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Vuelve el fascismo, vuelve el siglo XX

Fuentes: Rebelión

Cayó el comunismo como alternativa ideológica y política al capitalismo y los voceros de la posmodernidad proclamaron que ya no había lucha de clases ni zarandajas conceptuales por el estilo; ya todo era discurso en positivo sobre la autorrealización personal. El mensaje iba directo a la emoción íntima de sentirse clase media occidental e ilustrada. […]

Cayó el comunismo como alternativa ideológica y política al capitalismo y los voceros de la posmodernidad proclamaron que ya no había lucha de clases ni zarandajas conceptuales por el estilo; ya todo era discurso en positivo sobre la autorrealización personal. El mensaje iba directo a la emoción íntima de sentirse clase media occidental e ilustrada.

Otras ideas fuertes lanzadas al ruedo social por los think thanks conservadores y socialdemócratas a escala mundial descansaban en dos ejes básicos a modo de añagazas ilusorias: el advenimiento por ciencia infusa de la nueva y definitiva sociedad del ocio y la comunicación y el pleno empleo. Ambas construcciones ideológicas marcaron la década final del siglo XX hasta la aguda crisis de 2008.

Mientras en la superestructura propagandística el horizonte feliz parecía erigirse en la utopía del fin de la historia realizada de facto, la advocación capitalista denominada neoliberalismo arrasaba el continente sudamericano, los otrora países en desarrollo africanos, los antiguos países asociados a la URSS y la periferia asiática y árabe. Las herrramientas del modus operandi de aquellos tiempos fueron el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y los tratados comerciales «libres» firmados por Estados Unidos y la Unión Europea con sus áreas de influencia comerciales para imponer sus productos a países con estructuras de desarrollo débiles que arrasaban sus sectores agrícolas e industriales con créditos onerosos que como efecto secundario endeudaban sus arcas públicas hasta límites de miseria. A este cuadro deplorable hay que sumar a China como gigante depredador en el escenario internacional.

En su conjunto, esta ideología posmoderna descrita a grandes trazos no nos ha llevado a ninguna utopía salvífica, más bien estamos instalados en una distopía cuya imagen nos recuerda vivamente los espacios habitados en el siglo pasado. El déjà vu resulta evidente si penetramos críticamente la situación actual. Destacamos a vuelapluma algunos rasgos que pueden definir ese retorno a un siglo XX que se resiste a ser incinerado de modo digno.

Uno. El auge de la ultraderecha es una constatación empírica en Europa y América. Durante las décadas del bienestar moderado gracias al miedo al comunismo, la clase trabajadora moduló sus reivindicaciones a cambio de empleos con derechos, coches utilitarios, viviendas hipotecadas hasta la jubilación, pensiones para ir tirando hasta el ocaso, vacaciones en el pueblo de origen y mejor educación para sus descendientes. El ascensor social funcionaba, más o menos, a la par que los beneficios empresariales crecían mediante las plusvalías de rigor.

El precio a pagar por ese encantamiento popular con el capitalismo fue una periferia de pobreza internacional merced a técnicas colonialistas e imperialistas que exportaban las externalidades sociales invisibles y la huella ecológica gigantesca a los países pobres, ricos en recursos naturales pero esclavizados por la tecnología financiera de la deuda impagable y las patentes técnicas del incipiente desarrollo industrial y los agronegocios.

De ese mix se nutría la otrora clase media occidental, una clase artificial, sin ideario propio, consumista, que vota emocionalmente y de manera maniquea y siempre por sí misma. El bipartidismo, ahora conservador, luego socialdemócrata, y viceversa, es el paradigma simple del pensamiento profundo elaborada para esa clase sin clase encantada de haberse conocido pero en este momento huérfana de sentido político y futuro inmediato.

La clase media no ha hecho ninguna revolución social, sencillamente se ha encamado sobre un colchón muelle donde su molicie acrítica ha sido incapaz de analizar lo que se le venía encima, un alud de proporciones catastróficas.

Las nuevas generaciones que se dicen a sí mismas clase media desconocen la historia de su devenir colectivo. Las vanguardias obreras del siglo XX no han podido transmitir su experiencia. Esa memoria cercenada por el discurso de consenso de conservadores e izquierda pactista se ha quedado en los sumideros del olvido.

