La magia es un modo de intervenir en el curso natural de los acontecimientos para hacer que concuerde con nuestra voluntad. Sin embargo, a diferencia de la técnica, no lo hace por medio de poderes naturales (potencias materiales mecánicas, químicas, atómicas, etc.), sino a través de poderes sobrenaturales. Lo que distingue a unos y otros […]
La magia es un modo de intervenir en el curso natural de los acontecimientos para hacer que concuerde con nuestra voluntad. Sin embargo, a diferencia de la técnica, no lo hace por medio de poderes naturales (potencias materiales mecánicas, químicas, atómicas, etc.), sino a través de poderes sobrenaturales. Lo que distingue a unos y otros es que los primeros sólo pueden canalizar ese curso, dirigirlo hacia un objetivo determinado como lo hace una palanca, una probeta o un acelerador de partículas, pero empujándolo siempre por la pendiente que lleva de las causas hacia los efectos, que permite a esos acontecimientos fluir de A a B y no al contrario, igual que el agua que siempre fluye de arriba hacia abajo, o que el calor que va siempre de los cuerpos calientes a los fríos. En cambio los segundos, los poderes sobrenaturales, pueden hacer lo que les dé la gana. Eso que hacen de forma completamente arbitraria son los milagros.
Normalmente solemos tener mucha familiaridad con los acontecimientos naturales y con los ingenios técnicos, y no dudamos de que pueden hacer todo lo que pueden hacer o de que podrían hacer todo lo que puede demostrarse que podrían hacer. No dudamos, por ejemplo, de que seríamos capaces de levantar la Tierra con un sólo brazo si contásemos con un punto de apoyo y con una palanca lo bastante larga. No dudamos de ello porque estamos acostumbrados a levantar grandes pesos mediante pequeños -pero bien canalizados- esfuerzos con ayuda de distintos artilugios técnicos, es decir: porque sabemos cómo podríamos hacerlo y podemos demostrar que somos capaces de hacerlo al menos en cierta medida, y porque entendemos que aquello otro sólo sería más de lo mismo. El know how -entendido de esa manera-, se ha convertido, en efecto, en la definición misma de la posibilidad teórica de algo.
En cambio, hoy en día solemos tener menos familiaridad con los poderes sobrenaturales. Es raro encontrar a personas que afirmen poseer este tipo de poderes, y cuando las encontramos suelen ser más bien remisas a demostrarlo aduciendo distintas razones más o menos inverosímiles. Pero incluso cuando asistimos a tales demostraciones -cuando vemos a alguien levitando, sacando conejos de chisteras vacías, haciendo que el agua fluya hacia atrás o que el calor vaya de los cuerpos fríos a los calientes- tendemos más bien a pensar que no se trata realmente de milagros, sino de trucos, es decir, de algún tipo de curso natural de acontecimientos o de canalización técnica de los mismos más o menos complicada u oculta pero que, una vez sacada a la luz, mostraría el carácter no sobrenatural de esos hechos. En efecto, eso es lo que suele pasar cuando conseguimos que el supuesto mago nos explique cómo logra hacer ese aparente milagro o cuando descubrimos que, en realidad, lo que hay detrás es una hábil prestidigitación, un cajón con doble fondo, o un juego de espejos.
Ahora bien, la cosa es más difícil cuando el hecho supuestamente sobrenatural coincide con el hecho aparentemente natural. Si yo afirmo que soy capaz de hacer fluir el agua de arriba hacia abajo, y que puedo hacer que el calor vaya de un cuerpo caliente a uno frío, probablemente podré dar numerosas pruebas de que tengo realmente este poder y será muy difícil, en cambio, el que alguien llegue a demostrar que eso no es obra de mi sola voluntad sino el resultado necesario de una ley de la naturaleza. En realidad los cuerpos pesados, por sí mismos, se elevarían en vez de caer, y el calor pasaría siempre de los cuerpos más fríos a los más calientes, pero si eso no ocurre es porque a mí me da la gana de que sea al revés. Nadie puede probar que no es así, ya que si, por ejemplo, me pidiesen que, para demostrar de forma más concluyente mi presunto poder sobre los elementos, dejase, efectivamente, al calor transmitirse en sentido contrario o a un cuerpo pesado elevarse en lugar de caer, yo podría decir que no me da la gana, que no pienso hacerlo ni aunque me crucifiquen, y de este modo mi omnipotencia seguiría siendo absolutamente irrefutable mientras yo quisiera. Nadie podrá probar nunca fácticamente que no hago algo porque no puedo y no porque no quiero, y del mismo modo, tampoco podrá probarse nunca, de hecho, que algo no sucede porque yo quiero, o que sucedería igual aunque yo no quisiera.
