1 La distancia o el trecho que separa al dicho y al hecho -aunque no sea como distancia que ya ha tenido que ser siempre, total y exhaustivamente recorrida de hecho (y como proceso cuyo resultado sólo puede darse por hecho, digamos: «a posteriori»1), sino como distancia recorrible de derecho (como camino transitable -al menos […]
1
La distancia o el trecho que separa al dicho y al hecho -aunque no sea como distancia que ya ha tenido que ser siempre, total y exhaustivamente recorrida de hecho (y como proceso cuyo resultado sólo puede darse por hecho, digamos: «a posteriori»1), sino como distancia recorrible de derecho (como camino transitable -al menos en alguna medida y de alguna forma-, o como proceso en(-)tendible o compre(he)nsible y cuyo resultado -conocido el método de producción y supuesta la potencia necesaria- puede darse por hecho, digamos: «a priori»2, es lo que se usa normalmente -o al menos cada vez con más frecuencia- para distinguir entre lo posible y lo imposible.
Pero lo que puede resultar más sorprendente es que ese mismo criterio pueda llegar a usarse también para distinguir entre lo real y lo que no lo es, es decir: entre dos cosas que, en principio, no parece que tengan por qué tener nada que ver con aquello que podemos decir, hacer o dejar de hacer para ser lo uno o lo otro. En efecto, el que podamos o no hacer algo -el que podamos sólo proponerlo, o también ponerlo-, puede que tenga algo que ver con el que nos decidamos a considerarlo «posible» o no, pero no parece, al menos a primera vista, que tenga por qué influir de ninguna manera -digamos- determinante a la hora de considerarlo o no «real». Ahora bien, esto último es, precisamente, lo que hacemos, cuando pasamos a considerar a todos los milagros trucos.
Un milagro es algo imposible (en el sentido apuntado), de manera que es algo que no se puede -de ninguna forma, y en ninguna medida- hacer, que no podemos, de ningún modo, poner. Lo que es imposible es in-posible. Ahora bien, cuando se lo considera, además, un truco, lo que se hace es sostener, no sólo que lo imposible es imposible sino que, además, no puede ser: que ese supuesto milagro sólo puede ser una apariencia, y que no puede nunca ser una realidad, ya que sólo se puede considerar real a aquello que es o puede llegar a ser posible, a aquello que lo es ya de derecho, aunque aún no lo sea de hecho (como pasa, por ejemplo, con un truco).
Lo que estamos haciendo en este caso -al pretender usar ese criterio o esa diferencia que establecemos (de la manera indicada) entre lo posible y lo imposible, para basar en ella aquella otra que existe entre lo real y lo que no lo es- es algo así como exigir -antes de aceptar la propia realidad de algo (y aunque se trate de algo tan poco dudoso como esta vaca (res), aquella cosa (res) o, en general, todo aquello a lo que normalmente cualquiera estaría dispuesto a considerar algo «real» (real) y a considerar una «realidad» (realitas) sin que ello le suscitase grandes inquietudes)- algo más que su mera presencia de hecho -y, ni que decir tiene, que algo más, también que su mera proponibilidad, suponibilidad o posponibilidad-. Se trata de exigir, hasta para poder considerar a aquello un hecho (factum), el que se lo pueda en(-)tender de alguna forma, determinándonos a considerarlo, en caso contrario -en caso de que, por incuestionable que sea de hecho, no cumpla con esas condiciones (con esas, digamos, condiciones de posibilidad)-, como una simple apariencia, como un mero truco.
Ahora bien, ¿quiénes nos hemos creído que somos para exigir eso?
