Nosotros llamamos comunismo al movimiento real que anula y supera el estado de cosas actual Marx/Engels, La ideología alemana ¿Quiere usted que le diga la verdad? Dígame usted la mentira que considere más digna de ser verdadFausto, Paul Valéry El 10 de mayo de 1793, Robespierre se dirige a la Convención: el hombre ha nacido […]
Nosotros llamamos comunismo al movimiento
real que anula y supera el estado de cosas actual
Marx/Engels, La ideología alemana
¿Quiere usted que le diga la verdad?
Dígame usted la mentira que considere más digna de ser verdad
Fausto, Paul Valéry
El 10 de mayo de 1793, Robespierre se dirige a la Convención: el hombre ha nacido para la felicidad y para la libertad, y por todas partes es esclavo e infeliz. Robespierre murió en la guillotina. Han pasado algunos años, quizá demasiados, y no parece fácil, lanzados en la dinámica económica de la sociedad posmoderna, la recuperación natural del sentido primero de la revolución: las condiciones objetivas de posibilidad que facilitan la subversión. Todo está atado y bien atado. Alguien lo selló con mármol y legislación administrativa hace tiempo -africanistas de fajín, timoratos gobiernos o estructuras supranacionales dominadas por consejos de administración- con el silencio de algunos y la renuncia de muchos. Delimitadas las coordenadas militares y fijadas las reglas del intercambio de mercancías y valores, el ciclo del capitalismo postindustrial se presenta, a priori, cerrado y bloqueado. Como apunta I. Wallerstein en El futuro de la civilización capitalista, en el retrato del porvenir se vislumbra un neofeudalismo (con un control de los tiempos de desorden), una especie de fascismo democrático (con un 80% de la población proletarizada y desarmada) y quizá -entre otras variables utópicas- una sociedad descentralizada e igualitaria que requeriría aceptar ciertas limitaciones reales en los gastos de consumo. Pese a que sería deseable esta última hipótesis, frente al espejo de la vanidad, el individualismo de mercado o neoconservadurismo sólo refleja su agresivo perfil consumidor.
La revolución o el pensamiento de la revolución, ha desaparecido del territorio de lo político, expulsada, ya que la totalidad del espacio lo ocupa, como fin -neohegeliano- de la Historia, el estado de (libre) mercado. El mundo es un inmenso soporte publicitario del que cuelgan, como ahorcados, los diferentes relatos que constituyen la ideología dominante. De forma mecánica, impulsado por el resorte de la guerra (preventiva), el tiovivo gira mostrando, según corresponda a cada tiempo histórico, un relato mítico cerrado (religioso o laico) y sus conceptos esenciales: crecimiento, recesión, genocidio, desaceleración, guerra humanitaria, efectos colaterales, diversidad, circulación de capitales financieros, terrorismo, inmigración, estado de bienestar, redistribución de la riqueza, deslocalización, derechos humanos, bombardeos selectivos, autonomía de la voluntad, libertad de empresa, subjetividad, etc. En dos palabras: el mundo construido por el capitalismo espectacular es un permanente anuncio que expone y repite con insistencia las ventajas de vivir en (dentro de) un anuncio. En el acogedor salón de la acogedora clase media (que vive, a tenor de su inexistente contestación social, negando su propio empobrecimiento) los obuses caen en remotos paisajes filtrados por el brillo y el contraste de la televisión.
Visto el panorama, la revolución permanece en el exilio del esfuerzo antagonista -las energías colectivas se agotan, los individuos se diluyen en el conformismo cotidiano, docenas de estructuras se burocratizan- sin que se tenga noticia de un nuevo tren de Finlandia. Como definitivo instante de transformación social -momento concreto en que el ciclo histórico de la explotación desaparece y las relaciones de producción cambian desde la raíz- ha sido saqueada por amanuenses y herederos, interpretada de forma perversa por la academia y fosilizada por eruditos liberales (algunos provenientes de la izquierda posmoderna) hasta el extremo de provocar la ruptura del nexo esencial que unía dos hechos transcendentes: la revolución y la democracia. Es probable que haber separado estos dos principios, hasta el extremo de presentar los términos en campos semánticos y políticos diferentes haciendo de la expresión «sin revolución no es posible la democracia» una proposición carente (casi) de significado, sea uno de los mayores logros teóricos y prácticos de la teoría política y jurídica capitalista. Por el salón de la clase media no circulan trenes. Y el resto, la mayoría de la población mundial, no tiene salón. Siguiendo esta senda, y al hilo de los salones y de la uniformidad de la vida que pretende imponer el capital y sus departamentos (universales) de mercadotecnia en la sociedad del espectáculo, Jesús Ibáñez escribió inteligentes palabras en Por una sociología de la vida cotidiana.
