinto elemento» de su teoría de la materia, al éter. No andaba desencaminado Platón o no lo andaba totalmente. Como seguramente recuerdan, muchos elementos cristalinos tienen una estructura atómica que obedece a la forma de estos poliedros.

El libro XIII de los Elementos, ese monumento a la inteligencia y creatividad humanas, está dedicado a estos sólidos regulares, a los poliedros convexos. En él se demuestran o construyen proposiciones como la siguiente, la 13ª en este caso: «Construir una pirámide inscrita en una esfera dada y demostrar que el cuadrado del diámetro de la esfera es una vez y media el del lado de la pirámide». La estructura interna de este, considerado con razón, excepcional libro incluye la presentación de esos cinco sólidos platónicos, base del Timeo platónico.

Viene esto al cuento, aunque no lo parezca en primera instancia, porque la primera cara que me gustaría destacar del poliedro Sacristán es su trabajo de traductor. A este imprescindible oficio, a este ilustrado trabajo, se dedicó intensamente desde su vuelta de Alemania en 1956 hasta prácticamente 1976, durante veinte años (aunque dos años después, en 1978, se publicó su traducción del libro II de El Capital). Una de sus primeras traducciones fue precisamente la traducción de El Banquete, una traducción que estuvo acompañada, como solía ser frecuente en él, de una excelente y documentada presentación y de numerosas notas informativas e interpretativas. Tras El Banquete, un libro que regaló a la hija de Miguel Núñez, unos 80 volúmenes, cuatro por año. Traducciones del griego clásico, del alemán, del inglés, del italiano, del francés, del catalán y también del latín. Según ha calculado Albert Domingo Curto, un excelente conocedor de su obra, unas… 29.000 páginas en total.

Por cierto, ya que estamos, déjenme que les recuerde un paso de las memorias del que fuera senador real Carlos Barral (CB, Memorias, p. 286). El siguiente:

    […] Otro personaje notable de aquellos meses era el capitán Parejo. Era el capitán de mi compañía, pero estaba en situación de semiexcedencia, practicando una cura de alcoholismo en el manicomio de Sant Boi, de modo que se le veía de vez en cuando. Rarísimo tipo, era licenciado en exactas y leía filosofía griega en el texto original. Pero de veras, no como Sacristán.

De los autores y títulos traducidos seguramente sea suficiente, como muestra representativa, recordar una docena de títulos: Schumpeter y su Historia del análisis económico; Marx y los libros I y II de El Capital (del libro III tradujo la mitad aproximadamente); Quine y Los métodos de la lógica; Quine y Las raíces de la referencia; René Taton y su Historia de la ciencia; Engels y su Anti-Dühring; Marcuse y su Ontología de Hegel y teoría de la historicidad; Lukács y su Historia y consciencia de clase; Ronald Meek y su Economía e ideología; Dagobert Runes y su Diccionario de Filosofía; Copleston y su Kant, y, para no cansarles más y alcanzar la docena, Antonio Gramsci y su Antología de 1970.

Aunque que quizá me adelante un poco, basta que les indique que, efectivamente, Manuel Sacristán ha sido el introductor y traductor de Quine, Lukács y Gramsci al castellano y que la traducción de la HAE de Schumpeter, que originó una interesante polémica que ahora no puede contarles con detalle, debe estar clasificada entre la tareas que el gran lógico, mago y filósofo Martin Gardner denominaba «tareas sobrehumanas». ¡Más de 1.300 páginas de letra apretada y pequeña acompañadas de innumerables notas a pie de página!

Está en segundo lugar, muy relacionado con lo anterior por supuesto, su trabajo de colaborador y consejero editorial. Sacristán no sólo fue traductor de Revista de Occidente, Destino, Guadarrama, Seix y Barral, Alianza, Tecnos o Crítica sino que fue durante unos años estrecho colaborador de la editorial Ariel y de Ediciones Grijalbo. Informes editoriales, consejos de edición, dirección efectiva, no delegada, de colecciones como Zetein e Hipótesis, consejero áulico de Juan Grijalbo, ediciones completas de las obras de György Lukács o, más tarde, de Marx y Engels, las famosas OME, están en su poblado haber. Algunos de estos trabajos, informes y reseñas permanecen inéditos. No quiero exagerar, y no creo hacerlo, si apunto que colecciones como la citada Zetein de Ariel, o Hipótesis de Grijalbo, han sido decisivas para la formación de cómo mínimo dos generaciones de ciudadanos y universitarios catalanes y españoles.

No fueron esas las únicas colecciones pensadas por Sacristán. Dos más, «Naturaleza y sociedad (NS200)» y «Cuadernos de iniciación científica», desgraciadamente, no pudieron ver finalmente la luz.

No me resisto a dejar de leerles algunos fragmentos del texto de presentación de Zetein, la solapa de los volúmenes de la colección, un texto muy destacado en su día por Jordi Gracia

    Se ha dicho, y con alguna razón, que si el siglo XVIII fue el siglo del ensayismo, de la aventura literaria o científica emprendida con audacia y ligereza, el siglo XX debía ser el siglo de los tratados y de los manuales, alimentados por el casi-género literario de los artículos técnicos especializados. El ensayo sería, en efecto, el género literario más propio de la exploración cultural llevada a cabo por y para un reducido grupo de «ilustrados» situados -con más dificultades que ventajas, tal vez, pero sin duda con privilegio- en una sociedad ignorante y mísera. El siglo XX, en cambio, que se caracteriza por el progresivo acceso de los pueblos a la cultura, debería sentir coherentemente su vocación y expresarse en las formas de una cultura para todos: el manual, el tratado, cuyo contenido tiene que ser la ordenada verdad conseguida y que difícilmente podrían ser vehículos del capricho intelectual gustado por unos pocos.

    Si se pasa por alto la injusticia histórica de ese juicio -pues también el ensayismo ilustrado fue un intento de democratización de la cultura-, hay sin duda una verdad básica en la condena de las formas culturales poco «constructivas» y demasiado aristocratizantes para ser coherentes con nuestro mundo. Mas, aun admitiendo esa verdad, vale la pena tener en cuenta que la democratización de la cultura no puede proceder llanamente y sin suscitar problemas. Los suscita, y a muy diversos niveles, desde el social y político hasta el pedagógico, pasando por la problemática central y técnica que uno de los aspectos de la democratización de la cultura -el enorme aumento del número de creadores culturales, científicos, escritores, etc.- aporta como potencial fortuna para la humanidad: el rápido ritmo de acumulación de los conocimientos empíricos.

    Así pues, el proceso de democratización de la cultura, lejos de condenar la actividad inquisitiva audaz, sensible y aún no segura, el ejercicio de la agudeza que a primera vista podría parecer limitada afición aristocratizante, pone ante ellos nuevos y considerables problemas. Sin duda ese ejercicio, para estar a la altura de los tiempos, debe hacerse con consciencia de que sus resultados se destinan a la humanidad entera, de que el tribunal ante el cual se responde ahora de la actividad intelectual no es ya la ilustrada y reducida sociedad que va perdiendo poco a poco el milenario monopolio del espíritu.

    En el Gorgias platónico Sócrates define involuntariamente su callejera actividad -en una ocasión, a decir verdad, de escasa relevancia-: busco junto con vosotros. La presente colección de estudios y ensayos toma su nombre del infinitivo de ese verbo, ZETEIN, buscar, y se propone al mismo tiempo no olvidar el contexto: junto con vosotros.

Estas tareas las realizó Sacristán siendo ya profesor universitario, pero las prosiguió y cultivó sobre todo cuando fue expulsado de la Universidad de Barcelona en 1965 por deseo explícito del represivo rector García Valdecasas, aquel enorme científico, aquel gran farmacólogo franquista de tan ingrata memoria democrática.

Sacristán fue profesor de secundaria un año antes de partir hacia Alemania y, a su vuelta, durante nueve años, fue profesor de Fundamentos de Filosofía y de Metodología de la ciencia en la Facultad de Filosofía y en la de Económicas. Expulsado de la Universidad en 1965 al no renovársele el contrato laboral, no pudo volver hasta 1976, a la misma Facultad de Económicas, donde por cierto siguió dando clases hasta el final de sus días y en la que ya se había incorporado con un truco ideado por Alfons Barceló y algunos amigos más durante el curso 1972-73. Se ausentó Sacristán durante el curso 1982-1983 para impartir dos semestres en la UNAM, en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, período en el que contrajo matrimonio en segundas nupcias con la profesora y socióloga Mª Ángeles Lizón.

Todo lo que pueda decirse de esta cara de su poliedro es poco. Sacristán fue, sin atisbo posible para la duda razonable, un profesor magnífico, como hay pocos. Un maestro más bien. Lo fue cuando joven -los testimonios de Sara Estrada, Pilar Fibla y María Rosa Borràs son suficientemente claros e informativos a este respecto- y lo fue tras su vuelta a la Universidad. Sus clases, con lleno en casi todas las ocasiones, no sólo estaban ocupadas por alumnos de Económicas sino también por estudiantes de facultades tan dispares como Historia, Filosofía, Hispánicas o Medicina. Es difícil explicarlo pero Sacristán era capaz de contar, yo fui testigo en una ocasión, cosas tan intrincadas, tan especializadas, como el teorema de incompletud de Gödel para la lógica cuantificacional de predicados, a alumnos de Económicas que no tenían una especial preparación en este ámbito. Lo esencial del tema, la idea básica, era explicada con una pulcritud y rigor inigualables.

Autores como Popper, Carnap, Feyerabend, Kuhn, Bunge, Snned, Neurath, Hempel, los grandes de la epistemología de aquellos años, eran frecuentes invitados en sus clases. En cierta manera, como no podría ser de otro modo, Sacristán fue un destacado y original profesor de filosofía de la ciencia.

Él mismo se expresada del modo siguiente en la que fue su última carta, una carta escrita el 24 de agosto, tres días antes de su fallecimiento, dirigida a Félix Novales Gorbea, entonces preso político en la cárcel de Soria:

    Apreciado amigo,

    Me parece que, a pesar de las diferencias, ninguna historia de errores, irrealismos y sectarismos es excepcional en la izquierda española. El que esté libre de todas esas cosas, que tire la primera piedra. Estoy seguro de que no habrá pedrea.

    Si tú eres un extraño producto de los 70, otros lo somos de los 40 y te puedo asegurar que no fuimos mucho más realistas. Pero sin que con eso quiera justificar la falta de sentido de la realidad, creo que de las dos cosas tristes con las que empiezas tu carta -la falta de realismo de los unos y el enlodado de los otros- es más triste la segunda que la primera. Y tiene menos arreglo: porque se puede conseguir comprensión de la realidad sin necesidad de demasiados esfuerzos ni cambiar de pensamiento; pero me parece difícil que el que aprende a disfrutar revolcándose en el lodo tenga un renacer posible. Una cosa es la realidad y otra la mierda, que es sólo una parte de la realidad, compuesta, precisamente, por los que aceptan la realidad moralmente, no sólo intelectualmente (Por cierto, que, a propósito de eso, no me parece afortunada tu frase «reconciliarse con la realidad»: yo creo que basta con reconocerla: no hay por qué reconciliarse con tres millones de parados aquí y ocho millones de hambrientos en Sahel, por ejemplo. Pero yo sé que no piensas que haya que reconciliarse con eso).

    Sobre la cuestión del estudio de la historia, repito lo que ya te escribí. a principios de septiembre podré hablar con Fontana, que estará aquí, y comentaremos el asunto. No tienes que temer en absoluto que, porque esté preso, no te vaya a decir lo que piensa. Fontana es un viejo militante, ahora sin partido, como están los partidarios de izquierda con los que él tuvo y tiene trato, pero no se despistará al respecto.

    Tu mención del problema bibliográfico en la cárcel me sugiere un modo de elemental solidaridad fácil: te podemos mandar libros, revistas o fotocopias (por correo aparte) algún número de la revista que saca el colectivo en que yo estoy. Pero es muy posible que otras cosas te interesen más: dilo.

    Por último, si pasas a trabajar en filosofía, ahí te puedo ser útil, porque es mi campo (propiamente, filosofía de la ciencia, y lógica, que tal vez no sea lo que te interese. Pero, en fin, de algo puede servir).

Por lo demás, Sacristán no sólo fue un profesor universitario como pocos sino que fue también maestro en una escuela de alfabetización de adultos de la parroquia de Can Serra, en L’Hospitalet, dirigida en aquel entonces por Jaume Botey. Neus Porta, Rafael Grasa, Paco Fernández Buey le acompañaron en este interesante aventura formativa de mediados de los setenta de la que él mismo habló en alguna de sus conferencias y de la que quedan papeles por él escritos reflexionando críticamente sobre sus clases e intervenciones.

Su campo académico fue, como les decía, la lógica y la filosofía de la ciencia. Esto fue lo que estudió durante su estancia de dos años en el Instituto de Lógica Matemática de la Universidad de Münster. En este ámbito hay que volver a recordar, en primer lugar, algo ya apuntado: Sacristán fue traductor de Quine, el gran traductor al castellano de la obra de W. O. Quine. Cinco títulos del gran lógico y filósofo norteamericano, uno de los grandes del XX, figuran en su haber. Fue autor de un excelente artículo sobre la filosofía de la lógica de Scholz, escrito poco después de su fallecimiento, y autor decisivo, como ha señalado Luis Vega Reñón, para la definitiva consolidación de los estudios de lógica en nuestro país. Su Introducción a la lógica y al análisis formal, un volumen pensado para los estudios de lógica y metodología en facultades de ciencias sociales, ejerció también una muy notable influencia en otras facultades como fueron Matemáticas y Filosofía. A este ensayo, que contó con varias reediciones, habría que sumar otro libro –Lógica elemental– escrito un año más tarde pero que no llegó a publicarse en su momento, y que fue editado por su hija Vera Sacristán en 1995, en el décimo aniversario de su fallecimiento, amén de diversos trabajos académicos, incluyendo una documentada memoria para sus oposiciones no exitosas a la cátedra de lógica de la Universidad de Valencia. Domingo Curto ha recogido uno de sus trabajos de la oposición sobre el cálculo de Leibniz más un texto de finales de los setenta sobre el principio de los indiscernibles, en una publicación recuente (Sacristán 2007).

