Marco di Lauro cuenta que casi se “cayó de la silla” al descubrirla. Estaba lo suficientemente desplegada para permitirse dudar. Su foto de un pequeño saltando sobre decenas de bolsas blancas contentivas de esqueletos encontrados en el desierto al sur de Bagdad, tomada en marzo de 2003, apareció en una influyente publicación occidental, en mayo de 2012, bajo el título “Condenan la masacre de Siria en Houla mientras crece la indignación”.
Desenmascarados, los autores del fraude se avinieron a un pálido mea culpa. Pero para el digital The Scarlet Revolutionary el hecho no admite especulación. Resulta que “cuando los medios mendaces son sorprendidos, a veces tarde, en sus montajes fríamente planificados y orientados a sucios fines, o bien se escudan en alegaciones relacionadas con simples ‘errores’ humanos, con la consiguiente (e incómoda para ellos) rectificación, o bien insisten […] en que los equivocados somos los que denunciamos sus males y obscenas artes. Pero la propaganda no se detiene. Buscarán otro falaz pretexto para atraer adhesiones populares para sus causas”.
Y es que, afirmemos con el portugués Miguel Urbano Rodríguez, la continua manipulación se asienta en una añeja doctrina que rezuma doblez. Y que ha cosechado éxitos. ¿Ejemplo? “No obstante que son inocultables los crímenes cometidos por los EE.UU. en las últimas décadas en guerras de agresión contra los diferentes pueblos, una gran parte de la humanidad continúa viendo en la patria de Jefferson y Lincoln una tierra de libertad y progreso. El mito romántico de los pioneros del Mayflower es difundido por una propaganda perversa que insiste en presentar al pueblo y al Gobierno de los EE.UU. como vocacionados para defender y liderar a la humanidad. Los males del capitalismo serían circunstanciales y la gran república […] estaría presta a superar la crisis que partiendo de ella se extendió por todo el mundo”.
O sea, el pecado original, o uno de ellos, anida en la propia ideología liberal, enfrentada a toda tendencia verdaderamente democrática. Aserto que Néstor Kohan prueba con solidez en el libro Marx en su (Tercer) Mundo. Partiendo del desmontaje de la posición asumida por el politólogo Isaiah Berlin en obras tales Libertad y necesidad en la historia, el filósofo argentino explica que para este existen teóricamente dos conceptos básicos de libertad: libertad negativa y libertad positiva. El primero, supuestamente operante en los países capitalistas, intentaría contestar a la interrogante de “¿interviene el Gobierno en mi vida?”. El segundo procuraría responder a “¿quién me gobierna?”. Y representaría el núcleo de acero del liberalismo. “El ámbito de la libertad negativa es aquel territorio social donde el individuo puede hacer lo que quiera sin que los demás lo interfieran […], sin que obstaculicen su propio movimiento. La libertad implica entonces la ausencia de coacción, ausencia de obstáculo y de interferencia ajena”.
Para Berlin, leemos, “en la historia del pensamiento ha existido una confusión: una cuestión sería la libertad individual y otra bien distinta, la ‘libertad social’. Cuando un individuo piensa que está dispuesto a renunciar a parte de su libertad individual en nombre de la igualdad, la justicia, la solidaridad, etc., y que así gana libertad social, en realidad está comprometiendo su propia libertad a costa de otra cosa”.
Así que la libertad individual y cualquier otro valor constituyen para el citado intelectual “orgánico” del capitalismo una pareja de opuestos irreductibles. Como interpreta Kohan, “aumentar el grado del otro valor, cualquiera que sea este, implica automáticamente disminuir la libertad propia. Aquellos que renunciaran, aunque sea a una parte mínima de su libertad individual, se entregarían […] irremediablemente en manos del ‘totalitarismo’. En esta perspectiva, el ámbito público es un espacio social antinómico con relación a la esfera privada: la comunidad es una auténtica amenaza para el individuo. Reaparece aquí de nuevo el Leviatán de Hobbes [el Estado], aunque se le mire con menos simpatía”.
De modo que Berlin –y un abanico de epígonos– estima que la sociedad está integrada por mónadas (suerte de unidades, para simplificar) aisladas. “No tienen ventanas. Si hay alguna relación entre ellas esta constituye un mero obstáculo que origina una mutua interferencia. No menciona la ‘mano invisible’ [el mercado], de Adam Smith, ni la ‘armonía preestablecida por Dios’, de Leibniz, pero sigue exactamente en la misma lógica sustancial distributiva”, que no dialéctica. “Las relaciones sociales continúan siendo externas a los sujetos”. Concepción que se fue erigiendo en el principal autorrelato con el cual las clases dominantes de la modernidad capitalista cavilaron su propia libertad; no la de sus subordinados, “las masas populares sometidas al látigo y a la picota de las que nos hablaba Marx”.
