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Mundos realmente posibles (y III)

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Fuentes: Rebelión

Para poder sostener que todo lo real es posible hay que dar antes una especie de salto al vacío (legal) por encima de cualesquiera hechos consumados consistente en decidirse a usar aquello que reconocemos como la (nuestra) naturaleza para sostener sobre ella -o con, ante, bajo, contra… etc., ella- la frontera que separa no ya […]

Para poder sostener que todo lo real es posible hay que dar antes una especie de salto al vacío (legal) por encima de cualesquiera hechos consumados consistente en decidirse a usar aquello que reconocemos como la (nuestra) naturaleza para sostener sobre ella -o con, ante, bajo, contra… etc., ella- la frontera que separa no ya a lo «posible» y lo «imposible» -en el sentido apuntado-, sino a lo «real» y a lo que no lo es.

Pero al hacerlo no nos limitamos a conformamos con ese estado de cosas al que los límites de la (nuestra) naturaleza nos enfrenta, o a cumplir esa orden que la (nuestra) naturaleza nos da de que vayamos a por el orinal en lugar de seguir esperando a que se nos arrime, no nos hacemos, simplemente, a la idea de que las cosas van a seguir, más o menos así, más o menos tiempo, sino que vamos mucho más allá. Lo que hacemos es instituir ese mismo orden como el ordenamiento constitucional propio de todo ese ámbito -que abarcaría, juntos, al de lo posible y al de lo real-, como la ley fundamental del (nuestro) propio -digamos- «mundo realmente posible».

No hay nada, en efecto, que nos permita sostener algo así, aunque tampoco haya nada que nos lo impida. Sólo nosotros y nosotras mismas podemos sostener eso. Ahora bien, la manera que tenemos de sostenerlo es apropiándonos de ello, haciendo de eso nuestro propio mundo y considerando a éste (y no, por ejemplo, al de los orinales milagrosos) el mejor de los mundos realmente posibles. Si normalmente solemos acabar estando dispuestos o dispuestas a ello -y cada vez con mayor frecuencia-probablemente se deba a que, a pesar de sus muchos aspectos manifiestamente mejorables, lo consideramos como el mejor de los mundos realmente posibles para cualquiera -siquiera en esos términos tan «posibilistas», en los que suele decirse, por ejemplo, que el Estado de Derecho es el mejor de los regímenes políticos realmente posibles o al menos, que lo es para cualquiera, es decir: para quien no sea alguien-.

El modo que tenemos, por tanto, de apropiarnos de eso es el de sostenerlo -algo que está enteramente en nuestras manos en la medida en que nada nos impide hacerlo-, el de sostenerlo nosotros mismos y nosotras mismas por nosotras y nosotros mismos, como sostiene a un Estado o se apropia de él quien disfruta de la protección que éste le ofrece o quien intenta mejorarlo. Es así, también como se suscribe realmente ese abstracto «contrato» en el que se basa toda la autoridad que le podrá reconocer después y toda la confianza que cualquiera podrá depositar luego en él.

AUTONUM * Arabic s . 2.

Pero esa obstinación con que nos empeñamos en sostener la imposibilidad de los milagros -incluso en contra evidencias tan grandes de sobrenaturalidad como aquellas a las que todos los días nos enfrentamos al comprobar la magnitud (en muchos casos creciente) de nuestra propia ignorancia- quizás se deba también a que, al fin y al cabo, creer que lo imposible no puede ser real es lo mismo que creer que no hay nada imposible. Creer que todo lo real puede ser posible, es lo mismo que creer que todo es posible; pero que todo es posible para nosotras mismas y para nosotros mismos (que lo es de hecho -ya de alguna forma y en alguna medida- o, al menos, de derecho -y que sólo depende de que lleguemos a disponer de la potencia suficiente-). Esto último no es sino lo mismo que sostener que, entonces, ya nada es realmente necesario.

En efecto, si suponemos, que todo misterio no es, en realidad, más que una apariencia o un truco, estamos suponiendo, que todo lo real es factible o efectuable, que lo es (en último término) por nosotro(a)s mismo(a)s (de hecho o, al menos, de derecho), y esto es lo mismo que apropiarse de todo ello en términos de disponibilidad, de disponibilidad para cualquiera; es como convertirlo en algo (digamos) de «dominio público». Es igual que considerarlo todo como algo de lo que, en cada caso, cualquiera puede -digamos- echar mano en cualquier momento tan pronto como sepa cómo: algo así como reducirlo a un mero montón de materiales a los que puede darse cualquier forma posible.

