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Vivir su teoría, pensar el deseo

Fuentes: Rebelión

En «Vivre sa vie» («Vivir su vida», J.-L. Godard, 1962) hay una escena [1] en la cual la protagonista, Nana (una prostituta del tipo cinematográfico, es decir, irreal), se encuentra con un filósofo en un café y se sienta con él para conversar. «Parece aburrirse mucho»; «en absoluto, contesta él». Está leyendo. «Es mi trabajo», […]

En «Vivre sa vie» («Vivir su vida», J.-L. Godard, 1962) hay una escena [1] en la cual la protagonista, Nana (una prostituta del tipo cinematográfico, es decir, irreal), se encuentra con un filósofo en un café y se sienta con él para conversar. «Parece aburrirse mucho»; «en absoluto, contesta él». Está leyendo. «Es mi trabajo», responde cuando ella le pregunta la razón de por qué lee. Es una respuesta comprensible: cada cual vende lo suyo.

El filósofo cuenta la historia de la muerte de Porthos, el mosquetero de Dumas. Porthos pone una bomba en un sótano, y tras encender la mecha sale corriendo. Sin embargo en ese momento, hace algo que nunca había hecho antes: se para a pensar. Literalmente: se pregunta cómo puede poner un pie delante de otro para caminar… y al hacerlo, se queda paralizado y es incapaz de dar un solo paso. La primera vez que se para a pensar, le cuesta la vida.

«¿Por qué me cuenta historias como esa?», pregunta Nana. «Es hablar por hablar», responde el filósofo. «¿Y por qué hay que hablar siempre?» replica Naná. A veces deberíamos callar, vivir en silencio… «¿Está segura de eso? (…) Siempre me sorprendió el hecho de que no se pueda vivir sin hablar». Nana responde que «sería agradable vivir sin decir nada». Y aun así, como sostiene el filósofo, aunque «sería bello, como si nos amásemos más»… sin embargo no se puede.

En definitiva, vivimos hablando y pensando (pensar y hablar, son lo mismo). Y eso mata la cosa tal como parece inducirnos la historia de Porthos. «La palabra es la muerte de la cosa», dijo Lacan, y eso viene a ser lo que afirma el filósofo frente a la posición digamos que «vitalista», «ingenua» de Nana. «Las palabras deberían decir exactamente lo que queremos» protesta Nana; es decir que deberían ser expresión de lo «vital».

Sobra decir que la posición de Nana es la actualmente dominante. El «lenguaje corporal» viene a ser hoy la norma: hablar es sospechoso, pensar es sospechoso (aunque por supuesto no está bien visto hacer expresas las sospechas al respecto… y aun así se sospecha de ello). Apasionarse con el pensamiento, tal vez pudiera conducir incluso al «totalitarismo».

Y sin embargo, es cierto que no se puede vivir sin hablar, es decir sin pensar. Más aún, desde ya-siempre el más silencioso gesto se encuentra estructurado por el sistema simbólico. Tenía razón Gramsci cuando decía que todo hombre es filósofo: pues en toda práctica social hay implícita una visión del mundo, y lo que es más, una «visión del mundo» o una «filosofía» no son sino formas de conciencia que surgen reflexivamente a partir de una serie de prácticas materiales que de por sí son ideológicas. Ilusoriamente, llegamos incluso a invertir el proceso y creemos que la conciencia es causa de aquellas prácticas. Esto ya lo enunció Pascal (si quieres ser un creyente, arrodíllate y reza y la creencia vendrá por sí sola: es decir, creerás que te arrodillaste a causa de esa creencia); y lo retomó por supuesto Althusser en su célebre texto sobre los Aparatos Ideológicos de Estado.

En otros términos, nuestro tiempo, en el cual nadie habla y nadie cree ya en nada, no es por eso menos ideológico: aunque la ideología hoy dominante sea como dice Sloterdijk una forma del cinismo (sabemos muy bien lo que estamos haciendo, y aun así lo hacemos), lo ideológico tiene que ver no con el saber, sino con las propias prácticas materiales en las que estamos participando. Como apunta Žižek [2] la ilusión ideológica que encontramos por ejemplo en el fetichismo de la mercancía como lo estudia Marx, no se encuentra del lado del saber sino del propio actuar de los sujetos.

