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De la modernidad a la «colapsalidad»

Fuentes: Rebelión

En el presente artículo, exploraremos cómo se ha producido el tránsito de la modernidad a la colapsalidad. En primer lugar, señalaremos que el advenimiento de la modernidad supone un antes y un después en el devenir histórico del mundo y que la modernidad posee una serie de rasgos distintivos que la distinguen de las sociedades llamadas tradicionales. Uno de esos rasgos es la aparición del capitalismo, que ha sido el principal responsable de la expansión globalizadora de la modernidad y de la progresiva implantación de lo que podríamos denominar como condición global de la humanidad.


Sin embargo, a partir de los años 70, se produjo la paradójica irrupción del concepto de postmodernidad, en la medida que desde los presupuestos filosóficos modernos guiados por la crítica sobre lo establecido se llegó al propio cuestionamiento del orden moderno. Simultáneamente, y como consecuencia de la intensificación y exacerbación de la lógica globalizadora capitalista, esta ha chocado (extralimitación) con los límites naturales del planeta, causando el  progresivo colapso de la civilización capitalista industrial, lo que bien podemos definir como el apocalipsis de la modernidad. Apocalipsis en sentido original, como revelación de que la condición global, de que la modernidad globalizada, está colapsando. 

Emerge, de esta forma, una condición colapsante, en la medida que se trata de un proceso en marcha que define la colapsalidad, que puede caracterizarse como una ruptura con la modernidad desde la modernidad, una fractura que implica la deriva catabólica del capitalismo, de la propia modernidad, y la existencia de un colapso catabólico. Ello significa que la colapsalidad destaca  por la condición colapsante de la propia modernidad capitalista, y por la necesidad de gestionarla urgentemente, en la medida en que la infraestructura material y energética del capitalismo se encuentra cada vez más comprometida, lo que a su vez compromete cada vez más la preservación de las sociedades humanas y de la vida en el planeta.

1. El advenimiento de la modernidad

Para entender el tránsito hacia la modernidad, que es básicamente una formación social e histórica nacida en Occidente, hay que remontarse al Renacimiento, puesto que significó la generación, la intensificación y la difusión social de la conciencia de que se vivía en una nueva era. De hecho, el adjetivo “moderno” proviene de aquella época, cuando empieza a extenderse la utilización, entre ciertas élites, de la palabra modernus, que en latín vulgar hacía referencia a aquello que es reciente o nuevo, dos características que en las sociedades tradicionales no eran demasiadas valoradas, puesto que predominaba el prestigio de la antigüedad y del mito, considerados como cimiento y principio de la sociedad. Aun así, finalmente acabó imponiéndose, mediante un lento proceso, la definición de moderno como aquello que es mejor y más nuevo (Morin, 2010). 

Entre los siglos XVII y XVIII se produjeron todo tipo de transformaciones que determinaron el inicio de la modernidad en distintas áreas europeas, como Inglaterra, los Países Bajos, el norte de Francia y de Alemania. Paralelamente, los desarrollos tecnológicos sin precedentes favorecieron el arraigo de la idea de que finalmente la humanidad encaraba la futura superación de las limitaciones, los problemas y los conflictos que hasta entonces sufría, convencimiento al cual contribuyó una confianza creciente en las posibilidades que la ciencia y la nueva situación socioeconómica y político-institucional ponían al servicio de la humanidad. De este modo, la idea de la divina providencia fue sustituida por la del progreso providencial de la humanidad (Giddens, 1993). Como rasgos distintivos de la modernidad destacaron el cuestionamiento de la tradición, la orientación hacia el futuro, el desencantamiento y secularización de la vida, así como la idea del progreso continuo y lineal de la humanidad hacia cuotas cada vez más altas de civilización y de desarrollo. 

Pero, además de estos rasgos expuestos, debe destacarse otro especialmente determinante. Nos referimos a la visión de la naturaleza como una máquina, cuyo funcionamiento se podría conocer a través del descubrimiento de leyes naturales, equivalentes a los engranajes de un reloj. Ello implica un fuerte dualismo conflictivo entre cultura y naturaleza, traducido en el entorno material en términos de explotación, con la naturaleza vista sólo como fuente de recursos. Dicha cosmovisión moderna justificaría ideológicamente la destrucción sistemática del medio natural por la acción de la economía. Es decir, el ecocidio derivaría de esa visión dualista inherente a la modernidad (Gómez-Olano, 2024). 