En este caso, cada una de las limitaciones que encontrásemos en lo que respecta a la realización de alguna de nuestras posibilidades (no de alguno de nuestros propósitos) sería ya sólo una cuestión de falta de imaginación, de falta de habilidad, de tiempo, de espacio, de fuerza o, en definitiva, de potencia: una mera cuestión de grado, que quizás nos impediría (actualmente) hacer más grande o más rápido o más intenso ese modelo, completar todos los pasos, pero no seguir intentándolo, o seguir haciéndolo (en alguna medida) ni seguir, por tanto, considerándolo como posible.

Esto puede sonar un tanto «materialista» -ya que se trata de una actitud para la que no parece haber nada sagrado-, o demasiado «idealista» -puesto que se trata de una pretensión de someter a la realidad misma al dominio de lo que no es sino nuestra propia razón o el resultado de nuestro(s) propio(s) reconocimiento(s)-, pero el caso es que, que si cualquiera se para un rato a pensarlo, no es imposible que acabe reconociendo que, a pesar de todo, ésa parece ser la única forma de lograr que no haya nada que sea realmente necesario para nosotros o para nosotras; por que el caso es que, sólo vistas así las cosas, puede llegar alguien a sostener -creyéndose ella o él mismo lo que está diciendo- algo que constituye el fundamento último de aquella fe que comparten quienes hacen este tipo de suposiciones, a saber: que por difícil que pueda llegar a resultar el apartar o el transformar esa materia y el llegar a librarse de algunas de esas contingencias más o menos indigestas a las que nos vemos actualmente sometidos en el (nuestro) mundo de lo real -y que nos provocan incomodidades tales como la de no poder mover un fardo, o la Tierra, con sólo proponérnoslo (y sin ayuda de, por ejemplo, una palanca), o la de no poder multiplicar los panes y los peces aplicando unas reglas más creativas que las de la aritmética -por más que nos pongamos a ello- o, lo que es todavía peor, la de morirnos antes de que nos haya dado a terminar la mayoría de las cosas que, recién, acabamos de empezar- si al menos podemos ver todas estas cosas como simples «obstáculos» -como resultado de un mero «estado carencial» debido a un insuficiente desarrollo de nuestras propias potencias-, y no como algo achacable a las necesidades que esencial e indeclinablemente nos impone la (nuestra) naturaleza -como si se tratase de un deber sagrado, o de un(as) orden(es) que inevitablemente tuviésemos que cumplir como se cumple una «orden de prisión»- siempre podremos, al menos, ponernos a ello conservando una cierta esperanza (racionalmente fundada) de lograrlo, y de haber contribuido a ello por nosotras o nosotros mismos, lo cual es algo que sigue siendo, hoy por hoy, considerado por muchos como una perspectiva más estimulante que quedarse sentados (o arrodillados) contemplando los insondables misterios de la creación y esperando a que les caiga en las manos todo aquello de lo que se consideran merecedoras o merecedores, y a que se consume la venida a nosotros y el misterioso advenimiento del orinal.

Negar la posibilidad de los milagros es afirmar nuestro propio deseo de poderlo todo, nuestra voluntad de poder, de poder todo lo real a base de hacerlo posible, a fuerza de transformarlo en algo de lo que podamos llegar a disponer, algo de dominio público -una (digamos) res publica-; sometiéndolo así todo, al fin, únicamente a nuestras propias leyes (prácticas y políticas), escapando de su supuesta necesidad, de su aparente indeclinabilidad, que no es -para nosotro(a)s- ya sino la pura arbitrariedad de aquello a lo que aún no hemos conseguido pillarle el truco.

AUTONUM * Arabic s . 3.

Podría decirse, pues, que es ese deseo o ese interés [1] , lo que se encuentra detrás de aquella desconfianza ante lo misterioso que tan a menudo nos acaba predisponiendo a muchos o a cualquiera de nosotra(o)s -salvo a quienes aun se sientan capaces de seguir sosteniendo, honestamente, su fe en lo misterioso y en lo sobrenatural (como, quizás, Carlos Jesús, Iker Jiménez o Joseph Ratzinger)- a pedirle a cualquiera que reconozca la vigencia de esa ley de la (nuestra) naturaleza al menos cuando se trata de determinar lo que se puede considerar realmente posible y lo que no; o lo que es lo mismo, lo que nos inclina a solicitar que se declare -al menos en lo concerniente a lo teórico y a lo político (a lo que tiene que ver con la res publica o la cosa pública [2] )- todo recurso a lo milagroso o a lo sobrenatural -incluidos aquellos que pretenden sostener el carácter sagrado de cualquiera de esas cosas cuya presencia nos ha sido impuesta arbitrariamente por la (nuestra) naturaleza (ya se trate de las vacas, de los pesos atómicos, de la anthropogénesis, de las leyes del mercado, o de nuestras patrias y nuestras matrias)- como no necesario e incluso como ilegal.