Quizás alguien podría sentirse tentado de considerar todo esto una imbecilidad mía, pero no cabe duda de que se trataría, en todo caso, de una imbecilidad con muchos milenios de pensamiento teológico y metafísico detrás. Cuando se afirma que todo lo que ocurre es acorde al designio o a la voluntad de cualesquiera poderes sobrenaturales, y que si esos poderes no hacen que ocurran otras cosas -que serían, quizás, más acordes con la nuestra- es por que no les da la gana, no se dice algo muy distinto de lo que yo digo, e incluso tanto más dudoso cuanto más difícil sea entrevistarse directamente con tales poderes para que sean ellos mismos quienes defiendan su capacidad de obrar esos milagros enteramente coincidentes con los sucesos naturales como yo defiendo la mía y estoy dispuesto a demostrársela a cualquiera que la ponga en duda. No me pidáis hijos queridos míos que transforme el agua en vino o que haga ver al ciego porque no me va a dar la gana -y esto no es porque yo sea caprichoso o porque tenga mala uva, sino por vuestro propio bien y para probar vuestra fe en lo sobrenatural-, pero si queréis y para daros una muestra de mis inmensos poderes, puedo dejar ciego a cualquier vidente y convertir todo el vino que me traigáis en agua destilada si lo ponéis en ese alambique de ahí. ¿Por qué os mofáis? Incrédulos, ateos, irreverentes. ¿Por qué ha de ser más milagrosa o menos una cosa que la otra si todas son, por igual, obra de mi solo arbitrio, si todo lo que ocurre, ocurre sólo porque a mí me ha dado la gana de que así sea?
Esto puede parecer una broma, pero no lo es. Es, de hecho, esencialmente, lo que cualquier persona suele pensar respecto de sí misma y de las relaciones que existen entre el curso natural de los acontecimientos y su propia voluntad. Cuando alguien levanta un pie, tiende a creer que es él mismo o que es ella misma quien lo ha hecho, que lo ha hecho voluntariamente, y no que un inexorable encadenamiento de sucesos naturales iniciados -como poco- con el Big Bang, deslizándose por la pendiente de la evolución de las especies y luego por la de la Historia Universal, ha llevado a ese pie a estar ahí, al final de esa pierna, esperando el momento de elevarse de esa manera yendo a estrellarse contra ese trasero. Sin embargo, no cabe duda de que aquello no se diferencia materialmente de lo que ocurre cuando ciertos impulsos eléctricos de raíz nerviosa provocan la contracción de un determinado músculo que, al estar conectado con ciertas articulaciones hacen al extremo de cierto miembro desplazarse y acumular cierta energía cinética que se transforma en presión al chocar con un cuerpo que permanece -relativamente- en reposo. A pesar de ello, seguimos afirmando que ese hecho -que sabemos perfectamente explicable por el mero encadenamiento de causas naturales- ha ocurrido porque hemos querido, que es obra nuestra, fruto de nuestra voluntad; y esto no sólo en lo que respecta a su modo de tener lugar -a su encauzamiento técnico-, sino en lo que respecta a su propio ser en términos absolutos, a su tener lugar en cuanto tal, puesto que afirmamos que podríamos no haberlo hecho y, por tanto, que lo hemos hecho a posta, que nuestra voluntad ha intervenido en el mismísimo curso de la naturaleza, que hemos hecho un milagro. Obviamente, cuando hacemos esto no nos creemos omnipotentes, pero sí que nos consideramos libres.
