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El ejército debe sacudirse del legado pinochetista

Vivir con honor o morir callado

Fuentes: Rebelión

Quizás la mayor deuda de la Concertación -hoy Nueva Mayoría pero la misma de hace 25 años- es haber permitido que el ejército transitara desde la dictadura, de la cual fue el eje y sostén, a la democracia sin asumir sus responsabilidades. Esta institución no se ha sacudido de un legado oprobioso que según organismos […]

Quizás la mayor deuda de la Concertación -hoy Nueva Mayoría pero la misma de hace 25 años- es haber permitido que el ejército transitara desde la dictadura, de la cual fue el eje y sostén, a la democracia sin asumir sus responsabilidades. Esta institución no se ha sacudido de un legado oprobioso que según organismos oficiales registra cerca de cuatro mil muertos, entre los cuales hay 307 casos de menores de entre seis meses y 20 años de edad, y 75 casos de infantes detenidos desaparecidos. Estas cifras dan cuenta de una sistemática y vergonzosa política de exterminio. Con todo, el rol del ejército durante los diecisiete años de dictadura no es una singularidad en nuestra historia. Estudiosos no se ponen de acuerdo para fijar el número de masacres en las cuales el ejército abrió fuego contra chilenos desarmados, aunque algunos coinciden en que las mayores fueron la matanza de Lo Cañas, en 1891, la del Mitin de la Carne, en 1905, la de la Plaza Colón de Antofagasta, en 1906, la de la Escuela Santa María de Iquique, en 1907, la de San Gregorio en 1921, la de Marusia (Antofagasta), 1925, la de La Coruña de 1925, la de la Población José María Caro en 1962 y El Salvador, en 1966. Esta relación no considera la llamada «Pacificación de La Araucanía», la ocupación militar del territorio mapuche a partir de 1865, que arrojó una cantidad indeterminada de muertos y una situación de persecución, racismo, abusos y despojos que se prolonga hasta nuestros días.

En lo que sí hay coincidencia, es que el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 ha sido la más cruel y sangrienta de sus intervenciones, y la que ha tenido mayores repercusiones en la vida del país, al punto que Chile ha pasado a ser considerado el país más desigual del planeta. Enarbolando un extraño patriotismo, el ejército ha basado su doctrina, dependencia logística, formación de sus oficiales y mandos -y la concepción de la guerra-, en los postulados que emanan de la doctrina de Seguridad Nacional de la escuela militar norteamericana. La historia ha probado la incursión de Estados Unidos en la creación de las condiciones económicas y políticas para que las FF. AA. arrasaran con todo lo que oliera a Unidad Popular. Hasta nuestro días llegan los ecos soberbios y trágicos del general Javier Palacios Ruhman, al que se le rindieron honores militares en su reciente funeral, luego de tomar por asalto La Moneda después de ser bombardeada por la aviación: «Misión cumplida. Moneda tomada. Presidente muerto». Nada ha cambiado. En cuarenta años no ha habido ninguna gestión institucional para buscar verdad, justicia y reparación, generando la más completa impunidad que registra la historia universal. Si hubo ilusos que creyeron que el advenimiento democrático haría lo que se suponía se debía hacer en términos de justicia, en breve debieron rendirse a la trágica realidad de que los crímenes cometidos por los uniformados durante la dictadura no serían siquiera investigados. Peor aún, en breve comenzarían operaciones secretas que intentarían ocultar las trazas de atroces crímenes contra los detenidos y desaparecidos, buscados por sus familiares con una desesperación que no calma el tiempo. Haciendo gala de sarcasmo y desprecio por las víctimas y sus familiares, Pinochet -ladrón contumaz y asesino sin escrúpulos- dirigió esas operaciones que bautizaría como «retiro de televisores».

Durante la interminable transición a la democracia estas realidades no han molestado al Poder Ejecutivo. Al contrario, las relaciones recompuestas entre civiles y militares se dieron en un clima de amistad, amnesia e impunidad, que superó las expectativas de los propios militares. Ha sido la fuerza moral de familiares y víctimas lo que ha permitido avanzar penosamente en el esclarecimiento de algunos capítulos de la verdad. El 2 de julio de 1986, una patrulla del ejército al mando del teniente Pedro Fernández Dittus, detuvo y quemó vivos al joven fotógrafo Rodrigo Rojas Denegri y a la estudiante Carmen Gloria Quintana. Lo que vino a continuación fue una retahíla de mentiras y falsedades que intentaron, desde los más altos mandos, ocultar lo sucedido. A treinta años de esos penosos sucesos, uno de los conscriptos que tuvo la mala suerte de estar bajo el mando de esos oficiales, reveló lo sucedido y las medidas de encubrimiento y amenazas que tomaron oficiales educados -para deshonra de ésta- en la Escuela Militar Bernardo O’Higgins, padre de la Patria. Carmen Gloria Quintana, asistida por la razón y el sentido común, plantea la necesidad de refundar el ejército, lo que representa un sentir profundo de nuestra sociedad que aún vincula a esa institución con la obra de Pinochet y el terrorismo de Estado. Para la conciencia de un país que intenta su democratización, no es posible admitir que el aire de la verdad siga sin poder entrar en una estructura militar clasista que insiste en creer que sus enemigos están entre sus compatriotas y, sobre todo, entre los más pobres. Importantes grupos de la sociedad empujan la idea de una nueva Constitución, pero se omite decir que en cualquier tránsito democrático la refundación de las Fuerzas Armadas debe ser un hecho central. Dicho de otra forma: jamás habrá una sociedad sana y democrática sin Fuerzas Armadas en las mismas condiciones.