Sus competencias, estudios y trabajos lógicos no fueron obstáculo para que se acercara a terrenos alejados. El joven Sacristán fue miembro del consejo de redacción de dos revistas esenciales en los años 40 y 50: Qvadrante y Laye. En ellas publicó algunos de sus textos juveniles más importantes como su reseña del Alfanhuí de Rafael Sánchez Ferlosio y un importante texto sobre Heidegger y Ortega: «Verdad, desvelación y ley», amén de cinco reseñas sobre Simone Weil, una autora entonces prácticamente desconocida en España y Catalunya.

Además de estas dos revistas, Sacristán fue alma y cuerpo de Nous Horitzons, la revista teórica del PSUC, y más tarde de Materiales y mientras tanto, dos de las revistas de ciencias sociales de orientación marxista de mayor importancia que se han publicado en nuestro país.

Les hablaba del Alfanhuí de Sánchez Ferlosio y de la reseña de Sacristán. Esta es otra de las caras del autor de Sobre Marx y marxismo: Sacristán fue de joven un influyente crítico teatral que no dejó de cultivar a un tiempo la crítica literaria. Laye fue el lugar donde publicó gran parte de estos trabajos que culminaron años más tarde con dos grandes textos de crítica literario-filosófica: «Heine, la consciencia vencida, y «La veracidad de Goethe», prólogos de las traducciones castellanas, a él mismo debidas y a José Mª Valverde, de la obra en prosa de estos dos autores.

No deberíamos olvidarnos de sus intervenciones en el ámbito de la filosofía académica. Sacristán es autor de una tesis sobe Las ideas gnoseológicas de Heidegger, muy celebrada por Javier Muguerza y Emilio Lledó, de un largo artículo sobre la filosofía tras la segunda guerra mundial hasta 1958, de un texto que levantó las reposadas y conservadoras aguas de la filosofía española de los años sesenta: «Sobre el lugar de la filosofía en los estudios superiores», amén de entradas o textos breves sobre autores como Wittgenstein, Gramsci, Marx o el mismo Heidegger y de voces como alienación, lógica formal o materialismo, así como comunicaciones que aún conservan toda su frescura, todo su interés, como la presentada al congreso de filosofía de Guanajuato en 1981 en torno a la filosofía de la ciencias sociales y los paralogismos de las concepciones neorrománticas de la ciencia.

Están también, desde luego, sus enormes contribuciones al ámbito de la tradición marxista, terreno que él nunca consideró propiamente una filosofía. Aquí las hazañas se multiplican: introductor de la obra de Marx tras la derrota incivil de 1939; traductor de Gramsci e introductor de su obra; traductor también de Lukács, de Labriola, de Zeleny, de Korsch y de tantos obras; presentador crítico de la obra político-social de Lenin, Lukács o de Bertrand Russell. Algunos de sus trabajos político-filosóficos más destacados se sitúan en este ámbito. Les cito dos que no les quiero ocultar que están entre mis preferidos: «El trabajo científico de Marx y su noción de ciencia» y «Karl Marx como sociólogo de ciencia».

Hay otra faceta que merece ser destacada especialmente: su papel de conferenciante documentado, preparado siempre, con enormes registros y todo ello, además, con un castellano magnífico, casi imposible de imitar o incluso de concebir. No exagero: habré trascrito más de 15 conferencias de Sacristán y es, se lo aseguro, una delicia escucharle. Casi no hay que cambiar puntos o comas. Trascrita literalmente la frase sale tal como si la estuviera escribiendo.

Si no ando errado, la primera conferencia que impartió fue en 1954, en el Instituto de Cultura Hispánica. Versó sobre filosofía de la historia. «Hay una oportunidad para el sentido»; la última fue en julio de 1985, un mes y medio antes de su fallecimiento. Fue la lección inaugural de un curso sobre los nuevos movimientos sociales celebrado en Gijón, en el que también participaron Ramón Tamames y su amigo y discípulo Francisco Fernández Buey.

Entre ambas, un número casi incontable de intervenciones sobre temas diversos, muy diversos: «La ciudad y el hombre», «En torno a una medición de Galileo», «Sobre dialéctica», «Studium generale para todos los días de la semana», «Sobre una política de la ciencia de orientación socialista», «Ni tribunos», «Tres principales tendencias ante el problema de la enseñanza», «Conmemoración de la revolución de Octubre», «La medicina entre el arte y la ciencia», «Tradición marxista y nuevos problemas», «Centrales nucleares y desarrollo capitalista», «Sobre Lukács», «Sobre el estalinismo», «Sobre la ideología de guerra», «Los últimos años de Marx a través de su correspondencia», «Sartre desde el final». Largo etcétera. Algunas de ellas, «El trabajo científico de Marx y su noción de ciencia», «Studium generale» o «La universidad y la división del trabajo» fueron base de célebres e influyentes artículos posteriores.

Lo mínimo que puede decirse de este conjunto de intervenciones es que siempre fueron sólidas, preparadas, las repeticiones escasas, los coloquios siempre tuvieron interés, que el campo temático es amplio, el castellano usado es cervantino en ocasiones y, finalmente, que fueron una forma nítida y clara de intervenir político-culturalmente y de cuidar a un tiempo la razón pública.

Para no agotarles están igualmente sus incursiones en el ámbito de la política y sociología de la ciencia, arista de su obra no suficientemente estudiado en mi opinión; sus interesantes trabajos sobre aquella vieja dama que llamábamos dialéctica y, desde luego, sus decisivas aportaciones, en tiempos de escaso cultivo y conocimiento, en el ámbito del ecologismo y el antimilitarismo. El volumen quinto de sus «Panfletos y materiales», Pacifismo, ecologismo y política alternativa, editado por Juan-Ramón Capella en 1987, recoge, si bien no sólo, gran parte de sus principales aportaciones en este ámbito.

Dejémoslo aquí si les parece, aunque creo que aún estaría en condiciones se señalar otras caras y formas.

Acaso el poliedro Sacristán no sea estrictamente biyectable con un icosaedro pero aceptarán conmigo que supera las caras de un tetraedro, de un hexaedro e incluso de un octaedro. No es poco. No sabría decirles si estamos ante un icosaedro pero no estaremos muy alejados.

Ahora bien, aceptaran conmigo que éste no es un punto decisivo o puede no serlo. Maestro de mucho, estudioso de poco; quien mucho abarca, poco aprieta; muchas teclas y pocas nueces, podrán decir. Quiero mostrarles, intentaré probarles, que no es el caso. Hay numerosas razones para justificar que la obra de Sacristán ha sido decisiva, o muy importante cuanto menos, en numerosos aspectos de la cultura y la filosofía catalanas y españolas. Apunto brevemente algunas de las que considero más decisivas.

    4. SOLIDEZ, FRESCURA Y NOVEDAD DE SUS APORTACIONES

Déjenme empezar por lo menos citado, por lo que suele habitar, cuando lo hace que no es siempre, en estudios y trabajos de filología o de historia cultural reciente.

Sacristán fue, como señalé, un destacado colaborador de revistas como Qvadrante y Laye. Los primeros textos que se le conocen se publicaron en estas revistas. No negaré la atmósfera de época que rodean a ambas publicaciones pero es un mérito indudable, que debió alimentar a otros miembros del grupo de Barcelona, de la revista y a la ciudadanía culta barcelonesa, las aproximaciones de Sacristán a autores y temáticas absolutamente desconocidos en aquellos años en lo que ha sido llamado nuestro erial cultural. Estoy pensando en sus reseñas de la obra de Simone Weil, en sus comentarios sobre Sein und Zeit, en su aproximación a José Gaos, en sus punzantes notas sobre tema de actualidad recogidos en una serie de artículos que llevaban por título «Entre Sol y Sol», sus críticas teatrales y musicales a la obra de Thornton Wilder, Eugène O’Neill, Luis Delgado, Edgar Neville, Gian Carlo Moretti, sus interesantes observaciones sobre obras de Moravia, Orwell, Salinas, Thomas Mann o del ya citado Rafael Sánchez Ferlosio. En fin, su artículo sobre la verdad en Ortega y Heidegger donde las referencias finales a Reichenbanch, Russell o al principio de incertidumbre eran auténticas e inesperadas novedades, mostraba ya lo que ha sido una constante en su obra: no hablar, no escribir, desde superficies no trabajadas.

Sacristán es, además, autor de una obra de teatro en un acto, «El pasillo», publicada en 1953 en Revista Española, una revista que dirigían Sastre, Alfonso Sastre, RSF e Ignacio Aldecoa. Jaume Ferran ha comentado en una entrevista con el director Xavier Juncosa para «Integral Sacristán» que, de hecho, Sacristán durante unos años fue un crítico teatral tan prestigioso que las gentes esperaban sus comentarios sobre tal o cual espectáculo para formar, para generar opinión propia. Digamos, para entendernos, como años más tarde pasaría con Ángel Fernández Santos en el cine o con Joan de Segarra en el teatro.

La segunda valoración está también situada en el amplio territorio de lo cultural. No sólo fueron sus innumerables traducciones sino la importancia y calidad de las mismas. Casi dos generaciones de ciudadanos y universitarios catalanes y españolas nos hemos formado leyendo sus versiones de clásicos o de gentes que él quiso y supo introducir. De los primeros ya les he comentado algo. No sólo fue Schumpeter, sino también Quine; no sólo fue Marx sino también Heine; no sólo fue Geymonat sino también Platón; no sólo fue Hasenjaeger, maestro suyo en Münster, sino Marcuse. No sólo tradujo a Gramsci sino también a J. R. Newman.

No fue eso tan sólo. Sacristán fue capaz de introducir en España a autores de la importancia de Agnes Heller, G. Markus, J. Zeleny, Papandreou, Hull, Adorno, Della Volpe, Thompson, Pigou, W. Harich o, para no cansarles, Dubcek, traducción en la que colaboró por cierto con Alberto Méndez, el autor de Los girasoles ciegos, cuando estos autores, como se imaginan, era en España casi unos perfectos desconocidos.

Muchas de estas traducciones están acompañadas de notas de traductor en absoluto prescindibles y de presentaciones alejadas de toda improvisación de urgencia.

Sus textos de introducción tenían, eso sí, una pega que no puedo ocultarles: los entusiastas, permitan que me incluya, perdíamos en ocasiones el rumbo: leíamos su texto y luego apenas hojeábamos el ensayo presentado. En voz baja, nos solíamos decir: «Si él ha sacado eso, cómo nosotros vamos a sacar algo más». De acuerdo, el argumento es malo… pero no tan malo. El mismo Vázquez Montalbán habló sobre ello en alguna ocasión.

Sus aportaciones a la lógica no necesitan comentario detallado. Carlos Piera, Luis Vega Reñón, Albert Domingo Curto y Paula Olmos lo han argumentado documentadamente. La primera persona que en España habló con conocimiento de causa del teorema de incompletud de Gödel fue Sacristán. Su manual de 1964 ha sido decisivo, como apunté, para la consolidación de los estudios de lógica en España. Sus primeros cursos, tras su regreso de Alemania, en los que la lógica no era convidada de piedra, permitieron que jóvenes estudiantes de aquellos oscuros años no asociaran la lógica con la reacción o con un rancio y estrecho positivismo. Su bagaje lógico impidió que seguidores de la tradición marxista confundieran, como ocurrió en otros países, las témporas con las órbitas planetarias y no desecharan la lógica formal como teoría anquilosada frente a una supuestamente poderosa y real lógica dialéctica. Por lo demás, vuelvo a insistir, traducir, presentar y anotar a Quine no es tarea menor. Sólo por eso, sólo por esta aportación que el propio lógico norteamericano no desconocía, Sacristán merecería destacar con letras bien visibles en la historia de la lógica de nuestro país.

