La metáfora no es mía, sino de mi colega el politólogo Pablo Simón, con quien coincidí el pasado viernes en la mesa redonda que clausuraba el VII Congreso de la Red Española de Política Social. Me la regaló mientras yo le trasladaba la duda que me había planteado mi amigo Daniel Innerarity unos días antes […]
La metáfora no es mía, sino de mi colega el politólogo Pablo Simón, con quien coincidí el pasado viernes en la mesa redonda que clausuraba el VII Congreso de la Red Española de Política Social. Me la regaló mientras yo le trasladaba la duda que me había planteado mi amigo Daniel Innerarity unos días antes en un diálogo donde tuve el honor de participar con él en la inauguración de un ciclo sobre participación ciudadana organizado por el Ayuntamiento de Pamplona. Daniel, lúcido como acostumbra, se preguntaba ante mi exhortación a hacer de las próximas convocatorias electorales una barricada contra el populismo xenófobo y fascista, cómo advertir del peligro que suponen estas formaciones sin convertirlas en protagonistas del debate ni mucho menos de la campaña. De ahí que Pablo Simón dijera: ¡Voldemort! , el personaje de Harry Potter conocido como «Quien no debe ser nombrado» porque su sólo nombre invoca a todas las fuerzas del mal. Da gusto tener amigos y colegas así porque la conversación se mantiene siempre viva y se hace de forma colectiva y permanente.
Efectivamente, ante lo que vemos que se nos avecina no basta con aterrarnos ni con recordar los peligros de reeditar lo peor de nuestra historia. Es necesario estudiar bien el fenómeno, indagar en sus causas y tratar de extremar la empatía, desterrando el simple desprecio. A ello nos dedicamos últimamente con profusión los que intentamos entender (y explicar) el mundo que nos rodea. Fernando Vallespín lo describe aquí de forma magistral: «Es la nueva industria académica, desentrañar qué hay detrás de los populismos y el estremecedor giro hacia las democracias iliberales. Medimos así con pulcritud cada avance de los partidos populistas, identificamos a sus votantes, hacemos llamadas de alerta ante la aparición de los «hombres fuertes» y sus sibilinas y torticeras estrategias de comunicación con las masas, u observamos cómo aumenta en las encuestas el número de personas que no ven imprescindible el vivir bajo un sistema democrático. Y al fondo, en algún lugar del futuro, atisbamos con pavor el rostro del fascismo». El fenómeno ha llegado y comienza a llenar páginas que buscan describirlo e interpretarlo. Ayer, sin ir más lejos, este diario hacía una magnífica síntesis del debate de la mano de Ángel Munárriz.
Cada vez más voldemorts emergen con fuerza y comienzan a tejer una red de complicidades tan prometedora como débil. Es cierto que han sabido captar bien el descontento, que ofrecen respuestas simples y fáciles de entender y que se mueven bien en el terreno de lo emocional. Pero también es verdad que la historia todavía guarda el recuerdo de lo peor del ser humano, que su autoritarismo, egoísmo y codicia casan mal con la solidaridad y la generosidad que necesitan las redes de cooperación, y que en el fondo sabemos que carecen de respuestas viables capaces de dar solución a los desafíos actuales.
Si entendemos el conocimiento como herramienta para la transformación social, a la descripción de lo que hay le deben seguir las propuestas de cambio. Y empieza a ser urgente. Quizá sea la hora de, elaborado el diagnóstico, comenzar a debatir cómo dar solución a los problemas que amenazan las democracias . Para ello, ayudaría entender la xenofobia y el auge de la extrema derecha como síntoma de debilidades mayores a las que hay que dar respuesta. Y de esa forma, el foco del debate lo situaríamos en las causas de la crisis y en cómo afrontarlas. Lo contrario, además de iluminar a los que no deben ser nombrados, no deja de ser mirar el dedo que apunta a la luna.