Decíamos que el pensamiento es visto hoy como algo «totalitario»… sin embargo también lo es el amor del que acaba queriendo hablar Nana. Y es que actualmente, implicarse demasiado en algo, quema. Aproximarse, asfixia. Y eso es verdad para el pensamiento como para el amor o en general el deseo (de lo que sea no importa, se trata aquí del deseo en cuanto tal). Cuando hablamos de este llevar las cosas al extremo (y siempre se piensa en los extremos, dijo Althusser) es cuando descubrimos un extraño punto de encuentro entre los dos personajes de este diálogo de Godard. En cualquier caso, el intelectual de carácter siempre fue una figura marginal. Y al igual que a la prostituta, que durante milenios anduvo por las calles sin tener que resultar necesariamente ofensiva para nadie, actualmente parece que el intelectual tiene que ser barrido de las calles. No es que se plantee su exterminio, es más bien el resultado sutil de una conjunción de fuerzas: de un lado las reestructuraciones del aparato cultural (sometido a los medios de comunicación) y de las instituciones públicas (véanse las reformas de la Universidad); de otro esa constante sospecha pseudonietzscheana contra el conocimiento, la constante sospecha de que pensar demasiado pueda ser malo y de que un exceso de pasión por algo pueda ser causante del Mal (hoy el Mal es la «intolerancia», el «totalitarismo», etcétera).

Lo que de algún modo descubre este fragmento, es que hay un verdadero punto de encuentro entre el pensamiento y el deseo. Y es que la reivindicación hegeliana del «error», de la muerte de la cosa («yo creo, que sólo se llega a hablar bien si se renuncia a la vida un cierto tiempo. Es el precio que hay que pagar») como algo necesario con la que concluye el filósofo, ¿no es una reivindicación del «trabajo de lo negativo», hegelianamente hablando, que en su vaciamiento constante del objeto (el histérico «no es esto, no es esto»… y desde luego, las silenciosas certezas cotidianas no lo son) constituye el mecanismo del deseo? Por eso el filósofo, en su afirmación heroica de lo negativo contra el objeto, se comporta según el principio ético de desear el propio deseo.

¿Y qué significa «desear el deseo»? Jacques Lacan formula este principio de lo que llama la «ética del psicoanálisis» en su séptimo seminario, como un precepto cuasi kantiano por el cual la ley moral pone en suspenso todos los motivos «patológicos». El principio ético es aquí el de privilegiar el desplazamiento (metonimia) de los propios objetos, más allá de estos. Aquello que trata de preservar el precepto lacaniano de «no ceder en el deseo», es el mecanismo causante de ese desplazamiento. Que como tal, en sí mismo no es nada, es la propia nada (desprovista de todo el carácter patológico de los distintos y sucesivos objetos de deseo). El acto ético es por tanto para Lacan, desear el deseo y mirar el vacío que no puede ser contemplado.

¿Y no fue este el gesto político central del pensamiento revolucionario durante el siglo XX? Precisamente, en este deseo del deseo se traduce aquella «pasión por lo real» a la que se refería Alain Badiou en su libro El siglo. El siglo XX no fue Zen. Fue el siglo de las mayores brutalidades pero también creó una oleada inédita de voluntad colectiva y de ansias de liberación. Fue el siglo de la rebelión de masas, hasta ese momento inconcebible. Fue el siglo de las izquierdas, y solamente desde ese punto de vista se lo puede entender, a él y a las fuerzas que se limitaron a reaccionar en contra suyo. Fue en definitiva el siglo que llevó a lo colectivo la fidelidad al propio deseo, la voluntad de cambiar el mundo de base y de llegar al final en consecuencia (» jusq’au bout» , cantaba Moustaki haciendo apología de la «revolución permanente»). Y desde luego el siglo fracasó terriblemente, pues el siglo XX fue también el siglo del fracaso. Pero desde el principio apostó a ello: desde los existencialistas a las novelas de entreguerras, el siglo se forjó una identidad propia, la del individuo que ha perdido toda identidad y que ha sido arrojado a la existencia sin nada entre las manos. Si de este modo apostaron desde los izquierdistas irreductibles a los viejos rockeros (ellos también son personajes del siglo), es porque el siglo XX fue un histérico por excelencia: el siglo XX partió desde la heroica asunción del fracaso, desde el principio cuasi kantiano de que ningún hecho concreto patológico habría de satisfacer un deseo que no es deseo de otra cosa sino del propio desear. El siglo tenía la potencia del histérico. El siglo no cedió en su deseo, por eso es el siglo de los héroes vencidos, que actuaron sabiendo perfectamente que aquello a lo que estaban mirando iba mucho más allá de cuanto iba a existir. Miraban algo como el cuadrado negro sobre fondo blanco de Malevich (el objeto del siglo, escribe Gérard Wajcman). Eso a lo que miraban, el abismo de la nada absoluta, el resto de un vacío, de una falta ontológica… era precisamente lo que los mantenía con vida. Y de qué manera. No ceder en el propio deseo, significa justamente mirar ese vacío y actuar en consecuencia con él.



[1] http://www.youtube.com/watch?v=4MC1YRMfgDU.

[2] S. Žižek, El sublime objeto de la ideología. México: Siglo XXI, 2007, pp. 60-61.