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Vivir sin hamburguesarse

Fuentes: Página 12

Reunión de aniversario en un hotel. En un momento, uno de los asistentes dice «83» y todos ríen, otro retruca: «122»; la risa aumenta, un tercero intercede: «24» y las carcajadas se extienden por todo el salón. Sin entender, un mozo recién incorporado al servicio le pregunta a otro: «¿Qué le pasa a esta gente? […]

Reunión de aniversario en un hotel. En un momento, uno de los asistentes dice «83» y todos ríen, otro retruca: «122»; la risa aumenta, un tercero intercede: «24» y las carcajadas se extienden por todo el salón. Sin entender, un mozo recién incorporado al servicio le pregunta a otro: «¿Qué le pasa a esta gente? ¿Están todos locos que los números les hacen reír?». El otro responde: «No te preocupes, es la reunión anual de los humoristas, tienen los chistes numerados y no necesitan contarlos». El efecto chistoso consiste en que tenga gracia lo que en circunstancias habituales no podría tenerla, la circulación de palabras y su juego de equívocos es capaz de producir lo que nos distingue del resto de la escala zoológica: la risa.

¿Qué sucedería en un mundo carente de los hallazgos de la palabra, de sus equívocos, de metáforas o malentendidos? O sin el condicional: ¿qué sucede en un mundo donde por afán de certeza abandonamos este preciado don? Hace tiempo viene expandiéndose una supresión que impone lo que resulta difícil calificar de «palabras», porque se trata de expresiones contraídas, muñones de palabras y siglas. Hoy estamos habituados, o casi, dado el arrollo tecnológico -sí, arrollo antes que desarrollo-. Hasta no hace mucho -aunque con la aceleración que sufre el tiempo posmoderno parezca enormidad-, escribíamos cartas; algunos epistolarios son verdaderos ejemplos de logros en el empleo de la palabra, no tenemos más que abrir un libro de correspondencias de Freud para admirar su impecable estilo, el modo en que la inmediatez de la escritura puede palparse, asistida con hallazgos de enorme frescura. Poco de esto sucede actualmente; en paralelo con las tecnociencias, las palabras entran en trituradoras donde previamente a su descomposición son compactadas y pierden el aire de las vocales pronunciadas con la boca abierta; como barrios cerrados, las bocas se cierran sin distinción de clases en el acto de guarecerse ante cualquier apertura coloquial. Un «escuchame, boludo» podría ser admitido si el calificativo lo justifica, como alguna vez le escuché a un amigo decir de otro: «Ese es tan pelotudo que se pisa las bolas y le echa la culpa a los zapatos». No, no se trata de este tipo de ocurrencias ingeniosas, sino del «boludo» usado como muletilla a cada momento, devenido en «bolú», y éste en una especie de «blú» donde la «u» no es una vocal abierta, sino la jaculatoria de un vómito que expele palabras trituradas.

Al respecto tengo una hipótesis que de tan descabellada puede resultar cierta: la compactadora de palabras, ampliamente difundida, escupe siglas que son moneda corriente, dvd, cd, mp3, rápidamente sustituido por el mp4, porque los números ganan el lugar de las vocales, como el infausto 11-S y luego el 11-M. Los bancos dejan de ser «el Nación», «el Provincia», éste ya convertido en bp, sus competidores obligan a considerarlos serialmente siglados: el BBVA, el HSBC, la BNL, que se fue del país sin mucha seriedad. A nuestra presidente suelen escribirla CFK, quizá remedando a JFK, ella y su marido son del PJ -no justicialista sino pejotista para los acólitos- o del FPV, aún no lo sabemos, pero esto es harina de otro costal. Rápidamente, la contra apeló a las redondeces -propias de su líder- del CC -o CCC, no me acuerdo- y está el PRO, que mantiene el resabio de esa «O» para la «gente como uno», que una cosa es ser pro y otra progresista, ya llegarán al PR, aunque tal vez no lo hagan para no confundirse con el PRT, PTS, MST, porque la tendencia se cultiva a derecha e izquierda del arco político… y al otro lado el G-7, el BM, el FMI. PFA está inscripto, con grandes caracteres, en las pecheras de la federal, remedando la versión yanqui de los SWAT o cosa por el estilo. En una salida a la calle anoté al pasar: MBA, UP, elf, YSL, KR, hp, JVC, RPLM, CTI, ADT, STK, ch, AND1, W80, DHD, NS, un a+BA que desafía al desciframiento, el t/quma/el/bcho de la campaña contra las drogas y tantos otros; a veces, las menos, las letras coronan, magnificadas, la denominación de origen, otras son sólo siglas esparciendo información codificada. Cuando llegué a mi casa me enteré de que un vecino había sufrido un acv, y, ya que estamos en el plano médico, ni qué decir del DSM-IV abarrotado de psiquiátricas subespecies, entre las que me causa gracia el TOC para los trastornos obsesivo-compulsivos, imagino a estos sujetos dándose con la cabeza contra la pared, produciendo esa onomatopeya en un globo que sale de sus cabezas. Si uno ve televisión, quizá tenga CV, podrá ver al desaforado cqc, TVR, las películas de HBO, las noticias en C5N, CNN, TN; ESPN, TyC para el fútbol y tantos otros que escapan a este somero recuento. ¿Alguien recordará, me pregunto, que Boris, Garfunkel e hijos son lo referido por BGH? Hace años, los locutores de radio no dejaban de mencionarlo, ahora nos quedaron, como de tantos otros, las siglas que hurtando nombres y apellidos dejaron, como el guante de Fantomas, una cifra.

