La cantidad de tontadas que hay en TikTok supera a cualquier otro acumulador de tontadas nunca creado por la humanidad.
Imprenta, radio, cine, televisión, internet, Facebook, Instagram, etc. Pero juntas. Y eso que nadie puede verlas todas. No sólo por la cantidad, sino por el filtro que la interacción del usuario crea sobre el contenido, y que va seleccionándole sus propias tontadas a medida que va produciendo ese retrato robot de esa tontada que soy yo mismo (en cada caso) y que es lo que explota la compañía para sus fines, naturalmente, perversos.
En este sentido es mucho mejor que cualquier psicoanalista. Es tu socioanalista particular, y gratuito además. Algo con lo que hubiera soñado Pierre Bourdieu (el sociólogo que radiografió el campo social de la Francia de finales de los años 60 hasta dar a sus análisis una espectacular capacidad predictiva). Y te pone en pocos minutos en tu lugar (en el campo social de la tontada) sin prácticamente ningún márgen de error, porque es imposible de engañar. Detecta infaliblemente una firme convicción a la hora de pasar un vídeo de un adolescente guapete exhibiéndose, y una microhesitación —que no llega a la fracción de segundo, ni al lápsus, ni al mentís inconsciente—, a la hora de pasar el de una adolescente guapita exhibiéndose, y ya sabe que eres un viejo verde heterosexual y fracasado mucho antes de que tú lo seas, ¡ostias!, que todavía no has cumplido ni los cuarenta y aún tienes esperanzas de llegar a algo en esta vida. Y da igual lo rápido que intentes pasar los demás vídeos, “they’r gonna know…” (como dicen en un popular meme de TikTok). Y ya nunca volverás a ver ningún vídeo de guapotes, y nunca te librarás de los vídeos de guapitas. Aquí no hay historial que borrar, no hay usuario que puedas cambiar, nadie puede perdonar tus pecados, porque son pecados sociales y, por tanto, originales. Al menos tan originales como un meme. Porque son tu propia memez, son tú, tu tú más tú, tu toi meme, tu tú práctico.
Pero no son ese yo práctico que eres en tus acciones, en tus hábitos, en acto. Sino el original. El que eres en potencia. El que está escrito en tus propios genes, —o mejor dicho, en tus propios memes—. Porque son tus ajustes de serie, el preset que se restablece cada vez, con cada reseteo, y que es el que se manifiesta en cada nuevo desliz, en cada milésima de segundo de anticipación o de retraso a la hora de deslizar tu dedo sobre la pantalla, de actuar. Y ése es tu tú genérico. Tu primera naturaleza (social). Y eso es lo que lee TikTok en ti. Y es lo que quiere de ti Fumanchú. Porque eso no es tu carácter, sino tu destino.
Esa copia de ti mismo es lo que vas a seguir siendo en cualquier otra nueva cuenta que te crees, desde cualquier avatar o dispositivo en el que te reencarnes, incluso aunque no seas ni siquiera tú mismo el que te estás logando, aunque sea otro tú. Es tu predeterminación.
Da igual que tú le digas que tú eres diferente, que tú lees a Kirkegaard (“Qué va, qué va, qué va…”), o que tú sólo estás aquí para investigar las nuevas tendencias en micronarratología o para enseñar cómo eres el único capaz de hacer empanadillas con los dedos de los pies. Porque es precisamente esa diferencia la que te hace ser uno más. Y de la misma manera en que Bourdieu sabía de dónde venías y a dónde ibas con sólo verte el rabito asomar por debajo del habitus, TikTok lo sabe ya de antes, porque lo ha leído en tu tempus, en tus velocidades de reacción, en tus intensidades de flujo y la aceleración de tus deslizamientos. En esa casi indetectable precipitación con la que aprovechas cualquier oportunidad para meter esas referencias académicas que has hecho antes. En esa forma de demorarte en las expresiones vulgares o en las manifestaciones más cutres de la cultura popular para darle una apariencia más desenfadada a tu culturetismo, como has hecho después. Y es justo en ese paso mismo del antes al después, en el que todavía no has aparecido por ahí ni siquiera tú (el que manda, el que elige), justo antes de que hayas sido capaz de pasar el vídeo, justo después de haber sido impactado por él, es entonces cuando… “They’r gonna know…” .