En el caso imaginario de que las fuerzas transformadoras de la sociedad posindustrial (mujeres -entendidas como de clase-, trabajadores precarios, estudiantes e inmigrantes) se agitaran con violencia -incapaces de soportar la presión económica y psicológica del capital- impulsadas por (otras) formas creativas de vanguardia, esta insurrección -a diferencia de otro cualquier acontecimiento de carácter épico o mediático– no sería televisada (Chocadelia Internacional) y no tendría rostro (Wu Ming). Pero en esta hipótesis, la futura revuelta civil en el seno de alguna periferia del sistema-mundo capitalista (ni dioses, ni reyes, ni tribunos), carecería de legitimidad visual y proyección, es decir, no sería. Ambas expresiones, siendo correctas en apariencia e incluso poéticas (sic) en su formulación (sin rostro, anónimo, sin televisión, todos y cada uno, multiculturalidad, etc.) ocultan -sin saberlo, quizá- el problema de la (re)construcción práctica del nuevo sujeto revolucionario o ponen de relieve -sin saberlo, quizá- la ausencia de ese motor activo y presente como fuerza combatiente desintegrada (dinamitada por fuerza del consumo y la maquinaria destructiva de la ideología dominante) la tradicional clase obrera fordista-taylorista, una vez satisfechas sus aspiraciones socio-económicas en el viciado aire de los centros comerciales. La extinción de una clase obrera tradicional, dinámica, sindicada y reivindicativa, cuya columna vertebral eran las fábricas y los centros de producción y reproducción de mercancías, por un lado, y la pérdida de protagonismo del discurso radical sobre el trabajo y la explotación de la actual izquierda posmoderna más atenta a fenómenos sociales emergentes que a la tradición de lucha y reivindicación marxista, han hecho de esta época una reserva de colores donde la organización de lo social -inexistente como construcción de espacios comunes- viene marcada por la implantación de un serie de verdades reveladas, religadas a la lógica cultural (moral) del capitalismo. Anclada en la tradición liberal anglosajona (contraria, en parte, a la idea de contrato social), la ideología dominante ha conseguido extender la idea de conciencia individual como conciencia ajena a los procesos productivos, una conciencia de sí que revierte en una concepción egoísta del sujeto olvidando, como señalaron con precisión Marx y Engels, que la conciencia es un producto social y que lo seguirá siendo mientras existan seres humanos. Separada la conciencia de la realidad social, separada la realidad del individuo mediante el proceso de construcción imaginaria de lo real-simbólico, el capitalismo ha entrado en una fase definitiva e irreversible de control social. La realidad, el mundo, es un decorado. Una ficción.
Es posible, recordando otros tiempos y otras costumbres, que la clase obrera -castigada, traicionada y olvidada- no vaya ya al paraíso pero lo que es seguro, sin duda, es que sin la clase obrera (la nueva, y más amplia si cabe, famélica legión) no iremos a ningún sitio. Por fijar una fecha, desde 1968, tanto el discurso de la izquierda transformadora parlamentaria (si se admite la expresión) como el de la socialdemocracia rampante en el poder se definen por oposición al conservadurismo o al pensamiento de la reacción, apareciendo como construcciones teóricas hijas de la abundancia del estado de bienestar. Es decir, son elaboraciones levantadas sobre modelos de crecimiento y redistribución social (John Rawls) que, en la actualidad, han perdido el referente inmediato al haber cambiado el capitalismo su paradigma de producción por un modelo de capitalismo de consumo y reproducción de imágenes (algo apunta Vicente Verdú en El estilo del mundo y Naomi Klein en No logo), implantando una vez más un (viejo) modelo de alineación, explotación y guerra similar al imperialismo tradicional. En este punto, y aunque no sea objeto de este comentario, es preciso no confundir –totum revolutum– la noción de imperialismo descrito por Lenin con sus fases correspondientes -vigente aunque aplicado con métodos más sofisticados gracias a la evolución de la tecnología- con la vaga noción de imperio expuesta por Hardt y Negri a lo largo de sus obras más recientes (Imperio y Multitud).
Mientras el aparato tecnológico-militar del capital avanza cavando zanjas por donde se escapa la identidad de clase y la sangre coagulada de aquellos justos de Albert Camus (Kaliayev y Fedorov), la izquierda mundial -perdida entre los escombros del muro de su propia incapacidad y el miedo a ser acusada en estos tiempos verdes y arcoiris, tan finos, culturales y modernos, de stalinista– exhorta y proclama la paz y apuesta por la reformulación de un sujeto inorgánico (la multitud, el movimiento antiglobalización y sus Foros, el arco del altermundismo, etc.) capaz de combatir la presión del beneficio inmediato y la ocupación militar de espacios físicos y éticos impuesto por los contables. La exigencia permanente de paz, frente al empuje (y las bombas) del imperialismo de las multinacionales (en su mayoría de capital norteamericano) no parece, salvo para fervientes seguidores del Mahatma, recomendación con demasiado fundamento. Esta posmodernidad ideológica de la izquierda (de apariencia liviana y sutil, aunque no por ello censurable vista la escasez de voces disonantes con el estado de las cosas), encabezada por expresiones como Otro mundo es posible (sin especificar cómo serán las relaciones de producción en ese otro mundo elegante y diplomatique), presenta una geografía hipotética de la acción donde los sujetos se relacionarían en la esfera pública y privada como libres portadores de derechos, mujeres y hombres que gestionarían su propia identidad, su trabajo y la res publica: una república portoalegrista. Si este planteamiento de arcadia feliz resulta, en principio, comparable a las utopías históricas de Campanella y Moro, es necesario recordar que frente a esta -digamos- esperanza, la izquierda «radical» parece reclamar una vuelta a la idea fuerte de soberanía nacional y al Estado-nación como garante de las libertades, la estabilidad económica y el desarrollo. Entre unos y otros estamos como queremos.
La violencia económica, asociada a la pérdida de derechos, está sumiendo a la población mundial a un acoso sin precedentes en las últimas décadas. Ante este caos de muerte provocado por el capitalismo y retransmitido por sus canales de difusión de dogmas, urge la reconstrucción de estructuras de acción política y social, del tejido socio-asociativo. Sólo desde una definitiva unidad de acción anticapitalista que prosiga, corrija y articule de forma homogénea el sendero abierto por los diferentes Foros Sociales es verosímil concebir planes de ataque contra el modelo dominante. Un frente amplio, una necesaria Internacional anticapitalista. Toda resistencia requiere de su intendencia.
El 10 de mayo de 1793, Robespierre se dirige a la Convención: el hombre ha nacido para la felicidad y para la libertad, y por todas partes es esclavo e infeliz.