El nuevo orden social, que sustituía el tradicional y feudal, subrayaba la racionalización de las legitimaciones simbólico-culturales, el aumento gradual de la diferenciación funcional, la mentalidad de exploración y conquista, los avances científicos y tecnológicos, la abstracción universalista, una mayor división social del trabajo y una dimensión político-institucional plasmada en  la complejidad organizativa del Estado-Nación moderno y de sus aparatos de poder. Detrás de todo esto había cuestiones clave, puestos en marcha por la Ilustración en el siglo XVIII, como la preeminencia dela razón, que pretendía organizar todo el conocimiento; el empirismo, que implicaba el uso de los sentidos para captar hechos y proceder a clasificarlos y estudiarlos; la ciencia, basada en la experimentación y ligada a la creencia en la posibilidad de extraer leyes generales de validez universal, a su vez aplicables al avance de la tecnología; la defensa del individualismo (el imperio moderno del ego) como punto de partida de todo conocimiento y de la misma organización política, y la ya referida exaltación del progreso como expresión suprema de la continua mejora humana. En suma, una cosmovisión egocéntrica, prometeica y arrogantemente optimista, destinada a convertirse en hegemónica. 

En el contexto del dominio de Occidente, los procesos de modernización acontecieron como fruto de varias revoluciones convergentes, como fueron la revolución demográfica, que alteró el ritmo de crecimiento de la población; la revolución industrial, que asentó y expandió la economía capitalista; la revolución burguesa, responsable del ascenso político de la burguesía, de la defensa de los derechos civiles y la concepción liberal de democracia; la revolución científico-técnica, que transformó profundamente la visión del mundo y la cultura; y la revolución ética y mental, ligada a la reforma protestante, la Ilustración, la secularización, el ideal del universalismo y el antropocentrismo humanista. 

Con todo, hay que tener en cuenta la existencia de múltiples caminos y resultados en el desarrollo de la modernidad. Una variedad de rutas y de concreciones que no oculta una serie de características esenciales que están presentes en cualquier sociedad industrial moderna, que son causa y a la vez consecuencia de su naturaleza profundamente dinámica y cambiante. Tal es el caso del crecimiento demográfico, la urbanización progresiva, la expansión global de la economía capitalista e industrial, el auge de las comunicaciones, el incremento de la movilidad social, la expansión de la movilidad psíquica, un desarrollo tecnológico sin precedentes, una administración burocrática cada vez más compleja, así como la aceleración y generalización del cambio social.

A las características mencionadas para definir la modernidad hay que añadir la preeminencia de la lógica instrumental, el utilitarismo y el pragmatismo, la tecnificación, tan ligada a la monitorización y vigilancia, la preocupación por la cuantificación y la clasificación, o la centralidad de los sistemas expertos de gestión. Estos rasgos están muy ligados también al cálculo y la organización, a la planificación en términos de ganancia y eficacia, a la regulación, mercantilización y profesionalización, así como a los procesos de diferenciación funcional y especialización. Rasgos todos ellos inherentes al propio sistema capitalista, que no harían más que acelerar la lenta globalización premoderna para conducir a una intensa globalización contemporánea. 

La modernidad también supuso la exaltación de ideales emancipatorios como la igualdad, la libertad, la justicia social y los derechos individuales, hasta el punto de que poco a poco la democracia representativa y los gobiernos constitucionales se configuraron como formas de gobierno que permitían una mayor participación ciudadana y una distribución más equitativa del poder. Todo ello al tiempo que el capitalismo triunfaba, ligado a las ideas rectoras de  propiedad privada, la competencia y el libre intercambio de bienes y servicios, mientras la innovación tecnológica y el desarrollo de nuevas industrias se veían como signos de prosperidad y avance. Complementariamente, y en el ámbito cultural, la modernidad inauguró un período de experimentación y cambio en el arte, la literatura y la cultura en general, que también afectaría a la indagación sobre la psique humana. La individualidad, la originalidad, la innovación y la reflexión se convirtieron en valores fundamentales, progresivamente tamizados y resignificados por las expectativas derivadas de una sociedad de mercado.

