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15-M, el necesario paso adelante

Fuentes: Rebelión

El domingo 22 de mayo, los movilizados a lo largo del territorio español que exigen una democracia real vivieron -o vivimos- la primera cura de humildad. Mientras se celebraban asambleas, se levantaba la mano para intervenir, se escribían frases originales en papeles que colgaban procurando que no apareciese ningún membrete de organización, los que sí […]

El domingo 22 de mayo, los movilizados a lo largo del territorio español que exigen una democracia real vivieron -o vivimos- la primera cura de humildad. Mientras se celebraban asambleas, se levantaba la mano para intervenir, se escribían frases originales en papeles que colgaban procurando que no apareciese ningún membrete de organización, los que sí estaban organizados ganaban las elecciones y tomaban el poder. En realidad no tomaron nada que ya no tuvieran. Es verdad que todos sabíamos que esas concentraciones no iban a afectar de modo importante al resultado electoral, pero caer en la cuenta de que mientras nos movilizábamos otros formalizaban el protocolo del relevo de gobierno para que no cambie nada, debe hacernos pensar en cómo avanzar más allá de lo que se está haciendo. Por ello es importante superar la fase de entusiasmo y autocomplacencia para iniciar la estrategia y operatividad.

Observando los documentos y propuestas aprobadas en las asamblea de indignados se comprueba que, efectivamente, son radicales, sin embargo deberá definirse cuál es el nivel de mínimos que se va exigir al poder y qué medidas de presión y durante cuánto tiempo se está dispuesto a luchar. Si entre los puntos aprobados aparece la nacionalización de la banca pero no se concreta a quién se le exige, si se está dispuesto a aceptar una propuesta intermedia y con qué medidas se presionará, es evidente que ningún poder se va a tomar en serio esa demanda. Otras peticiones ya están reflejadas en la legislación, enumerarlas sin concretar cómo se debe garantizar es lo que ya existe, no supone ningún avance. También las hay contradictorias, se plantea el derecho a una vivienda pero, a continuación, se pide que la entrega de la vivienda ante el impago de la hipoteca cancele la deuda. O sea, que se asume que las familias se queden en la calle.

El movimiento ha vivido una luna de miel mediática e incluso en sus relaciones con el poder. Fueron tan sorpresivos que lograron la atención de la prensa, el momento preelectoral y un ministro de Interior como posible candidato a la presidencia del Gobierno en las elecciones generales del próximo año garantizaban la no intervención de las fuerzas del orden. Por otro lado, el poder político y económico no se ha sentido amenazado lo más mínimo -por ahora-, incluso se han permitido el cinismo de decir que ellos también compartían el sentimiento de los concentrados y se sentían igualmente indignados, lo que confirma que no se han marcado suficientemente los bandos en liza.

En cuanto al ideario de los manifestantes, según se comprueba en intervenciones en las asambleas y en los eslóganes de sus pancartas y escritos, es verdad que aparecen contundentes expresiones con posiciones políticas precisas, pero también existen demasiados casos de apoliticismo y desideologización que recuerdan más al populismo y al fascismo. Expresiones como que no somos de izquierda ni de derecha o que todos los políticos son iguales no ayudan mucho a definir la lucha. Es verdad que en política económica no existe apenas diferencia entre PSOE y PP, pero la mayoría de las propuestas aprobadas en las asambleas hace años, e incluso décadas, se encuentran en partidos políticos de izquierda que no reciben ni han recibido el apoyo de esos manifestantes. Y no nos referimos a apoyo electoral -que también-, tampoco a actos o movilizaciones que esos grupos políticos y sus militantes, con sus errores y defectos, han intentado poner en marcha desde hace años. No tendría sentido pedir el cambio de la ley electoral si se está diciendo que todos los políticos son iguales. No es lo mismo el presidente de la Comunidad Valenciana, Francisco Camps, que el alcalde de Marinaleda, José Manuel Sánchez Gordillo, o los candidatos de Bildu en Euskadi.

Por otro lado, si durante la campaña electoral se consideró saludable que no apareciesen siglas de partidos ni de organizaciones en las concentraciones, una vez pasadas las elecciones, en mi opinión, no veo razón para que estén proscritos partidos -en su mayoría extraparlamentarios- que mantuvieron en sus programas las propuestas que ahora piden los concentrados u organizaciones ecologistas, feministas, antifascistas, alterglobalización que llevan años movilizadas. Yo al menos no me siento cómodo en una concentración que dice que todos los políticos son iguales y prohíben una bandera republicana, una con una hoz y un martillo, una anarquista o una imagen del Che. Los indignados no quieren irrumpir en el panorama político, se sitúan inmaculados, se creen por encima de ideologías, se limitan a protestar y pedir que les resuelvan los problemas. ¿Quién los va a resolver? ¿quién va a elaborar las leyes que garanticen los derechos que están exigiendo? ¿quién va a garantizar los que ya están en las leyes pero no se aplican? ¿quién va a poner coto a los bancos? ¿quién va a exigirles que devuelvan el dinero público que se les ha dado? ¿quién y cómo se va a exigir a los medios de comunicación que informen con honestidad y veracidad? No esperarán que lo hagan los diputados del PSOE y del PP que tienen la mayoría en el Congreso, menos todavía si no se logra enfrentar a la derecha que no para de rentabilizar las tropelías del PSOE y cuya corrupción no se castiga en las urnas.

En mi opinión, desde el poder se apuesta a que, con el paso de los días, caiga la movilización, se agote por no concretar acciones, se aburran ante asambleas inoperativas o surjan conflictos entre los movilizados. El caso argentino durante la crisis del año 2001 nos debería servir de ejemplo. Toda la ciudadanía movilizada, indignada, reuniéndose por las medidas económicas de su gobierno, bajo el lema de «que se vayan todos» no condujo a nada. No fueron capaces de crear una organización operativa, de desarrollar estructuras representativas, se ahogaron en su discurso de la antipolítica y su fobia a los partidos y los líderes. Finalmente, el discurso de «que se vayan todos», se quedó en que no se fue ninguno. Por otro lado, con el paso de los días, la atención mediática a los concentrados a buen seguro caerá, las cámaras de televisión desaparecerán de las plazas, las primeras páginas de los periódicos olvidarán las movilizaciones, es por tanto necesario avanzar en propuestas concretas. En Túnez o en Egipto se mantuvieron movilizados porque había una demanda a corto plazo bien definida: la dimisión del presidente del país. En España, ninguna de las demandas de los indignados es viable de aprobación con un Parlamento dominado por PP y PSOE, de modo que habrá que buscar otra opción.

La explosión de indignación que ha tomado las calles de las ciudades españolas ha supuesto una ruptura con el nivel de resignación que ha dominado en la sociedad española en los últimos años. Ha mostrado que muchos de los métodos tradicionales de movilización han quedado obsoletos, que muchas organizaciones que se creían vanguardia no tenían capacidad alguna de acción. Sin duda existe un tremendo potencial en un movimiento que ha sacado a la calle de las principales ciudades españolas a una generación que las organizaciones tradicionales no habían logrado ilusionar, unas organizaciones que tienen la obligación de incorporarse con humildad pero aportando su experiencia y elaboración de alternativas. Ha despertado también en muchos de nosotros una euforia y una esperanza en la ciudadanía y los jóvenes que nunca olvidaremos, pero no debemos dejar que esa borrachera nos paralice y nos despertemos solamente con la resaca y la frustración de que todo sigue igual.

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Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

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