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Dejar atrás las prácticas rentísticas y clientelares

Vigencia de la Constitución de Montecristi

Fuentes: Rebelión

Las críticas a la Constitución de Montecristi afloran con fuerza. Desde diversas y hasta contrapuestas posiciones ideológicas se denuncia a la Constitución como la fuente del autoritarismo, del caudillismo y de la creciente concentración de poderes. Curiosamente, quien debería ser «el beneficiario» de esas supuestas atribuciones constitucionales: el Gobierno de Rafael Correa, se encuentra empeñado […]

Las críticas a la Constitución de Montecristi afloran con fuerza. Desde diversas y hasta contrapuestas posiciones ideológicas se denuncia a la Constitución como la fuente del autoritarismo, del caudillismo y de la creciente concentración de poderes. Curiosamente, quien debería ser «el beneficiario» de esas supuestas atribuciones constitucionales: el Gobierno de Rafael Correa, se encuentra empeñado en desmontar la Constitución. A las apetencias del caudillo del siglo XXI: Correa, le resultan estrechos los límites constitucionales e inclusive no entiende los avances civilizatorios que allí se proponen, como son los Derechos de la Naturaleza. Una primera mala reforma constitucional ya la propició el propio Gobierno en el año 2011, cuando, a través de una consulta popular, se marginó la posibilidad de tener, por primera vez en la historia de la República, una justicia independiente y autónoma, entre otros puntos preocupantes que, en la misma ocasión, afectaron el texto constitucional. A estas alturas no cabe duda que Correa hubiese hecho lo mismo con cualquier Constitución escrita con amplia participación popular.

En este momento, cuando desde el Gobierno se proponen nuevas modificaciones que afectarán gravemente muchos aspectos vitales de la Constitución y cuando incluso se habla de convocar a una nueva Asamblea Constituyente, nos parece oportuno resaltar la vigencia de la carta magna discutida, redactada y aprobada en Montecristi; la primera que, luego de su aprobación por una Asamblea Constituyente, fue ratificada en las urnas por el pueblo ecuatoriano a través de un vigoroso proceso de debate democrático. Sabíamos desde la finalización de la Asamblea Constituyente que la consolidación de las normas constitucionales en leyes e instituciones, así como en renovadas políticas coherentes con el cambio propuesto en la carta magna, era una tarea que convocaba a toda la sociedad. Conocíamos que para impedir que se vacíe de su contenido histórico a la nueva Constitución, sobre todo la sociedad civil organizada debía permanecer vigilante y tenía que intervenir en una suerte de proceso constituyente permanente. Lamentablemente eso no sucedió, quizás por la ausencia de claridad sobre lo que significa una Constitución en tanto gran pacto social y tal vez también por el atropellado final del proceso constituyente de Montecristi, que enfrió aceleradamente el amplio debate democrático que se había instaurado; definitivamente éste fue uno de los mayores logros del proceso constituyente.

Salvo en algunos temas puntuales, como fue el tema de la Ley de Agua, el grueso de la sociedad y los mismos movimientos sociales se mantuvieron al margen. Como que no se entendió lo que representa una constitución, en tanto herramienta democrática. Aquí, cuando ya tenemos veinte constituciones acumuladas desde 1830, cabría preguntarse el sentido de hacer una constitución en el Ecuador. Es decir, por qué y para qué hacemos constituciones si a la final todos los gobernantes no las respetan y la sociedad no termina por apropiarse de ellas. ¿Cuál es el propósito de hacer una Constitución?, nos volvemos a cuestionar.

En primer lugar cabe preguntarnos ¿qué es una Constitución? No es una pregunta baladí. Es una cuestión vital. La Constitución es un documento jurídico, la ley más importante de un país, o ¡debería serlo! Pero, a la vez de ser un documento jurídico, es el documento más político de todos en tanto representa un acuerdo social de convivencia y responde a una relación de fuerzas en un momento histórico del desarrollo social. Y siendo un documento político es el más jurídico de todos. Entonces, la Constitución tiene que ver con la política y con la justicia, con el derecho, con la forma de organizar el Estado y por ende la sociedad misma. La Constitución es ante todo ¡un proyecto! Un proyecto de vida en común, es como el «marco referencial» de la sociedad que se quiere construir, no de la sociedad construida. En sí, la Constitución implica una hoja de ruta. Entonces, es obvio, que muchos derechos estén por ser realizados todavía, como lo es la universalización de la seguridad social, un derecho que hay que ponerlo en la práctica.

Ese proyecto de vida en común tiene que ser asumido como tal, no solo por los gobernantes y asambleístas sino por la sociedad en su conjunto. Y eso ha faltado. Hasta ahora, en muchos aspectos, la Constitución asoma como una caja de herramientas inútiles. Nos falta entender que ahí están las herramientas para construir la democracia, los derechos, los deberes, las garantías, las instituciones, que marcan el desarrollo de políticas concretas. De qué nos sirve tener derechos, si no hay garantías para poder exigirlos.