Sin embargo, la modernidad ha sido ontológicamente contradictoria, lo que ha multiplicado sus puntos débiles. Por un lado, prometía emancipación, liberación y progreso. Pero, por otro lado, su estrecha vinculación al capitalismo la haría derivar hacia la explotación, la opresión y la destrucción generalizadas. Ambos aspectos contradictorios definen su carácter complejo y problemático, semillero de todo tipo de crisis, disrupciones y conflictos con un enorme potencial para conducir al colapso de la propia sociedad moderna. 

2. La modernidad globalizada

Los rasgos que definen la sociedad globalizada constituyen una avanzada evolución de los que en su momento caracterizaron a la nueva sociedad moderna. Bajo el poderoso impulso del capitalismo, la modernidad se fue extendiendo por el planeta, acelerando los procesos de globalización que hasta ese momento se habían desarrollado con una baja extensión, intensidad, velocidad e impacto. En ese sentido, la globalización contemporánea puede ser caracterizada como una aceleración de la interconexión mundial en todos los aspectos de la vida, donde destaca la magnitud creciente, la aceleración y la profundización del impacto de los flujos y patrones transcontinentales de interacción social (Held et al 2002). También puede ser definida como una intensificación de las relaciones sociales y de la interdependencia planetaria que reduce considerablemente las distancias espacio-temporales y que tiene un impacto relevante en la esfera local (Giddens, 2000). Es decir, la globalización alude al hecho que vivimos en un solo mundo, el cual está experimentando cambios cruciales en cada una de sus diferentes dimensiones: demográfica, económica, política, cultural, social y ecológica. Unos cambios que acortan las distancias geográficas, rompen fronteras y entrelazan las sociedades para favorecen la percepción de unicidad del mundo. 

Emerge, así, una modernidad globalizada (Hernàndez, 2013), que implica una profunda transformación que se expresa en términos de una conectividad compleja, dialéctica y crecientemente intensificada, en cuanto a la organización espacio-temporal de las relaciones sociales. Esta conectividad tiene que ser valorada en relación con una progresiva extensión, intensidad, velocidad e impacto de los flujos transcontinentales e interregionales de actividad, comunicación, interacción y ejercicio del poder, flujos que circulan a través de estructuras reticulares, o redes, cada vuelta más densas, y los nódulos, que actúan como los centros nerviosos de las redes. Al final, la arquitectura de la globalización contemporánea tiene en cuenta, indefectiblemente, la configuración y evolución de las redes, de los flujos y de los nódulos o núcleos del sistema global. 

La globalización es, fundamentalmente, un fenómeno a escala planetaria de carácter multidimensional, por cuatro razones. En primer lugar, porque la globalización posee diversos ámbitos, campos o áreas de acción social (demográfica, económica, política, cultural, social y ecológica). En segundo lugar, porque la globalización se articula tanto en la dimensión temporal como en el espacial, ambas sometidas cada vuelta más a una compresión mayor, lo cual provoca la proliferación de la acción a distancia y la intensificación de la interconectividad y la desterritorialización. En tercer lugar, porque la globalización crece en extensión, intensidad, velocidad e impacto. Y en cuarto lugar, porque la globalización se expande hacia arriba, hacia abajo y a los lados del estado nación, institución clave de la modernidad. 

La globalización es la sustancia misma de nuestra vida cotidiana, expresada en una creciente conciencia de globalidad. Somos, ya, seamos conscientes o no, cosmopolitas domésticos, trotamundos sedentarios, seres glocales arraigados inevitablemente en un territorio, en un lugar, a pesar de que sea coyuntural, pero insertados a la vez en los flujos globales, conectados a brazo partido y los movimientos del planeta. Todas estas circunstancias configuran aquello que hemos denominado la condición global (Hernàndez, 2005), que implica una progresiva conciencia social e individual de los procesos de globalización. A través de esta conciencia, grupos crecientes de población de todo el mundo —aunque de manera diversa y desigual— identifican (en positivo o en negativo) los modernos procesos globales. La condición global aparece, cada vez más, como una segunda naturaleza creada del mundo, un “ambiente” que nos rodea y condiciona, un “entorno” que nosotros, como individuos que nos relacionamos con otros individuos como seres sociales, tendemos a reproducir y recrear en las más imperceptibles vivencias de la cotidianidad. 

