«Esta huelga es el fruto del dolor de miles de trabajadores explotados y humillados día y noche por la Compañía y sus agentes; esta huelga es la prueba que hacen los trabajadores para saber si el gobierno nacional está con los hijos del país, en su clase proletaria, o contra ella y en beneficio exclusivo […]
«Manifestó de la Unión Sindical de Trabajadores del Magdalena», Cienaga, noviembre 12 de 1928, El Espectador, noviembre 19 de 1928, p. 2.
Entre el 5 y el 6 de diciembre de 1928 y en los días subsiguientes se presentó la masacre de los trabajadores bananeros, que laboraban para la compañía estadounidense United Fruit Company, por parte de tropas del ejército colombiano. Este luctuoso acontecimiento, del que se cumplen 90 años, llenó de sangre y dolor al naciente proletariado colombiano. En este aniversario queremos reconstruir en forma muy breve parte de lo sucedido.
EL ENCLAVE BANANERO Y LOS TRABAJADORES
El banano es un fruto originario de Asia Meridional que llegó a América traído por los conquistadores españoles en el siglo XVI. Su producción se desarrolló en los países centroamericanos, en donde todavía sigue siendo uno de sus principales artículos de exportación. Sin embargo, durante varios siglos fue un cultivo de consumo local por parte de algunas sociedades agrarias de Asia, África y América Latina. Solamente hasta la segunda mitad del siglo XIX se convirtió en una fruta apetecible para el capitalismo internacional, porque se empezó a consumir en los Estados Unidos, siendo significativo que antes de 1870 el banano fuera completamente desconocido en ese país. En ese año llegaron los primeros cargamentos, procedentes de Costa Rica, traídos por un ingeniero ferroviario de nombre Minor Cooper Keith. Sólo treinta años después el consumo de banano en los Estados Unidos ya ascendía a unos 16 millones de racimos. Este individuo, que llegó a ser conocido como «el rey sin corona de Centroamérica», fundó en 1899 en la ciudad de Boston la United Fruit Company (UFCO), la empresa bananera más grande del mundo, con plantaciones en Costa Rica, Cuba, Honduras, Jamaica, Nicaragua, Panamá, República Dominicana y Colombia.
El banano se exportaba hacia los Estados Unidos desde los países mencionados y en éstos se habían implantado enclaves agrícolas, donde miles de trabajadores producían el fruto. En estos enclaves la empresa estadounidense había sometido todo lo que encontraba: monopolizaba la tierra y el agua; era dueña de los ferrocarriles y todos los medios de comunicación existentes, incluyendo el telégrafo; tenía su propia flota marítima, con la que llevaba los bananos a los Estados Unidos, formada por unos treinta buques. Imponía y quitaba presidentes y dictadores en los países centroamericanos, siendo célebre la afirmación del aventurero Sam Zemurray, llamado el «hombre banana», cuando dijo que «en Honduras es más barato comprar un diputado que una mula». Por todo ello, en los países de la región la empresa estadounidense era conocida como «Mamita Yunai».
La United llegó a Colombia a fines del siglo XIX y se implantó en la región contigua a Santa Marta, una zona idónea para la producción de banano por sus características ambientales, la fertilidad de sus tierras y su cercanía a la costa, lo cual facilitaba la exportación del fruto. De la misma forma que en los otros países a donde se había instalado, la UFCO desarrolló una economía de enclave, controlando todo lo que encontraba a su paso y subordinando a los pequeños productores de banano. Estos no desaparecieron pero si quedaron sujetos a los designios de la empresa estadounidense, por la apropiación de la tierra (incluyendo a los baldíos nacionales) y del agua, la monopolización de la infraestructura de transportes y comunicaciones, la imposición de su propio sistema de crédito, y porque era la única compradora de la producción local.
Los trabajadores de la compañía eran antiguos campesinos, colonos e indígenas que formaron el primer contingente de asalariados. Mientras en 1906 había 15 mil jornaleros dependientes de la UFCO, en 1928 eran 32 mil. Estos trabajadores desempeñaban diversas actividades: encargados de sembrar y cuidar el banano en las plantaciones; estibadores del muelle y del ferrocarril; coleros, que cargaban los racimos al borde de los campos; puyeros, que cortaban la fruta; y carreros que la apilaban en paquetes que eran llevadas por las mulas hacia los ramales del ferrocarril.
Aunque a la UFCO le interesaba desarrollar relaciones libres o semi-libres de trabajo con el fin de romper los vínculos de campesinos y colonos con la tierra, no implementaba en forma directa las formas salariales características del capitalismo. Para ello procedía a vincular a contratistas y subcontratistas que enganchaban a los trabajadores, los cuales no tenían ningún vínculo directo con la empresa. Dicha forma de vinculación laboral le resultaba muy efectiva, porque dificultaba la organización de los trabajadores y creaba una jerarquía de contratistas, capataces y productores directos. Como consecuencia, el salario que recibían los trabajadores era exiguo, pues se diluía en una cadena de intermediarios. Predominaba el salario a destajo, porque a los trabajadores no se les pagaba un sueldo fijo sino de acuerdo a las tareas realizadas: a los corteros por la cantidad de guineos que cortaran, a los estibadores por el número de bultos cargados. Además, no se pagaba en dinero sino con vales, que era como una moneda interna que sólo se recibía en los comisariatos de la empresa.
