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Y en eso murió Fidel

Fuentes: Público.es

La Habana despidió este martes a Fidel Castro, al hombre que liberó a Cuba de la dictadura del capitalismo voraz y de la mafia sin pudores a tan sólo 90 millas del imperio. Al que sus enemigos acusaron de dictador, y al que sus amigos defendieron hasta el final. Fidel Castro dejó una huella imborrable […]

La Habana despidió este martes a Fidel Castro, al hombre que liberó a Cuba de la dictadura del capitalismo voraz y de la mafia sin pudores a tan sólo 90 millas del imperio. Al que sus enemigos acusaron de dictador, y al que sus amigos defendieron hasta el final. Fidel Castro dejó una huella imborrable en la historia del siglo XX (que hoy se va con él), y en la de miles de familias, dentro y fuera de la isla, que también le decimos adiós.

Desde niña he escuchado la historia de la entrada de Fidel Castro en La Habana aquel 8 de Enero de 1959. «Todos salimos a saludarlo. Llegó como un héroe y cuando comenzó a hablar, se obró el milagro. Una paloma blanca se posó en su hombro. Casi magia», recuerda mi tía desde Managua, quien ahora se niega a escribir una palabra sobre él. No porque no las tenga, buenas, incisivas y llenas de preguntas a veces sin respuestas, sino porque le haría daño, supongo.

Porque aquella mañana ella tocó a Fidel, tembló y se emocionó como nunca lo había hecho hasta entonces. Porque sintió el calor de un pueblo que decía «No» a la crueldad, la injusticia y la inmoralidad de quienes sólo tienen una religión: el dinero. Porque en aquellos días, con una revolución que llegaba para terminar por fin con la podredumbre de un régimen corrupto hasta los huesos, ella tomó conciencia de «la necesidad de crear relaciones más justas en el mundo». Algo que ha seguido haciendo, con un valor digno de admiración, toda su vida.

Fue también ese día cuando mi madre se abrazó emocionada a sus hermanos, cuando mi abuela sonrío pensando que por fin las cosas se harían de otra manera, cuando mi familia entera creyó que sí, que su pequeña isla bañada por el Caribe se había convertido en el centro de un mundo mejor. En la patria del hombre y la mujer nueva.

Luego llegaría, siempre es así, la realidad con su huracán de alegrías y agravios. Llegaría el siglo XX en todas sus dimensiones. Cuba se convertiría en un punto geoestratégico clave para la guerra fría. Llegaría «el Comandante y mandaría a parar»: primero a la National Fruit Company de los EEUU. Casi todos aplaudieron. No en vano era un símbolo en aquel entonces de las garras sin escrúpulos del imperialismo, con las que se robaba la tierra, el trabajo y el sudor de buena parte de América Latina.

Más tarde a las tropas norteamericanas. Y no sólo a parar, más aún, retroceder. La invasión (fallida) de Bahía Cochinos supuso la derrota moral de Washington y un alivio para una revolución a la que nunca se le pusieron fáciles las cosas, y que necesitó del apoyo de la URSS para mantenerse con vida.

Se sucedieron entonces los sueños (muchos rotos), las contradicciones, los años, los empeños (exitosos en este caso) de convertir a Cuba en un referente de la sanidad y la educación en el continente. Ni un niño cubano ha muerto de malaria desde entonces. No hay que olvidarlo. Todas y todos tuvieron la oportunidad de ir a la universidad y no es extraño escuchar a adolescentes debatir con entusiasmo y erudición de casi cualquier tema en un bar de Santa Clara. Logros de un Fidel al que muchos denuncian, en cambio, por su mano de hierro, por la falta de elecciones libres, por la paradoja de enseñar a un pueblo, y luego «mandarlo a parar», mandarlo callar…

Quizá no hubo otra manera, dicen quienes lo defienden sin ambages. Y yo sólo sé que la historia, desde la mía hasta la que se escribe con mayúsculas, no lo olvidará.

Que Cuba, por suerte, tampoco se convirtió nunca en República Dominicana o Haití, ni en un Cancún gigantesco, lo que quizá hubiera sido su destino de no resultar victoriosa la Revolución del 26 de Julio. Y que detrás de Fidel llegaron otros y le tomaron el relevo, hijos ya de un nuevo tiempo: Chavez en Venezeuela, los Kichner en Argentina, Lula y Dilma en Brasil, Evo en Bolivia, Mujica en Uruguay….

