Ahora mismo se está escribiendo el guión de la próxima superproducción de éxito internacional y masivo de Hollywood, incluso no sería de extrañar que algún avisado editor ya hubiese encargado a un escritor famoso de best sellers una trama exuberante basada en el fatal siniestro del Airbus de la compañía Germanwings en los Alpes franceses […]
Ahora mismo se está escribiendo el guión de la próxima superproducción de éxito internacional y masivo de Hollywood, incluso no sería de extrañar que algún avisado editor ya hubiese encargado a un escritor famoso de best sellers una trama exuberante basada en el fatal siniestro del Airbus de la compañía Germanwings en los Alpes franceses procedente de Barcelona y estrellado, al parecer, por la voluntad depresiva de su copiloto, Andreas Lubitz.
No hay vestigios en la historia de unas cajas negras halladas con tanta premura ni de unas conclusiones tan rápidas y definitivas. El culpable es, sin duda pragmática o filosófica, Andreas, un joven alemán cercano a la treintena anónimo y anodino como la inmensa mayoría de los mortales. Eso sí, según su historial médico, padecía depresión como otras 350 millones de personas en el mundo. Y, además, tenía una exnovia, María W., que rompió relaciones sentimentales con él porque algo raro pero inefable advirtió en su conducta. Es más, Lubitz llegó a confesar ante ella que «todo el mundo sabrá mi nombre y lo recordará». ¿No estamos ante una idea y una sinopsis cinematográfica sumamente original y altamente morbosa y explosiva?
Casi todos los medios de comunicación se están apuntando al tremendismo más furibundo y amarillista siguiendo la estela de las emociones fáciles a flor de piel y el relato low cost e inmediato de los hechos sin un análisis previo y mesurado del aluvión de datos que se suceden a velocidad de vértigo desde el acontecimiento mismo que provocó la luctuosa noticia de alcance universal. Todo se ha ido reduciendo a puro sensacionalismo de enviado especial in situ, con regurgitar urgente y automático de nimios y fútiles ítems que nada aportan a la comprensión y estudio profundo del vuelo finalizado a mitad de camino del aeropuerto de Düsseldorf.
Ya tenemos un culpable: Andreas Lubitz. Un motor de la historia con dilema incluido: ser comandante de Lufthansa para pilotar vuelos de largo recorrido o salir del cruel anonimato de la masa a cualquier precio, vivo o muerto. Un desencadenante invisible: la depresión. Víctimas inocentes: los viajeros y sus compañeros de tripulación. Un amor que termina mal con María W., según el Bild Zeitung. Antagonistas burlados: los psiquiatras y neurólogos de Lufthansa. Ambiente y figuración: el dolor de los familiares y el impacto emocional sobre las gentes corrientes. Todo a punto: ¡acción!
Un individuo contra el mundo y contra sí mismo suele ser una trama doble (egoísmo irracional terrorista más psicologismo superficial de andar por casa) que engancha a la primera. Mientras Lubitz pasaba a la historia, unas 150 personas eran asesinadas en Kenia en un atentado brutal y la silenciosa guerra de Yemen se cobraba el tributo de más de 500 cadáveres, 74 niños y niñas.
Kenia y Yemen están muy lejos de las inquietudes empáticas de Occidente y su análisis exhaustivo implicaría conocer razones políticas, motivaciones ideológicas e intereses económicos de las elites transnacionales que es mucho mejor que permanezcan fuera del foco público. Resulta evidente que existen muertes prescindibles y otras que merecen todos los honores y honras fúnebres, al menos de cara a la galería mediática. Una «buena calamidad propia o autóctona (de los nuestros)» siempre alimenta la paz social durante un tiempo más o menos prolongado.
Más control y mayor incertidumbre
El siniestro del Airbus, por otra parte, permite lanzar a la palestra una consigna muy peligrosa y nociva para las libertades públicas, hay que controlar más al trabajador y la trabajadora, nunca se sabe a ciencia cierta qué puede bullir en su mente y si será capaz en algún instante de pensar por sí mismo tomando derroteros no previstos por la psicología o la psiquiatría convencionales.
Otra secuela no menos relevante de la catástrofe aérea es abonar una incertidumbre y riesgo añadidos a cualquier actividad cotidiana, introduciendo una desconfianza mutua y radical con el otro semejante: jamás podrá saberse totalmente qué estará pensando mi pareja, mi amistad íntima, mi compañero de trabajo o la vecina del quinto a. De la mano de Lubitz ha visto la luz una nueva tipología de monstruo posmoderno, el terrorista narcisista, aquel que por encima de toda moral o ética quiere «ser alguien superior por encima de la media en el mundo». Da igual vivirlo en persona como atisbarlo en la posteridad eterna. El caso es que «mi nombre» se transforme en una tendencia tópica viral o un rol dominante o significativo en boca de todos durante algún tiempo o bien pase a los anales de la historia.