Y ya que hablamos de Quine, no me resisto a dejar de leerles una carta que el mismo Sacristán escribió a Javier Pradera a propósito de la traducción del autor de Desde un punto de vista lógico. Dice mucho como verán de su forma de vivir la traducción, de entender la cultura y la filosofía, de su modo de estar en el mundo y también, claro está, de su amistad con Pradera mantenida hasta el final de sus días. La carta está fechada en 1972 y dice si:

    Querido Javier,

    acabo de recibir tu carta del 8. Claro que me gustaría seguir traduciendo para Alianza cosas como Hempel, y Toulmin. Interesarme, desgraciadamente, no. Cuando termine este verano -en sustancia, dentro de nueve días- habré traducido cuatro libros: un bonito ensayo de un discípulo de Lukács, G. Márkus, para Grijalbo; un trivial ensayo de otra lukácsiana, A. Heller, también para Grijalbo (es lo que estoy acabando ahora); el precioso libro de Quine [Filosofía de la lógica]; y una mierda incalificable para Grijalbo: El varón domado, de Esther Vilar, que he traducido por petición personal suya, como favor, y firmando la traducción con una alusión cínica que él no pesca (he firmado «Máximo Estrella» [No sólo Grijalbo no pescaba en Valle Inclán. La propia autora, Esther Vilar envió una carta a Diagonal, al domicilio de Sacristán, dirigiéndola a Máximo Estrella]). Pues bien: Márkus y la Heller me han reportado por jornada de trabajo (= 5 horas, incluida corrección) un poco más del triple que el Quine. La mierda de la Vilar, exactamente cuatro veces más. Sabes que no me interesa tener dinero, sino reducir el horario de trabajo. Si fuera consecuente, debería traducir sólo mierdas. Por otra parte, me sentí culpable por el hecho de que mi comentario del primer precio ofrecido por Alianza para la traducción del Quine provocara sin más un aumento. No tengo carácter para que eso se repita. En resolución, creo que podríamos llegar a un compromiso, por ejemplo, traducir un mes al año para ti -quiero decir, para Alianza o Siglo XXI-, al primer precio que proponga Ortega u Orfila, sobre tema epistemológico, a poder ser (incluida la lógica formal), o sobre tema marxista (lo digo pensando en Siglo XXI). ¿Qué te parece? *

    No me mandes el dinero a ningún sitio por ahora. Si por fuerza tienes que cogerlo (por alguna razón contable), falsifícame la firma y guárdalo hasta dentro de un par de semanas que estaré en Barcelona. No tengo cuenta corriente en Barcelona sino una cartilla de ahorros cuyo número no me sé. Te escribiré al respecto desde Barcelona.

    *

    RECUERDA QUE, SALVO GRAVE OFENSA DE LOS CORRECTORES DE ALIANZA, QUERRÍA DAR EL VISTO BUENO A LAS COMPAGINADAS ANTES DE TIRAR EL QUINE. DEVOLVERÉ EN POQUÍSIMAS DÍAS.

    Un abrazo (o los que hagan falta)

Cito, sólo cito en cuarto lugar su papel de conferenciante buscado, ansiosamente buscado y deseado. Durante años, admitámoslo, explotamos a Sacristán. Cuando queríamos hablar de cualquier cosa, sea la que fuere, marxismo, lógica, política del momento, Sartre, dialéctica,… su nombre sonaba siempre y casi siempre en primer lugar.

Teníamos las miradas muy dirigidas, dirán ustedes. Es posible pero no creo exagerar si les digo que Sacristán ha sido uno de los mejores conferenciantes que he escuchado nunca y en aquellos años, durante prácticamente 15 o 20 años, escuchar a alguien que hablara con propiedad de algo no era cualquier cosa. Era más un milagro.

No quiero hacer publicidad pero sí me gustaría propagar, hacer propaganda en el mejor de los sentidos, que si quieren experimentar esto que estoy intentado comentar lo tienen muy fácil. Basta con que escuchen las cinco conferencias incluidas en «Integral Sacristán» de Xavier Juncosa para que comprueban que no es ninguna exageración lo que les estoy señalando.

Igualmente, y en paralelo con lo anterior, está su arista de profesor universitario o de profesor tout court. Lo señalé antes. Lo primero que hay que decir es que Sacristán fue profesor, maestro más bien, en muchos ámbitos: en una escuela de adultos, en seminarios con estudiantes inquietos, en la Universidad cuando le dejaron, en organizaciones del PSUC… El profesor Jaén les podrá hablar con conocimiento de causa, fue alumno y discípulo reconocido, yo que también lo fui, aunque no reconocido, puedo simplemente apuntar que no he visto hasta la fecha nada parecido. La claridad de exposición de Sacristán, su saber enciclopédico, su interés, su paciencia, su capacidad argumentativa, no tenían parangón.

El poeta y lingüista Carlos Piera ha señalado un vértice, aparentemente marginal, pero que a mi también me parece que dice algo esencial de Sacristán: que iba en serio, siempre.

    La nostalgia -escribe Piera– es una enfermedad característicamente española, tanto peor tratada cuanto que apenas se admite. Las gentes de mi edad, criadas y sobradamente cumplidas en décadas de verdadera ignominia, tenemos cierta obligación de no ceder a ella, por lo que en tal cosa habría de concesión a esas décadas, y de cicatería en el reconocimiento de que, mal que bien, mucho de ellas ha quedado atrás y de que eso es un bien para todos. No es difícil detectar aun en personas mucho más jóvenes los efectos obnubiladores de esos vicios privados: así, cierto lamentarse del presente, con vindicaciones de un universal trastrueque, que ni resulta incompatible con la pronta obtención de cátedras y tribunas ni obliga al parecer, en lo más mínimo, a preparar las clases y respetar a los estudiantes. Por no hablar de callarse de vez en cuando. Puesto que en la conmemoración que viene haciéndose de la persona de Sacristán ha predominado el tono personal, a mí se me impone empezar de este modo, quizá para explicarme la dificultad que he tenido en cumplir con la enorme deuda de respeto, amistad y gratitud que tengo con él y, por cierto, también con Giulia Adinolfi. Pero no es dificultad que impida decir lo más evidente: por ejemplo, que no puedo imaginar unas circunstancias que forzaran a Sacristán a llevar la clase mal preparada. Y debe quedar dicho, porque poner algo en perspectiva implica estimar la distancia que nos separa de ello [el énfasis es mío].

Aunque el esbozo no quede bien dibujado del todo, es sólo un borrador, una aproximación injusta, destaco tres notas finales. Empiezo por un tema poco conocido y que en cambio deviene cada vez más esencial con el transcurso del tiempo.

Fue muy temprano el interés de Sacristán por temas de sociología y política de la ciencia. Ya en 1959, tras su regreso de la Universidad de Münster, donde estudió lógica y filosofía de la ciencia y perfeccionó su alemán, Sacristán dio una conferencia para un colectivo de arquitectos barceloneses con el título: «El hombre y la ciudad (Una consideración del humanismo, para uso de urbanistas)», y en 1966, invitado por la Asociación de Humanidades Médicas de Catalunya, impartió otra conferencia titulada «Parece que ya no basta con el estetoscopio». Pero fue especialmente en los inicios de los años setenta cuando se incrementó su interés por temas de política de la ciencia. Éste fue uno de los asuntos centrales en sus últimos años, tanto en su vertiente académica (clases de metodología y seminarios en la Facultad de Económicas de la UB) como en sus numerosas intervenciones públicas.

El punto de vista de Sacristán puede formularse en los siguientes términos: los peligros, ahora evidentes, de la intensa relación entre la especie humana y la naturaleza, fuertemente mediada por el saber y las prácticas científico-tecnológicas, habían facilitado en los años setenta y ochenta un renacimiento de las concepciones que él agrupaba bajo el rótulo de «filosofías románticas de la ciencia». Apreciando algunas emociones que subyacían a su crítica, reconociendo el valor teórico y político de algunos de sus análisis y descripciones, Sacristán rechazaba su negativa valoración del «mero conocimiento operativo e instrumental», y apuntó, además, que no representaban ni podían representar un camino de salida, entre otras razones por el peligro de «impostura intelectual» que les afectaba en ocasiones: disertaban y sentenciaban sobre el conocimiento positivo hablando de asuntos y desde perspectivas que apenas recogían la práctica científica realmente existente, sin que ello significara, claro está, que Sacristán no fuera muy consciente de los peligros que representaban la industria nuclear, por ejemplo, o las entonces emergentes biotecnologías.

Estas posiciones estaban afectadas, además, por un paralogismo (Sacristán 1984: 455) que dañaba su comprensión de la situación al confundir el plano de la bondad o maldad política con la corrección o incorrección epistémicas. Pero, señalaba Sacristán, era precisamente la potencial peligrosidad práctica de la tecnociencia contemporánea la que estaba directamente relacionada con su bondad cognoscitiva. Y es que, nuevo plano de crítica, en el supuesto de que existiera, tal como estas filosofías parecían defender, un saber superior al cosificador conocimiento positivo, los peligros señalados no sólo no se disolverían sino que se incrementarían exponencialmente por el mayor valor de ese supuesto nuevo saber. Era el buen conocimiento el que era peligroso moral, prácticamente, y tanto más amenazador cuanto mayor calidad epistémica tuviera. Estas consideraciones hacia las filosofías románticas de la ciencia y sus orientaciones socialistas en materia de política de la ciencia, fueron, como decíamos, ejes básicos de los escritos, intervenciones políticas y conferencias de Sacristán en sus últimos años. Algunos vértices de sus posiciones este ámbito -no muy transitado ni abonado entonces por el marxismo hispánico ni por otras tradiciones académicas-, así como en sus repercusiones en el ideario comunista, pueden resumirse así:

Las principales corrientes del marxismo contemporáneo habían pensado la ciencia moderna como neto factor de emancipación. Se partía del esquema clásico de la idea de revolución y de él se infería, respecto a la política de la ciencia, un progresismo sin nubes: la ciencia era una fuerza productiva y toda política sensata de la ciencia de orientación progresista y de izquierdas tenía que consistir única y casi exclusivamente en su promoción: cuanto más, mejor, y de ahí una directriz de política económica de la mayor simplicidad: había que asignar a la tecnociencia la mayor cantidad posible de recursos, no había ni debía haber más limitación que la de las posibilidades existentes.

En su opinión, la principal rectificación que los diversos condicionamientos ecológicos y el fuerte desarrollo de la tecnociencia suponían para el pensamiento revolucionario (Sacristán 1987: 9-17; Sacristán 2005: 73-81) consistía en el abandono de todo milenarismo, de toda consideración de la revolución social como plenitud de los tiempos, ansiado momento a partir del cual obrarían, al fin, las buenas y objetivas leyes del Ser, deformadas hasta entonces por las injustas sociedades clasistas. No hay sociedad humana pensable en la que se disuelvan o superen todas las contraposiciones sociales y naturales.

En su programa de política socialista de la ciencia había una politización del concepto de práctica pero no con la finalidad de primar determinados programas de investigación por supuestas coincidencias ideológicas o político-filosóficas (la distancia con el lysenkismo es radical), sino en el sentido de orientar la investigación hacia determinadas áreas por sus probables aplicaciones prácticas, sociales, comunitarias, convirtiendo la salud laboral, la lucha contra las desigualdades educativas o sanitarias, la lucha contra la contaminación urbana o la conservación del medio, por ejemplo, en tareas prioritarias de esta búsqueda sin término, pero no forzosamente sin finalidad, que es la ciencia.

El principio orientador general de su política socialista de la ciencia exigía una rectificación de modos de pensar fuertemente arraigados en la tradición. Defendía Sacristán una dialecticidad que tuviera como primera virtud práctica el principio aristotélico de la mesura, fruto de la convicción de que las contraposiciones sociales eran ya entonces de tal calibre que no podían considerarse resolubles al modo clásico hegeliano, por agudización del conflicto, sino mediante la postulación y creación de un marco en el que pudieran dirimirse sin catástrofe. No era pensable una solución en blanco y negro por el simple juego de supuestos factores objetivos. Esta era una vía recusable, si se trababa de continuar y apostar por un crecimiento económico-tecnológico que podía llevar a la Humanidad al desastre, o irrealizable, además de no deseable, si se optara sin más por la prohibición de la investigación: en un mundo en el que se asegurara, comentaba Sacristán, «una cierta garantía contra desmanes de las fuerzas productivas, pero a cambio de una prohibición de la investigación de lo desconocido, probablemente todos nos sublevaríamos, o por lo menos todos los filósofos que merecieran el nombre» (Sacristán 2005: 70).

El programa por él propuesto defendía, entre otros puntos, una preeminencia de la educación formativa de la ciudadanía, primar la investigación básica sobre la aplicada, atender a desarrollos científicos poco operativos y descuidados en su mayor parte, admitiría y promovería una actuación equilibrada y discriminada con países menos desarrollados, con menor crecimiento económico, y apostaría finalmente por una racionalidad completada, por una racionalidad democrática y ciudadana que incluiría el control social del desarrollo de la ciencia y de la tecnología.

Esta consideración crítica de las filosofías románticas de la ciencia, sin discontinuidad perceptible con posiciones anteriores, fue uno de los ejes básicos de los escritos y conferencias de Sacristán en sus últimos años. La presencia de corolarios políticos, de esta atmósfera moral-política anexa, lateral si se quiere pero no inesencial, no fue un caso extraordinario. Sacristán, en las clases de «Metodología de las ciencias sociales» de enero de 1982 , al describir las posiciones de rechazo global o de aceptación entusiasta de la ciencia sin sombra de duda, sin temblor alguno, y de advertir que casos puros de esta naturaleza eran muy infrecuentes, apuntó dos ejemplos notables. En el ejemplo de entusiasmo puro situó a Condorcet; el segundo ejemplo, en este caso de anticientificismo, de regresismo en materia científica, fue el Frankenstein de Mary Shelley, de 1818, que representaba una de las primeras manifestaciones del sentimiento de rechazo vital de la ciencia en función de sus temidas consecuencias prácticas.

