Los gobiernos que apostaron a la “magia de los mercados” para atender los problemas de salud de su población exhiben índices de mortalidad por millón de habitantes inmensamente superiores a los de los Estados socialistas que conciben a la salud como un inalienable derecho humano.
La cruel pandemia que
azota a la humanidad ha despertado reacciones de todo tipo. Unos pocos la ven
como la cruel pero fecunda epifanía de un mundo mejor y más venturoso que
brotará como remate inexorable de la generalizada destrucción desatada por el
coronavirus. Si Edouard Bernstein creía que el solo despliegue de las
contradicciones económicas ineluctablemente remataría en el capitalismo, sus
actuales (e inconscientes) herederos apuestan a que el virus obrará el milagro
de abolir el sistema social vigente y reemplazarlo por otro mejor El
trasfondo religioso o mesiánico de esta creencia salta a la vista y nos exime
de mayores análisis. Otros la perciben como una catástrofe que clausura un
período histórico y coloca a la humanidad ante un inexorable dilema cuyo
resultado es incierto. Quienes abrevan en este argumento están lejos de
ser un conjunto homogéneo pues difieren en dos temas centrales: la causalidad,
o la génesis de la pandemia, y el mundo que se perfila a su salida.
En relación a lo
primero hay quienes adjudican la responsabilidad de su aparición a una
entelequia: “el hombre”, como los ecologistas ingenuos que dicen que aquél
-entendido en un sentido genérico, como ser humano- es quien con su actividad
destruye la naturaleza y entonces el Covid-19 habría también sido causado por
“el hombre.” Pero la verdad es que no es éste sino un sistema, el capitalismo,
quien destruye naturaleza y sociedades como lo demuestra el pensamiento
marxista e, inclusive, aquellos que sin adherir a él son analistas rigurosos de
la realidad, como Karl Polanyi. Sistema que con sus políticas privatizadoras y
de “austeridad” (para los pobres, más no para los ricos) hizo posible la gran
expansión de la pandemia. Pruebas al canto: el Covid-19 desnudó la
responsabilidad de las clases dominantes del capitalismo y sus gobiernos,
comenzando por el de Estados Unidos y sus “vasallos” en el resto del
mundo.
Cuando se compara
el número de muertes ocurridas en los países con gobiernos capitalistas con los
que se registran en Estados socialistas, como China, Vietnam, Cuba, Venezuela,
los resultados son espeluznantes. En China los muertos por millón de habitantes
son 3; en Vietnam hasta el 18 de mayo no había muerto nadie a causa del virus,
y eso que tiene una población de 96 millones de personas; Cuba, con poco más de
11 millones tiene una tasa de muertos por millón igual a 7 y en la República
Bolivariana de Venezuela esta ratio es de 0,4. En Argentina, con un gobierno
acosado por el sicariato mediático y la gran burguesía el número es 9, pero se
triplica cuando se observa al “oasis neoliberal” de Sebastián Piñera, con una
ratio de 27 muertos por millón de habitantes. México, cuyo gobierno al
principio cometió el error de subestimar al coronavirus está con 44 decesos por
millón, por encima del promedio mundial que es 41,8. Pero luego viene el
escándalo: Ecuador, donde manda el más rastrero lamebotas de Donald Trump, se
lleva todas las fúnebres palmas de Nuestra América con 161 muertos por
millón de habitantes, 54 veces más que China y 23 más que en Cuba. Suiza, la
elegante guarida fiscal europea, registra una obscena ratio de 219 muertos por
millón y Estados Unidos 283 por millón, o sea, 95 veces más que China y unas 40
veces mayor que la agredida y bloqueada Cuba. No les va mejor a la rica
Bélgica, campeona mundial con un escandaloso récord de 790 muertos por millón
de habitantes y a quienes le siguen en el podio: España con 594, Italia con 532
y el Reino Unido con 521.
