En Ecuador, hasta los gatos callejeros conocían desde hace mucho los resultados de la consulta popular y, más o menos, con los resultados porcentuales. Por eso, nadie se sorprendió y las explicaciones a posteriori que los politólogos han dado son un poco jaladas de los cabellos, por eso la gente votó y se fue a […]
En Ecuador, hasta los gatos callejeros conocían desde hace mucho los resultados de la consulta popular y, más o menos, con los resultados porcentuales. Por eso, nadie se sorprendió y las explicaciones a posteriori que los politólogos han dado son un poco jaladas de los cabellos, por eso la gente votó y se fue a esperar que su presunción se confirmara, por eso cada cual, a su manera, se siente triunfador en esta elección.
Ecuador podría ser definido, en broma, como un país donde nunca pasa nada. No es que por acá no se muevan las frutas, lo que pasa es que se mueven, pero con calma. Cuando éramos niños, en las escuelas se enseñaba que al día siguiente de la Batalla del Pichincha, que selló la independencia del país, cuando una multitud vivaba el fin del gobierno despótico español, en las paredes de la ciudad de Quito se escribía: «Último día de despotismo y primero de lo mismo». No eran realistas lo que esto escribían sino ecuatorianos que traen de nacimiento la afamada «sal quiteña».
Este es un país donde cualquier ciudadano está enterado hasta el dedillo de lo que se teje entre telones, porque no falta el confidente informal que cuente con lujo de detalle cómo se dieron las cosas. Cuando el «tirano» García Moreno fue asesinado por Faustino Rayo, nuestro insigne escritor Juan Montalvo escribió: «Mi pluma lo mató», pese a que todos conocían y conocen que fue un lío de faldas. El mismo García Moreno, inteligente, estricto y honrado a carta cabal, es acusado de tirano pese a que durante los casi tres lustros que administró el país se ajustició a menos ciudadanos que los que cualquier dictadura del cono sur asesinó en un día y se desarrolló la educación, la ciencia y el conocimiento como en pocas ocasiones en América Latina. Y no es que en Ecuador no hubiera dictaduras y tiranías, lo que pasa es que nunca fueron tan tremebundas como en otros lares. Cuando un ecuatoriano escucha hablar de que en Colombia ha habido más de medio millón de víctimas como consecuencia de la guerra civil que asola a ese país, no lo puede concebir y llama a nuestras dictaduras dictablandas.
No se equivocan, el régimen ecuatoriano más represivo que acá se conoce fue el gobierno constitucional de Carlos Alberto Arroyo del Río, cuya mano dura no es justificada ni siquiera porque administró el país durante la Segunda Guerra Mundial. Todavía se recuerda la existencia de listas negras, de campos de concentración y sobre el control absoluto, todo impuesto a gusto y paladar de «nuestros aliados de EEUU», que los mantenían a diestra y siniestra contra sus propios ciudadanos, no se diga, contra los ajenos. Sin embargo, las víctimas mortales de este gobierno represivo pueden ser contadas con los dedos de la mano, lo mismo se puede decir de todas las dictaduras que Ecuador ha tenido, que han sido muchas a lo largo de su corta historia.
Arroyo del Río fue arrojado del poder por un movimiento popular encabezado por las Fuerzas Armadas y organizado por todos los partidos políticos del país, incluido el partido liberal al que pertenecía, y falleció mucho después en su ciudad natal, Guayaquil, como Dios manda, en su propio lecho, y sin necesidad de haberse exiliado, como hacen los tiranos. Luego de su derrocamiento se promulgó la Constitución de 1945, una de las más progresistas de esa época, y se recuperaron para la nación las bases norteamericanas de las Islas Galápagos y Salinas, algo que cerca de cien países del mundo quisieran hacer ahora mismo, sin saber cómo.
Cuando el héroe nacional, el Comandante Luis Vargas Torres, fue condenado a ser fusilado, el gobierno de entonces tenía más miedo de ejecutar la condena, que el valiente luchador liberal de enfrentar a sus verdugos. Tan fue así, que la noche anterior a su ejecución sus carceleros dejaron las puertas de la cárcel abiertas y sin ningún custodio para que pudiera escapar. Vargas Torres no se fugó porque sabía que era inocente y exigía ser indultado, no quería escapar como si fuera culpable de delito alguno. Todo ecuatoriano recuerda su valor al enfrentar la muerte.
A finales de la década de los sesenta, el país entero vivía con temor. En ese entonces, cada ecuatoriano conocía -porque en Ecuador se conoce todo, incluso el monto y las cantidades repartidas entre los desfalcadores, léase ladrones de los fondos públicos- que el Ministro de Defensa, sobrino del presidente José María Velasco Ibarra, preparaba un golpe de Estado de corte fascista. El temor era generalizado y bien justificado, porque hasta la cara del mentado personaje hacía temblar. Un buen día, tío y sobrino fueron a un acto oficial en el Colegio Militar Eloy Alfaro, donde estudian los futuros oficiales de las Fuerzas Armadas del Ecuador. De repente, la noticia se expandió como reguero de pólvora, el director del mentado colegio había capturado al presidente de la república y al ministro de defensa y los tenía presos mientras no renunciara a su cargo el aspirante a dictador. Poco después, el general que dirigió el operativo se dirigió al país y sostuvo que Ecuador es democrático por naturaleza propia y sus fuerzas armadas jamás permitirían la implantación de un régimen de corte fascista. Luego de que el ministro capturado presentara su renuncia, liberó a los dos detenidos y él mismo fue nombrado agregado militar en un país amigo; fin de la película con cero gotas de sangre derramada.
Este episodio no es único. Cuando el Presidente León de Febres Cordero, conocido por su mano dura y por ser un buen administrador, capturó por haberse insubordinado a su compadre, Frank Vargas Pasos, Comandante General de la Aviación nacional, el pueblo pidió su libertad, y el presidente, en sus treces, se negaba a concedérsela. Pero, un buen día asistió a un acto oficial en la base de Taura, allí fue capturado con todo su séquito; incluso, un comando de fuerzas especiales, que se hizo famoso con el mote de «Zambo Colorado», puso su arma en la nunca del presidente, la rastrilló y amenazó con apretar el gatillo si el mandatario no firmaba en ese momento el decreto de liberación de su comandante. Vargas Pasos quedó libre, aunque ese día sí se derramó algo de sangre.
El «tirano» Juan José Flores, valiente militar venezolano que fue el primer presidente del Ecuador y fundó al Partido Conservador Ecuatoriano, aunque no fuera ni tan tan tirano ni tan conservador como debió ser por la fama que le preside hasta ahora, después de ganar una batalla de la guerra civil su contra y de capturar a don Vicente Rocafuerte, ilustre y poderoso dirigente político de la oposición, lo visitó en la cárcel y, para evitar que se derramara inútilmente la sangre ecuatoriana, le ofreció la presidencia de la república. Don Vicente aceptó la propuesta y Juan José Flores fue su mano derecha durante uno de los mejores gobiernos que ha tenido el país.
Se ha recordado unos pocos, y digo muy pocos, episodios de la vida política nacional para que se vea que por lo menos en eso, de no derramar inútilmente sangre de inocentes, el mundo tiene mucho que aprender del Ecuador.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.