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Violencia estatal y corrupción sistémica

Fuentes: Rebelión

La ideología de la modernidad capitalista, ahora mundializada con la incorporación del ex bloque soviético y China a ese régimen productivo, concibe a la violencia política -y sus correlatos sociales- como un comportamiento inherente a una supuesta e invariable “naturaleza humana”. 

Esta concepción de la violencia político/institucional es cuestionable por varias razones. Esencialmente porque omite que la agresividad de los seres humanos es un producto histórico y, por lo mismo, está determinada preponderantemente por las condiciones concretas de la producción y reproducción de la vida social. El homo homini lupus -el hombre es el lobo del hombre- de Hobbes no sería, en consecuencia, una constante de la conducta de los seres humanos, sino, por el contrario, una deriva de sociedades antagónicas, competitivas, individualistas y hedonistas. En suma, socialdarwinianas.

Las raíces de la violencia institucional en los Tiempos Modernos

Expuesto de modo más concreto, las formaciones sociales inspiradas en los principios del capitalismo (propiedad privada, libertad de empresa, libre mercado, libre contratación, precios monetarios), al tener como meta cardinal la apropiación y concentración en manos de particulares de los frutos del trabajo colectivo, presuponen, por un lado, la dominación ideológico-política de las clases propietarias sobre el conjunto de la sociedad; y, por otro, la necesidad de preservar a como dé lugar ese orden desigualitario en desmedro de “los de abajo”. La vigencia de estas condiciones, imprescindibles para la existencia y reproducción ampliada del régimen productivo de marras, constituye el compromiso mayor de un Estado capitalista, sea este “central” o “periférico”.

Paul Baran, el brillante economista estadounidense, condensó la ética de tal función estatal en la fórmula “soborno o represión”; matizada por otros autores bajo el dualismo “concesión o disuasión”.

En el siglo pasado, la humanidad fue testigo de la implantación de procesos y acciones de violencia gubernamental tan oprobiosos y sanguinarios como el fascismo de Mussolini y Hitler, aupada por grandes trusts y materializado en última instancia por los tristemente célebres “jueces del horror”; el estalinismo y sus gulags, en la práctica, no fueron otra cosa que un discurso y unos instrumentos útiles para la forja del capitalismo de Estado en la Rusia zarista y en algunas naciones aledañas, y, en modo alguno, medios para la cristalización de la utopía socialista con la que soñaron los espíritus más generosos del XIX; en fin, el lanzamiento, en 1945, de bombas atómicas sobre las japonesas Hiroshima y Nagasaki no supuso precisamente una acción defensiva legítima de EE. UU., sino, por el contrario, la coronación terrorista de  ese país como monarca del “mundo libre”. Refrendada a fechas recientes por operativos como las ocupaciones liquidacionistas de la ex Yugoslavia, Afganistán, Irak, Libia.

Violencia institucional y venalidad sistémica

En esta misma línea de reflexión, conviene no olvidar que, hace pocos lustros, América Latina -específicamente Brasil, Bolivia, Chile, Argentina, Uruguay, Centroamérica- devino teatro de ominosas dictaduras militares y policiacas cuya estrategia político-económica no era otra que, a partir de la demolición de las organizaciones de izquierda e incluso de entidades democráticas convencionales, avanzar en la desprotección de la mano de obra y de los recursos naturales endógenos para colocarlos al servicio de intereses monopólicos transnacionales -particularmente de base norteamericana y europea-, así como de las vocaciones subalternas y crematísticas de oligarquías, burguesías y tecnocracias criollas sin sentido nacional. (Ver a este respecto los trabajos de Agustín Cueva Dávila compilados en Autoritarismo y fascismo en América Latina, Cuaderno Político No. 2, Centro de Pensamiento Crítico, Quito, 2013).

El pensamiento de Hayek y Friedman, por un lado; el panóptico, la picana y las ejecuciones sumarias, por otro, devinieron los argumentos de ese “fascismo colonial” (Aníbal Quijano), eufemísticamente bautizado como Nuevo Orden Internacional; pero que, en rigor, no sería otra cosa que la implantación manu militari del viejo “modelo inglés” de división internacional del trabajo. Un esquema -según el cual- unos países se especializan en ganar (los fabricantes de productos industriales) y otros en perder (los proveedores de bienes agrícolas, ganaderos, pesqueros, petróleo, minerales metálicos y no metálicos).

A esta altura del siglo XXI, a horcajadas de un parasitismo financiero cuyas dimensiones escapan a la imaginación más febril, el capitalismo ha evolucionado hasta consolidar un sistema orgánico mundial financiarizado (no exento de contradicciones geopolíticas, derivadas sustantivamente de la poderosa emergencia comercial, pero también, financiera de la China continental).

 En este proceso, y desde la perspectiva de este análisis, conviene destacar un fenómeno asaz de peligroso: la metástasis entre capitalismo legal y capitalismo mafioso. Es decir, una suerte de corrupción sistémica, con sus inevitables reflejos autoritarios y represivos.

Este rasgo del capitalismo planetario habría avanzado tanto en los años recientes que el analista como Carlos Fazio, a partir de una evaluación del México de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, llega a escribir:

 “Vivimos en la era criminal del capitalismo, en democracias criminales o mafiosas. Las mafias se han instalado en el corazón de nuestros sistemas políticos, jurídicos y económicos… Ejerce el poder quien puede dar muerte a sus súbditos. Si el Estado como soberano puede decidir sobre la legislación, puede también dar muerte, en su nombre y en el de la ley, a muchos de sus ciudadanos, y hacer que consideren un deber el cumplimiento de ese acto de soberanía… La historia actual muestra que el Estado se permite todas las injusticias, todos los atropellos que deshonrarían a cualquier individuo común”. {La Jornada, “Mitos, crimen y política”, Mar.3/2015).

Expuesto en otros términos. La lógica schmittiana del amigo-enemigo, tan cara al totalitarismo nazifascista, estaría de vuelta tanto en las naciones metropolitanas como en las tercer o cuartomundistas, Solamente que ya no serían únicamente los judíos, los católicos o los homosexuales las víctimas de esa aberración jurídico-política del delirante “Imperio de los mil años”.

En los tiempos que corren, el espectro de los enemigos potenciales o reales de los regímenes totalitarios o criptototalitarios se ha ampliado y estaría constituido por   los disidentes de la globalización corporativa, una categoría política-militar-policial bastante laxa que puede incluir a campesinos organizados, líderes sindicales, comunidades indígenas o afrodescendientes, activistas de los derechos humanos, ecologistas, cristianos liberacionistas, intelectuales y periodistas no alineados… 

Post scriptum

Dados estos antecedentes, la militarización de la lucha contra el narcotráfico y el crimen transnacional decidida desde Washington y asumida a pie juntillas por la mayoría de gobiernos de América Latina –entre ellos, los plutocráticos regímenes ecuatorianos de Guillermo Lasso y Daniel Noboa-  comportan, en la práctica, declaraciones de guerra a sus propios pueblos cada vez más hundidos en el desempleo y la miseria. (Dic. 2024)

[Versión actualizada del texto presentado en IELA, Brasil: 08 de octubre de 2017]


René Báez: Ex decano de la Facultad de Economía de la PUCE, autor de una veintena de libros y candidato al Premio Nobel de Literatura 2016 por la International Writers Association (IWA).

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.