Por supuesto, cualquier físico, biólogo, sociólogo o economista, puede venir luego a explicarnos lo equivocados que estamos, haciéndonos ver cómo cuando creemos obrar libremente no hacemos, en realidad, sino deslizarnos por esa pendiente de la naturaleza, de la tradición cultural o de la Historia Universal, sea consciente o inconscientemente y, todo lo más, con mayor o menor pataleo. Y este tipo de explicaciones resultan, en efecto, mucho más razonables teóricamente que aquellas que remiten a unos poderes sobrenaturales tan casposos como esos que creemos poseer: esa capacidad de hacer voluntariamente cosas que coinciden con los acontecimientos naturales. Pero de lo que no cabe duda es de que -como ocurría con mi propia e irrefutable omnipotencia- tampoco se ve muy bien cómo podría demostrarse que carecemos de esa capacidad, es decir, cómo podría alguien demostrarme que yo no podría no haber levantado el pie del suelo si lo he hecho, que no podría no haberlo hecho por más que hubiese preferido no hacerlo. Parece muy difícil el demostrar fácticamente -por razonable que ello pueda llegar a parecernos- que es todo obra de un desdichado clinamen, de una irrefrenable necesidad, de una lamentable coincidencia histórica o de un gen que hace a los varones ser agresivos y capullos, y que esa conciencia que yo tengo de haber hecho algo voluntariamente no es más que una falsa conciencia, una arcaica herencia judeo-cristiana, el efecto de una instancia subconsciente que no quiere más que atormentarme, un espejismo ideológico que tiene lugar debido a que me tomo demasiado en serio a mí mismo o a mí misma y demasiado poco a lo que dicen los científicos que, evidentemente, saben mucho mejor que yo lo que yo soy: una más de esas cabezas trastornadas por el idealismo.
Pero lo que a veces parece que se olvida cuando se habla de estas cuestiones es, hasta qué punto, la noción misma de ciudadanía -que es la que aún se encuentra a la base de nuestros ordenamientos jurídicos y nuestros sistemas políticos-, está construida sobre una base metafísica, apoyada sobre un fundamento ideal. Un ciudadano es un ser ideal al que se atribuyen ciertos poderes positivamente indemostrables, unos poderes sobrenaturales de carácter milagroso: la capacidad de intervenir arbitrariamente en el curso de la naturaleza decretando qué ha de ocurrir y qué no. Se trata de unos poderes cuya posesión, si bien es imposible de refutar racionalmente, es igualmente imposible de demostrar científicamente y que, por lo tanto, han de serle atribuidos a ese ser con total arbitrariedad por nuestra parte. Son un fruto de nuestra imaginación, una mera idea que nos hacemos respecto de lo que somos. Les atribuimos a los ciudadanos o a las ciudadanas esos superpoderes o nos los atribuimos nosotras y nosotros mismos porque nos da la gana, por nuestra propia voluntad -o por nuestra propia, digamos, «voluntad de voluntad», ya que sólo cuando nos consideramos libres atribuyéndonos esos poderes podemos decir que tenemos algo así como una voluntad propia y que no somos sólo una bola rodando por una pendiente-.
Ahora bien, ¿por qué, sin tener ninguna necesidad, nos echamos encima esa pesada carga? Probablemente no por ella misma sino por lo que ella hace posible, porque sólo esa idea hace posibles otras cosas que, sin ella, serían, simplemente, imposibles, como, por ejemplo, el Estado de Derecho.