Que sin duda Cuba fue la semilla de una nueva izquierda ganada a pulso de machete en las selvas de toda América Latina durante la década de los 70 y 80, y defendida con fiebre arrolladora por hombres como el Che o Allende. Pero también por miles de mujeres anónimas y valientes, de hombres cuyos nombres no se recuerdan en los libros. Que la izquierda del mundo se miró en su espejo y empezó a entender muchas cosas. Para bien y para mal.

Por eso quiero recordar a mi madrina, y a todos los que fueron inspirados por aquella revolución que Fidel llevó hasta sus últimas consecuencias, pues más allá de los errores y aciertos de medio siglo de lucha contra el imperio, el mejor legado de todos está en ellos. En su valor, en su coraje. En su determinación permanente en defensa de la verdad y la justicia. Ellos son los que al final están cambiando, poco a poco, América Latina. Y los que están señalando, también, nuevos caminos.

Son los que se despiden hoy del Comandante sin despedirse, sin homenajes en la Plaza de la Revolución, pero con un diálogo a la distancia que han mantenido a lo largo de las décadas.

Mientras, por mi parte, trato de imaginar aquel 8 de enero de 1959, y recordando otros recuerdos, pienso en que aquella mañana mi madrina no sólo sintió la emoción de formar parte de una revolución que movilizó a todo un pueblo, sino que, azares del destino, le arrancaron del cuello un collar de oro que portaba desde niña y fue arrastrada sin piedad por el asfalto. Todo un símbolo de lo que llegaría también con aquel hombre que ese día inauguraba la tribuna anti-imperialista. «Llegó el Comandante y mandó a parar», reza la canción, que también repite «…y se acabó la diversión». Porque de alguna manera la izquierda del siglo XX, al romper con el capitalismo, arrancó también de cuajo todo lo que no fuera imprescindible, y con ello, un poco de aquello que da gracia a la vida. En mi humilde opinión, el gran pecado de las izquierdas del pasado siglo, que muchas veces no entendieron que lo hermoso, lo atractivo, el juego, no puede ser nunca más patrimonio exclusivo de la derecha.

Debates a contratiempo que se han traslado a todos los continentes. Con revoluciones incipientes que sueñan hoy un mundo diferente, desde aquí en la vieja y anquilosada Europa, entre el «Sí se puede» de los desahuciados españoles, y el «somos el 99%» de los que no votaron a Trump hace pocos días.

Y en esas andábamos cuando murió Fidel… Cuando el cambio en Cuba lleva en marcha unos cuantos años, a la espera del final del criminal bloqueo que pesa todavía sobre la isla. Aunque si algo ha dejado el Comandante detrás suyo es, sin duda, un pueblo preparado como pocos, digno, inteligente. Y muy capaz de enfrentar los retos que le depara el futuro (que no son pocos), ahora que el siglo XX ha decidido morirse, en La Habana y en noviembre.

No formulemos entonces mal las preguntas y nos lancemos a por conclusiones con voracidad precipitada. Porque es fácil hacerlo, porque estos días todos miramos el televisor y para mal o para bien vemos al Fidel luchador como ninguno, al que fumaba puros, al que se lanzó a Sierra Maestra fusil en mano, y al que dio el discurso más largo de la historia de las Naciones Unidas, al que estrechó la mano a amigos y enemigos, al que dejó frases lapidarias.

Así nos preguntamos si «la historia lo absolverá», como él mismo aseguró. Aunque sabemos sin titubeos que la historia la escriben siempre los vencedores y que entonces la pregunta no tiene mucho sentido. Y nos olvidamos de lo que verdaderamente importa. Cómo lo recordarán los cubanos; y cómo lo recordamos las mujeres y los hombres de izquierdas de todo el mundo. Para qué sirvió su figura.

Una pregunta, quizá, demasiado ambiciosa, de la que por supuesto no tengo todas las respuestas. Aunque sí alguna certeza. Que aquel 8 de enero, la ilusión de mi familia se transformó para siempre en una llama que no se apagaría. En una valentía y un talento que son, al final, los verdaderos motores de los cambios sociales.

Una llama que alumbra también un camino en el que muchos queremos seguir. Eso sí, esperemos no tropezar tampoco en las piedras del pasado. Pues si de algo sirven la historia y los personajes que sobrepasan al tiempo es para eso, para aprender y seguir caminando.

De momento, muchos a los que quiero ya lo hicieron, y eso me llena de orgullo.Yo estoy en ello ¡Gracias por eso Fidel!

Elena Martínez es periodista

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