2
Negarse a aceptar el carácter real de algo (por palmario que ello sea de hecho) en tanto que no se disponga de alguna prueba o demostración relativa a su posibilidad -entendida de la manera indicada-, parece ser algo así como negarse a aceptar la realidad de una vaca mientras no se sepa como se la hace, cosa que podría resultar una postura un tanto radical y un poco demasiado escéptica. Pero esta actitud contrasta, además, con otra que va unida a ella y que podría quizás, parecer no menos radical y un punto dogmática. Así, ocurre también, en efecto, que por fácil o por complicado que nos parezca algo, una vez que disponemos de alguna prueba o de alguna demostración relativa a su posibilidad, que hemos conseguido e(-)ntender cómo puede hacerse, no sólo damos por hecho que se lo podría hacer al menos en alguna medida, sino también que se lo podría hacer del todo -si se dispusiera de la potencia necesaria para ello-, o que se lo podría ir haciendo hasta el final -si se dispusiera del suficiente tiempo-, es decir, compre(he)ndemos perfectamente todo ese proceso viéndolo como una mera cuestión de potencia o de tiempo3. Damos, pues, por hecho que, conocido el método para producir algo, ya sólo se trataría de ir poniendo esto y lo otro, de poner esto aquí y aquello allí, de ponerlo así o asá, de poner primero esto y luego aquello, etc., desde el principio hasta el final, y así, cuanto más sencillos sean cada uno de los pasos y más fácil le resulte a cualquiera compre(he)nder cómo aquello -cuanto más mecánico sea todo el proceso- más dispuesto estará cualquiera a admitir su posibilidad4.
Sin embargo para que eso pueda ser efectivamente así también es necesario que esto se pueda poner -fáctica o efectivamente- aquí, y aquello allí; que se lo pueda poner -de hecho- así o asá, que se pueda poder poner primero esto y luego aquello, etc., lo cual supone contar con algo que esté dispuesto a dejarse transformar -de esa forma y, al menos, en esa medida- en aquello que se quiere hacer: que haya algo con -o sobre, o ante, o bajo, o incluso contra… etc.- lo cual aquello pueda hacerse.
Ciertamente, para comprobar si hay algo dispuesto a eso basta con probar a hacerlo con ello y con hacerlo de hecho, de alguna forma y, al menos, en alguna medida. Pero de este modo sólo se puede ver, obviamente, si aquello está dispuesto a dejarse transformar de esa forma en esa medida, y no, por ejemplo, si también sería posible transformarlo del todo o transformarlo hasta el final. Esto último sólo lo podríamos comprobar de ese modo (de hecho), recorriendo toda esa distancia, ejecutando todos esos pasos de principio a fin (y, por tanto, a posterior«).
Cuando sostenemos, en cambio, que todo lo posible -en el sentido indicado- podría hacerse, que todo aquello que podemos en(-)tender y compre(he)der puede llegar a ser real, no lo podemos hacer, por tanto, a partir de ninguna comprobación exhaustiva de ese tipo. Lo que estamos haciendo es dar por hecho que contamos con algo que podemos transformar de todas las maneras posibles (aunque no de todas las proponibles); estamos sosteniendo, pues, que contamos con algo cuya -digamos- «forma de ser» podemos cambiar esencialmente, aunque no podamos cogerlo a ello y cambiarlo por otra cosa radicalmente diferente -por ejemplo por algo a lo que bastase con decirle algo para que ya estuviese hecho, o con verlo hecho para saber ya cómo se lo hace-.
Pero, ¿cómo podemos sostener eso?¿qué nos hemos creído que es esto?
3
Negar la realidad de los milagros o, lo que es lo mismo, pretender usar la posibilidad de algo como piedra de toque para establecer su realidad es, por tanto, algo que implica unos compromisos más graves de lo que, quizás, a primera vista podría parecer -es algo que tiene, en efecto, unas consecuencias que alguien podría calificar, incluso, de «trascendentales»-. No creer en los milagros parece que supone, ciertamente, tener que creer en otras cosas que, a primera vista, nos pueden parecer chocantes, o tener que dudar de otras que nos resultan evidentes. Negarnos a creer en los milagros parece obligarnos, pues, adoptar una actitud un poco demasiado crítica y que puede resultarnos un tanto difícil de sostener, ya que se trata de usar aquella manera de entender la cuestión de la diferencia entre lo posible y lo imposible a la que nos veníamos refiriendo -que es algo que parece tener más que ver con nosotros y con nosotras mismas que con cualquier otra cosa- para distinguir entre lo real y lo irreal -que parece tener que ver más con cualquier otra cosa o con lo que las cosas sean en sí mismas que con nosotras o con nosotros-, y eso nos quizás nos haga preguntarnos con qué derecho, o sobre qué base, podemos llegar a sostener eso.