Una característica fundamental del actual sistema constitucional es que la Constitución subordina a todo poder público y privado. Otra característica es que pone múltiples límites al poder. Estas son particularidades básicas de la Constitución de Montecristi. El primer límite son los derechos: todo poder está prohibido de violarlos y tiene que garantizarlos. El segundo límite está en las competencias de los poderes públicos: por ejemplo, la Corte Constitucional -actualmente servil al gobierno central- debe respetar y hacer respetar la Constitución y no permitir sus violaciones. El tercer límite son los tiempos que establece la Constitución: si fijó un período de gobierno y, para mencionar un caso, prohíbe la reelección; esta condición tiene que ser respetada. El cuarto límite es el denominado «candado constitucional»: evita que las reformas a la Constitución se las hagan en beneficio de un grupo que ostenta el poder y perjudique a la sociedad en su conjunto.

Lo anterior no implica que, siguiendo las normas establecidas en la propia Constitución, esta no pueda ser modificada en aspectos o disposiciones orgánicas como los alcances del presidencialismo, que nos acompaña desde los orígenes de la República, o lo que ha representado el intento fallido de tener una institución que represente a la participación ciudadana. En consecuencia se debe propiciar una gran discusión respecto a estos temas. Lo que sí le debe quedar claro al poder es que no puede cambiar la Constitución a su capricho.

Desde la vertiente del pueblo, lamentablemente, la Constitución, una vez más, como lo hemos visto repetidamente a lo largo de la accidentada vida constitucional de nuestra República, asoma como algo distante. Y por eso mismo, a lo largo de la historia hemos visto como gobernantes autoritarios, como el actual, buscan cambiar arbitrariamente disposiciones fundamentales de la carta magna o esquivar en la práctica su aplicación o incluso olímpicamente hacen caso omiso de las normas constitucionales, aún cuando hayan jugado un papel destacado en su aprobación.

La Constitución de Montecristi, este es quizás uno de sus mayores méritos, abrió la puerta para disputar el sentido histórico del desenvolvimiento nacional sobre todo con estos elementos: el Estado Plurinacional, los Derechos de la Naturaleza y el Sumak Kawsay o Buen Vivir. Sabíamos entonces que las nuevas corrientes del pensamiento jurídico y político no están exentas de conflictos; basta ver como han acogido a los Derechos de la Naturaleza los juristas conservadores o el propio Gobierno. Al abandonar el tradicional concepto de la ley como fuente del derecho, se consolidó a la Constitución como punto de partida jurídico independientemente de las visiones tradicionales. No debe sorprendernos, entonces, que la Constitución de Montecristi genere conflictos con los jurisconsultos tradicionalistas, así como con aquellos personajes acostumbrados a tener la razón en función de su pensamiento (y sobre todo de sus intereses).

En Montecristi, con la participación activa de la sociedad, entendimos que no se trata simplemente de hacer mejor lo realizado hasta ahora. Como parte de la construcción colectiva de un nuevo pacto de convivencia social y ambiental, asumimos la tarea de construir nuevos espacios de libertad y de romper todos los cercos que impiden su vigencia.

Para empezar se reconoció la presencia limitante de tesis y prácticas desarrollistas propias de una economía extractivista, que no han permitido el desarrollo y que están minando las bases de la Naturaleza. Por eso se sentaron las bases para el posdesarrollo, plasmado en el Buen Vivir o sumak kawsay. Igualmente se cimentaron los ejes de una nueva economía solidaria, en la que el capital esté subordinado al ser humano, y este se asuma como Naturaleza, no solamente como una parte de ella. Y por cierto se definieron elementos clave para otra lógica agraria a partir de la soberanía alimentaria, que no permite el acaparamiento de la tierra y el agua, por ejemplo.

En Ecuador, el Gobierno que impulsó activamente la aprobación de la Constitución en el referendo del 28 de septiembre de 2008, sigue atado a visiones y prácticas neodesarrollistas, en permanente contradicción con el espíritu del Buen Vivir. Nosotros, por lo contrario, nos ratificamos en que es indispensable superar las prácticas neoliberales y neodesarrollistas, como un paso imperioso para garantizar la relación armónica entre sociedad y Naturaleza, lo que se conseguirá únicamente con un proceso de transición que se encamine a una economía poscapitalista. Ese paso no se ha dado con este Gobierno; más bien se han colocado las bases para ahondar nuestra condición capitalista.

Hoy más que nunca, en medio de la crisis que se cierne sobre el Ecuador, es imprescindible construir una concepción estratégica nacional y regional -otro mandato de la nueva Constitución-, sobre bases de creciente soberanía, para insertarse inteligentemente y no en forma dependiente en la economía mundial. Hay que distanciarse de aquellas relaciones financieras y comerciales que ahondan nuestra dependencia y, sobre todo, hay que cambiar aquella visión que condena a nuestro país a ser simple productor y exportador de materias primas. Definitivamente el «desarrollismo senil» no es el camino para el Buen Vivir. Es más, el extractivismo, del que se nutre ese desarrollismo, en cualquiera de sus expresiones: minera, petrolera o de monocultivo, agrocombustibles o a través de los transgénicos, lleva en sí el germen del autoritarismo y la violencia.

