Nunca se me había ocurrido poner color al silencio. En algunos momentos incluso pensé que era tan oscuro y negro como la soledad que atenaza el pensamiento y ahonda en ese tiempo terrible que comienza cuando una oye cerrarse la puerta del calabozo. Es el miedo a no conocer el instante siguiente, a perderse en […]
Nunca se me había ocurrido poner color al silencio. En algunos momentos incluso pensé que era tan oscuro y negro como la soledad que atenaza el pensamiento y ahonda en ese tiempo terrible que comienza cuando una oye cerrarse la puerta del calabozo. Es el miedo a no conocer el instante siguiente, a perderse en una realidad sin horas, a buscar un resorte imaginario para olvidar que quizás, y sin saberlo, estás dormitando con la tortura. En esos momentos el silencio se convierte en el túnel del vacío, de la incomunicación y ese túnel, donde cualquier horror es posible, siempre es largo y negro.
Al cabo de una semana, en la cárcel, y sin querer aceptar que la legislación española ha convertido el derecho a promover una plataforma y concurrir a unas elecciones en un grave delito de «terrorismo», descubrí en este diario que el silencio también se viste de blanco y de solidaridad y se puede mostrar en una página vacía. Describir lo que sentí en aquel momento, al enfrentarme a a la ausencia forzada de todas mis ideas, en un artículo sin palabras, pertenece a un bagaje emocional que cada represaliado lleva consigo y que, al igual que mis compañeras y compañeros presos, nunca podré olvidar. Hoy sólo puedo decir, gracias. Gracias por toda la solidaridad y apoyo que día tras día, de una u otra forma, Euskal Herria hace llegar a los más de 700 presos políticos vascos, encarcelados en los Estados español y francés.
Algunos días me parecía imposible volver a sentarme frente a un ordenador y escribir. Pensaba que el día que me sintiese capaz de hacerlo, las primeras palabras las emplearía para decir que, además de fortaleza ideológica, el Colectivo de Presos Políticos Vascos posee un valor insustituible, su calidad humana, una cualidad difícil de encontrar en este individualismo tan exasperante que nos rodea. Desde que recobré la libertad, mi único pensamiento ha sido poder trasmitir a todos y, en especial, a las compañeras con las que compartí mis días de prisión, las palabras que Mikel Garaiondo me escribió en una corta misiva para infundirme ánimos: «Al cruzar las últimas puertas y mirar hacia atrás puedes ver los mismos muros pero desde el otro lado. Mientras que a los kides siempre los llevarás en el corazón. Mires donde mires los llevarás contigo el resto de tu vida».
Soy consciente de que en estas primeras líneas me he tomado una licencia muy poco ortodoxa con las reglas periodísticas de lo que debe ser un artículo de fondo. Pero no podía dejarlo entre las carpetas de mi intimidad. Estoy convencida de que los sentimientos y las emociones también forman parte de la práctica política. Sin ese patrimonio corremos el peligro de que alguna parte de nuestra lucha quede sin resolver. Es cierto que, en este regreso al trabajo, el panorama político actual ofrece temas más importantes que el subjetivismo con que una vive sus propias experiencias. Existen problemas y cuestiones de calado sobre las que opinar, reflexionar y debatir para afrontar el futuro y también el presente: la crisis económica, el frentismo constitucionalista, la huelga general, las elecciones europeas y la candidatura II-SP… Sin embargo, a veces, el calendario detiene su rutina y también la lógica con que se marca el itinerario informativo. Existen hechos que se acercan a nuestra sensibilidad y devuelven a la actividad y a la vida cotidiana lo que en otro tiempo, además de ser noticia de primera página, hirió nuestras conciencias y ensombreció los discursos hipócritas de quienes se esfuerzan en convertir el neofascismo en democracias modernas. Siguiendo este razonamiento periodístico y mi necesidad anímica de hablar (¿por qué no decirlo?), he querido reiniciar mi nueva etapa recordando el juicio que el próximo jueves, 28 de mayo, se iniciará en la Audiencia Nacional contra catorce jóvenes alaveses detenidos por la Guardia Civil en el 2001, acusados y acusadas de «pertenencia a banda armada». Cuando el rostro de uno de los encausados, Unai Romano, amoratado y deformado brutalmente por los golpes recibidos apareció en la prensa, sobrecogió a toda la sociedad vasca y abrió los ojos al abismo de ese horror molesto y nunca reconocido que es la tortura. Aquella imagen desgarradora supuso entonces y ahora un escarnio a los derechos humanos, al Estado de derecho y a los principios del sistema democrático y de sus instituciones. De alguna manera el rostro de Unai Romano no sólo demostró la verdad de los testimonios de torturas realizados por sus compañeras y compañeros de detención, sino también el dolor y la impunidad que se esconde tras las más de siete mil denuncias judiciales presentadas por personas detenidas y por presos y presas políticas vascas en los últimos treinta años.