¿De verdad es nuevo el terrorista narcisista en las sociedades posmodernas de la actualidad? Si miramos la publicidad más agresiva de las firmas punteras de la globalidad pujante, la vida gira alrededor de un yo omnipotente que todo lo quiere y debe conseguir ipso facto, comprar o hacer suyo en propiedad absoluta y exclusiva. El narcisismo, pues, es la religión o doctrina latente y consustancial al sistema capitalista. Con las prácticas neoliberales las barreras éticas han cedido terreno en el consumidor: ya no existen impedimentos morales ni buenas conductas a emular en sentido estricto. El icono máximo es el deportista de éxito intrascendente o el político más corrupto y venal o el artista de lo que sea montado en la vulgaridad repetitiva o el don nadie en busca de fama o notoriedad que vende sus vergüenzas como aval de su vacío existencial.
El «efecto Lubitz»
Aún no sabemos adonde nos llevará el «efecto Lubitz» ni podemos vislumbrar sus consecuencias en el devenir diario de las sociedades contemporáneas. El «efecto Werther» tras la publicación de la obra homónima de Goethe en el siglo XVIII se tradujo en una ola de suicidios entre la juventud europea, por prestigio o imitación, insospechada y de incidencia bastante acusada. Werther se convirtió en el símbolo del amor no correspondido, si bien tampoco sería aventurado señalar que ese presunto rechazo amoroso no fuera más que un rebote machista al no conquistar la «presa femenina» elegida por su caprichosa voluntad. Todo hace presumir que las frustraciones de Lubitz pudieran ser una respuesta visceral y extrema ante un mundo competitivo y sin alma en el que sus aspiraciones profesionales tenían que enfrentarse a obstáculos insalvables para realizarse plenamente. Quizá con que alguien le hubiera escuchado de verdad sus querencias depresivas se hubieran mitigado considerablemente.
Werther y Lubitz, aunque de distintas épocas, destapan de alguna manera el tarro de las esencias más bestiales de la idiosincrasia de sus respectivas sociedades. Tanto individualismo hace que el amor propio soslaye la vulnerabilidad particular de origen y crezca por encima de la colaboración mutua y de la cooperación social con el prójimo, familiar, vecino o conciudadano.
Andreas Lubitz ha sido una víctima de sí mismo y de su ambición desmedida por alcanzar la quimera de un yo incombustible admirado y adorado por su entorno personal. No es un caso aislado ni patológico sino un precipitado singular de un caldo de cultivo social, político e ideológico que propicia personalidades tan solipsistas y destructivas como Lubitz.
Si creemos inocentemente que Lubitz era una mera excepción malvada de la bondad universal, también lo serían Hitler, Franco, Mussolini o Pinochet y jamás comprenderíamos los procesos históricos ni sus orígenes ni sus secuelas de mayor calado. Las personas nos hacemos dentro de sistemas complejos que configuran nuestros deseos, tics, gestos, costumbres y hábitos culturales. Somos dentro de un conglomerado múltiple, desde el que nos abrimos al mundo con condicionantes muy poderosos que lastran nuestra libertad de elección y alteran nuestras percepciones morales o éticas.
Por supuesto, existe la responsabilidad personal, pero siempre sujeta a presiones ambientales y culturales muy fuertes, a veces invisibles a simple vista. El «efecto Lubitz» es un viejo fenómeno histórico de nuestras sociedades competitivas y egoístas que anida entre nosotros de forma tímida y escondida constituyendo un elemento más de nuestras actitudes normales y cotidianas. No suele hacer ruido ni despertar especiales sospechas de anomalía grave. De todos se espera que tengamos «sanas ambiciones», que superemos una dura oposición, que compremos ese automóvil que mejor se aviene con nuestro estatus, que lleguemos a la cima de nuestras potenciales posibilidades marcadas por el grupo o clase social en que nos movemos en el día a día o hemos nacido y vivido habitualmente. El mundo que habitamos excluye las frustraciones como síntoma de un mal oscuro y difuso que tiene su hábitat en la estructura ideológica de la cultura vigente.
Cuando una frustración contraviene el relato hacia el éxito o la cumbre, el yo entra en crisis y el tratamiento se vuelve inevitable. Hay que convertirse en enfermo mental, suicidarse o caer en el ostracismo de la huida a la marginación social. Lo que el sistema intenta eludir es la terapia común o social por vías políticas. Lo mejor es señalar como culpable al individuo concreto transformándolo en terrorista, asesino, delincuente, asocial contumaz, rebelde irreductible o enfermo mental. De este modo, la estructura hegemónica de dominación resiste los embates políticos de cambio y quedan indemnes o casi intactas las relaciones de poder.
La enfermedad mental, así a lo bruto, es un artefacto ideológico y un mecanismo de control político fundamental en los sistemas capitalistas en que hoy vivimos. Y la depresión, un factor-mito de envergadura colosal para clasificarnos como discapacitados mentales transitorios que requieren un diagnóstico médico urgente y merecen un tratamiento o procedimiento protocolizado para regresar a la normalidad productiva y rutinaria de la vida diaria.