Muchas capas populares creen que la democracia es de orden natural, que las guerras son de otras épocas o muy alejadas de su centro de ocio favorito, que un occidental es un ser superior al resto de mortales. Que apuntándose a una ONG cualquiera ya está todo resuelto. Que ya no hay lucha de clases, que los conflictos se resuelven por sí solos. Que votar es como ir a un supermercado, escogiendo entre varias marcas las que más se ajusta a nuestro bolsillo y creencias de moda. Que la conciencia de clase es una antigualla prehistórica. Que el culpable de mi situación soy yo mismo o «los otros diferentes».

La estrategia de la división del pueblo, la clase que labora y construye bienes que la plusvalía capitalista convierte en mercancías, en nosotros/ellos sigue operando a pleno rendimiento. La inmigración que nunca ha cesado y los nacionalismos de viejo aliento abren vías espurias a las realidades sociales urgentes. Es un añejo vademecum para sortear los estragos que causa el régimen capitalista.

El fascismo se retiró de Occidente tras la Segunda Guerra Mundial, mejor expresado se agazapó en la retaguardia de los partidos de derecha para salir a la palestra cuando otra vez fuera útil con el fin de domeñar y marcar caminos fáciles de retórica infantil a los pacientes de las clases populares. El fascismo siempre surge en las crisis para suplantar verdaderas políticas de izquierda o cuando las izquierdas nominales se han olvidado de sus raíces y se han mimetizado con el poder establecido.

Los vacíos ideológicos y de memoria histórica se rellenan con conciencia de clase o con falsa conciencia. El vacío no es más que crasa ignorancia. De ahí que la técnica fascista fundamente sus tácticas en colmar ese espacio de naderías espectaculares y simples, fáciles de asumir emocionalmente cuando todo es un maremágnum confuso de políticas tecnocráticas y elitistas. Nosotros es un concepto que necesita nula elaboración intelectual. Los otros son evidentes por sí mismos: mujeres, inmigrantes, minorías sexuales… Volver a la tradición, a un mundo fijado por la costumbre, de seguridades inocuas, es un atractivo en ocasiones irresistible, una Arcadia mítica de sabores dulzones y sagrados.

Dos. Parecía que la democracia se había instalado en las venas por arte de magia. Y ahora asistimos por enésima vez al golpismo militar en Sudamérica. Los ensayos izquierdistas en esa parte tan baqueteada del mundo están terminando a fuego de bayoneta y tanques. En los últimos años: Paraguay, Honduras, semigolpe en Venezuela, Bolivia… El aroma a siglo XX, incluso más atrás en la retrospectiva, resulta inconfundible.

Podemos añadir a este somero listado de golpes de Estado, otras asonadas «por procedimientos democráticos»: Turquía, Ucrania, Grecia y las severas imposiciones y límites de la troika… La lista sería un suma y sigue sutil y muy numeroso.

Las urnas no aseguran la democracia, aunque sean una condición necesaria. Desde finales del siglo XX, todas las políticas neoliberales (recortes, deuda, precariedad, privatizaciones…) han sido impuestas sin que ningún partido ganador haya explicitado sus medidas drásticas en sus programas electorales. Ninguna formación ha sido sincera con sus votantes, por tanto no ha conseguido el aval de mayoría social alguna. ¿Es eso fake news, concepto engañoso, valga la redundancia, donde los haya? En realidad son mentiras por ocultación típicas del poder corporativo: nadie en su sano juicio puede pensar que Bill Gates, Amancio Ortega o cualquier multinacional puntera representa los intereses del trabajador medio.

Las derechas copan el discurso preeminente porque son dueñas de los medios de comunicación de masas, al tiempo que las izquierdas se han retirado de sus bases electorales con el señuelo del consumismo barato: los barrios, el centro de trabajo, las escuelas y la universidad. La batalla por un mundo mejor anticapitalista siempre ha sido desigual, sin embargo la huida de las raíces es la causa primordial del desastre histórico de las izquierdas transformadoras.

La cultura conformista dominante hace uniforme con variaciones estéticas inocuas contradicciones de gran envergadura. Solo con ampliar legalmente libertades civiles, por muy importantes que éstas sean, no se cambian las estructuras hegemónicas lideradas por el capital. El sistema resiste muy bien esas acometidas, todas ellas logros indudables de la lucha social: ni las libertades civiles han transformado el marco estructural de dominación racial en Estados Unidos ni el matrimonio homosexual hace que los derechos sociales sean efectivos. Son eslabones importantes que se asimilan por el capitalismo para embellecer su fachada de tolerancia democrática.