Normalmente cualquiera suele estar dispuesto a reconocer que la situación -digamos- de facto con la que nos encontramos es la de esa distancia que hay entre el dicho y el hecho para salvar la cual siempre hay que llevar a cabo una cierta transformación, hacer un cierto trabajo, invertir un cierto tiempo- y hay que contar, además, con la disponibilidad o con el consentimiento de aquello con (o cabe, o contra, etc.) lo que ha de hacerse-, porque se trata de algo que, cualquiera, puede comprobar en cualquier momento, por sí mismo o por sí misma.
Parece que existe, en efecto, un gran poder de convicción en aquellas cosas que cualquiera puede comprobar en cualquier momento por si misma o por sí mismo y que, a menudo, a cualquiera le basta con eso para estar dispuesto a reconocer algo -más aún cuando se trata de cosas muy básicas o muy elementales.-
Por ejemplo, normalmente, después de haberlo intentado un par de veces o tres, cualquiera -que tenga más de dos o tres años- suele acabar estando dispuesto a reconocer -siquiera a título de hipótesis- que no le basta con decir algo para que ya esté hecho, o bien que tampoco le basta con que esté hecho para saber ya, cómo se hace -cosas que constituyen la base misma de esa noción de posibilidad de la que hablábamos-. Sin embargo, lo que también suele acabar reconociendo cualquiera -sobre todo después de haber podido comprobarlo antes- es que, en todo caso, lo que sí puede hacer siempre, es aprender a hacerlo o bien tratar de descubrir alguna forma de hacerlo -cosa que es también la base de su posible reticencia a la hora de aceptar el carácter milagroso de algo-.
Todo esto son cosas más o menos elementales o básicas que, normalmente, cualquiera suele estar dispuesto a reconocer por la simple razón de que su comprobación está al alcance de cualquiera, y quizás eso explica el hecho de que esa actitud de la que hablábamos -y que parece basarse en este tipo de constataciones- se haya extendido tanto.
4
Quizás podría decirse también que es así como cualquiera acaba estando también dispuesto -más tarde o más temprano, y de mejor o de peor gana- a -digamos- «conformarse» con eso, es decir: suele acabar -digamos- «haciéndose a la idea» de que eso -esa situación o ese estado de cosas con el que se encuentra cada vez que se pone a hacer aquello que se ha propuesto- va a seguir siendo así.
De hecho, podría decirse que hasta tal punto nos acabamos haciendo a esa idea que es, precisamente, a todo eso -a esa situación con o en la que nos encontramos, o a ese «estado de cosas» con el que parece que no tenemos más remedio que acabar conformándonos- a lo que solemos terminar llamando, incluso, la (nuestra) naturaleza; y que eso es algo con lo cual cualquiera empieza a conformarse ya desde el mismo momento en que -a los dos o tres años- después de haberle dicho un par de veces o tres al orinal que venga, acaba levantándose para ir a por él.
Lo que hacemos entonces es, simplemente, atender a la «llamada de la naturaleza» -en un sentido estrictamente metafísico se entiende-, en lugar de quedarnos sentados esperando a que sea ella la que cumpla nuestras ordenes.