La complejidad del cuadro cultural, intelectual, filosófico, en que se enmarcaba esta reacción, estaba perfectamente ilustrado por la personalidad de Mary Shelley y por su libro. Shelley, comentaba Sacristán, era la esposa de Shelley, el poeta, y se podía estar casi seguro de que también él coincidía con las reflexiones de la novela. Entre otras cosas, señaló, porque Mary Shelley la había escrito en Roma, en uno de esos encuentros en los que estaban los Shelley, los Keats, esa primera división -la expresión es del propio Sacristán- de la poesía inglesa de la época. Era inverosímil, proseguía, que no estuvieran todos ellos de acuerdo con lo que allí estaba escribiendo Mary Shelley. Pues bien, este libro, que leído por una persona ingenua, por un progresista sin matices de la segunda mitad del XX, parecería fruto de una mentalidad tradicionalista o reaccionaria, provenía de un ambiente que era, prácticamente, el de «la extrema izquierda intelectual» de la época. Shelley era seguramente el poeta más de izquierda de la tradición romántica inglesa, hasta extremos conmovedores, añadió Sacristán: una vez al bajar a unos calabozos de la Jefatura Superior de Policía de Barcelona, al cabo de un rato de estar allí, comentó Sacristán, «me di cuenta que en una de las paredes algún preso había arañado, con las uñas, un verso de Shelley, precisamente, y en inglés. No sé qué raro preso sería éste pero el hecho es que allí estaba. No sé si con la democracia lo habrán quitado cuando habría habido que ponerle un marco».

Los versos arañados, en traducción del propio Sacristán, dicen así:

La luz del día,

después de un estallido,

penetrará

al fin

en esta oscuridad

No estoy seguro que el poema sea realmente de Shelley (el mismo Sacristán tuvo dudas finalmente sobre la autoría), pero, en todo caso, como es fácil suponer, no ha habido marco ni poema ni reconocimiento alguno.

Por lo demás, el giro temático de la exposición de Sacristán fue netamente inesperado. No era previsible que una de las primeras derivadas de un comentario sobre Frankenstein nos llevara a calabozos de presos políticos y a la poesía de Shelley. Algunos nos movíamos en aquel entonces en una atmósfera densa, estricta y casi puramente analítico-metacientífica, y es razonable afirmar que las preocupaciones sustantivas de orden político-moral no eran alimento asiduo de la mayoría de los componentes de aquel poblado y agradable conjunto. Era infrecuente que un epistemólogo hiciera calas de este orden, o tuviera su mirada atenta a consecuencias de orden normativo o de crítica política como en el caso de su comunicación al congreso de Guanajuato de finales de 1981.

La segunda nota que quería apuntarles. La sensatez e información con la que Sacristán se aproximó al tema de la dialéctica evitó que muchos marxistas hispánicos se extraviaran por senderos que, en cambio, fueron recorridos por marxistas europeos, muy celebrados en aquellos años, con resultados desérticos o, aún peor, con neto y confundido extravío lógico. Cualquier historia, breve o no, del marxismo español debería destacar esta contribución.

Un ejemplo de ello. En 1968, un colectivo de científicos sociales invitó a Sacristán a sumarse a un proyecto cuya finalidad era la constitución de una Escuela (dialéctica) de Sociología en Barcelona. En una carta a él dirigida (Manresa, 2 de agosto de 1968), por Luis Maruny apuntaba que había dos tipos de sociología, una, la tradicional, tenía su marco adecuado en la Universidad; la otra, una sociología «dialéctica», por el contrario, no. Para conseguir sociólogos del segundo tipo cabían dos posibilidades: o esperar que salgan del marco de un centro universitario, supuesto prácticamente imposible, o crear un marco genuino en el que pudieran prepararse sin tener que pasar por la formación clásica en sociología de la Universidad, ahorrando con ello esfuerzos y obstáculos.

En su carta de respuesta, fechada los días 11 y 12 de agosto de 1968, diez antes de la invasión de Praga, Sacristán señalaba cosas como la siguiente:

    […] Debajo de esta actitud está la condena de toda investigación especializada y positiva -en otro lugar hablas explícita y condenatoriamente de microsociología- por el hecho de que toda investigación de ese tipo es sometida a los principios generales de funcionamiento del sistema. Lo cual es, por supuesto, verdad. Pero eso es igualmente verdad (en cada momento) del trabajo manual y de cualquier otra actividad que no sea el «acto» (hipotético y abstracto) destructivo del sistema. Y no por eso se puede negar que el trabajo manual en el capitalismo produce algo más que enajenación, a saber, riqueza. Análogamente, la investigación sectorial, la microsociología, la microeconomía, etc. por no hablar ya de las ciencias de la naturaleza, sólo son de verdad útiles como ciencias al sistema cuando producen verdad. Es la verdad misma la que es absorbible y aprovechable por el sistema. Mientras se ignore esto, uno seguirá siendo un ideólogo, una víctima de la falsa consciencia, por revolucionaria que sea su inspiración, y estará doctrinalmente muy por debajo de Engels, el cual hace ya cien años, sabía muy bien que la teoría científica auténtica está de la parte de la clase dominante, mientras ésta es capaz de dominar. Contraponer a la investigación microsociológica o microeconómica, etc., «otra» sociología o economía, etc., que, por el mismo hecho de la contraposición, queda puesta en el mismo plano (microplano, por así decirlo) de la primera, es ignorar que ésta sólo puede responder a «necesidades objetivas del capitalismo organizado», a necesidades objetivas en la medida en que descubra y/o aplique verdad; por lo tanto, toda «otra» disciplina que se le contraponga dirá falsedades. Ejemplo: la biología «dialéctica» de los rusos en los años 30-40, o su economía en lo que se contraponía, negándola, a la microeconomía matemática entonces en desarrollo en los países capitalistas.

Queda, acabo ya, un último detalle. La inmensidad de Sacristán como lector crítico, atento. Un ejemplo les dirá más que mil palabras torpes. Sacristán se aproximó a las reflexiones de Theodore Roszak en las clases de metodología de las ciencias sociales del curso de 1983-1984 al desarrollar el apartado de las críticas epistémicas y materiales a la ciencia moderna.

Un breve apunte de contexto para situarnos en aquellas coordenadas: existía en tendencias del pensamiento crítico norteamericano de los años sesenta y setenta del siglo XX un manifiesto rechazo, no siempre equilibrado, y no únicamente dentro de la corriente contracultural que representaba Roszak, hacia el saber científico institucionalizado. No sólo estaba presente el recuerdo sangrante de las bombas de Hiroshima y Nagasaki, el desprecio abyecto del presidente Truman hacia J. Robert Oppenheimer, no sólo el mundo había estado al borde de la catástrofe nuclear con la crisis de los misiles de 1962, sino que la posibilidad de una guerra atómica seguía siendo algo más que una singular ensoñación de Kubrick que tuviera en Edward Teller el modelo de su doctor Strangelove.

Sacristán advertía en estas clases de metodología de 1983-1984, al igual que en cursos anteriores, que no era correcto presentar las motivaciones de la crítica contracultural como puramente materiales; eran, como solía ocurrir en estas cuestiones, un mixto de diversas perspectivas: la ciencia era mala (socialmente) y era errónea (epistémicamente), aunque, ciertamente, los desencadenantes de la preocupación sí que eran de orden básicamente existencial: la contaminación de las ciudades, la masificación de la vida cotidiana, las dificultades de comunicación en los aglomerados metropolitanos. El ejemplo de Roszak que comentó Sacristán iba en esta dirección:

    (…) Estoy pensando en un monstruo que me inquieta tanto como todos los demás. Un monstruo que es hijo exclusivo del científico… Me refiero a un demonio invisible, que actúa mediante un veneno sutil y no sólo en la carne y los huesos, sino también sobre el espíritu. Me refiero al monstruo del sinsentido, el malestar psíquico, el vacío existencial, en el que el hombre moderno busca en vano su alma.

Señaló Sacristán, en primer lugar, que no había duda de que cualquier persona con formación científica consideraría el paso muy superficial, puesto que suponer que la ciencia deshacía el sentido del mundo era un presuposición altamente original: la naturaleza, el mundo tendrían sentido y, sin embargo, conocerlos sería destruir su sentido; era hipótesis poco consistente, ya que «el mundo o tiene sentido o no lo tiene, para quien sea capaz de hablar de sentido de las cosas objetivas. Para gente de formación más analítica, como es mi caso, para bien o para mal, lo que no tiene sentido es hablar de sentido del mundo. Sentido tienen las acciones humanas. Tiene derecho a hablar del sentido del mundo, del sentido de las cosas, quien crea que el mundo es producto de un Dios creador; entonces sí, porque la realidad objetiva tendría entonces el sentido insuflado por el acto de creación voluntaria y planificada». Pero si uno no hacía esta hipótesis de un Dios creador con intencionalidad «entonces no tiene derecho a buscar sentido en el mundo, en las cosas. Sentido es algo que tiene que ver con las intenciones y el lenguaje. Donde no hay lenguaje para expresar ni conocimiento ni intención, no tiene sentido hablar de sentido, diría una persona de formación analítica como es mi caso» (Sacristán 1983a). Por tanto, concluía, era una ingenuidad decir que la ciencia era un monstruo que había destruido el sentido de la naturaleza, a no ser que se añadiera «y la naturaleza tenía el sentido siguiente: Dios la creó para esto y para lo otro», pero si no se incorporaba esta cláusula, lo que entonces podía afirmarse es que una persona que escribía así no había aprendido aún a pensar o bien lo hacía con notables errores.

De hecho, proseguía Sacristán, era mucho más sólida y bien pensada la idea tradicional del dogma cristiano según la cual Dios había creado el mundo para su gloria, aunque «fuera una frase que muchos tampoco entendamos mucho, pero al menos la entendemos gramaticalmente»: si Dios había creado el mundo para su gloria, el mundo tenía un sentido; a saber, glorificarle. Lo que no era posible entender era que, sin haber sido creado, el mundo tuviera sentido.

Empero, y este el punto que queríamos destacar, la lectura de este paso de Roszak por Sacristán no quedaba limitada a su descalificación por falta de sentido, a la manera de un discípulo desbocado del primer Carnap. Sacristán, por el contrario, señala que sería pobre -y por ‘pobre’ habría que entender aquí, de lectura errónea, de mala lectura- quedarse en esta crítica. Si uno ayudaba un poco a Roszak, la expresión es del propio Sacristán, conseguía hacerle decir con más precisión las cosas que él estaba sugiriendo, y salía entonces algo que hacía sentido, que sí podía entenderse. Si en vez de hablar de sinsentido del mundo o de las cosas, hablamos del sinsentido de las acciones, de la conducta y de la convivencia humana, entonces Roszak, apuntaba Sacristán, «puede estar queriendo decir que esta cultura de base tecnocientífica está rompiendo las redes de sentido de la convivencia humana. Esto sí que tiene sentido y se entiende bastante mejor. Con un poco de buena intención, siendo generosos con él, podríamos pensar que está aludiendo al hecho de que en una megalópolis moderna una persona puede ser atacada a puñaladas, tirada en el suelo o atropellada por un automóvil, sin que eso influya para nada – subrayado esto último con neta indignación- en la conducta de los que está pasando alrededor, cosa que en los periódicos vemos, no diré cada día, pero con cierta frecuencia como noticias de los lugares más avanzados de nuestra civilización; Nueva York, por ejemplo».

Sacristán proseguía su lectura: «Tal vez no todo lector considere la degradación del sentido en la Naturaleza –esto es una ingenuidad, señalaba, que ya hemos salvado, lo del sentido en la Naturaleza- como una cuestión moral, pero yo sí, porque el sinsentido cría desesperación y la desesperación es, según pienso, un destructor secreto del espíritu humano, una amenaza tan real y tan mortal para nuestro salud cultural como el abuso de la energía de los átomos para nuestra supervivencia física. En mi entender, por lo menos, matar a viejos dioses es una trasgresión de la conciencia tan terrible como confeccionar recién nacidos en un tubo de ensayo«. Igualmente, insistía, era fácil rechazar prima facie un texto así por su sentido literal, por su enorme ingenuidad: matar viejos dioses sería una trasgresión, pero los dioses, viejos o nuevos, se mueren cuando la gente deja de creer en ellos, pase lo que pase. Había que imaginarse, además, la horrorosa tarea que parecía desprenderse de esas palabras. Mantener en vida a los viejos dioses siempre había costado también mucha sangre, no había que engañarse: «La nueva civilización montada sobre la destrucción de los mitos por la ciencia, en la medida en que esté montada en eso, sin duda está arrojando productos bastantes crueles -monstruos, como dice Roszak en este ensayo-, pero tampoco es cosa de olvidar el tipo de monstruosidad que dio de sí la línea de conducta consistente en mantener a toda costa vivos a los viejos dioses. Eso ha costado también, como es sabido, mucha sangre y muchas hogueras, que luego se pueden olvidar en otro momento, pero que es malo olvidar; también hay que tenerlas presentes. No todos los sufrimientos vienen de la innovación; muchos han venido también de la conservación».

Finalmente, comentó Sacristán, volviendo de nuevo a Roszak, «lo que buscan como conocimiento el filósofo Platón y el hechicero don Juan es precisamente la significatividad de las cosas que la ciencia ha sido incapaz de hallar como rasgo objetivo de la naturaleza. Ir a donde nos lleva esa concepción del conocimiento -«la de don Juan, de la mística», aclaró Sacristán- no es denigrar el valor ni el atractivo de la información, no es ser anticientífico ni antirracional. No nos lleva a ninguna decisión entre lo uno y lo otro, sino al reconocimiento de prioridades dentro de un contexto filosófico integral. Puede ser muy atractivo recoger información -«por recoger información’ él entiende ciencia», comentaba Sacristán-. Ésta puede ser decisivamente útil, instrumento de nuestra supervivencia, pero no es lo mismo que el conocimiento al que nos asimos en las crisis de la vida. Cuando nos encontramos con la decisión ética, la muerte, el sufrimiento, el fracaso, o en los momentos en que nos oprime la tremenda vastedad de la naturaleza, haciéndonos sentir frágiles y caducos, lo que el espíritu reclama es el sentido de las cosas, la intención que ellas enseñan, la significación perdurable que dan a nuestra existencia».

