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Y se hará la luz

Fuentes: Rebelión

Atinaba una vez más Carlos Marx al proclamar la opacidad del capitalismo. Esencias y apariencias se embrollan en este tanto -en buena medida intencionalmente- que, a diferencia de otras formaciones socioeconómicas, donde la coerción política, la explotación, son más desembozadas, aquí la realidad -su recto reflejo, su comprensión cabal- se torna a menudo asaz escurridiza […]

Atinaba una vez más Carlos Marx al proclamar la opacidad del capitalismo. Esencias y apariencias se embrollan en este tanto -en buena medida intencionalmente- que, a diferencia de otras formaciones socioeconómicas, donde la coerción política, la explotación, son más desembozadas, aquí la realidad -su recto reflejo, su comprensión cabal- se torna a menudo asaz escurridiza para muchos.

No en balde, como subraya un artículo de Nicholas Kristof aparecido hace unos meses en The New York Times con el grito de «¡No somos el no. 1. No somos el no. 1!» en calidad de sugestivo título, «En Estados Unidos, crecemos celebrándonos como la nación más poderosa del mundo, la nación más rica del mundo, la nación más libre y más favorecida del mundo», a pesar de que «técnicamente los noruegos son más ricos per cápita, y puede que los japoneses vivan más tiempo». Ah, pero el orbe en pleno «ve la NBA, se derrite en Katy Perry, usa iPhones para postear en Facebook, tiembla ante nuestros portaviones y culpa de todo a la CIA». Entonces, paradójicamente, sí «¡Somos el No. 1!»

¿Cómo entender esto? Tal vez mirando el objeto con un enfoque cultural, desde la dimensión de un mito, de un estereotipo enraizado en el imaginario popular por quienes, a no dudarlo, pasan de maestros en la configuración de subjetividades tendenciosas.

Ya que si los Estados Unidos de América mantienen aún una posición de privilegio en cuanto a volumen de su economía (se afirma que la segunda, tras la emergente China), en los últimos tiempos la clasificación del nivel de vida en 132 países coloca a la Unión en el lugar 16. Conforme a la mencionada fuente, ese relativamente pobre rendimiento se debe a que las fuerzas económicas y militares -sobre todo las castrenses resultan proverbiales- no se traducen en bienestar para el ciudadano promedio.

A modo de reafirmación, apuntemos que, mientras en el Índice de Progreso Social EE.UU. «sobresale en acceso a la educación avanzada», ocupa el sitio «70 en salud, el 60 en sostenibilidad ecosistémica, el 39 en educación básica, el 34 en acceso al agua y salubridad, y el 31 en seguridad personal. Incluso en acceso a telefonía móvil e Internet Estados Unidos se encuentra en un decepcionante puesto 23, en parte porque uno de cada cinco norteamericanos carece de acceso a Internet».

En agudo texto aparecido en la digital Rebelión, Miguel Manzanera Salavert nos ayuda a entender las circunstancias aludidas: «…el orden político del capitalismo se sostiene sobre la base de la mentira programada, de modo que se produce una debilitación del concepto de verdad. La realidad se convierte también en una ficción, como la ficción se hace realidad, según un famoso dicho de Goebbels -ministro de propaganda del régimen nazi-, según el cual ‘una mentira repetida miles de veces se convierte en verdad’. La novela posmoderna mezcla realidad y ficción en un todo ambiguo, que desintegra en los lectores el sentido para la verdad. Lo hace de manera tan radical que conduce al lector de novela posmoderna hacia la confusión mental.

«Esa situación puede representarse por aquella alumna de bachillerato, inteligente y culta, que un día me preguntaba angustiada en clase: ‘¿cómo podemos saber cuál es verdad?’ El posmodernismo es una forma cultural [que] busca desorientar al público y confundir a los ciudadanos, de manera que estos se encuentren impedidos de encontrar la verdad, viéndose impulsados a abrazar el sucedáneo de realidad que les propone el poder político y sus medios de comunicación».

Claro que lo que referido al género literario se puede generalizar. Permítasenos un ejemplo. Guiada por el establishment, la gran prensa ha insistido en que la actual caída de los precios del crudo y la gasolina ayudará a los trabajadores y desempeñará un papel en la reactivación de la economía. Sin embargo, alerta Fred Goldstein en lahaine.org, en sí representa una universalizada desaceleración capitalista que amenazará (amenaza) a la anémica recuperación en los EE.UU. Porque para los avisados, aquellos que vislumbran en medio de la opacidad, y hasta de las sombras, particularmente los provistos de las armas teóricas aportadas por el genio de Tréveris, este descenso constituye un síntoma de sobreproducción.

«Han estado perforando profundamente y fracturando hidráulicamente, extrayendo gas natural y petróleo en todas partes, desde los campos de los agricultores hasta el océano Ártico derretido, con el fin de sacar provecho a los altos precios. Cuando el humo se disipó en los últimos meses, el mundo estaba inundado de gas y petróleo, pero la economía capitalista mundial había comenzado una desaceleración».

Y se sabe que la «sobreproducción capitalista mundial […] puede conducir a una disminución de las ganancias, reducciones en la producción, una mayor disminución de los salarios y más despidos – y hasta una crisis económica total».

Como apuntábamos en otro lugar, siguiendo a nuestro autor, lo peor: «en el sistema capitalista global, una caída de los precios en condiciones de sobreproducción y bajos salarios señala una disminución de las ganancias. Y una disminución de las ganancias es un presagio de reducciones salariales, despidos y ataques a las/os trabajadores en general».

Por qué si no en el mismísimo Foro de Davos -magna cita de la plutocracia- han surgido voces que llaman a «reescribir las reglas» para corregir las «vertiginosas desigualdades». ¿Cuáles? De acuerdo con plausibles estudios internacionales, «la parte del patrimonio mundial en manos del uno por ciento de los más ricos pasó del 44 por ciento en 2009 al 48 por ciento en 2014 y superará el 50 por ciento en 2016. Esto es, 72 millones de personas tendrán más patrimonio que casi siete mil 200 millones juntas».

Ante este panorama, ¿podrá eternizarse esa (in)cultura posmoderna inducida en la que, al decir de Manzanera Salavert, se difuminan las huellas de lo político y lo social, las tensiones sociales son desplazadas por las fantasías de cada quién; las contradicciones del sistema, sustituidas por los conflictos interiores? ¿Se prolongará ad infinitum la conversión del individuo en objeto de fuerzas ajenas que toma como motivaciones propias, al carecer de referencias para contrastar su experiencia?

¿Podrán unos cuantos incautos danzarines al son del canto de sirenas en los Estados Unidos de América -verbigracia- celebrarse por mucho tiempo como la nación más próspera, la más favorecida, a pesar -reiteremos- de que «técnicamente los noruegos son más ricos per cápita y puede que los japoneses vivan más tiempo»? ¿Los más entre los terrícolas se perpetuarán embobecidos con la NBA, y «derretidos» con Katy Perry, adosados como lapas a sus iPhones para postear en Facebook? ¿Hasta cuándo la humanidad temblará ante los portaviones gringos y tendrá el buen tino de culpar de todo, o casi todo, a la CIA, «apartados» en que, sin discusión alguna, el Tío Sam sí porta el estandarte?

Tal vez esté llegando el momento en que la constatada opacidad, ese calidoscópico entresijo de esencias y apariencias que se confunden, haciendo escurridizo el reflejo cabal de la realidad, esté cediendo paso a una claridad como de día estival en el trópico. Marx saltaría de gozo.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.