Conclusión: los
gobiernos que apostaron a la “magia de los mercados” para atender los problemas
de salud de su población exhiben índices de mortalidad por millón de habitantes
inmensamente superiores a los de los Estados socialistas que conciben a la
salud como un inalienable derecho humano. Esto se comprueba aún en países como
Cuba y Venezuela pese a padecer múltiples sanciones económicas y los rigores
del criminal bloqueo impuesto por Washington. En las antípodas se encuentra
Brasil que con sus 18.130 muertos ocupa el sexto lugar en la luctuosa
estadística de víctimas del coronavirus y con sus 85 muertos por millón de
habitantes registra una incidencia 12 veces mayor que Cuba y 28 mayor que
China. A su vez Chile, paradigma neoliberal por excelencia, tiene una tasa 9
veces mayor que la de China y casi cuatro veces superior a la de la acosada
isla caribeña. Párrafo aparte merece el Uruguay, que gracias a los quince años
de activismo estatal de los gobiernos frenteamplistas, en los cuales la
inversión en salud pública fue prioritaria, registra una tasa de 6 muertos por
millón de habitantes. Es de esperar que su actual presidente, Luis
Lacalle Pou, confeso admirador de Jair Bolsonaro y Sebastián Piñera, tome nota
de esta lección y se abstenga de aplicar sus letales fantasías neoliberales al
sistema de salud público del
Uruguay.
Esta disímil
respuesta ofrecida por los Estados capitalistas y socialistas (más allá de
algunas necesarias precisiones sobre esta caracterización, que deberían ser
objeto de otro trabajo) es suficiente para fundamentar la necesidad de que el
nuevo mundo que se asomará una vez concluida la pesadilla del Covid-19 se
caracterice por la presencia de rasgos definitivamente no-capitalistas. Es
decir, un ordenamiento socioeconómico y político que revierta el desvarío dominante
durante cuatro décadas cuando al impulso de la traicionera melodía neoliberal
casi todos los gobiernos del mundo se apresuraron a seguir las directivas
emanadas de la Casa Blanca y privatizar y mercantilizar todo lo que fuera
privatizable o mercantilizable, aún a costa de violar derechos humanos, la
dignidad de las personas y los derechos de la Madre Tierra. Un mundo que,
siguiendo algunos razonamientos de Salvador Allende, podría ser caracterizado
como “protosocialista”; es decir, como una imprescindible fase previa
para viabilizar la transición hacia el socialismo. Este período es requerido
para robustecer al estado democrático; introducir rígidas limitaciones al
“killing instinct” de los mercados y su descontrolada actividad, especialmente
de su fracción financiera; la nacionalización y/o estatización de las riquezas
básicas de nuestros países; la estatización del comercio exterior y los
servicios públicos; la desmercantilización de la salud y los medicamentos; y
una agresiva política de redistribución de la riqueza que supone una profunda
reforma tributaria y una muy activa política social de eliminación del flagelo
de la pobreza. Habida cuenta del tendal de víctimas que ha dejado el Covid-19
(que está lejos de haber llegado a su pico) sería una monumental insensatez
intentar “volver a la normalidad”. Sólo espíritus pervertidos por un insaciable
afán de lucro pueden pretender reincidir en sus crímenes y volver a sacrificar
a millones de personas y a la propia naturaleza en el altar de la ganancia, considerando
a tales crímenes como una “normalidad” que no puede ni debe ser puesta en
cuestión.
¿Cómo pensar que un
holocausto social y ecológico como el que produjo el capitalismo, potenciado
hiperbólicamente por la pandemia, pueda ahora ser concebido como algo
“normal”, como una situación beneficiosa a la cual deberíamos retornar sin
mayor demora? Una “normalidad” como esa debe ser definitivamente desterrada
como opción civilizatoria. Solo podría ser impuesta por una recomposición
neofascista del capitalismo, poco probable ante el desprestigio y la
deslegitimación que éste ha sufrido en tiempos recientes y la acumulación de
fuerzas sociales alineadas en contra de los verdugos del pasado.
Claro que la
historia no está cerrada pero estoy seguro, volviendo a las palabras de
Salvador Allende, que luego de la pandemia “se abrirán las grandes alamedas
para que pasen hombres y mujeres para construir una sociedad mejor.”