Le digo que es porque he visto las Olimpiadas o los Mundiales de Fútbol por televisión, pero mi amigo gringo no se traga que pueda identificar al país, algunas veces, por la bandera. Se supone que yo no deba saber muchas cosas o que, si las conozco será, entonces, porque mis capacidades sobrepasan la media. […]
Le digo que es porque he visto las Olimpiadas o los Mundiales de Fútbol por televisión, pero mi amigo gringo no se traga que pueda identificar al país, algunas veces, por la bandera. Se supone que yo no deba saber muchas cosas o que, si las conozco será, entonces, porque mis capacidades sobrepasan la media. Él, que llena el crucigrama, me pregunta sobre un lago de aguas saladas en el Asia Central, de un emperador romano, de la primera brasileña que triunfó en Hollywood, del pintor que dibujó la paloma de la paz para el cual hay siete espacios en blanco en espera de ser cubiertos. Y yo me voy sintiendo como un conejillo de indias porque me doy cuenta de que lo que quiere en verdad es probarme. Para mi amigo gringo se convierte en una fiesta ver hasta dónde llego, y me provoca, trata de cogerme en falta, somete a prueba mi memoria sin concebir que yo -que no soy yo sino alguien que llega desde Cuba- se las arregle la mayor parte de las veces para sorprenderlo con datos que, de ninguna manera, tienen por qué estar ahí.
Él cuenta con la disposición y, como en algún momento vivió en Venezuela y México, le queda el deseo de escudriñar. Oye a Omara Portuondo, y a Osdalgia y cuando Pablo Milanés abre la boca para desgranar su garganta prodigiosa se pregunta quién es el hombre con la voz tan dulce, aunque no entienda todo lo que dice. Y averigua sobre Fidel; si es cierto lo que dicen de los médicos; cuán de pequeña es esa rana que, según rumores, es la más diminuta que se ha encontrado en el mundo; por qué Shangó y Yemayá; cómo hacen, con lo poco que reciben de sueldo, la gente en mi tierra para subsistir. Queda en un terreno dudoso y sueña, como otros, con poder visitar un día para comprobar hasta dónde es real y hasta dónde fábula. Mientras, me acribilla. Asombrado de que sepa quien es ABBA y Queen y Aretha Franklin y Marita Koch o Nadia Comanecci. Claro que no es posible, para alguien que vivió allí, guardar tanta información que tampoco se explica por qué lado vino. Hay cierto respeto en mi amigo; cierto orgullo. Y cuando le aburre la película francesa -por lenta y silenciosa- me mira con perplejidad porque detecta que la disfruto lo mismo que él disfruta otra, pero con más violines. Sin proponérmelo rompo con sus expectativas y, a la sazón, concluye que se trata de un caso aislado, una individualidad como las tiene cualquier sitio; tocada por dones, distinta, sui generis, superdotada o sabe Dios qué en su imaginación escasa de referentes, que me pone por la estratosfera que no merezco.
Porque lo que no sospecha él es que mi memoria es pésima, que en algunos asuntos me aligero hasta lo impredecible, que no soy, ciertamente, erudito en nada, leo por rachas y, como al más pinto, me aburre toda esa parafernalia intelectual de reuniones y tertulias cuando no hay nada detrás que me revuelva la sangre o me haga cosquillitas; que me canso con más frecuencia de lo que me gustaría. Si conociera a unos que me sé… Pero no puede y, de tal suerte, se queda en ascuas y se confunde. Él, que aparte del crucigrama, adora las comidas, no es un hombre de negocios ni propietario de cosa alguna. Se revienta igual que todos trabajando las horas que haga falta y también le dicen hasta aquí y deambula buscando otros parajes y se las ve negras cuando le suben el costo del alquiler o suelta malas palabras si es que no existe la lógica. Creció con sus leyes, su versión de la libertad; escuchando, desde que tuvo uso de razón, que lo más importante en esta vida era acumular dinero porque es lo único que puede estabilizar y dar sentido a la existencia. Sin que nadie le hablara, quizá, de vocaciones y muy poco de esos lugares que hay por África de los que ahora confunde el nombre porque importa un comino. Aunque tuvo una abuelita que le hacía dulces y una madre que lo llevó a la escuela y la ilusión del campo y los caballos y la primera novia y un mínimo recuerdo por el parque de su pueblo donde se escondió para hacer cosas que, sospechaba, no iban a ser bien vistas. En cuanto a remembranzas, entre mi amigo y yo no es mucha la diferencia.
Pero no lo comprende. No entra en el todo incluido que le vendieron. Si acaso se enteró de esa isla fue porque en ella surgió algo muy peligroso llamado comunismo y, algún día, una Crisis de Octubre que mantuvo a la humanidad en vilo, y porque allí tenía una casa Hemingway y se fabrican unos tabacos famosos y tiene que haber un sol riquísimo casi el año completo porque por algo queda al sur. Después el Mariel, más tarde Elián. Un ajetreo siempre distinto, entre un grupo de gente belicosa que ni le va ni le viene. Antes de que Miami apareciera en su itinerario, en la cabeza de mi amigo, Cuba registraba como eso: nada. Podía, incluso, desaparecer, alargarse, cambiar de posición, mudarse más al este, ponerse otro apellido, ser blanca, negra, china, lapona o lo que le diera la gana. Total. Tampoco se trataba de Inglaterra o Suiza. Estuviera o no, los bancos iban a seguir funcionando, el mercado lo mismo con el alimento, las ropas a disposición igual, los hoteles, las oficinas, los automóviles, el restaurante, el club, las estaciones de radio y los canales de televisión, el aeropuerto y los barcos; el agua caliente saliendo a borbotones, en su fregadero, para lavar los platos. Poseyéndolo todo, como bien se encargaron de enseñarle, para mi amigo lo demás sobraba. Lo que sucede es que no le quedó más remedio que viniendo a esta zona como vino algo se le pegó. Y estuvo un tin más cerca, pero todavía ajeno.