Lo dejamos reflejado al principio: según la OMS se estiman en 350 millones de personas afectadas de trastornos depresivos y un millón los individuos que se suicidan para terminar con sus procesos de infelicidad, desesperación, tristeza o pesimismo que asolan sus existencias. Son más proclives a entrar en depresión las mujeres, el doble que los índices para la población masculina. Otra curiosidad estriba en que esta patología es más frecuente en los países ricos que en los pobres, dato que parece indicar que estamos ante un síndrome psiquiátrico o respuesta psicológica directamente relacionados con los estilos de vida exigentes y duros de las sociedades más opulentas. Y la mujer tiene que cumplir unos roles y estándares mucho más agobiantes que los hombres: siempre guapa según las normas que dicta la publicidad, siempre jóvenes para no perder el aura femenino de conveniencia y siempre cumpliendo en simultáneo con sus obligaciones profesionales y sus «deberes» tradicionales de cobertura doméstica y familiar irrenunciable a su condición inalterable de género supeditado al hombre.
La infelicidad genera beneficios astronómicos
Dos semanas de infelicidad sostenida y de apatía melancólica son suficientes para ser etiquetado oficial y médicamente por un facultativo como enfermo depresivo, aunque en el mundo se considera que el 50 por ciento de pacientes diagnosticados no recibe ningún tratamiento neurológico, psicológico o farmacológico, aunque en nuestro país, siguiendo los datos que hizo públicos la Agencia Española del Medicamento los antidepresivos registraron un espectacular incremento en sus ventas del 200 por ciento entre 2000 y 2013. Para no existir literal y científicamente un tratamiento específico para combatir con eficiencia la depresión no está nada mal los ingentes beneficios que percibe la industria farmacéutica por la infelicidad ajena de decenas de millones de personas atrapadas o ensimismadas en su cárcel existencial.
Dicen las estadísticas que en la UE se pierden 150 millones de horas de trabajo por causa de la depresión, pero como hemos visto lo que se va por un lado el lobby farmacéutico se lo lleva por otro a sus arcas privadas.
Muy probablemente Andreas Lubitz era un tipo corriente que pasaría sin pena ni gloria por cualquier evento social de fin de semana o fiesta de guardar. Lubitz quería cumplir sus sueños, como usted y yo, y al ver en el horizonte que sus deseos podrían ser desbaratados por factores e imprevistos no controlables por uno mismo, urdió en su cabeza una fantasía compensadora para equilibrar de algún modo sus frustraciones personales. A él no le bastó con canalizar o sublimar sus males oscuros a través del partido de Champions League de su equipo favorito, de ver películas porno en compañía de los amigotes de toda la vida o luciendo coche nuevo en sus círculos habituales. Aunque desde el Bild Zeitung se asegura que Lubitz había dejado encargados dos Audi días antes del estrellar el Airbus en los Alpes. Otro ingrediente más para especular en una película sobre su vida y crear un suspense especial en el argumento central.
El «toque Lubitsch»
El «efecto Lubitz» convive en nuestras proximidades. Se trata de un detonador onanista que jamás podrá saberse a pies juntillas si será activado en algún momento. Ese miedo al otro servirá para que el sistema nos vigile con mayor intensidad y para que todos nos controlemos entre sí como elemento disolvente de una colaboración mutua, sana y fructífera. Contra el «efecto Lubitz» no se nos ocurre mejor antídoto que «el toque Lubitsch»: ganas de vivir, compromiso moral y dosis raudales de fina ironía. Si el cineasta Ernst Lubitsch dirigiera hoy una hipotética película sobre Andreas Lubitz a buen seguro que sacaría a flote toda la morralla mental e ideológica que subyace en el mundo actual. Pero Lubitsch ya no está con nosotros desde hace mucho tiempo en este universo humano de locos que no lo son y de cuerdos extravagantes metidos a prestigiosas labores militares, de policía, de cura, imán o rabino o de presidentes de gobierno. A veces la vida asesina de golpe y porrazo y otras poco a poco, en diferido como diría la señora Cospedal. Y estas últimas nunca se notan lo suficiente para exigir responsabilidades penales a sus autores intelectuales, que casi siempre permanecen en la sombra de la impunidad eterna.
El ser humano sigue siendo una incógnita en sus fueros más íntimos. Y lo seguirá siendo. Pero las responsabilidades ideológica, cultural social, empresarial y política suelen ponerse a resguardo en nombre de la libertad formal preconizada por el capitalismo. Tal vez Lubitz dejara caer adrede el Airbus en los Alpes, no obstante su «libertad individual» se ha ido haciendo en un contexto histórico determinado. Sin ese contexto, todo es pura espontaneidad y casualidad sin objeto. Eso es lo que quieren que no se investigue y zanjar ya el asunto las autoridades políticas, los jerarcas empresariales y los gurús de la globalidad triunfante. Con un culpable en la mochila mediática es más que suficiente. Y a volar que la vida son dos días. En low cost, mejor que mejor.
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