Incluso esas libertades de iure están en entredicho por el fascismo al alza. Pero son conflictos que intentan tapar las verdadera estrategia capitalista, que la tasa de beneficios y explotación crecientes sean invisibles en el debate político.

Tres. Daba la sensación que el Tercer Mundo había fenecido por la globalidad imperante. No obstante, ese Tercer Mundo surgido del colonialismo, el imperialismo y el racismo vuelve por sus fueros. Como tal existe: vuelven las hordas bárbaras, los pueblos salvajes. Unos se hacen terroristas, otros inmigrantes, mientras sus países de origen son enormes prisiones de dictaduras medievales petrolíferas y de predios enajenados al mejor postor dirigidos por sagas neoliberales educadas en las universidades de postín occidentales. Hiede a siglo XX.

La globalidad precisa del Tercer Mundo como instrumento de pánico ideológico para resaltar que la explotación laboral en los países punteros no es para tanto y para comprar sus tierras a precio de saldo en las que sembrar monocultivos que satisfagan el hambre voraz de nuestros coches y engorden nuestro ganado rico en proteínas transgénicas. De la revolución verde de la segunda mitad del siglo XX al desarrollo sostenible del XXI pasando por las responsabilidades sociales corporativas de los emporios transnacionales, el objetivo es idéntico: extraer todo el jugo de materias primas de África, Asia y Sudamérica para consumo occidental.

Si algo deberían aprender las izquierdas del mundo opulento es que la abundancia hoy en entredicho de sus sociedades viene de la esquilmación y sometimiento dictatorial de los países pobres. La empresa te explota a ti y tu país explota a otros más pobres. La cadena capitalista es compleja pero fácil de desentrañar con voluntad crítica.

Quizá otro mundo sea posible pero no lo será a través de oenegés de la bondad y ayudas al desarrollo que solo sirven para hacer factible la penetración dolorosa de las multinacionales en el tejido social de las comunidades pobres. Los pobres saben hablar y atesoran conocimientos ancestrales. Hay que escuchar lo que tienen que decir. Un agricultor despojado de su tierra en la periferia de la globalidad es el equivalente al trabajador occidental que sobrevive en la precariedad laboral. Ambos son explotados por el mismos sistema: el capitalismo. Cabe decir algo semejante de esa adolescente asiática explotada en maquilas o de esa mujer africana que recorre día a día kilómetros para llenar una vasija de agua contaminada con la que calmar la sed acuciante de su familia. La mujer occidental violada por el machismo irredento es idéntica mujer a las antes citadas. Deben converger sus reivindicaciones. Oponer internacionalismo crítico y solidario a globalidad capitalista explotadora de recursos humanos y materiales es la guerra que habrá que librar en las próximas décadas.

Cuatro. En las últimas décadas el trabajo ha pasado a un segundo plano y ha sido suplantado por la lucha contra el paro y las estadísticas sociológicas que acotan y evisceran de sentido profundo la problemática esencial del conflicto capitalista: empresa versus trabajador.

Los sindicatos de clase se han adormecido en negociaciones por arriba similares a los ideales plasmados en documentos áureos sobre libertades civiles pero han desertado del centro laboral, por causas propias y otras objetivas. Ahora mismo, salvo en grandes empresas consolidadas, el sindicalismo es pura clandestinidad. No se puede reivindicar ni los derechos escritos. Si alguien se atreve en una pequeña y mediana empresa a alzar su voz para exigir el cumplimiento de un derecho contractual la respuesta es el despido, da igual que sea procedente o improcedente, la indemnización en cualquier caso es una miseria. Ese desierto laboral abarca una inmensidad pues la mayoría tiene empleo en pequeñas y medianas empresas.

Por tanto, vuelve el siglo XX, explotación en carne viva, sin derechos, a lo bruto. Salir de esta clandestinidad posmoderna no será fácil. Además, es urgente posicionarse ante el concepto trabajo: no todos los empleos son dignos ni éticos. El trabajo ha de ser un derecho inalienable pero las clases trabajadoras deben ser críticas y radicales contra el capitalismo que fabrica mercancías innobles: armas, servicios denigrantes, juegos de azar, prostitución, productos financieros insolidarios, trabajos sucios que provocan daños irreversibles a la salud… Si hay un uso moral de la tecnología: todo aquello que libera al ser humano de esfuerzos lesivos o indignantes.

