Ténganme por mamarracho y dejen que se lo cuente fabulado. Érase una vez Botalia, un país con forma de bota cuyos habitantes eran todos zapateros. Aunque su país era el más bello, el más estilizado, y, por ello, envidia y horizonte de caminantes descalzos, los botalianos vivían pisoteados por una doble suela: la de una […]
Ténganme por mamarracho y dejen que se lo cuente fabulado. Érase una vez Botalia, un país con forma de bota cuyos habitantes eran todos zapateros. Aunque su país era el más bello, el más estilizado, y, por ello, envidia y horizonte de caminantes descalzos, los botalianos vivían pisoteados por una doble suela: la de una bota imperial y la del bendito zapato papal. Pocos reconocían su condición de sometidos; aún menos la denunciaban, y los pocos que lo hicieron fueron encontrados, misterio tras misterio, elegantemente aplastados. Patalear ante la opresión de poco les servía: si pataleaban mucho, les ponía a raya la sacra apisonadora imperial. Así, perdieron la fuerza y la mayoría de la gente en Botalia decidió convivir con su destino pisoteado. Siempre les quedaba el orgullo de caminar a la ponleví, o la posibilidad de fardar de tacón, puntera y avampiés.
De pronto, un día, el pueblo, que de embotado tenía poco, miró en un espejo de una zapatería el estado de la bota, y se enfadó, y se rebeló. «Menudos gobernantes. Qué desastre. La bota es toda ella un remiendo». Un limpiabotas que allí se encontraba, de nombre Betunconi, exclamó: «Menos parches y más lustre». Y lustra que lustra, cepilla que cepilla, el limpiabotas llegó a gobernar el país de la bota. El sciuscià era bajito y famoso por el alza de sus zapatos: él negaba una y otra vez que se sirviera de tamaña argucia para aparentar altura, pero todos sabían -zapatero a tus zapatos- que el cerúleo lustrabotas no le llegaba a la altura del zapato a ninguno de los anteriores gobernantes remendones. En efecto, Betunconi había empezado a tratar al pueblo a zapatazos. El pueblo sabía que se había puesto las botas y dejado en cueros las arcas del estado; el pueblo sabía que el alza de su zapato la había obtenido ilegalmente, como sabía también que había resuelto todos sus nudos con la justicia mediante leyes hechas a su medida; el pueblo sabía que todo aquel que le rozaba el callo de su pasado terminaba con la boca cosida; el pueblo sabía de su fobia por las katiuskas, rescoldo de viejas rojeces comunistas. Hasta que un día, oyeron los botalianos hablar de un político zapatudo llamado Zapatero que había llegado a gobernar el país de la piel de toro tras un sangriento atentado y una zapatiesta electoral.
Los botalianos vinieron entonces a saber que Zapatero había mantenido varias promesas electorales que se revelaron chinas tanto para la bota imperial como para el zapato papal. Los portavoces de las zapaterías imperial y vaticana lo acusaron de irresponsable, amigo de terroristas, destructor de la sacra familia y nihilista. No tardaron los políticos de la Casa de los Ramplones, encabezados por Betunconi, en ribetear lo dicho por el Vaticano. A su vez, la Unión de Zapateros, presidida por Sandalio Prodi, descubrió que, en las zapaterías de viejo, los remendones colgaban fotografías de su ídolo Zapatero. Desde la Casa de los Ramplones, empezaron a llamar ZapaProdi al líder de la Unión de Zapateros, y a Sandalio Prodi no le quedó más remedio que distanciarse simbólicamente del mito evocando al antihéroe zapateril: hablando de las uniones homochancleteras, dijo Prodi:»Estoy más de acuerdo con José Zueco Aznar que con Zapatero». «Prodi no es Zapatero», aclaró el Secretario de los Zapateros Democráticos de Izquierda. «Nosotros sí que queremos ser como Zapatero», puntualizó el Secretario de los Zapateros Verdes. «Zapatero, un socialista de verdad», «Bendito Zapatero», tituló el diario comunista El Manifiesto. Fuera como fuera, los botalianos de izquierda lo amaban, lo mitificaban, lo ensalzaban precisamente porque lo identificaban con el revolucionario mesiánico que los liberaría no sólo de la bota campera con puntera reforzada del emperador George W. Boots sino también de los zapatitos blancos, inmaculados e impolutos de Su Santidad Benelustro XVI. No les importaba a los botalianos saber que estos desaires públicos se trocaban en genuflexiones en privado. Les bastaba la apariencia rebelde de Zapatero para admirarlo pues representaba para ellos el príncipe perfecto. Uno que había escrito un código ético, uno que apostaba tanto por los tacones de aguja como por las uniones de pares desparejados en la mesa redonda de su corte zapateril; uno que defendía el derecho de los albarquianos, almadreños y espardenyos a presentarse en actos públicos sin zapatos castellanos, era uno con un par de tacones. Qué más daba que el hombre del talante y de las buenas maneras, el Bambi de acero, mostrara su verdadera faz ante los primeros problemas que le surgieron. «Zapatero zapatea Afganistán y Haití», «Zapatero ha desvirado el sueño de la independencia de Albarkia, Almadrenia y Espardanya»,»Zapatero parchea con el ejército el coladero de emigrantes descalzos de Melilla», «Zapatero, al presidente marroquí: zapato que aprieta, otro se lo meta«. A los botalianos de izquierdas les patinaban estas noticias. No les interesaban los callos de Zapatero, sino sólo la horma de su pie, algo ideal, algo inexistente: la utopía revolucionaria zapateril. Una utopía cómoda como unas pantuflas, una utopía con juanetes en el talante acharolado.