Ahora bien, la ontología en la que se asienta el liberalismo implica que los agentes sociales se comporten como “feroces guardianes de su propiedad individual que los sitúa en una situación de independencia, competencia y ajenidad recíprocas y, al mismo tiempo, de dependencia multilateral hacia las mercancías, a las que se les atribuyen propiedades ‘mágicas’ […].Al no tener ‘ventanas’, las mónadas de la modernidad necesitan las cosas para relacionarse”.
Ojo: “La subjetividad que presupone el liberalismo –y que sus aparatos de terror y dominación han logrado en gran medida inocular en el seno de nuestro pueblo [el latinoamericano]– presupone una castración inaudita en el orden de las restricciones. Estas quedan reducidas solamente al obstáculo externo del Gobierno, y se dejan de lado, por ejemplo, las restricciones inherentes al trabajo asalariado como forma histórica que asume la praxis laboral humana, en la cual los individuos no pueden ejercer su libertad en infinitas esferas. Por ejemplo, su potencial tiempo libre. No lo pueden hacer por estar subsumidos o subordinados al dominio del capital. También se dejan de lado –sin fundamentación previa– las restricciones que se derivan del autoritarismo jerárquico inmanente a la sociedad capitalista, así como también aquellas otras restricciones y sanciones propias del mercado”. El reduccionismo liberal de los potenciales obstáculos a la libertad individual se sitúa solo en el plano de las relaciones políticas, pero jamás –se encrespa Néstor Kohan, y nosotros con él– “alcanza a penetrar en aquellos otros ámbitos fundamentales que desempeñan el papel de presupuestos necesarios a esta ontología social, los de la economía y el poder, que la atraviesan”.
Por el contrario, para Marx la libertad real, genuinamente humana, se halla más allá del trabajo, es decir, de la necesidad material-natural. “El tratamiento marxiano del concepto de libertad es mucho más rico y complejo que el mentado por el liberalismo, pues toma en consideración determinaciones y restricciones, como la problemática relación entre tiempo laboral y tiempo libre, y la creciente jerarquización autoritaria de las relaciones sociales que atentan contra la libertad, mientras que para el liberalismo estas condicionantes se descartan de antemano sin justificación teórica alguna”.
El genio de Tréveris visualiza en el espacio laboral, que no aparece de inmediato en la superficie observable, una nítida ausencia de libertad, democracia y derechos humanos, cuya posibilidad se da tanto en las relaciones de poder consustanciales a las relaciones sociales de producción como a un tipo de organización social al que es consustancial el escalonamiento, la jerarquía, el autoritarismo y el disciplinamiento. Y se sabe: “no hay capital sin jerarquía, no hay capitalismo sin autoritarismo”. De modo que desmontar, quebrar el mito liberal deriva en tarea prioritaria en la lucha contra la alienación de multitudes confundidas por los responsables de la crisis de civilización que sacude al planeta.
Guerra de pensamiento
Ese mito se torna particularmente agresivo cuando se silencia o tergiversa el terreno en que se ha desarrollado nuestra Revolución, como sostiene el analista Omar Pérez Salomón al comentar un informe en que Amnistía Internacional declara que “las autoridades de Cuba, donde todos los medios de comunicación siguen bajo control del Gobierno, continuaron limitando severamente la libertad de expresión, reunión y asociación de disidentes políticos, periodistas y activistas de derechos humanos”.
Coincidamos en que, “en realidad, en una sociedad dividida en clases, la libertad de expresión existe para aquellos que tienen en sus manos los medios de producción; pero desde una perspectiva socialista, la verdadera libertad de expresión es para las grandes mayorías. Precisamente los llamados disidentes, pagados por sus amos imperialistas, pretenden destruir la Revolución de las grandes mayorías”.
Lo cual, por supuesto, está a millas de significar una excusa para soslayar el perfeccionamiento de nuestros medios de comunicación, exigido por la dirección del país, con fuerza en el 8vo Congreso del Partido. Y es que, a no dudarlo, la democracia socialista existe para conseguir en la práctica los enunciados que la democracia capitalista solo es capaz de contemplar en teoría. Si bien el capitalismo prometió desde su aparición la realización del Estado de derecho, ha incumplido su programa con el mayor desparpajo. En contraposición a la situación de la Atenas antigua, donde al menos los hombres libres –ni los esclavos ni las mujeres– acudían al ágora a ocuparse en los asuntos de la polis, el sistema explayado lleva a niveles sumos la separación del espacio público y el privado, porque el homo economicus se refugia en su vida egoísta, delegando su interés político en un “especialista”, sobre cuyo mandato solo influirá en el momento del voto.
Sin embargo, el socialismo alcanza su plenitud si realiza el ideal. Si asume cabalmente la democracia directa. Si logra que la ciudadanía se involucre en el proceso de producir política, eso que muchos denominan socialización del poder, o empoderamiento. Recordemos que una de las principales causas del fracaso del “socialismo real” fue el hiato, el abismo que la burocracia representaba entre las masas y el ejercicio de la política. Insistamos: para hablar de transición hacia el socialismo hay que hablar de democracia creciente, y democracia creciente incluye como uno de los puntos nodales la transparencia en la gestión de la vida económica y política de la nación. Y de ese empeño participa la prensa, que primero debe romper el secretismo, pues, aun en el caso hipotético de que orear los errores “haga favor al enemigo”, lo que se precisa es no errar.