Debe ser un debate a plantear por los sindicatos de clase y las organizaciones de la izquierda. El sindicato de nuevo cuño debe dejar en la cuneta viejos discursos de carácter desarrollista y de tonto útil del empresariado: poner en tela de juicio producciones inmorales y contrarias a los derechos humanos es una directriz urgente hoy en día. Un barco de guerra da trabajo en Occidente a muchas personas que luego sirve para reprimir a otros trabajadores en cualquier dictadura periférica. Idéntico argumento sirve para una porra policial. Aunque la responsabilidad recae en la empresa que produce el arma o la porra represiva, el trabajador consecuente ha de saber que las bocas que alimenta su actividad pueden impedir en las antípodas que otras bocas inocentes y explotadas vivan con dignidad sus propias existencias.

Sí, como dijera Nietzsche, «todo está trabado, enamorado». Mi trabajo va más allá del salario a fin de mes. Transformar esta ecuación diabólica necesita más y mejor internacionalismo, más espíritu crítico, alternativas auténticas al capitalismo global que hoy nos contiene.

Cinco. La palabra globalidad o globalización se ha convertido en un fetiche, un axioma circular irreprochable e irrebatible. Lo que encierra su misterio es uniformidad cultural, invasión comercial y pensamiento único de la ideología-marca capitalista.

El comercio, las migraciones y los intercambios culturales surgieron en el primer paso dado por el ser humano en las sabanas africanas. Lo que vino después son variaciones complejas sobre el mismo tema y sofisticaciones interesadas.

La revolución industrial empezó a trastocar la constitución vital de la Humanidad. Lo que la lucha por la vida fue al principio, mera subsistencia energética, innovaciones lentas, ir atesorando explicaciones pausadas del devenir cotidiano, sufrió paulatinamente transformaciones evolutivas trascendentes hasta convertir las actividades regulares en meras mercancías ajenas al trabajo personal y colectivo. La mayor revolución fue convertir al propio trabajo en mera mercancía.

De tal despojo seguimos malviviendo. Lo primero, a pesar de las fruslerías que adquirimos por doquier a mansalva, continúa siendo comer, subsistir. Sin embargo, la industrialización de bienes tangibles y servicios de evasión nos hace olvidar lo esencial: comer, alimentarnos adecuadamente.

Lo peor de todo es que comer también se ha transformado en mercancía. Ya casi no existe ni la agricultura ni la ganadería, ambos sectores son pura industria, negocio, tasa de beneficio. Es el método universal de expoliar la soberanía alimentaria de pueblos enteros, indígenas como primeras víctimas, y de vaciar los campos de la cultura campesina ancestral.

Hoy no nos nutrimos de viandas saludables sino de mercancías elaboradas que solo aportan pobreza económica y cultural al planeta tomado en su conjunto. La disyuntiva ciudad-campo es falsa. El campo y las actividades primarias son imprescindibles para un mundo mejor. No se trata de reinterpretar la idea romántica y orientalista del buen salvaje sino de escuchar (no dar) voz a las gentes que saben de ello y padecen la globalización en sus propios cuerpos: los que han producido desde los albores históricos lo que comemos a diario.

En este aspecto, como en otros tratados en párrafos precedentes, los tratados de «libre comercio» y expansión capitalista hacen las veces de propuestas ideales, al modo de las libertades civiles, ofrecen bellos discursos para engatusar a comunidades enteras, pero es la política la que hace, la que manipula, la que crea la realidad.

El desastre climático que se avecina es producto directo del capitalismo global. Hay que volver al campo, pero no como turistas. Esta debe configurarse como otra de las grandes apuestas del tiempo futuro si es que acaso nos queda tiempo para ello.

Seis. Nos adentramos aquí en un problema clásico de la izquierda desde sus orígenes. ¿Necesita la izquierda una vanguardia que lidere las luchas sociales, políticas e ideológicas de la vasta gente del común o sin la masa concienciada y movilizada nada será factible?

Sin entrar en abstrusas disquisiciones académicas, estamos ante la vetusta discusión entre el leninismo de primera hornada que consideraba la movilización de la masa imprescindible para la revolución y el trotskismo simultáneo que preparó la toma del Palacio de Invierno al margen de la masa, solo con un puñado de rebeldes profesionales. Curzio Malaparte, fascista primigenio transformado en comunista maduro, estudió este caso y otros en un libro dedicado a las técnicas del golpe de Estado, una curiosidad intelectual todavía sin resolver.