Pero TikTok eleva además este socioanálisis a idioanálisis. En efecto, el término “tontada” que estamos usando aquí, es una traducción del término “idiocy” que usa Alí Habibi en su famoso libro Homo swipens. The decline of idiocy in modern world. Se trata de un término que, más literalmente, podría traducirse por “idiotez”, palabra que —como cuenta allí Habibi— procede del griego ἰδιώτης, idiōtēs, ciudadano privado que no se preocupaba de los asuntos públicos, la cual procede, a su vez, de ἴδιος, idios (privado, uno mismo). Es de ahí de donde deriva también el castellano “idiota” que, actualmente, usamos más bien como insulto, y con el sentido de antipático o impertinente y no de egoísta, o bien, simplemente, como sinónimo de tonto o estúpido (igual que en inglés donde también puede sustituirse por otros insultos como “fool” o “stupid”)—.
En lo que respecta a estos otros insultos, ”estúpido” viene de stupidus ”aturdido, estupefacto”, derivado de stupere ”estar aturdido”, mientras que ”tonto” procede de attonitus (de ad– –tonare, hacer un ruido fuerte, y está claramente relacionado con el resultado de atontamiento que nos produce una impresión que nos deja atónitos/as, estupefactos/as, o atontados. Ese precisamente es el efecto que producen en nosotros estas tontadas. Y es ese atontamiento que te impide hacer “swiping” durante milésimas, centésimas, décimas de segundo, o durante segundos y minutos completos (hasta descubrirte habiendo visto varias veces la misma tontada que se repite automáticamente si no la pasas, sin haber conseguido salir todavía de tu estupor) los que mide, cuantifica, cualifica y bigdatiza la aplicación para alimentar al algoritmo que, después te alimenta a ti, que alimenta a tu feed, con tus propias memeces, las que constituyen no tu yo social público —ese que interpretas y representas cuidadosamente—, sino el del idiota privado que eres, tú propia idiotasincrasia, o mejor, el de tu tonto íntimo —como diría un famoso influencer— ése que eres en tanto que uno más de los tuyos, de esa comunidad inconfesable, innominada y desagregada de datos que son realmente lo que tú cuentas para tu sociedad.
Pero esa historia que tú cuentas a través de tus swipes, tus likes, tus clicks y todas tus tontadas y memeces, es tu historia íntima, la historia de los tuyos, la de aquella comunidad a la que originalmente perteneces. Que es, por supuesto, esa a la que pueden venderse estos productos, estos espectáculos, estos bienes culturales o inversiones, o hacerse estas ofertas de trabajo y no esas otras, no las del nicho de al lado. Pero que no es sólo eso. Porque en el interior de ese cuerpo místico del que tú formas parte, y que padecerá todos los insultos y golpes del mercado, hay a la vez una profunda y ardiente alma lírica, de lirismo atontado, estupefaciente, idiotaperdido, pero íntima e indiferenciadamente humano.
En mi caso TikTok me alimenta sistemáticamente con vídeos de bailes ligeramente sugerentes, bromas con cámara oculta, pequeños vídeos de contenido científico chocante, análisis de secuencias cinematográficas clásicas, actuaciones musicales un poco frikis o con resultados sorprendentes, curiosidades lingüísticas o históricas mayormente chorras, muchas recetas de cocina que tengan como ingrediente principal la patata, noticias sobre arqueología, un hip-hopero llamado Dufour que tiene unas canciones sobre filosofía helenística (alguna de ellas en latín), vídeos de humor absurdo, acontecimientos absurdos (una roca que cae rodando de una montaña y aplasta una furgoneta llena de salchichas), parodias absurdas de otros vídeos aún más absurdos, reacciones absurdas a esos vídeos absurdos o a sus parodias…
Y resulta que todos esos deslices cómicoabsurdos soy yo. Es, al menos, mi nosotros/as más íntimo. Es lo que a mí meme atonta del mundo —igual que a Proust su memadalena— y me devuelve así todo ese tiempo perdido en mis épicas derrotas y en mis trágicos sofocones, a través de ese eterno retorno de lo memo.
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