De lo demás saca sus propias conclusiones y enlaza en su pensamiento el tramo de una laguna a otra, con los puentes que construye para que más o menos haya un orden en medio de lo que no comprende bien, pero que tampoco lo desvela. En el fondo, como ya sabía, sí son estos latinos gritones, no hay nada de cómico en sus cómicos, les rodea un infantilismo que parece ser nato, arman el show con lo que a los americanos les dio risa hace veinte años, son demasiado empalagosos y, mala pata, siguen viendo a «los nativos» como el nuevo Dios ante el que cambian su gesto. Para ser sinceros, la realidad no ayuda mucho a que se modifiquen los pareceres de mi amigo. Sin embargo, algo debemos tener y, por aquello de que tal vez, deja una puerta abierta que no es muy ancha. Con lo demás mi amigo se las ingenia; conmigo, se «trastoca». Soy una manzana de la discordia en su credo. La hendijita por donde se desbaratan los conceptos y toma forma la idea de que a los humanos son más las cosas que nos unen que las que nos separan; que no es en vano el hueco que quedó reservado. Abre los ojos a menudo y me escucha, entre otras, la historia de aquel novio de mi amiga al que apodaron Berliotz por el parecido de su nariz con la del actor que lo interpretaba en la serie. La historia es lo de menos porque lo que lo maravilla y sorprende es que sepa quién es el músico. Resulta que no puedo tener una noción de Mozart, o Bethoven, o Van Gogh, o Monet o del mismísimo Andy Warhol. Que exista en mi cerebro un ínfimo conocimiento sobre átomos y moléculas, símbolos químicos, la etimología de una frase, el Vizconde de Bragelon, los avatares de Cossette y Jean Valjean en Los Miserables o la Segunda Guerra Mundial. Yo, que debo figurar de tonto, ignorante, estúpido, listo a recibir lecciones, con más por aprender que por agregar cuando ya todo está inventado por quienes deciden. Que soy lo que le dibujaron: indigencia. Mi amigo se ríe cuando digo «es Nepal», y suelta un «coño» porque le gusta el sonido de la palabra. A mil kilómetros de la culpa. Confundido en lo mucho que se pierde por los malabares de las circunstancias y lo caprichosa que suele prodigarse la vida, el pedazo que, por desgracia, nos toca.
Yo, que pertenezco a esa otra parte de la geografía, ancha, descomunal, confusa, cargo ante los ojos de mi amigo -y de tantos como él- con la doble cruz de la estigmatización. Me presento, de antemano, marcado. Llevo sobre mí la gracia de la novicia y, en mi formación, el peso del enclaustro. Para el libreto que se escribe soy el extra a quien no se le permite un bocadillo porque, primero, hay que enseñarle a hablar, a comportarse, descubrir, mirar desde otro punto, diferenciar la naturaleza de los caminos; genuino producto de la cápsula, tal cual se entiende, a quien corresponde el papel de miope. La barrera que se encargan de poner entre él y yo para que, en estos momentos, se quede con la boca abierta solo porque respondo lo que cualquiera con un bagaje superficial también podría. El resultado de la mentira. Mi amigo, a quien han hecho un daño enorme, de nuevo se equivoca llamándome creativo, ingenioso, diestro, cuando simplemente le reciproco con lo que aún se conserva en mi mente no sé ni cómo. De dónde salió este intruso -supongo que en algún instante se cuestione- al que tan fácil se le hace discernir entre lo frugal y lo duradero; que no corre desaforado, como el sentido común indica, tras el anuncio, ni se deja engañar por lo que más o menos se le presente bonito. ¿No se bañaba con una latica, como me contó? ¿No están descascaradas las paredes de su casa? ¿No tuvo que depender de lo que le tocaba, según esa cartilla de abastecimiento que dicen? ¿No pasó hambre? ¿No sufrió apagones? ¿No sucumbía entre la miseria que obliga a tirarse al mar en cuatro tablas, tan peligroso como es? ¿Por dónde anda su pasado triste? ¿Cómo puede soltarme a la cara tantas cosas, y con fundamento, si nunca se enteró?
Mi amigo, con sus puentes, se las arregla como puede. Abandona o sigue con interés el asunto hasta que le parezca. Le llueven las noticias y, aunque no quiera, siempre se descubre imbuido en historias de espías y denuncias, y balseros y jineteras y escándalos y, por supuesto, la exclusiva de última hora. Embarrado en el chocolate que le empuja a creer que todos somos simples, idotas, faltos de seso, ligeros; la chatarra que se le presenta como la única versión del relato. Pero prefiere mi fiesta. Asombrado de que sepa quien es ABBA, Queen, Aretha Franklin, Marita Koch, Nadia Comanecci o Berliotz; que disfrute la película francesa que a él le aburre; que diga «es Nepal», «Mauritania», «Islas Seychelles» o «Belice». Piedra en su zapato como soy. Hijo de la distorsión como ha sido. A mansalva de los titulares, mi amigo y yo, que pretendemos ponernos al día y, no sin esfuerzo, cotejar las desventajas y reordenar el desajuste en la libertad individual que cada uno todavía posee para desbaratar las tesis y conseguir sus propios argumentos. La razón que va poniendo cada cosa en su sitio.
No se traga que pueda, algunas veces, identificar al país por la bandera; más, en esa brecha que se abre, casual, ordinaria, cuando no quepo del todo en la caricatura que le regalan, se esboza la confianza, la probabilidad. Comienza, mal que le pese a unos cuantos, la historia.