En efecto, puede que por positivistas que nos volvamos no podamos impedir que existan misterios o que ocurran milagros -que queden cosas sin explicar o sin poder hacerse-, y que siga habiendo, por tanto, quien sostenga su origen sobrenatural -o lo que es lo mismo, no políticamente abordable-. Del mismo modo, por civilizados que seamos y por buenas que sean nuestras leyes eso no evitará que alguien pueda cometer un crimen o un abuso. Pero lo que sí puede hacerse -en ambos casos- es declarar ilegales esos comportamientos, considerarlos situados fuera de la ley, de una ley que, en este caso, no consistiría sino en contar las cosas en unos términos tales que puedan ser entendidos por cualquiera (al menos de derecho). Los seres capaces de hacer milagros («dioses», «demonios», «héroes», «magos», «genios», «duendecillos del bosque», etc.) no pueden ser, ciertamente, considerados imposibles -o no pueden no serlo puesto que ya lo son- pero sí pueden ser declarados ilegales -por no ser capaces de ser cualquiera (o no ser cualquiera capaz de serlos, por tener, necesariamente, que ser alguien para ello)- y expulsados de la res publica.

De este modo, aunque es verdad que ese régimen -el gobernado sólo por la ley de la (nuestra) naturaleza, tal y como cualquiera de nosotros solemos estar dispuestos a sostenerla o a admitirla como determinante respecto de las condiciones de posibilidad de lo real (o a usarla para determinarlas y para distinguir lo posible de lo imposible)- podrá parecer a alguno(a)s un poco demasiado «igualitarista», demasiado «común» -ya que no parece dejar ningún lugar para lo extraordinario o para lo fuera de lo corriente, (como si se tratase de una aburrido convenio colectivo o de aquel abstracto y vacío pacto social)-, tendremos que reconocer que quizás fuese todavía peor encontrarse con otro que estuviese tan rígida e inmutablemente establecido como si se tratara de -digamos- «el orden mismo de las cosas», y al que no tuviéramos más remedio que atenernos siempre exactamente en los mismos términos en los que actualmente se encuentra realmente establecido. En tal caso -como ocurría efectivamente durante el, así llamado, «Antiguo Régimen»- muchos de nosotros y muchas de nosotras no tendríamos más remedio que pasarnos la vida sometiéndonos a la realidad de -digamos- la autoridad real (en el sentido de «real» o de «royal«), admirándonos del poder de los poderosos, y rindiéndonos a la potentia de los hechos consumados.

Frente a esto aquel otro estado de la cosa se parecería un poco más a la manera en que a partir de la Revolución (Francesa)- comenzaron a intentar organizarse algunos regímenes que pretendían basarse en una cierta concepción de la soberanía -es decir, el fundamento de la validez de las leyes- que no estuviese concebida en términos de dar o cumplir órdenes, sino de respetar leyes, y precisamente aquellas leyes que cualquiera podría darse a sí mismo o a sí misma sin tener, para ello, que ser nada más (y nada menos) que cualquiera.

AUTONUM * Arabic s . 4.

El positivismo, el materialismo, el idealismo, el nihilismo, el posibilismo…, etc. son rasgos que han acabado identificándose -normalmente para mal- con los frutos de esa extraña planta surgida de aquella -digamos- «cuádruple raíz del principio de razón suficiente» -Bacon, Descartes, Galileo y Newton-, y que acabó convirtiéndose en el árbol del que se colgó ese columpio de lo que alguien llamó: «El mundo como voluntad y representación». Pero antes de condenar la desmesura, la prepotencia, la impiedad, y la peligrosidad -potencial y actual- de esta actitud, y de volver a repasar el catálogo de todos los «monstruos» que esa suposición ha sido y es capaz de traer al mundo, es importante no olvidar el hecho que sostener -al menos en teoría- que todo lo real (incluso lo peor) es posible, es también lo mismo que sostener que nada de lo real (ni siquiera lo peor) es necesario, y que todo lo posible (incluso lo mejor), puede llegar a ser real de hecho -al menos de alguna forma y en alguna medida- y de derecho -en tanto que objeto y fin de nuestra voluntad de poder o de potencia, de nuestro deseo de liberarnos de la necesidad pudiéndola -.

En cambio, el hecho de que algo sea posible no tiene por qué querer decir que haya de tener por qué ser real, que seguir siéndolo o que llegar a serlo; porque por muy posible que sea algo tampoco tiene por qué llegar a realizarse, a menos que creamos, claro está, que se trata de algo estrictamente necesario, tan indeclinable como la naturaleza o tan inevitable como el Destino.



[1] Esa -digamos- «voluntad de poder» o «voluntad de voluntad», porque sólo en ese caso de total innecesariedad podríamos afirmar que estamos, propiamente, decidiendo, dictando y acatando leyes, y no limitándonos a cumplir órdenes.

[2] Lo que alguien podría llamar «los fenómenos».