Del mismo modo parece que para saber si se puede o no se puede hacer algo -para saber, por tanto, si algo es posible (y, de ahí, si es real)-, cualquiera puede siempre, por lo menos, intentar hacerlo, probar a hacerlo. Se trata, en efecto, de un método de prueba bastante accesible para cualquiera, bastante «democrático», y que no parece exigir de nadie nada más que la disposición a comprobar las cosas por sí mismo o por sí misma. Así, para saber si algo podría o no hacerse, parece que cualquiera podría siempre, al menos, tratar de entender cómo se lo podría llegar a hacer, ya fuese aprendiendo la forma de hacerlo o inventándose alguna. Con independencia, por tanto, de las dificultades que, de hecho, pudieran aparecer por el camino -por falta de ingenio, de habilidad o de potencia-, parece que se trata de cosas que -al menos en principio- están al alcance de cualquiera, y -probablemente por eso mismo- de cosas que da la impresión de que podría pedirse también a cualquiera que estuviera dispuesto a admitir como prueba de la posibilidad de algo.
No ocurre lo mismo en el caso de otra clase de pruebas como, por ejemplo, las testimoniales, cuya aceptación suele depender, no de que su alegación y su comprobación sea algo accesible para cualquiera sino, más bien, de que quien las ofrece no sea cualquiera -de que se trate, por ejemplo, de alguien que estuvo allí (y precisamente de ese alguien y no de cualquiera), o de que se trate de alguien que inspira alguna confianza o que goza de alguna autoridad (y que es, en ese sentido, «alguien»5)-. Del mismo modo, la aceptación de esas pruebas depende de que quien las admite tampoco sea cualquiera, de que sea alguien que -por ejemplo- no pudo ni podrá ya estar allí para comprobarlo por sí mismo o por sí misma6, o bien que se trate de alguien susceptible de dispensar esa confianza o de respetar la autoridad de quien presta el testimonio-. En ambos casos -en el caso del que ofrece la prueba testimonial, y en el caso del que la acepta- ha de tratarse, pues, de alguien determinado, y no de cualquiera.
En cambio esas otras pruebas -digamos- de hecho, incluso cuando se basan en una simple muestra o en la alegación de una sola evidencia (la presencia de una huella en el lugar de los hechos, o de un cabello en la solapa del acusado), resulta que no sólo suelen ser tanto más fáciles de aceptar cuanto más fácil le es a cualquiera entenderlas y hacer la prueba -cuanta menos capacidad y menos potencia se requiere para ello-, sino que además pretenden basarse, en último término, únicamente en aquello que cualquiera podría (al menos de cierta forma y en alguna medida) llegar a comprobar por sí mismo o por sí misma.
5
Pero por más bien dispuestos y dispuestas que estemos a aceptar este tipo de pruebas y muestras, y a admitir la realidad de aquello que se basa en ellas, de aquello que podemos llegar a en(-)tender y a compre(he)nder a partir de ellas; y por mucho que todo eso pueda decirse que no es, al fin y al cabo, sino aceptar cosas que cualquiera puede -al menos de derecho- comprobar por sí misma o por sí mismo -cosa que parece bastante razonable y fácil de admitir-, no ocurre lo mismo en el caso de nuestra negativa a aceptar la realidad de los milagros, ya que cuando nos encontramos con algo que no podemos entender de ninguna forma, y tanto más si se trata de algo que de hecho se nos presenta con la misma patencia que esta vaca o que aquella cosa -de hecho puede tratarse incluso de esta vaca misma en la medida en que no sepamos aún cómo se la ha hecho y nos siga pareciendo una cosa milagrosa-, nada nos impide suponer que detrás de aquello, de aquello cuyo modo de hacerse no podemos, al menos en este momento, llegar a ver ni a imaginar -y ya se trate de la licuefacción de la sangre de San Pantaleón, de la atracción magnética, o de la orientación del espín de las partículas subatómicas- hay, en realidad, algo completamente imposible: un misterio impenetrable, algo milagroso y sobrenatural.
Hasta que la tengamos, no tenemos ninguna prueba de que eso es un truco, de manera que nada nos impide considerarlo un milagro. Nada nos lo impide, en efecto, salvo, naturalmente, las propias dificultades que cualquiera de nosotros (mujeres y hombres «de poca fe») podamos encontrar en nosotros mismos a la hora de sostener eso.