Seguirá pendiendo sobre las cabezas de los chilenos la amenaza de una institución que se caracteriza por haberse colocado durante casi toda su historia del lado de los poderosos. Chile requiere de unas Fuerzas Armadas para la defensa de su población y no para operar como brazo armado de los ricos. Chile y su pueblo necesitan y merecen un ejército disponible para su protección y no para masacrarlo cada cierto tiempo, o para esconder en sus filas a torturadores, asesinos y ladrones que no hacen sino torcer su misión. Recordemos que el ex comandante en jefe Juan Emilio Cheyre, quien pidió perdón y aventuró un «nunca más», está siendo investigado por la ministra de la Corte de Apelaciones, Patricia González, por la acusación de dos ex presos políticos, Cecilia Marchant y Oscar Olivares, como autor de torturas en el Regimiento Arica de La Serena, donde Cheyre era teniente y miembro del Servicio de Inteligencia Militar. En ese regimiento fueron asesinados 21 personas, 15 de ellas el 16 de octubre de 1973 cuando cruzó por esa ciudad la terrorífica sombra de los helicópteros de la Caravana de la Muerte, dirigida por el genocida general Sergio Arellano Stark. ¿Serán estos los cuadros y mandos que el ejército forma? ¿Se relaciona con el valor militar ejecutar a un civil, desarmado, amarrado, rendido, aterrorizado e inocente? Si fue la figura de Pinochet la que llevó al ejército a su larga campaña contra el pueblo, es hora que se sacuda de ese oprobio. ¿Qué justifica que aún al interior de la institución se le rindan homenajes? ¿Será por razones accidentales que la biblioteca de la Escuela Militar lleva su nombre?

En los últimos años también se ha sabido de altos oficiales involucrados en actos de corrupción. Y ese mal ejemplo parte con la fortuna de Pinochet, imposible de conocer en toda su magnitud pero calculada por un tribunal en 21 millones de dólares -cifra bastante alejada de la austeridad militar-, cuyo origen son comisiones y coimas. En esa telaraña de negociados e incluso tráfico de drogas, como señalan alguna investigaciones, han sido procesados y condenados seis altos oficiales por malversar fondos públicos para beneficio del dictador. Y entre otros muchos, está el caso del mayor Mauricio Lazcano Silva, ex jefe del Comando de Bienestar del ejército, quien está siendo procesado por estafar 6 mil millones de pesos, y recibir otros 200 millones en coimas mediante boletas falsas, técnica más propia de políticos que de uniformados. Y algunos aún recuerdan el caso de los tanques Leopard en el que el director de Famae y su gerente comercial se apropiaron de 600 mil dólares, por lo cual fueron condenados a presidio mayor en su grado medio, multa, inhabilitación absoluta temporal e inhabilitación absoluta perpetua para cargos y oficios públicos… pero que fueron beneficiados por la prescripción. Y en el extremo de la gama, hace no mucho fue sorprendido el coronel de Telecomunicaciones, Juan Rojas Osbar, robando en un supermercado Jumbo. ¿Qué parte de la formación militar permite esas conductas? La presidenta de la República tiene sobre ellas la potestad del mando en tiempos de paz y de guerra. Sin embargo, esa atribución jamás ha sido usada en la dirección que la historia aconseja. Los presidentes de la República a partir de 1990 no han tenido la capacidad para poner las cosas en su lugar y exigir de los mandos la más plena y drástica verdad. El artículo 104 de la Constitución Política, en su inciso segundo, prescribe: «El presidente de la República, mediante decreto fundado e informando previamente a la Cámara de Diputados y al Senado, podrá llamar a retiro a los comandantes en Jefe del Ejército, de la Armada y de la Fuerza Aérea y al general director de Carabineros, en su caso, antes de completar su respectivo periodo». ¿Una disposición inútil? ¿Letra muerta? En EE.UU. o Venezuela, por ejemplo, el presidente puede destituir al jefe del ejército sin más trámite. Pero aquí, o no se ha querido o no se ha tenido el valor necesario para colocar a las FF.AA. bajo la potestad del poder civil. Un proceso de democratización como el que exige el país, supone un cambio de paradigma al interior de las Fuerzas Armadas y en especial del ejército. Desterrar la doctrina de Seguridad Nacional y la figura del «enemigo interno», es el punto de partida.

El ejército debe sacudirse del legado pinochetista y de su historia oprobiosa. Las futuras generaciones de oficiales deben ser formadas en el respeto a los derechos humanos y a sus compatriotas, en la tolerancia a todas las ideas y en una doctrina tal que no permita volver las armas -que les confía el Estado- en contra del pueblo. Mientras el ejército de Chile no se haga cargo de esa reflexión, seguirá siendo una sombra gris que produce miedo a los chilenos.

PF Editorial de «Punto Final», edición Nº 834, 7 de agosto, 2015 www.puntofinal.cl