Con todo, la condición global presupone varias condiciones locales de la globalidad, varias percepciones y vivencias subjetivas de un entorno máximo que se concreta diferencialmente en nuestras vidas localizadas. La condición global transforma la vida de los individuos, su condición vital, sus imaginarios, cosmovisiones, deseos y sueños. De alguna manera, con la forja de la condición global sucede que la globalización del sistema capitalista se muestra indisociable de la globalización de las estructuras sociales y de los sistemas simbólicos de significado, lo que configura un cosmopolitismo más o menos consciente, más o menos tangible, pero real. Este cosmopolitismo constituye la base para la percepción generalizada de esa multicrisis de la modernidad que implica el colapso ecosocial. 

3. Las críticas de la postmodernidad 

La noción de postmodenidad surge como una reacción y una crítica a los valores y las instituciones de la modernidad. Aunque no existe un consenso claro sobre su definición, la postmodernidad concentra una serie de tendencias y características que desafían las nociones tradicionales de progreso, verdad y estabilidad. Así, en contraste con la modernidad, que enfatizaba la razón, la ciencia y el progreso lineal, la perspectiva de la postmodernidad cuestiona la idea de un conocimiento objetivo y universal, así como las nociones de racionalidad, certeza y jerarquía. Se caracteriza por una actitud de escepticismo hacia las narrativas totalizadoras y las grandes teorías, y aboga por la multiplicidad de perspectivas y la fragmentación de la realidad.

Uno de los aspectos más distintivos de la postmodernidad es su enfoque en la diversidad y la pluralidad. En lugar de buscar una verdad universal, celebra la diversidad cultural, la hibridación y la mezcla de identidades. Se reconoce que no hay una única forma de ver el mundo, sino múltiples interpretaciones que dependen del contexto y la perspectiva. La visión postmoderna también destaca por su rechazo a las metanarrativas, o grandes relatos, que intentan explicar la totalidad de la experiencia humana. En el ámbito cultural, la postmodernidad se manifiesta en la ironía, la parodia y la intertextualidad. Se cuestionan las categorías culturales establecidas, abogándose por la multiplicidad, superposiciónno mezcla de estilos y géneros. En el ámbito político y social, la postmodernidad desafía las estructuras de poder establecidas y busca empoderar a los grupos marginados y excluidos, poniendo el énfasis en el tema de la identidad. Asimismo, se pone en cuestión el eurocentrismo y el etnocentrismo, la lógica del del crecimiento y desarrollo, y se promueve la reivindicación de una mayor justicia social y la igualdad de derechos. En un mundo cada vez más interconectado y diverso, la postmodernidad a cuestionar nuestras suposiciones, invitando abrazar la complejidad y la incertidumbre.

Es cierto que la postnodernidad, que surge en un contexto de una modernidad avanzada que ya había dado testimonio de numerosas limitaciones contradicciones, conflictos y sombras, ha sido objeto de críticas y controversias. Se la ha acusado de relativismo moral y de contribuir a la pérdida de un sentido compartido de realidad y verdad. También se ha sostenido que su énfasis en la fragmentación, la deconstrucción y la diversidad ha llevado al nihilismo y al vacío cultural. Pero, como sugiere el filósofo Richard Tarnas (2009), el vigoroso escepticismo que impregna el pensamiento postmoderno, su reconocimiento del factor interpretativo en toda experiencia y conocimiento humano, su comprensión de que constantamente vemos a través de mitos y teorías, de que nuestra experiencia y conocimiento están siempre construidos por diversas estructuras de sentido cambiantes por definición y en general inconscientes, cuestionan profundamente los fundamentos de la civilización moderna. És más, paradójicamente, para Tarnas esa visión postmoderna desenmascaradora, deconstructivista y profundamente crítica es heredera de la misma visión moderna ilustrada, aunque supone el descubrimiento y cuestionamiento de su propia sombra. En este contexto resulta más fácil entender porqué la perspectiva postmoderna abrió la puerta a audaces planteamientos que, al desvelar las trampas y falacias del sacrosanto relato moderno, facilitaban el acercamiento a la realidad de un colapso civilizacional que se iría revelando especialmente a partir de los añoa setenta delmpasado siglo.