Tampoco hay, ciertamente, nada que nos impida seguir confiando en que, algún día, las cosas se harán con sólo proponérnoslas, que ya se ha iniciado incluso ese camino de su realización sin que nosotros o nosotras mismas hayamos tenido que ponernos a ello, y que podemos seguir esperando sentados a que nuestros propósitos se cumplan y el orinal se nos arrime solo.
Sin embargo también es verdad, que tampoco hay nada -ninguna realidad, por manifiestamente misteriosa que sea- que pueda impedirnos hacer la suposición contraria, y suponer que detrás de cualquier aparente milagro no hay, en realidad, más que un buen truco; que siempre hay oculta en alguna parte, alguna operación factible o efectuable -al menos de derecho– por nosotros, y que todo (incluso todo lo que de hecho es) es posible si nos ponemos a ello7.
Es cierto que, respecto de ninguno de los dos supuestos podemos comprobar de una vez para siempre quién tiene la razón a partir de ninguna prueba de hecho, sino que se trata de algo que sólo podemos resolver en cada caso: cada vez que logremos (o no) hacer algo o descubrir la forma de hacerlo; si bien, incluso en ese caso (es decir: en cada caso) en la medida en que siga habiendo aún en todo ello algo que podamos hacer y algo que sigamos sin poder hacer (algo inteligible y algo todavía misterioso, o algo al compre(he)nsible y algo todavía oculto), podremos seguir adoptando siempre al respecto cualquiera de esos dos puntos de vista con la misma razón.
Así pues, dado que no podemos llegar nunca a disponer de ninguna prueba fáctica o efectiva que zanje el asunto -a menos que todo se nos volviera transparente y factible, o todo opaco y misterioso-, la suposición que cualquiera de nosotros haga al respecto sólo podrá basarse, en último término -como el caso del testimonio- en la propia confianza que se tenga en quien sostiene lo uno o lo otro, en quien sostiene que es posible o en quien sostiene que no lo es, y en la autoridad que pueda reconocérsele a ese alguien. Ahora bien, lo peor es que ese alguien tendremos que ser -en último término- nosotros y nosotras mismas: ese alguien que, en cada caso, soy yo mismo y/o yo misma, y que, en cada caso, será quien tenga que sostener -en última instancia- lo uno o lo otro. Porque el caso es que, por alguna razón -puede que por la propia de cada cual-, parece que, al final, siempre llegará un momento en el que cualquiera tendrá que acabar estando dispuesto a reconocerle una cierta autoridad y a otorgarle una cierta confianza al menos a ese alguien.
Sin embargo, por razones que podremos considerar discutibles, pero no enteramente absurdas parece que ocurre también -y cada vez más a menudo- que por mucha confianza que podamos llegar a depositar en alguien, o por dispuestos que estemos a reconocer su autoridad, nos resulta muy difícil llegar a otorgarle toda nuestra confianza o investirle de una autoridad incuestionable. Incluso en el caso de que ese alguien resulte ser yo mismo(a), tengo que reconocer que, por alguna razón -puede que por la mía-, hasta a la hora de confiar en mí, o de considerarme autorizada(o) a sostener algo -al menos en teoría-, no es suficiente con que yo esté convencido(a) de ello, sin que es como si necesitase además estar segura(o) de que se trata de algo que cualquiera puede comprobar o confirmar por sí mismo(a); razón por la cual he de reconocer que estoy dispuesta(o), incluso, a llegar a ponerme bastante pesado(a) para plantear las cosas en unos términos tales que cualquiera pueda llegar, por ejemplo, a entenderlos o a comprobarlos por sí mismo(a) con independencia de su nacionalidad, raza, religión, sexo, etc., incluso aunque disponga para ello de unas capacidades tan limitadas como las mías propias, y para llegar yo misma(o) a entender con ellas cualquier cosa por milagrosa que me parezca -como, desgraciadamente, me lo suelen parecer a menudo incluso cosas bastante elementales-. Por suerte o por desgracia eso mismo es algo que, por alguna razón -quizás por la misma, o por la mía8– no me pasa sólo a mí, sino que es algo que, con bastante frecuencia, puede ocurrirle a cualquiera, y que cualquiera suele acabar estando igualmente dispuesto a reconocer en algún momento o respecto de ciertas cuestiones -sobre todo cuando se trata de cuestiones más fácticas o efectivas, de asuntos que tienen que ver con explicar cómo se hace o qué hace algo y que son las que solemos denominar «teóricas»9-.