Nuevamente señalaba Sacristán que si uno era capaz de disculpar el supuesto completamente gratuito de que las cosas tuvieran sentido, era justo reconocer que esta versión de la crítica material, ya no epistémica, de la ciencia, era no sólo racional, como decía el propio Roszak, sino perfectamente razonable y sensata. Era verdad que ningún conocimiento científico le ayudaba a uno, sin más mediaciones, a tomar una decisión vital; era absolutamente razonable y racional pensar que ante las grandes decisiones vitales ni siquiera la ciencia sirviera para prepararlas. Pero,  aun admitiendo que sirviera para ello, «lo que no puede es arrojar la decisión; por tanto, es una tarea cultural importante el cultivo de las facultades humanas que determinan la decisión».

Dejémoslo aquí. Déjenme añadir un breve apunte sobre las aportaciones de Sacristán a la cultura catalana.

5. SACRISTÁN Y LA CULTURA CATALANA.

Sacristán no escribió ningún artículo ni ningún ensayo en catalán. Sus textos fueron traducidos por Francesc Vicens, Francesc Vallverdú y Joaquim Sempere. Ello no es obstáculo en mi opinión para considerar sus aportaciones a la cultura catalana, algunas de las cuales han dejado huella y sombra alargada.

Aparte de una didáctica, documentada, crítica y nada usual aproximación al Manifiesto Comunista («Para leer el Manifiesto del Partido Comunista»), que circuló con profusión en copias ciclostiladas o mecanografiadas (Capella 1987: 201), Sacristán publicó el primero de sus trabajos marxistas, «Jesuitas y dialéctica», en Quaderns de cultura catalana, la primera revista marxista de crítica y política editada en Catalunya bajo el franquismo durante los años 1957 y 1959, una publicación del comité de intelectuales del PSUC de la que se llegaron a editar cinco números. Años más tarde, el propio Sacristán recordaba esta experiencia (1985: 280-281) en los términos siguientes:

    […] estaba totalmente escrita e impresa en el interior. Como trabajo conspirativo, Quaderns tenía su mérito. Constaba de más de veinte páginas por número. La impresión y el primer escalón de distribución de Quaderns estuvieron a cargo de un equipo muy reducido, pero eficaz, que dirigió el historiador Josep Fontana. Es muy posible que la aparición de Quaderns acelerara la de Horitzons. A los órganos supremos de dirección, compuestos en su mayoría de permanentes o de aspirantes a esa condición, no les hace nunca demasiada gracia la productividad espontánea de las organizaciones de base. El nacimiento de Horitzons fue el final de Quaderns por eutanasia.

En octubre de 1977, con motivo de la aparición legal de Nous Horitzons, se solicitó a Sacristán un balance del papel desempeñado por la revista en sus casi veinte años de existencia. La calidad de lo publicado no le parecía que tuviera un gran valor teórico (Sacristán 1985: 280-283). El marxismo defendido en aquellos años por el PSUC estaba empapado de euforia por la victoria soviética sobre el nazismo, por el triunfo de la revolución china y, especialmente, por el éxito de la revolución cubana y por el derrumbamiento del viejo sistema colonialista. Esa euforia había alimentado

    […] un marxismo muy alegre (lo cual estaba muy bien) y asombrosamente confiado (lo cual estuvo muy mal, y visto desde hoy pone los pelos de punta).

El principal valor cultural de Nous Horitzons, concluía, fue su mera presencia, «su qué fue mejor que su cómo».

Además de sus escritos de intervención política directa, fueron cinco artículos y dos reseñas, más una censurada, las aportaciones filosóficas de Sacristán a esta revista: «Tres notas sobre la alianza impía», «Studium generale para todos los días de la semana», «La formación del marxismo de Gramsci», «Lenin y la filosofía» y «Sobre el «marxismo ortodoxo» de György Lukács», y las reseñas «La edición catalana de las cartas de Marx y Engels sobre El Capital» «Sobre el Lenin de Garaudy». A pesar de tratarse de sus primeros escritos en el marco de la que fuera su tradición político-filosófica principal, algunas características centrales de su marxismo están explícitas en ellos: un materialismo alejado de todo dogmatismo y sabedor de su carácter no demostrativo; una dialéctica nunca pensada como lógica alternativa sino como aspiración cognoscitiva de las singularidades, de las «totalidades concretas»; un marxismo, amigo del saber científico social y natural, concebido como una tradición política viva e informada de transformación social, y no como Teoría de la Historia, Ciencia infalible, Gran Saber de una época o Filosofía insuperable.

«Tres notas sobre la alianza impía» fue incluido en el número 2 de Horitzons, primer trimestre de 1961, con el seudónimo de M. Castellà. La traducción catalana corrió a cargo esta vez de Francesc Vicens, entonces director de la revista. Sacristán defendía en este texto la empresa de la ciencia, con consideraciones alejadas del sociologismo extremo, muy presente en el marxismo de aquellos años. Sólo la profunda alienación del espíritu en la sociedad burguesa, escribía, «permite entender por ciencia una actividad que se limita a manipular al ente para explotarlo». Para él, la ciencia, en su sentido pleno, es la empresa de la razón, la libertad de la consciencia. La ciencia como técnica recibía su impulso de la ciencia como razón. Nunca abandonó Sacristán por esta tesis.

«Studium generale», apareció en el nº 10 de Nous Horitzons, en traducción catalana de Francesc Vallverdú, con el título «Studium generale per a tots el dies de la setmana», presentándose en portada como «L’especializació vista pel Professor Sacristán». Originariamente fue una conferencia impartida en el aula Magna de la Facultad de Derecho de la UB1 que tuvo su origen en un encuentro con unos estudiantes. Mientras Sacristán preparaba su tesis doctoral sobre Heidegger, dos estudiantes de Derecho fueron a hablar con él. Uno de ellos tenía pasión por la pintura y la poesía; el otro, por el cine, el alpinismo y la poesía. Superado el primer curso, la aparición del Código Civil y de los textos constitucionales en segundo ponían en dificultades su aspiración a seguir viviendo también como amantes de la poesía, la pintura, el cine y la montaña. ¿Qué hacer entonces? Recordaba Sacristán años después que aunque conocía muy bien el problema de aquellos estudiantes, la dificultad, y necesidad a un tiempo, de armonizar tendencias espirituales heterogéneas en la práctica, les dio «el sólido consejo de hacer algo a fondo, de revender inmediatamente el Código Civil y no matricularse más en Derecho, o encerrar los libros de poesía, los pinceles, las revistas de cine y las botas de montaña, por lo menos hasta junio».

En el 11 de NH, tercer trimestre de 1967, publicó Sacristán «La formación del marxismo de Gramsci», con el título «La interpretació de Marx per Gramsci». Era la trascripción corregida de una conferencia de 1967 dictada en el Ateneo de Pontevedra que se iniciaba con el recuerdo de la noticia de la muerte de Antonio Gramsci dada por Radio Barcelona 30 años antes.

«Lenin y la filosofía» fue publicado en el número 21. Sacristán había impartido una conferencia en la Universidad Autónoma de Barcelona el 23 de abril de 1970 con el título «El filosofar de Lenin», posteriormente transcrita y publicada como prólogo de la traducción de Materialismo y empiriocriticismo editado por Grijalbo en 1975. A pesar de la insistencia y empeño de los redactores barceloneses, este detallado trabajo no fue publicado y, en su lugar, se incluyó «Lenin y la filosofía», un artículo más breve escrito por encargo de El Correo de la UNESCO con ocasión del primer centenario del nacimiento de Lenin. El Correo renunció finalmente también a la publicación del texto y en su lugar se publicó el trabajo de un autor soviético.

«Sobre el ‘marxismo ortodoxo’ de Gyorgy Lukács» apareció en el número 23 de NH, traducido por Joaquim Sempere. Sacristán había escrito en 1967 un excelente comentario sobre El asalto a la razón, publicado en Materiales diez años más tarde de con el título «Sobre el uso de las nociones de razón e irracionalismo por G. Lukács». Su trabajo sobre el tipo de ortodoxia marxista de Lukács, se publicó poco después del fallecimiento del filósofo húngaro en junio de 1971 y fue elaborado en circunstancias nada fáciles para Sacristán: dimisión de sus responsabilidades en la dirección del Partido, aunque no de la militancia política, estudio, balance y reelaboración de una nueva estrategia para el movimiento, situación económica nada cómoda tras haber sido expulsado de la Universidad en 1965, laboriosos trabajos de traducción, y, además, en momentos nada fáciles por el quebranto de su salud. Sacristán sufrió una profunda depresión en 1970 que le dificultó en gran medida durante tiempo trabajar y escribir con continuidad y a un ritmo fuerte.

La primera de las dos reseñas publicadas estuvo dedicada a la edición catalana de cartas sobre El Capital de Marx y Engels realizada por la editorial Materiales en 1967 (Sacristán 2004: 42-46). La segunda fue un breve escrito sobre Lenin de Roger Garaudy que apareció en el número 17 de NH, en 1969. Sacristán destacaba que en las 66 páginas del ensayo quedaba claro que su autor lo había escrito con el objetivo de librar una batalla en dos frentes. Subrayar la importancia del factor subjetivo en el pensamiento de Lenin le era útil contra el derechismo de tipo tradicional y mostrar que Lenin pensaba de manera antidogmática le servía contra el izquierdismo político de la época. Ambas cosas le servían para combatir el burocratismo de la degeneración socialista.

La tercera reseña, escrita en 1970, iba a ser publicada en el número 20 de NH pero finalmente no fue incluida. Llevaba por título «A propósito de El futuro del Partido Comunista francés«. Se trataba de un detallado comentario del ensayo L´avenir du Parti Communiste Français. La redacción barcelonesa de la revista recibió indignada las razones «escritas y verbales» esgrimidas por la dirección parisina de NH para poner «en reserva» el trabajo de Sacristán.

No fueron éstas, de ningún modo, las únicas aportaciones de Sacristán a la cultura catalana.

En 1965, Sacristán (1984: 318-324) prologó la edición catalana, publicada por Edicions 62, de An Outline of Philosophy de Bertrand Russell. Aunque «Jardí» había traducido a principios de los sesenta algunos artículos del gran filósofo británico, éste era el primer libro del autor de los Principia traducido al catalán.

De la importancia de la traducción daba cuenta Sacristán en las primeras líneas de su presentación, al mismo tiempo que apuntaba que, como era lógico, la edición catalana no renacería completamente hasta que no contara con textos básicos de matemáticas o de física. Aparte de las inaceptables razones de opresión lingüística y censura, ¿por qué había tardado tanto en traducirse Russell al catalán? Sacristán ofrecía algunas conjeturas: el filósofo británico no ofrecía ni sistema filosófico ni intuición, y tampoco satisfacía la estampa del nuevo academicismo de filósofos positivistas, lógicos y analistas del lenguaje. No era Russell un profeta con cosmovisiones ni intuiciones globales, como lo eran las grandes figuras contemporáneas de la filosofía europea continental, y tampoco era un representante típico de la nueva academia anglosajona.

Cuatro años más tarde, en 1969, y a instancias de Xavier Folch2, Sacristán presentó para Ariel la obra poética de Joan Brossa, Poesia rasa. Tria de llibres. Tituló su prólogo «La práctica de la poesía» (Sacristán 1985: 217-242). Un año después también fue entrevistado para Oriflama sobre el poeta (Sacristán 1985: 243-250).

Tal como manifestó en esta conversación con Miquel Martí i Pol, la esencia de la poesía brossiana era para él la incorruptibilidad, la destrucción de falsedades:

    Yo diría que la constante principal del trabajo de Brossa es la incorruptibilidad. Una incorruptibilidad popular, sin gestos grandilocuentes. La constante principal de la poesía de Brossa es la destrucción de falsedades. Pero es también característico de su poesía que la destrucción permita brotes de utopía, de felicidad.

Lo esencial de la probable repercusión cultural de la citada presentación le fue manifestado en una carta personal por Antoni y Teresa Tàpies, fechada el 14 de junio de 1969:

Querido amigo:

    Acabamos de tener el privilegio de una primera lectura de «La práctica de poesía» que has escrito para Brossa. Estamos emocionados viendo como por fin, gracias a ti, se aclaran tantas cosas sobre nuestro amigo… y sobre mucho más. Lo has hecho además con un «desenfado» y una «naturalidad» que son un oportuno testimonio de lo que debe ser una añeja posición tuya sobre muchos problemas, desde el innecesario sometimiento a Zdanov hasta la réplica al «hermetismo», desde la puesta en evidencia del «amisticismo» y la «vocación felicitaria» hasta la puntualización histórica de la «elegía política que ha precedido a otras» en la literatura catalana. Pasando por tantas cosas justas y bellas como dices.

    Recibe nuestra cordial felicitación junto con el testimonio de nuestra amistad sincera.

«Amb tot los bons que em trob en companyia» es el título del prólogo con el que Sacristán acompañó la edición por Ariel en 1973 de Poemes i cançons. Raimon ha recordado la excelencia de este ensayo de Sacristán (Juncosa 2006). En su opinión, uno de los mejores trabajos que se han escrito sobre su obra. Antoni Batista (2005: 40, 94,118) lo ha valorado en términos similares en un estudio reciente.