Así, el sociólogo alemán Beck (1998), a partir de la segunda mitad de los años 80 del pasado siglo, caracterizó a la sociedad moderna avanzada como una sociedad del riesgo. En esta, frente a los riesgos y de los problemas clásicos (catástrofes, epidemias, guerras, etc.) sujetos a una previsión razonable, emergían nuevos riesgos que no eran fácilmente calculables, que abrían un horizonte de daños irreparables. A juicio de Beck, la sociedad del riesgo surge como continuación autónoma de procesos de modernización que son ciegos y sordos a los efectos y a las amenazas que pueden causar. De forma acumulativa y latente, estos procesos producen amenazas que cuestionan y destruyen los cimientos de la sociedad industrial. Dicho de otro modo, las sociedades modernas se ven confrontadas en las bases y a los límites del modelo propio, precisamente en la medida que no reflexionan sobre sus efectos y continúan funcionando como siempre hicieron. Al respecto se podrían mencionar los casos paradigmáticos de los accidentes nucleares de Chernóbil (1986) o Fukushima (2011), pero en un sentido más general nos encontramos con la destructiva influencia del desarrollo social moderno en los ecosistemas mundiales, la extensión de la pobreza a escala mundial, la distribución en todo armas de destrucción masiva o la represión a gran escala de los derechos democráticos (Giddens, 2000). 

4. La colapsalidad

La modernidad descansa sobre el convencimiento de que es inmune a cualquier forma de colapso. La cosmovisión prometeica que la anima explica dicho convencimiento. Y el fomento neoliberal del “pensamiento positivo” lo ratifica. Pero los mitos entorno a la hybris enseñan justo lo contrario, es decir, que la modernidad, al haber ligado su suerte a una lógica capitalista fáustica y ecocida, tiende necesariamente al colapso. 

Por ello bien se podría plantear que una modernidad en vías de colapso está mutando en colapsalidad. Esta podría definirse como un nuevo marco conceptual que pretende reconocer y aprehender la realidad del avance del colapso ecológico y social en diversas áreas de la civilización moderna industrial. Utilizar el término de colapsalidad implica aspirar a una comprensión de cómo el modelo de desarrollo dominante ha alcanzado sus límites y está generando consecuencias catastróficas para el medio ambiente, las comunidades humanas y los sistemas políticos y económicos. Según el concepto de colapsalidad, se reconoce que estamos viviendo en un contexto de crisis múltiples y interconectadas, que van desde la pérdida de biodiversidad y el cambio climático hasta la desigualdad social y la fragilidad de los sistemas económicos globales. Todo ello implica, necesarimente, una reevaluación profunda de nuestras formas de vida y una búsqueda de alternativas realmente sostenibles y resilientes al sistema que hace aguas por todas partes. 

La certificación de la colapsalidad como mutación crítica de la modernidad implica una aceptación de que el colapso es inevitable, puesto que ya sucede, pero aún así se requieren acciones urgentes y transformadoras para evitar sus peores escenarios (Alexander y Read, 2021). Esto incluye cambios obligatorios e ineludibles en nuestras prácticas individuales y colectivas, así como en las políticas públicas, las estructuras institucionales, el sistema económico y las cosmovisiones dominantes (González Reyes y Almazán, 2023). La colapsalidad alude a una suerte de vibración social muy diferente de aquella que caracteriza a la modernidad, activada por fuerzas expansivas, optimistas, flexibles, aventureras, exploradoras, innovadoras, movilizadoras, imperiales. Más bien la colapsalidad traduce una vibración fruto de de la tensión entre estructuras que crujen, chirrían, que se oxidan y erosionan, que anucian los temblores caóticos previos al derrumbe. Una vibración de pesimismo, desmoronamiento, atomización, rigidez, volatilidad, cierre, parálisis y desintegración civilizacional. 