En un Estado de Derecho la condición de ciudadano o ciudadana y la de agente libre se encuentran esencialmente -íntimamente- ligadas. Alguien libre es alguien a quien se considera responsable de sus propios actos, es decir, actor o agente respecto de aquellos hechos en los que puede probarse que se halla -digamos- «implicado». Se le atribuye, pues, la capacidad de realizar acciones: de iniciar series causales que se entiende que podría no haber iniciado y cuyas consecuencias se cree, por tanto, que le son imputables. Esa imputabilidad es, en efecto, la condición misma de posibilidad de la validez de las normas jurídicas. Pero la atribución de esa responsabilidad se asienta en la más pura e insuperable arbitrariedad. Por una parte, en los sistemas democráticos actuales esa responsabilidad se le asigna arbitrariamente a todo el mundo, a barullo y universalmente, sin ninguna base lógica, científica o material sólida, de un modo meramente formal. Se dice que todos y todas somos imputables desde los dieciséis o desde los dieciocho o desde los veintiún años -ni siquiera nos ponemos de acuerdo en esto-, y que lo somos, además, con independencia de nuestro sexo, raza, creencias o condiciones materiales de existencia. Pero, por otra parte, incluso cuando se trata de establecer la responsabilidad o la imputabilidad en cada caso nos encontramos con la misma arbitrariedad. Las pruebas materiales pueden demostrar que yo disparé el arma, pero no que lo hice voluntariamente. Esto último sólo me podrá ser atribuido por un juez, por un árbitro -arbitrariamente- y esa atribución nunca dejará de ser una arbitrariedad por más que quede establecida más allá de toda duda razonable. Por culpa de esa arbitrariedad yo puedo ser declarado culpable injustamente, pero gracias a ella puedo también ser declarado inocente y considerado un caso de defensa propia o la víctima de una enajenación mental transitoria por más que yo haya disparado materialmente el arma. Será en el juicio donde, únicamente, podrá llevarse a cabo esa atribución, y será siempre el juez o la jueza quien la lleve -arbitrariamente- a cabo sobre la base de la idea que se haya hecho de mí y de mis intenciones, idea que podremos considerar después más o menos razonable, pero nunca teóricamente irrefutable. Nunca será posible aplicar mecánica y maquinalmente las leyes sobre la base de las meras evidencias materiales, ni se podrá declarar a nadie científica y positivamente culpable, o al menos no en un Estado de Derecho.
Lo mismo ocurre con la ciudadanía. Quizás sería preferible encontrar criterios menos formales y arbitrarios para distribuir esa condición, pero el caso es que, hoy en día, sólo se priva de ella a quienes dan consistentes pruebas de incapacidad mental o de peligrosidad social -y aún entonces sólo limitándose su ejercicio parcialmente-. Antes se usaban otros criterios materialmente más fiables como el hecho de pertenecer a un determinado sexo, la circunstancia de proceder de una buena familia, o el disponer de ochocientos acres de terreno, diez mil libras de renta y un precioso château del siglo XVI. Actualmente se considera, en cambio, que el mero hecho de que alguien sea más o menos poderoso -capaz de no dejarse imponer violentamente la voluntad ajena- no tiene nada que ver con el hecho de que sea o no libre o de que sea o no imputable; que el plano de la potencia natural o técnica, del poder material, y el de la legitimidad formal o la validez legal son planos enteramente diferentes, puntos de vista enteramente distintos desde los que observar a las mismas realidades o de realidades completamente distintas, y que las únicas instancias autorizadas para hacerlos coincidir, y lograr que se cumpla materialmente lo que dice formalmente la ley, son las autoridades públicas.
Nadie dice que no sea razonable el que a la condición de ciudadano o ciudadana vaya asociada la disponibilidad de un determinado grado de poder material como aquél que tendríamos si fuésemos dueños y dueñas de nuestras condiciones materiales de existencia. Este poder haría más fácil evitar los abusos, nos proporcionaría una mayor sensación de seguridad física y nos hará, quizás, más fuertes, más felices, pero no más libres. La garantía de esa seguridad material por la vía de la redistribución de la riqueza es, de hecho, lo que constituye la esencia de las políticas socialistas y socialdemócratas y el núcleo del proyecto de un Estado del Bienestar, pero ese principio es el que inspira también a muchas constituciones de corte liberal o las lleva a reconocer -por las mismas razones- cosas como el derecho de todos los ciudadanos a poseer armas o a bombardear preventivamente países. En cualquier caso, el hecho de tener o no ese poder material, o el hecho de