La idea del prólogo partió del propio cantautor. En carta de 8 de agosto de 19733, le comentaba a Sacristán:

    […] Cuando les dije [a los propietarios de Ariel] que quería que escribieras tú el prólogo hicieron el típico gesto de «otro problema». Xavier Folch, que estaba delante, te lo explicará. De todos modos, estamos finalmente de acuerdo en que seas tú el prologuista. Como puedes imaginarte es un poco urgente y ya sé que esto es siempre muy molesto.

    No es necesario que te diga que a mí y a Annalisa nos causa una gran satisfacción que lo hagas tú: por lo que sabes, por lo que has hecho y por lo que haces. Si estás de acuerdo, cuando antes lo hagas mejor, y si no lo estás, cuando antes me lo comuniques también mejor. Los editores tienen mucho miedo a que haya problemas graves por razones de censura.

Tres años más tarde, Sacristán tradujo al castellano, también para Ariel, el poemario y cancionero de Raimon, al que acompañó con un prólogo para la ocasión (Sacristán 1976: 22) donde manifestaba algunos compromisos de la edición:

    […] El compromiso al que llegué desde mi minoría de uno consiste en presentar traducciones literales, pero no interlineadas, sino enfrentadas. Se trata de traducciones palabra por palabra, salvo en los poquísimos casos de frases hechas, como, por ejemplo, deixar ploure (literalmente ‘dejar llover’, traducida por «oír llover») o, en otro plano, hora foscant (literalmente ‘hora oscureciente’, traducida por «entre dos luces»).

Añadió Sacristán una breve reflexión política, una aproximación leninista al tema de las nacionalidades con énfasis político-didácticos asimétricos, que, de hecho, le acompañó hasta el final de su vida.

Por lo demás, el texto filosófico más importante de estos años, y uno de sus escritos con mayor influencia4, fue «Sobre el lloc de la filosofia en els estudis superios», un breve ensayo publicado originalmente en catalán por Nova Terra en 1968 (Sacristán 1984: 356-380).

Escrito en una atmósfera filosófica institucional netamente mejorable y aún anclada en versiones escolásticas o sistemáticas muy tradicionales, son conocidas las tesis aquí defendidas por Sacristán:

    1. No existe un saber filosófico sustantivo superior a los saberes positivos.

    2. Los sistemas filosóficos son pseudoteorías, construcciones al servicio de motivaciones no-teoréticas, indemostrables e irrefutables, edificados mediante usos inadecuados de esquemas inferenciales.

    3. Existe, y ha existido siempre, una reflexión acerca de fundamentos, métodos y perspectivas del saber teórico, pre-teórico y de la práctica y la poiesis que puede seguir llamándose filosófica por su naturaleza metateórica.

    4. La apreciación positiva de la filosofía en los estudios superiores no implica la atribución de dichos méritos a la filosofía como especialidad y a los centros de producción de los correspondientes licenciados.

    5. El filosofar tiene que ir pobre y desnudo, sin apoyarse en secciones que expidan títulos burocráticamente útiles.

    6. No se enseña filosofía, se enseña, si acaso, a filosofar; y enseña a filosofar, siempre que no haga de ello oficio, el que filosofa.

    7. Desde el punto de vista de la importancia de su aportación a la imagen del mundo contemporánea, todas las horas de lección magistral y de seminario de las secciones de filosofía y todas las publicaciones de sus magistri pesan mucho menos que un centenar de páginas de Einstein, Russell, Heisenberg, Gramsci, Althusser y Lévi-Strauss. Si se añadían unos cuantos nombres de artistas y políticos, la idea de que las secciones de filosofía fueran las productoras de las ideologías vigentes, las herederas de Moisés y Platón, concluía Sacristán, resultaba muy divertida.

Con matices argumentativos y desarrollos de interés, esta concepción de la filosofía tampoco abandonó a Sacristán hasta el final de sus días5. Carlos Ulises Moulines se ha manifestado de acuerdo, en fechas recientes, con el enfoque aquí defendido por Sacristán.

Sacristán estudió y trabajó El Capital en varios momentos de su evolución intelectual y política. En los años cincuenta, cuando se vinculó al PSUC, colaborando, como vimos, con trabajos y reseñas en Nous Horitzons; a inicios de los setenta, cuando elaboró su «Karl Marx» para la «Enciclopedia Universitas», y nuevamente, a mediados de los setenta, cuando inició una de sus tareas más importantes, la dirección de la traducción castellana de las MEW, las obras de Marx y Engels, las OME, en momentos en los que, como ha recordado Antoni Doménech (Juncosa 2006), Sacristán estaba más preocupado por un trabajo de creación, de desarrollo, de abertura de la tradición, y no tanto por desarrollos de erudita filología académica ni, desde luego, de cansina citación repetitiva de clásicos.

El traductor de la Historia del análisis económico de Schumpeter tradujo y anotó los libros I y II de El Capital, que fueron editados por Grijalbo en los volúmenes 40, 41 y 42 de OME, y dejó traducido la mitad del libro III que, finalmente, no llegó a editarse.

Escribió, igualmente, una nota editorial sobre la edición completa, que apareció en OME 40, libro I, volumen 1; una breve nota que apareció en OME 41, libro I, volumen 2, y otra nota editorial sobre OME 42, libro II (Sacristán 1983: 371-428; 2004: 138-178).

Además de todo ello, Sacristán ha dejado un cuaderno con detalladas anotaciones históricas, analíticas y filológicas sobre numerosos pasos del clásico de Marx (Sacristán 2004: 194-288). Así, por ejemplo, esta observación del capítulo VI:

    ¡Cómo habría podido escribir! ¡Lástima que tuviera que dedicarse a esta historia de la economía!: «Todo ser humano muere 24 horas al día. Pero a ninguno se le ve cuántos días exactamente ha muerto ya» (MEW 23, 218; OME 40, 221).

De esta nueva aproximación a El Capital surgió material para conferencias y trabajos académicos de sus últimos años. Algunos de ellos, clásicos del pensamiento marxista catalán e hispánico: «El trabajo científico de Marx y su noción de ciencia» (1983: 317-367; 2004: 307-326), conferencia impartida en la Fundació Miró; «Karl Marx como sociólogo de la ciencia» (2007), «Algunos atisbos político-ecológicos de Marx» (1987: 139-150), que fue la apertura del curso 1983-1984 en L’Hospitalet de Llobregat, «Tradición marxista y nuevos problemas» (2005: 115-155), «¿Qué Marx se leerá en el siglo XXI?» (1987: 123-129) o la conferencia aún inédita: «Los últimos años de Marx en su correspondencia», dictada en la Universidad Complutense de Madrid con motivo del primer centenario del fallecimiento de Marx. En sus compases finales, señalaba aquí Sacristán:

13. El viejo Marx vive intensamente la frustración final:

    13.1. La irresolución teórica del complejo obschina lo revela.

    13.2. Igual que el testimonio de Tussy. «Hacer algo»

    13.3. Para honra suya. Y fecundidad posterior de alumnos, no de discípulos (Alfons Barceló).

El prólogo a la edición catalana de El Capital fue también fruto indirecto de esta nueva aproximación. Es el último texto de Sacristán editado en catalán y uno de los últimos papeles filosóficos que publicó antes de su fallecimiento. Escrito en tierras mexicanas, donde había ido a impartir dos cursos de postgrado -el primero sobre «Inducción y dialéctica» y el segundo sobre «Karl Marx como sociólogo de la ciencia», fue también allí donde se reencontró con su familia republicana exiliada y donde contrajo matrimonio, en segundas nupcias, con la profesora de la UNAM María Ángeles Lizón.

El texto original de Sacristán está fechado el 1º de Mayo de 1983. En esa misma fecha había firmado, 24 años antes, su prólogo a Revolución en España, el primer volumen de Marx y Engels publicado legalmente en España durante el franquismo6.

Edicions 62, con la colaboración de la Diputación de Barcelona, editó en 1983, en «Clàssics del pensament modern», la primera traducción completa al catalán de El Capital7. La colección estaba dirigida por J. M. Castellet, Salvador Giner y J. F. Yvars, y la traducción corrió a cargo de Jordi Moners i Sinyol, de quien partió la iniciativa de pedir a Sacristán un prólogo para la edición8.

Iniciaba su texto Sacristán con un comentario sobre el momento en que, por primera vez (y única vez hasta la fecha si no ando errado), se editaba en catalán el clásico marxiano. La aparición de la traducción podía parecer intempestiva, se publicaba un siglo después de que empezara a estar realmente presente en la vida social y cultural de Catalunya, y en unos años en los que ya no se podía considerar de mucho predicamento la obra de Marx.

Dos circunstancias podían explicar el retraso de la edición. Era obvio que un motivo tenía mucho que ver con los obstáculos con los que había tropezado la cultura superior catalana durante los últimos cien años, «desde los de lejanía raíz histórica hasta los particularmente difíciles que levantó el franquismo». Desde esta consideración, añadía Sacristán, «la publicación de El Capital en catalán, como la de cualquier otro libro clásico, es una buena noticia para todos los que se alegran de que los pueblos y sus lenguas vivan y florezcan».

Que apareciese el texto en catalán en momentos muy poco favorables para la tradición marxiana, podía facilitar en cambio una buena lectura de la obra.

    Esto no tiene mucho de paradójico: cualquier libro y cualquier autor pagan el hecho de estar muy de moda con una simplificación más o menos burda de su contenido o con versiones apologéticas demasiado estilizadas. Es posible que sólo a este precio la obra influya extensamente: por eso nadie es dueño de sus propias influencias. En el caso del Capital todo esto adquiere proporciones grandes y reales. Y, puesto que «gris es toda teoría / y verde el árbol de la vida», seguramente es más jugoso el caos de la influencia práctica de las lecturas dudosas propias de las épocas de éxito de una obra que el fruto de una lectura tranquila, relativamente fácil en una situación de escasa acción social de la ideas leídas.

El lector podía beneficiarse además (¡por fin!) de la superación de viejos debates sobre líneas de demarcación entre el Marx filósofo y el científico, entre el joven Marx y el maduro, sobre el exacto momento en que irrumpe en la obra marxiana la noción moderna de ciencia. El propio Sacristán, en un artículo escrito para la enciclopedia Larousse en 1967 (Sacristán 2007: 181-186), ya había señalado que las vicisitudes y los puntos de inflexión de la evolución intelectual del autor de la Crítica al programa de Gotha suscitaban en el marxismo de los años sesenta dos problemas que ocupaban la mayor parte de la literatura marxiana: el de los «cortes», «rupturas» o «censuras» que haya podido haber en esa evolución y el de la naturaleza del trabajo teórico de Marx, tan ligado con objetivos políticos revolucionarios9. Respecto del primer problema, creía que un examen de su evolución intelectual permitía identificar varios puntos de inflexión, alguno incluso posterior a El Capital, ninguno de los cuales se revelaba como ruptura total.

En cuanto a la segunda cuestión, parecía también claro en su opinión que Marx había practicado en economía un tipo de trabajo intelectual no idéntico con el que era característico en las ciencias positivas, aunque compuesto entre otros por éste. Por ello, señalaba en el prólogo de 1983:

    Hoy debería estar salomónicamente claro, por una parte, que El Capital es la obra máxima de la madurez de Marx (como, tal vez innecesariamente, lo proclamó con gran énfasis Louis Althusser) y, por otra parte, que El Capital no es toda la «Economía» planeada por su autor, ni lo habría sido aunque Marx lo hubiera terminado (como no menos insistentemente lo enseñó Maximilien Rubel10 en las polémicas aludidas).

Sin embargo, proseguía, quizá no hubiera que hacerse ilusiones acerca de la superación definitiva de polémicas causadas por lecturas unilaterales de Marx de sesgo ideológico o político. Si toda persona versada en criterios académicos de discusión tenía motivos para considerar resuelta y disuelta esta vieja cuestión, no se podía decir lo mismo de los que leían a Marx con el deseo de encontrar en él argumentos en que apoyar tesis políticas. Pero, a pesar de la persistencia del asunto de los dos Marx, era razonable pensar que se trataba de un asunto con mucho pasado (reciente) y con escaso futuro (próximo).

Las reconstrucciones del pensamiento marxiano basadas en uno u otro de los dos Marx corrían el peligro de no oír los interrogantes de la nueva época del «desarrollo de las fuerzas productivas». La historia y las anticipaciones del futuro próximo coincidían en quitar verosimilitud a la conjetura sobre la función del desarrollo de las fuerzas productivas materiales e intelectuales en el modelo marxiano de revolución socialista. En este superado debate sobre los dos Marx, la acentuación unilateral de la importancia del Marx maduro se apoyaba decisivamente en la objetividad de las leyes históricas, la traída «contradicción» creciente entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción.

En opinión de Sacristán, ciertas consideraciones bastante obvias tendían a desbaratar este modelo por lo que hacía a las crisis de nuestra época. Los textos sugerían que ya desde 1848 Marx creía en esa contraposición entre relaciones y fuerzas de producción capitalistas, y que, según sus análisis, o desde las coordenadas de su pensamiento desiderativo, la resolución de la contradictoriedad sólo podía ser el socialismo.