Aceptar la realidad de la colapsalidad es hacerse cargo de una dura condición, que podemos denominar condición colapsante, definida como un estado de caos fluido en el que los fundamentos y las estructuras clave de la modernidad están experimentando un deterioro irreversible, lo que conduce a un colapso progresivo en múltiples áreas de la sociedad. De hecho, que el impulso capitalista de la modernidad haya producido la condición global que caracteriza  a la sociedad contemporánea, comporta que la condición colapsante también sea global, aún con diferencias entre áreas. Ello significa que la globalización puede quebrarse en toda su extensión, aún con diversos ritmos, intensidades e impactos.

La modernidad globalizada es a su vez una formación social, una estructura civilizacional, una cultura y una cosmovisión, y se encuentra tan arraigada que no puede ser rota repentinamente. Más bien ocurre una paradoja, y es que se reproduce a la par que se davalua, degasta, erosiona e implosiona. Aparentemente mantiene las formas, los andamiajes, los procedimientos, las narrativas, las epistemologías y sus múltiples seducciones, pero el carácter corrosivo del colapso la cuertea, erosiona y agita hasta el punto de entrar en barrena, manteniendo la ficción de su fortaleza. La progresión de la condición colapsante va revelando los amargos contornos de la colapsalidad, de esa modernidad que se descompone por dentro, pese a que sus fundamentos y pilares se resistan a caer. 

En el contexto de la colapsalidad se manifiestan una serie de fenómenos disruptivos y riesgos interrelacionados, que pueden ser interpretados como “puntos de inflexión escatológicos” (Horvat, 2021). Esto representan momentos críticos en los que se alcanzan umbrales irreversibles en el colapso de los sistemas ecológicos, sociales y económicos. Estos puntos de inflexión pueden desencadenar un efecto dominó de crisis que amplifica y acelera el colapso en múltiples dimensiones. Según Horvat, la convergencia de volatilidad, incertidumbre, alarma y excepcionalidad refleja la naturaleza caótica e impredecible de la crisis en curso. Esta convergencia crea un estado de crisis permanente en el que las estructuras y los sistemas establecidos se vuelven cada vez más inestables y vulnerables. 

La colapsalidad concentra unos rasgos básicos, como son el decrecimiento forzoso como reducción de la complejidad sistémica, el catabolismo del sistema, la guerra mundial crónica, el exterminismo, los impactos psíquicos y espirituales, y la convergencia y retroalimentación de todas las crisis a lo largo de las líneas de tensión de la modernidad en descomposición. El decrecimiento forzoso como reducción de la complejidad sistémica se refiere a la necesidad de una disminución controlada de la complejidad y la interconexión en los sistemas sociales y económicos para evitar un colapso catastrófico. El catabolismo del sistema describe el proceso de descomposición y desintegración de los sistemas sociales, económicos y ecológicos en un estado de colapso. Este proceso puede ser alimentado por la explotación desenfrenada de los recursos naturales y la sobreexplotación de los sistemas humanos. La guerra mundial crónica (Hernàndez, 2023), o “guerra civil global” según Lazzarato (2024), representa un escenario, un régimen de guerra y excepción permanente en el que los conflictos armados y las tensiones geopolíticas se intensifican debido a la competencia por los recursos escasos y los territorios estratégicos en un mundo en crisis.

Esta guerra perpetua puede exacerbar aún más el sufrimiento humano y la destrucción ambiental. El exterminismo refleja la amenaza de la aniquilación de un excedente de población sobrante, pero también amenaza al conjunto de la vida. Por su parte, los impactos psíquicos y espirituales se refieren a las consecuencias emocionales y existenciales del colapso en la psique humana y la esfera espiritual. Estos impactos pueden incluir el aumento de la ansiedad, la depresión y la pérdida de sentido en un mundo en crisis.

La convergencia y mutuo refuerzo de las crisis describe cómo estas se refuerzan y amplifican entre sí, creando un ciclo de retroalimentación negativa y no lineal que dificulta aún más la resolución de los problemas. Esta dinámica hace que sea aún más difícil abordar las causas profundas del colapso y encontrar soluciones efectivas, de modo que la condición colapsante se extiende, se intensifica y conduce a un horizonte de sucesos altamente disruptivo que implica unas crecientes dificultados para el restablecimiento de una sana simbiosis entre las sociedades humanas y el planeta. 