No en vano los líderes de la Revolución han abogado por la información oportuna, a despecho de los seres adosados al escritorio, o con una resma de papel en lugar de materia gris. Transitando el camino de ese llamado, estaríamos ahondando cada vez más en la contrahegemonía. Propinando un robusto golpe a las argucias del antagonista, que no solo se sirve de la coerción estatal, sino que, por intermedio de sus heraldos –y con sobrados dólares–, ha logrado determinado consenso interno y contribuido a sembrar cierta desconfianza en los medios socialistas, con las mentiras que “exornan” a los suyos.
Además, una prensa como la deseada por el Partido puede contribuir señaladamente a lo que, en la Crítica al Programa de Gotha, Marx consideró misión del obrero. Como parte de la libertad revolucionaria, convertir al Estado de órgano por encima de la sociedad en un órgano completamente subordinado a ella. Si no, estaríamos sustituyendo el fetichismo de la mercancía, del mercado, por un fetichismo otro. Y con esto, y en consonancia con lo mejor de la tradición marxista, remarquemos la necesidad de la participación ciudadana, uno de cuyos instrumentos es precisamente el periodismo.
Convengamos con autores como Miguel Limia David en que deviene insostenible desde el punto de vista científico y político-práctico pretender que la manera como se organiza política y estatalmente la incorporación de las masas populares a la cosa pública (res-pública) en los inicios del proceso de tránsito al socialismo sea cualitativamente idéntica a como demanda la dinámica social de etapas ulteriores, incluida la de la prensa –añadimos–, cuando ya se ha resuelto en principio la cuestión de quién vencerá a quién, al menos en los marcos nacionales.
Las evidencias arrojan que la naturaleza de las tareas, así como las características socioclasistas básicas, la cultura espiritual y los rasgos personológicos dominantes requieren que en el origen del proceso, es decir, en la creación de los fundamentos de un nuevo tipo de vida pública y de su enlace con la vida privada, la intervención de las mayorías en la política se organice de “arriba hacia abajo”, con el fin de capacitarlas para resolver las tareas destructivas del régimen de explotación anterior y defensivas del poder revolucionario, frente a las amenazas de la contrarrevolución.
Esto influye con vigor en la apariencia monolítica –en la forma inclusive– de los medios de comunicación. Esas características son también consecuentemente fijadas por el discurso político y ético que se configura en esa etapa histórica, ya que “responde a las premisas básicas que condicionan la objetivad revolucionaria. Téngase en cuenta que la ideología revolucionaria funge socialmente como premisa espiritual de la actividad práctica revolucionaria y en sus inicios ella posee un carácter heroico trascendental, atendiendo al modo como relaciona los intereses individuales, colectivos particulares y sociales generales”, asevera Limia en “Estado de transición y participación política a la luz de la Crítica del Programa de Gotha”, ensayo incluido en Política, Estado y Transición Socialista.
Ello supone la construcción de la unidad sobre la base de la identidad de los intereses ante al adversario de clase interno y externo. Entonces, en efecto, no puede haber mucha cabida para la diferencia, pues esta se comporta esencialmente como contrarrevolucionaria, antidemocrática y socavadora del nuevo poder. Por eso la prensa fungió (funge) de lanza y escudo. Y por eso se impone hoy continuar perfeccionándola en la coyuntura de un sistema-mundo que anhela integrarnos a la comparsa de acólitos de las metrópolis. Se impone, en fin, cooperar más y mejor en la lucha contra la alienación atizada por la ideología liberal, en circunstancias de más ingente participación, así como, subrayémoslo, de transformaciones en la estructura socioclasista, generacional, y en los lazos intergeneracionales, en la estructura personológica de los individuos.
Sin abandonar las tareas destructivas del régimen precedente, algunos de cuyos vicios se reproducen en la sociedad que de él emergió, aún en tránsito, nuestra prensa habrá de crecerse (se está creciendo, ¿no?) en la lógica de tareas sobre todo constructivas, las cuales plantean nuevos paradigmas, atendiendo a sujetos más diversos, y mejor pertrechados intelectualmente, por tanto más capaces de confrontar puntos de vista distintos para extraer sus conclusiones. Abordando con afanosa profundidad rispideces tales la batalla librada entre la cultura socialista y la capitalista en el seno de la nación cubana, estaremos coadyuvando con progresivo tino a derrotar en toda la línea una ideología, la liberal, que pretende devolvernos al limbo del que salimos gracias a que no hemos temido tomar el cielo por asalto. Y si hasta allí llegamos, ¿quién se atrevería a pronosticarnos el fracaso?