No es imposible, por tanto, el que podamos llegar a ponernos de acuerdo en reconocer, al menos, que, en lo que respecta a aquellas suposiciones10, nunca podríamos llegar a ponernos de acuerdo, ya que no podríamos nunca llegar demostrar o a comprobar quién tiene la razón (y quién no). Cualquiera podría estar, pues, dispuesto a reconocer que, al menos cuando se trata de esas cuestiones -digamos- «de fondo», en la medida en que no vayan, ni puedan ir, en contra de los hechos, sólo puede tratarse de una cuestión de fe: de hacer una suposición que, igual que la contraria, (no) se basa, propiamente, en nada, o al menos no se basa en nada teórico, en nada efectivamente real, sino sólo en algo posible o no: sólo en el ¿hecho? de que, aunque nada -salvo nosotro(a)s mismo(a)s- nos obliga a ello, tampoco nada -salvo nosotra(o)s misma(o)s- nos lo puede impedir o, lo que es lo mismo, en el derecho que eso parece otorgarnos a sostener si queremos -o si podemos- esa suposición (o aquella otra), aunque sea sobre la base de esa nada que -al menos en términos reales- (no) somos «nosotro(a)s mismo(a)s» y que (no) es, en realidad, (nada más que) esa determinada idea (a la) que nos hemos hecho -quizás demasiado conformista o puede que excesivamente desmesurada- respecto de nuestras (propias) posibilidades o las de la (nuestra) naturaleza, respecto de aquello que el juego entre ambas puede dar de sí, y respecto de lo que todo ello puede llegar a ser pero aún no es: aquello en lo que nos creemos capaces de transformarlo todo pero en lo que aún no lo hemos transformado, y respecto de esa forma de(l) ser (nuestra), y de nuestras posibilidades de ponerla en común con cualquier otro (aprovechándonos para ello de ese -digamos- «vacío legal» que ningún -digamos- «hecho consumado» o estado de cosas dado parece capaz de llenar o vaciar de sentido, que nada parece capaz de convertir en indecible, en impensable o de hacer que sea o deje de ser conveniente).
No obstante, aunque nada nos obliga a ello, y somos perfectamente libres para seguir creyendo, con toda legitimidad, en los milagros, parece como si cada fuéramos más suspicaces en relación con este asunto, como si cada día fuésemos más críticos y resultase cada vez más difícil encontrarse con alguien capaz de sostener honestamente esa tesis, y más fácil dar con otro que -como nosotros y nosotras mismas- no tuviera más remedio que reconocer, por ejemplo, que a pesar de todo, se siente más inclinada(o) a creer en los trucos y a sospechar de los milagros que a aceptar con naturalidad lo sobrenatural y a contentarse con admirar los profundos e insondables misterios de la creación. Es como si cada vez nos fuese resultando más difícil admitir -especialmente en teoría- cualquier cosa que nos parezca un poquito rara o demasiado difícil de entender, lo cual es, ciertamente, sólo un prejuicio, ya que tampoco hay por qué tener nada en contra de los milagros -salvo, naturalmente, cuando resulta que sólo son trucos-.
6
Ciertamente, puede parecernos un tanto sorprendente el que haya gente que se niegue obstinadamente a creer en los milagros cuando no sólo es más fácil hacer esto que ponerse a buscarle el truco a todo, sino que, además, se trata de una actitud tan (in)justificada como la otra.
