Hace más de siete siglos Omar Kayan escribía un maravilloso poema con ese título, poema que muchos conocimos a través de la voz desgarrada y única de Camarón de la Isla. El astrónomo, matemático y poeta persa no se refería a una parte u otra del planeta sino todo él en general, a todos nosotros. […]
Hace más de siete siglos Omar Kayan escribía un maravilloso poema con ese título, poema que muchos conocimos a través de la voz desgarrada y única de Camarón de la Isla. El astrónomo, matemático y poeta persa no se refería a una parte u otra del planeta sino todo él en general, a todos nosotros. Después de la salida del negro túnel que en muchos aspectos supuso la Edad Media para el llamado «viejo continente», la Europa cristiana -gracias, en buena medida, al legado Andalusí- se dio cuenta de lo que otras civilizaciones mucho más antiguas conocían y ella había ignorado soberbiamente: Detrás de las Azores no había ningún precipicio con dragones y fuegos incandescentes, sino un continente al que pusieron América y conocieron por el Nuevo Mundo.
A pesar del avance, el eurocentrismo, continuó en el error pues para aztecas, quechuas, mayas e incas aquella tierra de nueva tenía poco. Al llamado viejo mundo, a la vieja Europa, le salió un hijo impulsivo y emprendedor, un hijo que con el tiempo se hizo mayor sin haber crecido, un hijo que llegó a mandar sobre sus padres orgulloso de «las oportunidades que daba a todos aquellos que querían tomarlas». Sin embargo, el error continuó, continúa. El Viejo Mundo y el Nuevo son denominaciones equivocadas, engañosas, mal intencionadas: El Viejo Mundo es Asia, es África, China, India, Irán, Irak,Túnez, Libia, Palestina, Egipto, esa es la geografía de las primeras civilizaciones: Mientras el europeo de hace seis mil años andaba a pedradas, egipicios, mesopotámicos, chinos e hindúes escribían tratados de astronomía, construían ciudades fastuosas, tenían alcantarillado y agua en sus casas.
Ese mundo antiguo es, también, el mundo del petróleo, porque allí apareció la vida, mucha vida y allí desapareció convirtiéndose en el precioso combustible fósil del que llevamos viviendo más de sesenta años. En los desiertos de África y Asia, otrora pletóricos de flora y fauna, se esconden las últimas bolsas del preciado aceite de piedra, que además de servir para mover nuestras máquinas, ha contribuido al enriquecimiento de unos cuantas multinacionales, de unos pocos jeques, para mantener un modelo de crecimiento económico consumista, destructor y depredador.
Recuerdo las lecciones magistrales de un magnífico profesor de Geografía en el Instituto, un profesor de esos que no se olvidan. Allá por el año setenta y tantos nos decía que las predicciones más optimistas de los especialistas ponían el año 2040 como tope a la era del petróleo. No debía andar muy errado. Hoy sabemos que el petróleo de Texas está llegando a su fin, conocemos las dificultades de extracción de las bolsas que subyacen bajo los hielos de Alaska, la sobreexplotacion de los pozos rusos y las dificultades que los países árabes tienen para aumentar su producción. El Tío Sam, acompañado por sus lacayos, emprendió la tarea de reorganizar el verdadero Viejo Mundo con el único fin de dominar las penúltimas reservas petrolíferas que quedan en el planeta. Como comprobamos cada día la operación no ha podido ser más catastrófica desde el punto de vista que se mire: Miles de muertos inocentes, refortalecimiento del integrismo islámico, sabotajes, destrucción y, como colofón, subida del petróleo por encima de los cien dólares. Indudablemente todo un éxito de estrategia. Ahora, ajenos a cualquier mínima autocrítica, a cualquier tipo de rectificación culpan a China del asunto porque a ellos también les ha dado por consumir combustible fósil. No se puede ser más cíinico. Pese a lo que los medios oficiales digan desde hace meses, años, décadas, no ha habido primavera árabe, en ningún país, ni en Túnez, ni en Egipto, ni en Libia, mucho menos en Marruecos, el jardinero siempre fiel. Ni Europa, ni Estados Unidos ni la OTAN han intervenido jamás en país alguno en defensa de la libertad sino todo todo lo contrario, para establecer gobiernos sumisos que les permitan seguir llevándose las riquezas indígenas. Todas estas matanzas han seguido las normas tradicionales del colonialismo, cambiarlo todo para que nada cambie y poder seguir jugando al negocio sobre montones de cadáveres. Increíblemente, cuando el integrismo islámico -igual que el católico- está más en auge, las potencias occidentales decidieron atacar a los países que desde Naser se rebelaron contra la explotación Occidental y contra su religión. Mohamed V, sin embargo, puede seguir acaparando más del cincuenta por ciento de la riqueza de su país, para eso es un estupendo amigo y un representante de Dios. Empero, las cosas pueden ser de otra manera.
Es indudable que la guerra de Irak tuvo una enorme repercusión sobre los precios del crudo, también sobre la rabia de los habitantes del verdadero Viejo Mundo, pisoteados y esquilmados durante décadas de colonialismo explotador e irrespetuoso. Aunque tampoco debemos olvidar que desde hace años son muchos los científicos y escritores que vienen advirtiendo de que no se puede seguir con un modelo económico basado en el crecimiento por el crecimiento, o sea en la depredación; también han sido muchos quienes han venido alertando sobre la necesidad de buscar energías alternativas, de invertir en ellas. Son muchas las investigaciones que en ese camino han quedado relegadas ante el impresionante negocio del petróleo de los pobres. Ahora parece «que hay señales que avisan -como decía una vieja canción de Pablo Guerrero- de que la siesta se acaba», señales que obligan a quienes nos dirigen a replantearse el modelo económico actual y las fuentes energéticas que lo mueven, pues de no ser así, pronto volveremos a tener que echar mano a las velas, de cera y de trapo. Todo ello después de haber acabado con la vida y el futuro de millones de inocentes de todo el mundo.
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