Hasta ahora, reconociendo como positivo el incremento de la inversión social, no se ha conseguido reducir sustantiva y estructuralmente la pobreza y menos aún reducir las inequidades. Lo que se ha propiciado es, sobre todo, una redistribución del elevado ingresos perolero y no de la riqueza. El Gobierno, al propiciar apenas un mejor funcionamiento de la misma modalidad de acumulación extractivista, bajo un sistemático disciplinamiento de la sociedad, lo que ha facilitado es una mayor concentración de la riqueza en los grupos de poder más grandes. Y esto porque no hay una trasformación de estructuras, al tiempo que han sido burlados los mandatos formulados en la Constitución para impulsar dicha transformación.

Para lograr las modificaciones propuestas en la Constitución de Montecristi, mientras se afecta en sus raíces el modelo de concentración del ingreso y la riqueza, hay que dejar atrás las prácticas rentísticas y clientelares. Esto exige una creciente acción democrática. Esto nos obliga a abrir todos los espacios de diálogo posibles, crear y consolidar todos los mecanismos de participación ciudadana y control social necesarios.

Es urgente, en suma, reapropiarnos democráticamente de los principales contenidos renovadores y revolucionarios de la Constitución de Montecristi. Los futuros acuerdos políticos, indispensables para enraizar esta Constitución, tienen como condición innegociable sustentarse en el sentido de país, aportar al Buen Vivir y a la construcción del Estado plurinacional. No se pueden sacrificar los intereses nacionales en beneficio particular de personas, gremios y corporaciones; los privilegios y los caprichos de unas pocas personas, que se asumen como iluminadas, son insostenibles.

Es hora de desmontar el mito de que las constituciones no tienen ningún sentido en un país que hasta ahora ha irrespetado sistemáticamente sus instituciones. Ha llegado la hora de cambiar esa historia de irrespeto. A partir de la vigente Constitución -aprobada por el pueblo en las urnas- precisamos una estrategia de lucha política desde los sectores sociales, organizaciones y ciudadanía en general, para construir ese proyecto de vida en común esbozado en la Constitución de 2008. La sociedad debe rechazar la manipulación a la Constitución en las calles; es el único camino para mostrar al poder que tiene límites, si no los quiere ver.

A diferencia de las prácticas de los grupos oligárquicos (causantes de la crisis nacional durante el tornasiglo) que controlaron el Estado durante décadas y que se han enquistado nuevamente en el Gobierno de Rafael Correa, no se quiere ganar posiciones simplemente con la fuerza del número, sino con el vigor de los argumentos y con la legitimidad de la acción democrática. Por eso, cuando la fuerza de la razón cede espacios a la sin razón de la fuerza, cualquier proceso revolucionario desaparece.

Finalmente, el Buen Vivir o sumak kawsay -en tanto filosofía de vida- abre la puerta para construir un proyecto liberador y respetuoso, sin prejuicios ni dogmas. Este es un proyecto que, al haber sumado muchas historias de luchas de resistencia y de propuestas de cambio, en especial desde el mundo indígena y también afro, al nutrirse de experiencias nacionales e internacionales, se posiciona como punto de partida para construir democráticamente una sociedad democrática.

Con lo antes mencionado se vuelve entonces necesario avanzar en un gran acuerdo democrático radical para enfrentar la situación de la crisis económica sin que el peso de ella caiga sobre los trabajadores y más pobres del Ecuador. No se trata solo de sortear el actual bache de la crisis de origen externo y también interno. Simultáneamente habrá que impulsar la vigencia de la Constitución de Montecristi en los términos planteados para evitar que la restauración conservadora correísta, la de la derecha neodesarrollista, o que la otra restauración conservadora, la de la derecha oligárquica, que pugna por retornar al neoliberalismo, logren desmontar los avances históricos de la Constitución de Montecristi.

Nunca es tarde para defender las conquistas alcanzadas por la lucha popular. La tarea ahora, como lo fue hace ocho años, es la misma. Tenemos que darle vida a la Constitución, apropiándonos de sus principios y mandatos para transformar estructuralmente la sociedad. Tenemos, entonces, que recuperar el debate constituyente, y garantizar la libertad de expresión, convocando especialmente a todos los sectores de la sociedad que ya participaron en Montecristi y que son, en definitiva, los portadores de las propuestas de cambio. Si esto implica revisar y corregir algunos aspectos de la Constitución, asumámoslo con responsabilidad permitiendo que el pueblo ecuatoriano en las urnas acepte o rechace las modificaciones constitucionales que sean necesarias para radicalizar la democracia.-


[1] Expresidente de la Asamblea Constituyente.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.