Una lectura literal permitía salvar el modelo general marxiano, entendiendo las sociedades anónimas como una revolución de las relaciones de producción, pero no su predicción socialista, señalando Sacristán un punto esencial en su interpretación de Marx, especialmente en los trabajos de sus últimos años: el doble carácter de las fuerzas económicas, que llamó desde entonces productivo-destructivas, la irrupción central de la temática ecologista, la necesidad de pensar de nuevo las finalidades de la propia tradición, la irrupción de movimientos sociales de diverso registro y amplio espectro, la derivada salvaje en estado puro, sin apenas restricciones, del capitalismo en su fase actual (Tello 2003, 2005).

    Esto mismo ocurre hoy, pero todavía más demoledoramente para la predicción marxiana, porque las fuerzas productivas cuyo desarrollo caracteriza nuestra presente civilización no han sido ni soñadas por Marx, pero, a pesar de ello, la predicción del inminente «paso al socialismo» no es más verosímil que en 1848. Esta consideración quita mucho atractivo al marxismo teoricista, objetivista y cientificista, basado en el «Marx maduro», que predominó en el marxismo de los países capitalistas durante los años 1960 y 1970. Aquella lectura de Marx tenía graves defectos internos (…), pero sin duda es la evolución política y económica ocurrida desde entonces lo que más la desacredita.

Ese teoricismo marxista se veía obligado, además, a despreciar no sólo la obra del «Marx joven» sino también la menos leída del «Marx viejo», que había señalado con claridad a Vera Sassulich que las tesis del Capital se referían exclusivamente a las sociedades europeas occidentales (Sacristán 2004: 332-359).

No era tampoco probable que la implausibilidad de la imagen de un Marx autor de ciencia pura, hiciera más convincente la vuelta a una interpretación de su obra desde los manuscritos de 1844, línea hermenéutica cultivada por varias escuelas marxistas en los años cincuenta, con desprecio acentuado y declarado del «positivismo» del Capital. No le parecía a Sacristán que los conceptos fundamentales del Marx filósofo -humanidad genérica, alienación, retrocaptación-, por interesantes que pudieran ser y por adecuadamente que expresaran motivaciones y valoraciones de las tradiciones comunistas, fueran por sí solos suficientemente operativos para permitir un manejo eficaz del intrincado complejo de problemas tecnológicos, sociales y culturales con que se había de enfrentar ya entonces un proyecto socialista de futuro que tocara realidad.

    Para eso hace falta ciencia, «positivista» conocimiento de lo que hay, de lo «dado», cuyo estudio es tan antipático para el revolucionario romántico cuanto imprescindible para toda práctica no fantasmagórica. Esto hará siempre del Capital una pieza imprescindible de cualquier lectura sensata de Marx, pues esas dos mil páginas y pico contienen el esfuerzo más continuado y sistemático de su autor para conseguir una comprensión científica de lo que hay y de sus potencias y tendencias de cambio.

Una visión metodológica adecuada tenía que partir de la revisabilidad de todo producto científico empírico, y recordaba entonces Sacristán el experimento mental propuesto por Lukács en «¿Qué es el marxismo ortodoxo?»: qué quedaría del marxismo una vez que todas sus tesis particulares hubieran sido falsadas o vaciadas por la evolución social. El filósofo húngaro pensó que sí, que quedaría algo, el estilo marxiano de pensamiento, abarcante y dinámico, histórico, que llamó «método dialéctico». 

    Admitiendo que esta idea de Lukács es muy convincente, habría que añadirle o precisarle algo: el programa dialéctico de Marx -que engloba economía, sociología y política, para totalizarse en la historia- incluye un núcleo de teoría en sentido estricto que, sin ser todo El Capital, se encuentra en esta obra. El programa mismo era ya entonces inabarcable para un hombre solo; seguramente esto explica muchos de los padecimientos psíquicos y físicos de Karl Marx; y también da su estilo de época a una empresa intelectual que hoy consideraríamos propia de un colectivo, y no de un investigador solo. Por eso El Capital quedó en muñón, y por esto es inconsistente todo intento de convertir su letra en texto sagrado.

Lo que parecía imperecedero de la obra de Marx era su mensaje de realismo de la inteligencia: un programa revolucionario tiene que incluir conocimiento científico. Sin él no puede llegar a ser aquello que no es ciencia, sino finalidad poliética consistente.

Por esta convicción, finalizaba Sacristán así su presentación de la edición catalana, Marx había dedicado su vida y había sacrificado mucho de su felicidad «con el turbio resultado que eso suele arrojar» en la redacción de las miles de páginas que componían su obra máxima: El Capital.

Para Sacristán términos como «marxismo», «comunismo», «socialismo», «anarquismo» abarcaban formulaciones con tantos matices diferentes que aludían más a tradiciones de pensamiento que a cuerpos fijos de doctrina. La situación de crisis podía ayudar a remontarse a la fuente común de la que habían salido todas esas tradiciones y las reiteradas, publicísticas y frecuentes afirmaciones y sentencias condenatorias sobre la crisis definitiva del marxismo no deberían ser motivo de desesperación.

Como él mismo observó atinadamente, todo pensamiento decente, marxista o no, debe estar en permanente crisis (Fernández Buey y López Arnal (eds) 2004: 203). El marxismo fue para Sacristán un intento de formular conscientemente los supuestos y consecuencias del esfuerzo por crear una sociedad y una cultura socialistas, un intento de vertebrar racionalmente, con el mayor conocimiento del que fuéramos capaces y con el mejor análisis científico posible, un movimiento de emancipación social e individual. Dado que podían cambiar, y cambiaban de hecho, los datos de ese esfuerzo, sus supuestos y sus implicaciones fácticas, tenían que cambiar también sus supuestos e implicaciones teóricas, su horizonte intelectual en cada época.

Esta fue, precisamente, una de las últimas tareas que emprendió Sacristán: una reorientación del movimiento y de sus últimas finalidades acordes con cuestiones tan decisivas como las urgencias ecológicas, la crisis del sistema patriarcal o la irrupción del armamento nuclear en las guerras contemporáneas. De ahí que en uno de sus últimos papeles, la voz «Marx, Karl» escrita en colaboración con Mª Angeles Lizón para el calendario Temps de Gent de 1985, recordase nuevamente la importancia teórica del clásico de Marx:

    […] tras un breve período en Bélgica, se instala definitivamente en Inglaterra. Allí produce su principal obra, El Capital, de la que sólo puede publicar el libro primero. Durante su vida en Inglaterra, cargada de sufrimiento y dominada por una pobreza que llegó a miseria, Marx contó con la ayuda económica y moral de su amigo y colaborador Friedrich Engels. Este completó la edición del Capital, luego de muerto Marx. La edición crítica de las obras de Marx (y de Engels) se empezó en los años veinte de este siglo (MEGA, Marx-Engels Gesamtausgabe), pero se suspendió, entre otras causas por la muerte de su editor, Riazánov, durante las persecuciones estalinistas…

Ciencia y ética, conocimiento y valoración de lo existente, saber contrastado y revisable y finalidades políticas, dos ejes esenciales de la obra de este gran germanista.

Les hablaba antes de Joan Brossa y Sacristán. El gran autor barcelonés dedicó dos poemas a Sacristán. Uno de ellos enlaza bien, creo, con el último punto que quería comentarles. Se titula «Tramesa» (Askatasuna, p. 349) y dice así:

A Manuel Sacristán entre un pou i un sac

de pedres

No em sembla adequat.

A Manuel Sacristán ben cordialment…

És un tòpic.

A Manuel Sacristán amb tot l´afecte…

Un altre tòpic.

A Manuel Sacristán, del seu amic…

No. Escriuré:

A Manuel Sacristán.

.

(Remesa: A Manuel Sacristán entre un pozo y un saco / de piedras… /No me parece adecuado / A Manuel Sacristán muy cordialmente/ Es un tópico/ A Manuel Sacristán con todo el cariño/ Otro tópico / A Manuel Sacristán, de su amigo.../ No. Escribiré: / A Manuel Sacristán ).

Así, pues, simplemente al ciudadano Manuel Sacristán. Este faceta, esta cara de su poliedro no sólo merece ser destacada sino que es, en mi opinión, el eje vertebrador, el hilo conductor que arroja luz sobre la totalidad de su obra. La escrita y la practicada.

6. UN HILO CONDUCTOR (QUE ENLAZA SIN TOTALIZAR)

No sé si ando muy errado si señalo que Sacristán fue una singularidad en el marxismo europeo de aquellos años. Acaso hubo casos parecidos en Portugal o en Grecia pero no conozco un caso como el suyo en Cataluña, en España. Sea como fuere, tomen esto con todas las preocupaciones que deben tomarse las afirmaciones poco sólidas.

Me he referido de pasada a dos aristas, por lo demás centrales, del hacer y decir de Sacristán: su vinculación a la tradición política marxista, no sólo académica desde luego, y su poso de gran filósofo. Que Sacristán fue el filósofo más brillante de su generación no lo digo yo sino que lo ha dicho, en más de una ocasión, alguien tan poco dado a los elogios como Jesús Mosterín. En cuanto a lo primero, no me cabe la menor duda por ahora: Sacristán ha sido hasta la fecha, y sin olvidarme de nombres como Fernández Buey, Doménech, Candel, Fernández Santos, Ballestero o Galcerán, el mayor filósofo marxista catalán y español. Si me apuran, uno de los más grandes del área latinoamericana. Si me apuran más… No lo hagan.

Pero no sólo fue eso. Durante unos 20 años, se dice pronto, Sacristán fue miembro del comité central del PSUC-PCE. Durante cinco años (¡cinco!) fue miembro del comité ejecutivo del PSUC. Hablamos de los años cincuenta, sesenta y setenta. No hace falta que les dé detalles como el régimen nacional-católico-fascista que dirigía con mano de hierro y serrín anímico los destinos del país. Además de ello, tras su ruptura con el ejecutivo del PSUC, sin abandonar militancia, Sacristán emprendió, no sólo sino en compañía de amigos y compañeros, y de su misma compañera, un largo combate que puso en cuestión finalidades, procedimientos y conceptos globales de la tradición marxista-comunista de la que formó parte hasta el final de sus días.

Viene esto a cuento porque, en mi opinión, este es el hilo conductor que permite entender gran parte de la aristas y caras del poliedro Sacristán: sus conferencias, algunos de sus escritos teóricos, sus intervenciones políticas, las revistas que dirigió, sus enfoques en ámbitos como la metodología de la ciencia o la filosofía tout court, sus investigaciones, su deslumbrante giro ecologista, su tenaz labor en formar discípulos, su delicado cuidado de la razón pública, su pasión poliética. No digo todas sus caras. Habría que sumar su pasión desbordada por el conocimiento (Sacristán era un filósofo aristotélico en este punto) y su sentida admiración por la cultura alemana. Les recuerdo su misma introspección político-cultural. Son palabras de1979:

    Entre otras cosas porque si yo me recompongo -¿quién me ha hecho a mí?-, a mí me han hecho los poetas castellanos y los poetas alemanes. En la formación de mi mentalidad no puedo prescindir ni de Garcilaso ni de Fray Luis de León, ni de San Juan de la Cruz, ni de Góngora. Pero tampoco puedo prescindir de Goethe, por ejemplo, e incluso de cosas más rebuscadas de la cultura alemana, cosas más pequeñas, Eichendorff, por ejemplo; o poetas hasta menores, y no digamos ya, sobre todo, y por encima de todo, Kant. Y Hegel, pero sobre todo Kant. Bueno, y el Hegel de la Fenomenología  también.

Desarrollo, pues, brevemente este punto, y resumo a un tiempo, señalando, espero que sin contradicción, que uno puedo acercarse perfectamente a la obra de Sacristán, tener interés por ella, sin sentirse empujado por esta motivación política, central en mi opinión, en su obra. Podemos estudiar sus reflexiones en ámbitos como la lógica o la metodología de la ciencia, en la misma crítica literaria, o incluso en sus propios escritos marxistas, sin coincidir o estando muy alejados de sus posiciones políticas. Podemos leer y aprender de Platón aunque nos alejen o distancien sus rasgos aristocratizantes (aunque no sólo eso claro está).

La actividad académica de Sacristán tuvo, como señalé, el inconveniente de una forzada discontinuidad. De su primera época -paso por alto ahora sus escritos de juventud, escritos que deberían ser tenidos muy en cuenta-, cabe destacar su tesis doctoral sobre Heidegger, especialmente su capítulo de conclusiones críticas; la publicación de su manual de lógica –Introducción a la lógica y al análisis formal– y el escrito que levantó más polémica y agitó las entonces estancadas aguas de la filosofía académica española, su opúsculo de 1968 «Sobre el lugar de la filosofía en los estudios superiores» (Sacristán 1984: 356-380).

De su segunda etapa académica, tras su regreso a la Universidad en 1976, son esenciales sus clases de Metodología de las Ciencias Sociales aún inéditas, dos textos de filosofía y filología marxista que están entre sus escritos más destacados: «El trabajo científico de Marx y su noción de ciencia» (Sacristán 1983: 317-367) y «Karl Marx como sociólogo de la ciencia» (Sacristán 2007: 217-265) y el conjunto de intervenciones -artículos, conferencias, prólogos, presentaciones- asociadas a un marxismo sembrado por (y abierto a) los entonces llamados nuevos movimientos sociales (Sacristán 1987, 2005).