Encuentro una confluencia en la que se mezclan regueros de siglas con el decir compactado, triturado, en muñonada forma de trasmitir información. ¿Qué esto no es de ahora, que empezó hace años? No lo dudo, se inició de manera solapada, sin que advirtiéramos hacia dónde íbamos o, mejor dicho, adónde estábamos llegando; hace años que los yanquis anudan de este modo su lengua. Recuerdo cuando hace unos quince años estaba por viajar a USA y decidí tomar clases para adecentar mi torpe inglés. Luego de enterarse de mi interés por cultivar la lengua de Shakespeare, la profesora me preguntó para qué quería hacerlo y al enterarse me advirtió que una cosa es hablar inglés y otra comunicarse en NY, el de I?NY. Así fue, a pesar del entrenamiento donde en dura batalla yo quería leer a escritores estadounidenses y ella iniciarme en giros idiomáticos que, sospecho, también a la buena señora se le escapaban, que viajé. Todavía recuerdo mi asombro cuando mi hijo, que nos acompañaba, mantenía una fluida comunicación con el taxista que nos llevaba desde el aeropuerto JFK a Manhattan, dado que su inglés era tan precario como el que se aprendía en una escuela estatal. Preguntado por mí al bajar en la puerta del hotel, me dijo que habían hablado de la NBA, los unía la televisión. En los días siguientes mi hijo nos orientó, a mi mujer y a mí, acerca de lo que esa gente pronunciaba mascando chicle con la boca semicerrada. Tengo la fuerte sospecha de que en el caldo de cultivo neoyorquino crecieron los organismos que no sólo contaminaron la comida convirtiéndola en chatarra, sino que también potenciaron un hablar hamburguesado, que para un sociólogo puede resultar digno de estudio y para mí es motivo de consternación.

A su vez, lo escrito en el teclado de la computadora llega instantáneamente al destinatario durante un «chateo» o en los mensajes electrónicos incitando, nuevamente la cuestión, a una escritura compactada; no sé qué le pasará al lector si acostumbra a hacerlo, pero más de una vez un interlocutor se ha reído de mí porque en mis mensajes, sin descuidar la sintaxis o la puntuación, sorteo la picadora de palabras que escupe hamburguesas. Ni qué decir de los difundidos «mensajes de texto» con los teléfonos celulares, a tal punto difundidos que no nos sorprende la gente entregada a esta práctica en viajes en subte, en los colectivos o en la calle. Pensemos en la absurda diferencia entre teclear «lnche spso ntma compq plza» y el lorquiano «la noche se puso íntima como una pequeña plaza». Obviamente, es más que difícil que alguien se atreva a la poesía con muñones de palabras.

A este cuadro de situación debemos agregar el uso de auriculares que difunden música tecno programada maquinalmente, que por carecer del pulso que produce la ejecución de un músico no son más que sonidos machacones; el oído no tiene párpados ni labios, pero puede ser cancelado por las reverberantes prensadoras de sonido. Así como se tiende a compactar las palabras quitándoles el aire vocalizado, se tiende a impedirle al oído espacios de silencio, y si la música es arte de escuchar el silencio gracias a cadencias, ritmo, swing, puede inferirse que hay una tendencia en pos de anular la música. Fui columnista de «música negra» en un programa radial dedicado a la actualidad. En el transcurso de una emisión pasé el clásico «Basin Street Blues», grabado por Miles Davis en 1963; después de la versión de Louis Armstrong con los Hot Five del 28 donde una vez más, como con todo en esa época, rompió los moldes, parecía inútil atreverse al tema pero no, Miles lo hizo puliéndolo con su sordina Harmon, a veces demorándose en una nota iterativa que colgaba el ritmo del espacio, dando permanentemente la sensación de saludar, esquivo, desde otra orilla, apretando, acariciando, los dedos en los pistones del instrumento, la carne dura del viejo blues. ¿Cómo podía ser? Dejo que responda Arnold Schönberg, que de esto sabía: «Nunca un arte nuevo tuvo por intención y efecto desposeer o destruir lo viejo, su antecedente. Al contrario: nadie ama a sus antepasados más profunda, más entrañable y más respetuosamente que el artista que realmente trae algo nuevo, porque veneración es reconocimiento de su rango, y el amor, solidaridad». Es preciso subrayarlo porque se confunde respeto con obsecuencia y lo nuevo con tirar la herencia por la ventana. Al rato de pasado el «Basin Street Bues», un oyente envió un mensaje donde decía, sorprendido, que esta música no se escucha en radio. «Sí, en ésta», respondió el conductor para mi orgullo. Nada como la trompeta de Miles para sumergirnos en elocuentes silencios al contar una historia. De este desafío se trata, en la radio, en la vida, de una herencia que hundida en sus raíces produzca lo inédito en tiempo de despertar.

En síntesis: llevados por el afán de «estar al día», informados -no en vano un término de moda es «informática»-, los tiempos del reloj se han ido acelerando, desechando lo inútil como un lastre (una trompeta que se demora en ritmos de una nota, una plaza que se pone íntima son modos del goce, por lo tanto inútiles). Si la aceleración sugiere que llegaremos con rapidez a un destino, ya estamos en el tiempo de la llegada automática; ante la pantalla de la computadora nos sentimos de inmediato donde sea, gracias a Internet, el chateo o los mensajes electrónicos, con información al instante (decir «instante» ya es un viejazo) de listas de supermercado y la posibilidad de compra automática, con lugares del mundo donde habitan quienes con sólo apretar enter estarán comunicados, monitores mediante, etc., etc. Hemos alcanzado el no tener que desplazarnos para llegar a todas partes. Admirada, la mayoría lo festeja, pero también estamos quienes sabemos que todas es ninguna.