Los y las jóvenes alaveses, igual que cientos de ciudadanos de Euskal Herria procesados por los tribunales españoles, el jueves se enfrentarán a una petición fiscal de más de seis años, basada en declaraciones arrancadas mediante la tortura. Una grave circunstancia que, según la ética política de los derechos humanos y de la Constitución, debería invalidar del primero al último folio de cualquier sumario donde aparezca la sospecha de haber utilizada la tortura. Pero no es así. La realidad nos demuestra constantemente que, en este país, existe una pertinaz ceguera e irresponsabilidad política y social para reconocer que en las dependencias policiales estatales o autonómicas el sistema de garantías para los detenidos se reduce a una teoría mal aprendida y peor asumida.
Tres años después de finalizar la II Guerra Mundial en Europa, el 10 de diciembre de 1948, los aliados, reunidos en la Asamblea General de las Naciones Unidas, crearon la Declaración Universal de los Derechos Humanos, un documento de contenido filosófico que garantizaba la dignidad de los derechos básicos de las personas y se utilizó para poner el sello de garantía y credibilidad a las nuevas estructuras políticas y a los valores democráticos frente a la barbarie de los fascismos de la década de los 30. Sin embargo, esos mismos países permitieron la continuidad del franquismo y, como ha demostrado la historia reciente, en el subsuelo de las brillantes democracias europeas, los servicios secretos se valieron de criminales de guerra nazis, de su información y de sus métodos para combatir cualquier idea o alternativa que cuestionase o se enfrentase al sistema imperante, que no es otro que el poder capitalista. La Transición española repitió el procedimiento y el franquismo se agazapó en las actuaciones de unos estamentos políticos y policiales que todavía perduran, sobre todo en lo que se refiere a reprimir los derechos de Euskal Herria.
Esta explicación no es un testimonio de pesimismo. Simplemente se trata de situar la realidad y con ella llegar al fondo de la tragedia que supone la tortura y las consecuencias que de ella se derivan en la vida personal, en el quehacer político, sumarios, juicios, sentencias y condenas que nunca hubieran llegado a ser si la ética política respetase y funcionase acatando los principios básicos de la democracia y de la libertad. Como afirma Nekane Jurado en su análisis del conflicto nacional y social de Euskal Herria, en todas las crisis económicas y conflictos, por encima de las estructuras políticas y sociales sobrevuelan vigilantes las ideas y los valores que el capitalismo necesita para defender y mantener su hegemonía. En ese control el poder judicial y los cuerpos policiales juegan el papel que les corresponde, aplicando leyes injustas y métodos tan «eficaces» para sus fines como es la represión y, en su rostro más negro, la tortura.
Ante tanta impunidad, a veces el silencio de la sociedad duele y mucho. Con la rebeldía se mezcla la tristeza y el fantasma de la impotencia aparece desbaratando la esperanza de llegar al objetivo final. Sin embargo, aun con obstáculos, todavía debemos ser capaces de desbrozar el camino y seguir. La lucha ideológica en torno a nuestra identidad como pueblo y como clase puede que haya sido y sea costosa, sobre todo en el terreno humano, pero también puede ser ilusionante si en esa lucha somos capaces de extraer de la actual coyuntura los elementos necesarios para construir y defender alternativas políticas con las que continuar -mejor antes que después- por el camino que nos hemos propuesto.
La cruel evidencia de la tortura, las denuncias, los pronunciamientos y la solidaridad, demostrada por la mayoría social de Euskal Herria con los encausados en el juicio del día 28, no ha podido evitar que la Audiencia Nacional les juzgue, es cierto, pero nunca se debe de considerar un fracaso. Ese gesto, enmarcado en un momento puntual en la trayectoria de lucha de este pueblo, ha logrado poner en evidencia la ilegitimidad del juicio, la prueba más contundente de la razón frente a la indignidad y la barbarie de la tortura.
Sobre la validez de esos éxitos que a veces parecen tan pequeños y para poner un poco de orden entre ideas y palabras, me gustaría compartir unos versos de Mario Benedetti, escritos en sus primeros años de exilio y que sin duda expresan y sintetizan con precisión el leitmotiv de este escrito: «La consigna es joderles el proyecto/ vivir a pesar ellos/ al margen de ellos o en medio ellos/ convivir revivir sobrevivir vivir/ con la paciencia que no tienen los flojos/ pero que siempre han tenido los pueblos/ qué proeza si arruináramos nuestra ruina y de paso liberáramos nuestra liberación».