En un ámbito menos académico, sus concepciones políticas y teóricas fueron sometidas a un verdadero giro copernicano tras la invasión de Praga por las tropas de países miembros del pacto de Varsovia en agosto de 1968. Cuatro días después de aquella ignominia, de aquella ocupación militar-imperial, 24 de agosto, escribía Sacristán al editor, amigo y compañero Xavier Folch (RBCUB-FMSL):

    Tal vez porque yo, a diferencia de lo que dices de ti, no esperaba los acontecimientos, la palabra «indignación» me dice poco. El asunto me parece lo más grave ocurrido en muchos años, tanto por su significación hacia el futuro cuanto por la que tiene respecto de cosas pasadas. Por lo que hace al futuro, me parece síntoma de incapacidad de aprender. Por lo que hace al pasado, me parece confirmación de las peores hipótesis acerca de esa gentuza, confirmación de las hipótesis que siempre me resistí a considerar. La cosa, en suma, me parece final de acto, si no ya final de tragedia.

Sacristán buscó ya desde entonces nuevas sendas para una tradición demasiado anclada en el dogma y en seguridades sonambúlicas. Los estudios de ecología, el principio de precaución, el antimilitarismo y pacifismo, el peligro de una guerra con armas nucleares en el ámbito europeo, la necesidad de una nueva concepción del progreso y el desarrollo social, la lucha contra la dominación patriarcal, la urgente necesidad de una renovación de las políticas socialistas de la ciencia, fueron algunas de sus motivaciones más esenciales. Su posición en este último punto, esencial en su filosofía política de los últimos años, queda reflejada en esta anotación de lectura (RBCUB-FMSL, cuaderno «Política / Sociología ciencia»):

    No hay theoria que no se prolongue en techné si es buena teoría. Pero eso es una cosa y otra (es) que hay que manipular menos y acariciar más la naturaleza. Lo esencial es que la técnica de acariciar no puede basarse sino en la misma teoría que posibilita la técnica del violar y destruir.

El marxismo gramsciano de Sacristán no fue nunca una ideología política progresista, ni la verdadera ciencia de la historia, ni el paradigma teórico insuperable de una época, ni un filosofar omnisciente que dictara leyes a un servil trabajo científico. Ante todo, y en clara contraposición con aproximaciones dominantes en la filosofía europea de los ’60 y ’70, su marxismo fue una tradición de política revolucionaria (Doménech 2005), abierta a otros desarrollos políticos y otras posiciones normativas. Términos como «marxismo», «comunismo», «socialismo», «anarquismo» abarcaban formulaciones con tantos matices diferentes que, en opinión de Sacristán, aludían más a tradiciones de pensamiento que a fijados cuerpos de doctrina. Por ello, Sacristán sostuvo con tenacidad, no exenta de incomprensión, que la situación de crisis en la que ya entonces se encontraban muchas de estas concepciones podía y debían ayudar a remontarse a la fuente común de la que habían surgido, mientras que, por otra parte, las reiteradas y publicitarias afirmaciones sobre la definitiva crisis del marxismo no debían ser motivo de desesperación: como él mismo apuntó en una entrevista de 1983, todo pensamiento decente, marxista o no, debía estar en crisis permanente.

En su concepción, el marxismo era un intento -no el único desde luego- de formular consciente y documentadamente los supuestos y consecuencias del empeño por crear una sociedad y cultura comunistas. Dado que podían cambiar, y cambiaban de hecho, los datos de ese esfuerzo, sus implicaciones fácticas, Sacristán creía que tenían que cambiar también sus supuestos e implicaciones teóricas, su horizonte intelectual si se quiere. Esta fue una de sus últimas tareas: una reorientación de las finalidades del movimiento y de sus categorías centrales acorde con las urgencias ecológicas, la crisis del sistema patriarcal y la irrupción del militarismo y el armamento nuclear.

En el ámbito de la dialéctica marxiana fue, insisto, singular su posición. Acaso por llevar en sus espaldas la voluminosa mochila filosófica de una tradición repleta de indocumentadas teorías leninistas del reflejo y de extraviadas concepciones sobre ontología y epistemología, fue frecuente que marxistas informados defendieran desenfocadas tesis sobre las relaciones entre dialéctica y lógica. Las leyes de la lógica, se decía, proscriben la contradicción situándose en franca oposición con la realidad de la evolución: si la ley «formalista» de identidad afirmaba que nada cambiaba, la dialéctica aseguraba que todo estaba en constante devenir. ¿Cuál de esas proposiciones opuestas era falsa y cuál verdadera? Esas eran, se señalaba, las preguntas que los materialistas dialécticos formulaban en voz alta a los formalistas irreductibles. Eran las decisivas cuestiones que la lógica formal no se animaba a oír ni a considerar porque exponían el vacío de sus pretensiones y señalaban «el fin de su reinado de dos mil años sobre el pensamiento humano». No fue nunca ésta la perspectiva ni la posición de Sacristán. El autor de Introducción a la lógica y al análisis formal y Lógica elemental nunca vio oposición alguna entre lógica formal y dialéctica. Como Elster, Sacristán creía que la dialéctica no ofrecía un método operacional que pudiera aplicarse con buenos o regulares resultados dentro de límites definidos, o que de y con ella pudieran extraerse leyes sustantivas del desarrollo histórico con precisas predicciones.

El sentido de las denominadas «leyes» dialécticas» era el siguiente: esas «leyes» no eran equiparables en ningún modo a la ley de la gravitación universal o de la conservación de la energía. Aquellas ideas eran más bien «metáforas metafísicas» del tipo «todo cambio consiste en el paso de la potencia a acto» o, por poner otro ejemplo por él muy querido, la afirmación del De anima de que «el alma es, en cierto sentido, todas las cosas». Se trataba de un pensamiento semipoético con el que los filósofos habían podido describir la experiencia cotidiana pre-científica, eran metáforas que ordenaban experiencia vital. Las «leyes» adscritas al «método dialéctico» serían una de las grandes metáforas metafísicas que habían contribuido a estructurar la experiencia de sectores de la humanidad. No eran ni podían presentarse como ideas científicas. Dialéctico sería para Sacristán un concepto gnoseológico que quedaría caracterizado por su globalidad y totalidad, por el carácter endógeno de la explicación, y que implicaría, en mayor o menor medida, un punto de vista histórico dado que no existían objetos sociales atemporales. Para la generación de estos constructos históricos, para la aprehensión dialéctica y revisable de estas singularidades, un estilo intelectual atento a los conflictos o contraposiciones ocultas, que no olvidara las propiedades emergentes de los sistemas, que uniera rigurosamente saberes positivos dispersos y que no renunciara a hipótesis globales documentadas, era un buen programa de investigación, «un Studium generale y hasta un vivir general para todos los días de la semana» (Sacristán 1985a: 49).

Su concepción del marxismo queda bien reflejada en una anotación de lectura de principios de los ’80 (RBCUB-FMSL, cuaderno LC):

    No se debe ser marxista. Lo único que tiene interés es decidir si se mueve uno, o no, dentro de una tradición que intenta avanzar, por la cresta, entre el valle del deseo y el de la realidad, en busca de un mar en el que ambos confluyan

Una posición metodológica contraria a todo «ismo», también al propio, que enlaza directamente con el propio Marx, y una filosofía política, con explicitada mirada praxeológica, que aspiraba a que no habitara el olvido en la motivación central del joven Marx y de tantos otros: la necesaria confluencia de realidad y deseo. Esta consideración del marxismo como tradición política revolucionaria, en absoluto como mera filosofía teórica o como asegurada teoría de la Historia, no hay rupturas radicales en su obra ni en su hacer sino matices o tonos diferenciados. Uno de sus primeros escritos marxistas, «Jesuitas y dialéctica» (Sacristán 2006b), publicado inicialmente en 1960 en una revista del PCE en el exilio, Nuestras ideas, finalizaba con la siguiente consideración:

    Marxismo y dialéctica real -incluyendo para el filósofo ese último y decisivo punto de su reinserción revolucionaria (es decir: dialéctico-cualitativa) en el mundo- son inseparables. Lo que quiere decir […] que un filósofo marxista sólo puede ser un militante comunista, porque no hay marxismo de mera erudición.

No muy alejado de esta posición se ha manifestado recientemente, may de 2009, Emir Sader: «El indisoluble nexo entre teoría y práctica en el marxismo», Carta Mayor:

    Un intelectual que se dice marxista y no articula su pensamiento con la práctica político-partidaria, no asume el marxismo como pensamiento dialéctico, como motor de la práctica política concreta. Corre todos los riesgos de autonomizar la teoría, de despreciar las relaciones de fuerza políticas, de no captar los movimientos reales de la historia. Fue lo que afectó al marxismo occidental, que no se pudo aliar a la inmensa creatividad teórica de los autores que pueden ser incorporados en esa categoría, a la transformación de esa teoría en fuerza material, por la penetración en las masas – conforme la afirmación de Marx. Perdió la teoría su dimensión transformadora, perdió la práctica política la inmensa capacidad analítica de la teoría.

    […] Ejemplos de la articulación entre capacidad de elaboración teórica y de dirección política fue, en América Latina, el chileno Luis Emilio Recabarren, el cubano Julio Antonio Mella, el peruano José Carlos Mariategui y, más recientemente, el brasileiro Ruy Mauro Marini y el boliviano Álvaro García Linera – demostrando la factibilidad de esa articulación y de como ella fertiliza tanto la creación teórica, cuanto la práctica política. La imagen del marxista universitario, desvinculado de la práctica política es una contradicción en términos, una incoherencia, de la misma forma que dirigentes políticos marxistas que no sean al mismo tempo intelectuales revolucionarios. El punto de vista del marxismo es un punto de vista de partido, desde un partido, desde la acumulación de fuerzas para un objetivo estratégico, programático.

En el coloquio de una conferencia que impartió en la Facultad de Económicas de la Universidad de Barcelona en 1980 con el título: «¿Por qué faltan economistas en el movimiento ecologista?», se le preguntó a Sacristán si no era acaso la misma tradición marxista la que estaba poniendo trabas a la incorporación de científicos del ámbito de las ciencias sociales al entonces incipiente movimiento ecologista. La teoría marxista del desarrollo de las fuerzas productivas y su choque con las relaciones de producción imperantes, la tesis de la necesidad del trabajo, el mantenimiento del desarrollismo económico hasta el estadio de transición al socialismo o al comunismo, ¿no eran acaso fuertes impedimentos culturales para que economistas de esta tradición pudiesen incorporarse al movimiento ecologista? En su respuesta, aceptando parte del planteamiento, Sacristán matizó que tal vez fuera ése el caso de economistas de una cierta tradición marxista, aquélla que venía de la vejez de Engels y que se solía asociar con la II Internacional, tendencia que, indudablemente, había tenido mucho peso, pero ni incluso en este caso, pensada en todos sus aspectos, la anterior sugerencia podía ser aceptada sin discusión. En su opinión, ni siquiera el esquema transformador del Manifiesto Comunista caía dentro del capítulo de los trastos viejos del marxismo. Más caducada le parecía la tesis de la caída tendencial de la tasa de beneficio que el conocido esquema sobre fuerzas productivas y relaciones de producción.

Proseguía Sacristán señalando que, por debajo de sus afirmaciones y sin querer ocultarlo, estaba naturalmente su personal visión del marxismo, «que no tiene por qué ser compartida con otros que se consideren también insertos en la misma tradición». Para él, era básico no olvidar que Marx era un pensador fallecido en 1883; por consiguiente, si su legado, si su obra, tenía importancia científica tenía entonces «que estar más o menos tan revisado como lo que hayan hecho todos los científicos importantes muertos en 1883 -por ejemplo, Maxwell-, o que han trabajado en 1883, y si lo que él ha hecho no se puede tocar, refutar, rehacer, entonces es que no tenía ningún valor. O tenía un valor artístico, nada más», sin que de esto último, advertía, pueda colegirse desprecio alguno. Pero, en su opinión, en el caso de Marx había más, algo más que decisivas aportaciones científicas en el campo de las ciencias sociales. En él había también el origen de una tradición emancipatoria, no sólo cognoscitiva, y, por tanto, «el marxismo vivo es una tradición, no una teoría, no una ciencia como se suele decir».

Obviamente, añadía, y acaso esto resuma su consideración central del marxismo,

    […] como tradición me parece una tradición muy potente, dotada de un tronco de pensamiento transformador de los más claros de la historia del pensamiento y capaz, naturalmente, de muchas líneas, como toda tradición. A mí lo que ha hecho Marx me parece más bien un acto fundador de creación de cultura que una creación de un sistema científico. Dicho así para el léxico de jóvenes intelectuales españoles, sobre todo barceloneses, de estos años: se coge la visión del marxismo mío, se la vuelve del revés, y sale la de Althusser.

Esta consideración es central para entender el marxismo y, en mi opinión, la obra político, filosófico, cultural de Manuel Sacristán.

Sea como fuere, entiendo, como les decía, que puede haber aproximaciones a su obra que centren su atención en determinados aspectos y obvien o desatienden lo que creo que es el núcleo central, el rovell de l’ou, de su filosofía, de su praxeología, de su marxismo.

No sería el único caso. El mismo Marx ha tenido mucho más lectores y estudiosos que entusiastas de sus finalidades político-filosóficas. Podemos leer a los clásicos sin atender siempre a todas sus aristas. Y Sacristán, desde mi punto de vista, es un clásico, un clásico del marxismo y de la cultura catalana y española, y nadie tiene el derecho de rodear a un clásico con la etiqueta: «No tocar, propiedad privada». Rousseau ya argumentó que tal usurpación sería un robo. Sacristán fue un pensador, un enorme pensador socialista, y su obra está al servicio de todos. Y de todas, sin duda.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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Tello, Enric (2003). «Leer Manuel Sacristán en el crisol de un nuevo comienzo». Epílogo de: Sacristán, Manuel: M.A.R.X. , op. cit.