tenerlo en mayor o menor medida -por razonable o demencial que sea esa medida-, no quita ni pone nada a la condición -puramente racional- de ciudadano y ciudadana -que es ideal, formal, absoluta, y no tiene grados-, y esto por la misma razón por la que, hoy en día, nadie puede privarnos de esa condición por el hecho de que nos hayan sido expropiadas nuestras condiciones de existencia o de que vayamos desarmados y desarmadas por la calle, a saber, por que somos libres y hay una ley que de forma universal -o lo que es lo mismo: puramente formal y arbitraria- lo dice: la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Acusar al concepto ilustrado de ciudadanía o a las democracias occidentales de ser «puramente formales» es como acusar al lenguaje de ser «puramente verbal». Es lo mismo que decir que lo malo de las matemáticas es que son «meramente simbólicas», y que por más que yo le añada ceros al saldo de mi libreta eso no me hace más rico. Eso no es, ciertamente, una prueba de su ineficacia. Las leyes son formales y arbitrarias porque la base de su validez es puramente ideal, pero eso no quiere decir que sean una simple ficción, como pretenden quienes no creen en absoluto en ellas o quienes no creen en ellas mientras no tengan un respaldo material -económico o armado- detrás. La ciudadanía es una condición ideal (inmaterial, sobrenatural o espiritual si se prefiere), pero no más ideal ni sobrenatural de lo que lo es un fonema, un número negativo o un meridiano cero. Todas esas son cosas a las que difícilmente consideraríamos como meras ficciones, como simples convenciones. Puede ser una convención que Salamanca se llame Salamanca, o incluso que el meridiano cero pase por Greenwich y no por Navalmoral de la Mata, pero lo que no es ninguna ficción, sino algo bien real, es el que eso a lo que llamamos Salamanca esté a 40º 57′ N y 5º 39′ O del meridiano de Greenwich. Y sin embargo, difícilmente podríamos tampoco atribuir a esa realidad una base material determinada, algo que hiciera a los grados bajo cero ser unas temperaturas fácticamente «más negativas» que las otras o a los grados oeste estar menos al este que los demás. Esos sistemas no tienen otra base que la de su mero reconocimiento -enteramente arbitrario- por parte de los otros, su reconocimiento como tales números, unidades de medida o líneas de referencia válidas, y ese reconocimiento no tiene que ver con lo que ellos sean en sí mismos o dejen de ser, sino con el valor que atribuimos a aquello que ellos hacen posible: un sistema unitario de coordenadas geográficas o una escala termométrica común.
El hecho de que una idea o un concepto pueda llegar a ser condición de posibilidad de algo real -planteamiento que caracteriza a un tipo de idealismo que se conoce históricamente como idealismo «trascendental»- puede resultar sorprendente a primera vista, pero no lo es tanto cuando se repara en el hecho de que esa realidad que se hace así posible no es algo material, no es una cosa en sí misma (Greenwich no es hecho posible en sí mismo por obra del meridiano que lleva su nombre, y tampoco Salamanca), sino, más bien, algo de naturaleza también ideal y, no obstante, real: por ejemplo, el conocimiento de una cosa en términos de objetividad, la intersubjetividad y comunicabilidad de aquello que sabemos acerca suyo -que hay algo a 40º 57′ N y 5º 39′ O del meridiano de Greenwich y que a eso lo podemos llamar Salamanca-. Lo que se hace posible así es la objetividad de un objeto o la legalidad de una ley, realidades puramente tautológicas, identitarias, realidades que coinciden enteramente consigo mismas como sólo las ideas, las puras formas, pueden hacerlo. Todas ellas se basan en, efecto, en algo tan formal, vacío y tautológico como el que yo sea yo (a saber: quien hace o entiende lo que yo entiendo y hago, y nada distinto de eso). Ahora bien, nada nos obliga a admitir eso, nada nos puede obligar a ser nosotros o nosotras los o las que somos, en lugar de dejar que siga siendo Él (Dios) el que es, o que sea Ella (la naturaleza) la que sea. Si lo hacemos es porque nos da la gana.
Del mismo modo, ningún poder material nos puede hacer entender el teorema de Pitágoras si no lo entendemos, y ningún poder material nos puede obligar a respetar voluntariamente una ley. Sólo algo tan ideal y formal como lo soy -en cada caso- yo (como lo son nuestra propia inteligencia o nuestra propia voluntad) puede verse determinado por esas realidades, y eso -eso que los griegos llamaban noesis, los modernos Razón, y el estructuralismo contemporáneo denomina «efectividad estructural»- es algo que, ciertamente, cuando identificamos lo posible únicamente con lo materialmente productible o con lo técnicamente factible, sólo podemos considerar «magia».