A primera vista, una combinación de ambas estrategias sería la opción más plausible. Pero en este caso la virtud media aristotélica más parece un salir corriendo para eludir la cuestión de fondo. ¿Pueden las masas concienciadas, a través de vías democráticas, conquistar el poder frente a las castas militares, policiales y financieras de sus países y también supranacionales? ¿Pueden las izquierdas transformadoras y anticapitalistas llevar a cabo sus políticas en sistemas o procedimientos parlamentarios?

Miremos la actualidad. Venezuela, Bolivia, Brasil, Ecuador y Grecia, faltan más ejemplos pero con los citados es suficiente, demuestran que las políticas de izquierda tiene límites insuperables para realizar sus propuestas programáticas. Los poderes globales antidemocráticos se movilizan cuando los izquierdistas se pasan de la raya. Desde la CIA hasta las desestabilizaciones políticas de las elites autóctonas (blancas y occidentalizadas), los pueblos que eligen «izquierda real» tienen los días contados en el escenario internacional.

En cuanto se tocan estructuras económicas seculares y se reparte con mayor o menor énfasis la riqueza nacional y se intentan establecer servicios públicos en educación y sanidad al tiempo que se articulan sistemas fiscales progresivos, las derechas globales tiran a dar para deslegitimar la «voz de las mayorías sociales» y destituir a sus representantes legítimos.

Por lo visto en la actualidad reciente, este aspecto político sigue vigente en toda su intensidad. La democracia como tal, sin matices, no es lo contrario de la dictadura: tal sería un excelente debate para inaugurar de verdad el siglo XXI que aún no habitamos.

Igualmente vendría a cuento abordar en las izquierdas los carismas de dirigentes personales y delimitar su funcionalidad práctica. No enterremos los carismas históricos sin más, no obstante ensanchemos la actitud crítica de las masas. La falsa conciencia y la ignorancia política también anida en mentes cultivadas o doctorales.

Siete. Para concluir, una reflexión rápida acerca del artificio «clase media», esa clave de bóveda sociológica sobre la que giran todas las políticas actuales, la bella durmiente de los sueños húmedos de la socialdemocracia venida a menos y de los conservadurismos de tinte diverso, también aclamada como beatífica mayoría silenciosa.

La crisis ha destruido la clase media. Toda política realista debe recuperar la clase media. Son titulares de portada, con trampa y alevosía, de cada día. Y las izquierdas siguen la moda, pensando en el idilio consensual nacido al calor del miedo al comunismo y al desastre de la segunda conflagración mundial.

Con pronunciar «clase media» se conjuran todos los peligros. Y nadie sale a la palestra a decir que «clase media» es un constructo ideológico per se para eludir la confrontación de clases. La posmodernidad prefiere la soflama apolítica y desideologizada del «99 por ciento» contra el «1 por ciento». Suena mejor, menos incendiario. Clase popular, clase obrera, clase trabajadora son conceptos, con las sutilezas y matices que se quiera, más acordes con la realidad social.

No habrá mundos mejores sin incluir como protagonistas absolutos las categorías de mujer, parado, inmigrante, indigente, pobre o desahuciado. Y todos ellos forman las filas de la clase impotente, también de aquellos que el ascensor social los elevó a clase media o los despeñó después a la precariedad vital. La clase media siempre está en movimiento pero nunca sabe dónde está porque jamás conoce cuál es el sentido de su marcha.

Clase media es una ficción instrumental, demoscópica, estadística, amorfa, una mercancía ideológica para lavar el cerebro crítico y situar al individuo aislado en la mayoría silenciosa transformándolos en cuerpos pasivos y vacíos de contenido.

En suma, hay que hacer memoria crítica a la par que volver a llamar a las cosas y sus relaciones entre sí por nombres que eviten caer en el eufemismo. Comunismo o socialismo es un sistema público sanitario de calidad y una educación competente en igualdad. Y no hay democracia ni libertad si somos explotados por el régimen capitalista. Aunque votemos regularmente. En el centro de trabajo comienza la lucha social, política e ideológica. Ahí se inicia el robo: de derechos, de libertades y de igualdad.

Ese robo que no se ve es lo que defienden sin tapujos Trump, Bolsonaro, Le Pen y las ultraderechas fascistas en auge. El siglo XX ha resucitado. El capitalismo está ofreciendo una resistencia histórica colosal. Su último refugio son los coletazos fascistas. ¿Qué vendrá después: nuevo consenso bipartidista y un orden nuevo? Sírvase usted mismo sin aguardar a opiniones de arúspices áulicos o expertos en demagogia; unos y otros son estómagos agradecidos del régimen neoliberal.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.