Recuerdo perfectamente qué hacía ese 11 de septiembre de 2001 cuando se desmoronaron las torres gemelas: estaba merendando en el recreo del colegio antes de entrar a una clase que nunca empezó porque los profesores, asustados e intensamente impresionados, dejaron salir temprano sus pupilos para entregarse frenéticos a una actividad en la que continúan; la […]
Recuerdo perfectamente qué hacía ese 11 de septiembre de 2001 cuando se desmoronaron las torres gemelas: estaba merendando en el recreo del colegio antes de entrar a una clase que nunca empezó porque los profesores, asustados e intensamente impresionados, dejaron salir temprano sus pupilos para entregarse frenéticos a una actividad en la que continúan; la visión atemorizada de las noticias y los telediarios, expectantes del desenlace de aquello que parecía el fin del mundo.
Lo que no recuerdo de ningún modo es que haya habido eventos que por sí solos o en sí mismos hayan cambiado y trastocado el curso de la historia. Ni siquiera los más brutales como el desafortunado tropiezo de Colón con sus Indias o la bomba atómica. Los sucesos políticos, los hechos magnos y asombrosos se revelaban como la continuidad de acontecimientos menores, como la sucesión de largas cadenas, de procesos que casi siempre o siempre tienen un contenido complejo y recóndito, enlazado meticulosamente entre las tendencias del devenir humano: contradicciones económicas, cambios biológicos o naturales acumulados durante siglos, fuerzas sociales que sólo se dejan entrever con el caleidoscopio de la vida diaria, tan sorprendente, tan inasible e indefinida.
Los Yankees pretenden obligarnos a creer con la insolencia de sus misiles y portaaviones que ese día, de la nada y de la noche a la mañana, cambió el mundo sin remedio. Todo debido a la perfidia y la maldad de un reducido grupo de fanáticos, acomplejados y resentidos, unos bárbaros que se atrevieron a desafiar el atavismo salvaje más peligroso en los tiempos actuales: el orgullo nacionalista del imperialismo americano y de millones de estúpidos ciudadanos adocenados que lo secundaron de buena gana.
No vale la pena mencionar de nuevo la voluminosa masa de inconsistencias en la versión oficial y aceptada juiciosamente por la prensa de nuestros países: todo indica, una década después, que hubo un montaje gigantesco y monstruoso en aquellos atentados con intereses oscuros. Tampoco vale la pena insistir en las repercusiones ya conocidas que implican el enorme retroceso que ha sufrido la paz mundial y los Derechos Humanos desde entonces, la inestabilidad y zozobra geopolítica que se desencadenó en el planeta y el aumento desaforado de la ya desaforada industria militar norteamericana.
La contra-versión más difundida entre todos los críticos del imperio consiste en afirmar que, tratándose indistintamente de un autogolpe o de un atentado real, el suceso permitió a las criminales clases dominantes del país del norte consolidar su poder y efectuar una rapiña que aun no termina contra las reservas petroleras del planeta. El primer eslabón de esa cadena fue Afganistán (no habían pasado ocho horas del atentado cuando la CNN anunció a Ben Laden apoyado por el régimen afgano como el posible autor), pasando por Irak que nada tenía que ver con Ben Laden, continuas agresiones a Irán y ahora Libia donde Al-Qaeda está siendo armada y apoyada por la OTAN en la guerra contra Gadafi. Pero aquello aunque es cierto supone o por lo menos deja abierta la posibilidad de que ese día, ese once de septiembre del año dos mil uno, el mundo cambió. Y esto resulta ser, como la fantasiosa muerte de Ben Laden o las armas de destrucción masiva de Saddam Hussein que nunca aparecieron, una asquerosa mentira. Quizá la más grande de todas, la más maloliente y despreciable.
Otros sucesos similares en el pasado de la humanidad, que presuponen igualmente tiempos turbios y calamidades históricas se asemejan en circunstancias al desplome de la torres gemelas. El incendio de Roma ordenado por Nerón que luego desembocó en terribles persecuciones de cristianos marcando la decadencia del imperio más grande de su tiempo. El ataque del Reichstag que ardió en llamas, cometido por los propios Nazis en el poder, quienes verían luego un ascenso meteórico y enfrascarían el mundo en la peor guerra del siglo XX. Siempre hubo debajo profundas grietas sociales, movimientos de fuerzas incontenibles que encontraron en el hecho político, en la consagración material -planeada o no- de la catástrofe, la explicación absoluta de un fenómeno que ya era imparable o incluso estaba consumado en sus alcances.
El mundo cambió para siempre cuando el petróleo dejó de cotizarse en la bolsa en un tope de 20 dólares y empezó a subir exponencialmente para nunca más bajar, pero eso fue décadas antes del 11-S. El mundo cambió para siempre cuando cayó el muro de Berlín y el capital se lanzó igual que un carroñero a rondar el globo acumulando todo lo acumulable, edificando pacientemente los cimientos de la peor crisis de su historia, otra vez una crisis de sobreproducción. El mundo cambió para siempre cuando el insostenible estado Keynesiano del Bienestar Social se vino abajo por su propio peso y el sistema re-editó en tiempos de computadoras, vuelos transoceánicos y viajes al espacio, un capitalismo calcado de las novelas de Dickens y Zolá, está vez con consecuencias siquiera previstas ante su eventual colapso. El mundo cambió cuando el ejecutivo Norteamericano empezó a prestar para pagar deudas («¡es la economía estúpidos, es la economía!») y a prestar más para pagar intereses de lo que ya no alcanzaba a pagar y a prestar otra vez para pagar intereses sobre los intereses y así hasta el absurdo en una economía de la irrealidad y la especulación donde la riqueza, el Estado y los mercados son tan presentes pero tan intangibles como la Santísima Trinidad o los fantasmas Kafkianos.
El mundo cambió hace ya mucho, tan rápido, tan alucinante, tan voraz y avasallador, que ha faltado un epílogo como el 11 de septiembre para que nos demos cuenta. Si el gobierno norteamericano llegó al extremo de recurrir a una mentira inocultable, atroz, que costó la muerte de varios miles de sus ciudadanos, la destrucción premeditada del corazón emblemático de su imperio y el inicio de unas salvajes guerras perdidas, es porque estaba en una situación sin salida. Medidas desesperadas como esa son las que hacen los náufragos agobiados por el hambre al devorar a sus propios compañeros, o los escorpiones que se clavan en el lomo el aguijón envenenado cuando se saben perdidos.
Semejante suicidio Hollywoodesco y criminal sólo es posible en una sociedad esquizofrénica, enferma, que ve únicamente lo que quiere ver y para la cual tienen más valor los Iphone última generación que todas las últimas generaciones de somalíes.
Recuerdo también en la televisión los rostros de los niños afganos y de las madres Iraquíes, que leyeron entre líneas en las declaraciones de la CNN una amenaza cumplida, un obituario precoz a su vida plagada de penas y miseria, pero digna. Aquello era el colapso de una civilización que se hundía en vivo y en directo con un universo de canalladas e infamias a sus espaldas, mientras nosotros, humildes mortales, contemplábamos lo imposible con una mezcla ambigua de terror y esperanza que todavía persiste.
Fuente: http://iniciativadebate.wordpress.com/2011/09/11/%C2%BFy-ese-dia-cambio-el-mundo/