Si empleamos el concepto de resonancia mórfica propuesto por el bioquímico y biólogo británico Rupert Sheldrake (2007) a la frecuencia vibratoria de la colapsalidad, todavía se puede entender mejor la condición colapsante. Según Sheldrake, la resonancia mórfica es un campo que contiene la memoria colectiva de una especie o sistema. La idea es que las formas y los patrones de comportamiento se transmiten y se refuerzan a través de este campo, lo que permite la aparición de nuevas formas y comportamientos de manera más rápida y eficiente que la simple transmisión genética. La resonancia mórfica sugiere una conexión no física entre individuos y grupos, que influye en cómo se desarrollan y evolucionan. Esta idea desafía algunas concepciones tradicionales sobre la naturaleza de la memoria y la evolución, proponiendo un enfoque más holístico y dinámico.

Además, la teoría de la resonancia mórfica sugiere que cuanto más común se vuelva un patrón de comportamiento o una estructura en una población, más fuerte será su influencia en la resonancia mórfica, lo que facilita su adopción por parte de otros individuos o grupos en el futuro. Por ello, la vinculación del concepto de resonancia mórfica social con la condición de colapsalidad de la sociedad contemporánea puede ayudar a entender que se amplifiquen los patrones destructivos que llevan al colapso de sistemas sociales y ambientales, o que exista una inercia de patrones de comportamiento o estructuras sociales disfuncionales tan arraigados en la memoria colectiva de una sociedad, que favorezcan una mayor resistencia al cambio y la reproducción de condiciones que contribuyen al colapso.

Sin embargo, en una situación crítica de desmoronamiento civilizacional, la resonancia mórfica también puede facilitar la adopción de nuevas formas de pensar y de alternativas que, a medida que ganen fuerza, legitimidad y se vuelven más comunes, contribuyendo a una transformación hacia sistemas más justos, resilientes y simbióticos. En este sentido, el fomento de una narrativa de esperanza activa, colaboración y acción colectiva, también puede entenderse a través del mecanismo de la resonancia mórfica, inspirando a más personas a comprometerse con soluciones constructivas y resilientes, e influyendo en la dirección y el resultado del proceso de colapso.

Lo bien cierto es que la colapsalidad, y la condición colapsante que la acompaña,  nos obliga a confrontar las consecuencias perversas de la modernidad, la globalidad, el imperialismo y el capitalismo en su fase catabólica: el agotamiento de recursos naturales, la depredación de las elites del sistema y sus soluciones finales, la degradación ambiental, la desigualdad económica, la polarización social, los problemas psíquicos, el resurgir fascista, la crisis de sentido y la crisis de legitimidad política.

Nos enfrentamos a un futuro incierto, volátil y turbulento, pero también a la posibilidad de transformación y regeneración en medio de tanto caos. En este problemático contexto es crucial reconocer que la colapsalidad no es solo define un desolado paisaje de crisis externa, sino también el abismo de una crisis de valores y de imaginación, un auténtico desafío existencial. Su inquietante vibración obliga a la reevaluación integral de valores y prioridades, a un cambio fundamental en nuestra forma de pensar y actuar, a la adopción de un enfoque holístico y gaiano que reconozca la interconexión de las crisis que llevan al colapso y promueva alternativas orientadas a la vida buena, la resiliencia, la solidaridad, la equidad, la biomímesis y el comunalismo. En suma, una auténtica revolución antropológica. 

Bibliografía

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Giddens, A (1993): Consecuencias de la modernidad, Madrid, Alianza Editorial.

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González Reyez, L y Almazán, A (2023): Decrecimiento. De qué al cómo. Peopuestas para el Estado español, Barcelona, Icaria. 

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Hernàndez, G.M (2023): “El tiempo de la Guerra Mundial”, El Salto, 19 septiembre 2023, https://www.elsaltodiario.com/laplaza/tiempo-guerra-mundial

Horvat, S (2021): Després de l’apocal·lipsi, Barcelona, Arcàdia. 

Lazzarato, M (2024): ¿Hacia una guerra civil mundial?, Madrid, Tinta Limón-Traficantes de Sueños. 

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