Pero el caso es que las razones que suelen llevar a alguien a adoptar esta postura tan crítica, normalmente no tienen mucho que ver con cualesquiera interés suyo -más o menos especulativo, abstracto o lúdico- en negarse a admitir la realidad de una vaca mientras siga sin saber cómo se la hace, sino que suelen estar relacionadas con algo quizás un poco más interesante para cualquiera y que consiste en poder definir ese ámbito de lo posible, de lo real e incluso de lo necesario, de una manera tal que cualquiera pueda llegar a saber, por sí mismo, si algo es posible o no, si se trata de algo que podemos o no realizar, en poder establecer esto -digamos- «a priori» de cara a, por ejemplo, decidirse a participar en la puesta en marcha de un procedimiento técnico o de un proyecto político encaminado a su realización o a su erradicación.
En efecto, una vez resuelta -pongamos que positivamente- esa cuestión de su posibilidad así concebida, de su realizabilidad, cualquier asunto queda reducido ya al problema de si aquello es o no deseable. La propia realidad de aquello -una ver resuelta la cuestión de su posibilidad- se reduce así a un problema únicamente técnico, político o práctico y se convierte entonces en algo que está -en este sentido- enteramente en nuestras manos. Así, de algún modo, el propio ser o no ser de las cosas las cosas, la realidad misma -o al menos la de todo aquello susceptible de ser en(-)tendido o compre(he)ndido por nosotros y nosotras (y que, para quienes sean tan positivistas que no admitan ni siquiera los milagros será, simplemente, todo11)- se convierte en algo que está, enteramente, a nuestra disposición; y ya sólo es necesario lograr en(-)tenderlo -y, en todo caso, adquirir la potencia necesaria para realizarlo- para poder traerlo al ser o expulsarlo de él, quedando así el mundo entero sometido a nuestra voluntad (nada menos).
Esto nos podrá parecer quizás un tanto desmesurado, pero nadie negará que resulta, por lo menos, más interesante que lo de dudar de la realidad de la vaca o lo de considerarla algo milagroso o un ser sagrado .
1 Cuando ya no hay de hecho tal distancia.
2 Ya que no se trata más que de la consecuencia de seguir, todo derecho, ese mismo camino.
3 Ya que, cuando se trata de hacer trabajos mecánicos, con cualquier grado de potencia puede hacerse lo mismo que con un grado mayor, en más tiempo.
4 En efecto, normalmente suele ser más fácil entender un proceso técnico o un funcionamiento mecánico que, por ejemplo, una actividad creativa, inventiva o poética -si es que puede decirse de este tipo de actividad que es susceptible de ser «entendida» o «compre(he)ndida» de alguna forma y no, más bien, todo lo contrario-.
5 En el sentido en el que se dice de alguien que «ha llegado a ser alguien» en algún lugar en el que otros «no son nadie«.
6 En cuyo caso no le haría falta tener que admitir ningún testimonio.
7 En efecto, no hay ningún hecho -por oscuro y desafiante que sea- que pueda refutar esa suposición. Esto se debe a que el mismo trecho que hay del dicho al hecho, lo hay del hecho al dicho, de manera que no puede darse por seguro que incluso ante las más aplastantes evidencias de la realidad de lo milagroso -iluminadas, si es preciso, con la brillante luz de una hoguera-, no pueda haber alguien que siga empeñándose en decir que eso es un truco.
8 Por algo así como un reconocimiento de la propia finitud de la (nuestra) razón, o por nuestro deseo de saber qué dice al respecto el (nuestro) sentido común.
9 Porque en lo que respecta a cuestiones puramente prácticas me parece mucho más difícil que nadie pueda llegar a convencerme de algo, o que yo pueda llegar a convencer a alguien de nada.
10 Es decir: en lo que respecta a esos supuestos relativos a lo que no es actualmente factible o imaginable, ni lo sería (por potencia que se tuviera), o incluso a aquello que (de derecho) no puede considerarse susceptible de llegar a serlo (como ocurre con todo ello, o con nada de ello), y que son, por tanto, supuestos que alguien (alguien que, por ejemplo, llamara «físico» a todo lo anterior) podría, perfectamente, considerar «metafísicos».
11 Al menos en teoría, aunque quizás no tanto en la práctica.