Las condiciones laborales, higiénicas y habitacionales de los trabajadores eran deplorables. En el trabajo el jornalero no contaba con ningún tipo de protección para adelantar sus labores, no habían hospitales ni dispensarios médicos, sólo se atendía a los trabajadores cuando estaban muriendo y si se enfermaban se les cobraba por la hospitalización. Los trabajadores dormían en campamentos desvencijados, sobre esteras hechas con las hojas de guineo, invadidas por chinches.
LA HUELGA DE 1928
Las condiciones materiales descritas, junto con la emergencia en la costa atlántica de variadas influencias ideológicas radicales y socialistas desde finales de la década de 1910, llevaron a los trabajadores a organizarse para exigir sus derechos. Las protestas obreras se dieron en el enclave y en el ferrocarril, los dos epicentros de la actividad de la UFCO. Luego de varios intentos organizativos en 1925 se formó la Unión Sindical de Trabajadores del Magdalena (USTM) que aglutinaba a la inmensa mayoría del proletariado bananero.
Antes de la USTM y de la huelga de 1928 se habían presentado varias huelgas contra la United, desde cuando en 1910 los trabajadores del ferrocarril cesaron actividades exigiendo el mismo trato y salario que los trabajadores extranjeros. En 1918 se presentó una segunda huelga en la que participaron los trabajadores del ferrocarril y los de las plantaciones de banano, solicitando aumento de salarios, pagos semanales y abolición de los vales que los obligaban a comprar en los comisariatos. Ante tales solicitudes, la gerencia de la UFCO afirmó que no podía solucionarlas ya que eso sólo lo podían hacer en las oficinas centrales, en Boston, a donde se envió el pliego de peticiones, pero la empresa nunca dio respuesta.
En noviembre de 1924 se efectuó una huelga general en la zona. En octubre los trabajadores del ferrocarril y los bananeros presentaron pliegos, teniendo como peticiones centrales el pago de horas extras a los cargadores o braceros del ferrocarril; un jornal mínimo de $2 en las plantaciones y pago doble por trabajo dominical; eliminación del sistema de contratistas; auxilio por enfermedad, indemnización por accidentes de trabajo y pago de seguros de vida; jornada de 8 horas; campamentos higiénicos y servicio médico; e indemnización por cesantía y despido. Esta huelga fue declarada ilegal, el sindicato fue desconocido por la empresa, se contrataron esquiroles, fueron expulsados muchos huelguistas y se llego hasta el extremo de rebajar el salario de los trabajadores enganchados por los contratistas.
Exactamente cuatro años después, en octubre de 1928, se presentó otro pliego de peticiones, muy similar al de 1924. Ese pliego tenía nueve puntos: establecimiento del seguro colectivo para todos los empleados y obreros de la compañía; reglamentación sobre accidentes de trabajo; dotación de habitaciones higiénicas y reconocimiento del descanso dominical remunerado; aumento de salarios; eliminación de los comisariatos y libertad comercial en la zona bananera; supresión del sistema de vales como forma de pago; cancelación salarial cada semana y no por quincenas; cesación de contratos individuales y creación de contratos colectivos; construcción de hospitales, dotados de instrumental adecuado y de medicamentos, así como ampliación de los campamentos.
La UFCO en principio se negó a considerar las peticiones, lo cual llevó al sindicato a decretar la huelga el 11 de noviembre de 1928 en la población de Sevilla, una decisión aprobada de manera unánime por miles de trabajadores.
Desde un principio tanto la compañía como el gobierno colombiano consideraron que esto no era una huelga sino un movimiento subversivo, capitaneado por «agitadores comunistas». La zona bananera fue militarizada y el gobierno nacional envió al general Carlos Cortes Vargas a ese lugar. El gerente de la UFCO, Thomas Bradshaw, afirmaba que esa no era una huelga, «sino un movimiento claro y absolutamente subversivo, un motín o asonada, una insinuación del levantamiento de las masas en la zona bananera, un movimiento, en fin, que están dentro de los que caen bajo la sanción del Código Penal y bajo el refreno de las autoridades».
El 25 de noviembre el Gerente de la UFCO respondió a las peticiones de los trabajadores, aceptando algunos de los nueve puntos presentados: el mejoramiento en las condiciones higiénicas de las habitaciones de los trabajadores y la construcción y dotación de hospitales, la supresión de los pagos quincenales, el pago semanal, la cancelación del 50 por ciento del salario en dinero efectivo (suprimiendo en forma parcial los vales), y el aumento diferencial de salarios para los trabajadores de las diversas localidades de la zona bananera. Pero negaba las principales solicitudes como el seguro de trabajo, reparaciones por accidente, el descanso dominical y la eliminación de los comisariatos.
Al mismo tiempo, el gobierno, el ejército y la UFCO empezaron a difundir el rumor que los trabajadores no realizaban una huelga sino que estaban preparando una insurrección y se aprestaban a atacar a Santa Marta y los poblados de la región. Como preparándose para una guerra y no para un conflicto laboral, en el ejército empezaron a ser reemplazados los soldados locales por un contingente de soldados venidos del interior, porque Cortes Vargas temía que aquéllos, por tener relaciones familiares o de amistad con los huelguistas, pudieran «vacilar en caso de que tuvieran que asumir una actitud decisiva».
El 5 de diciembre fue implantado el Estado de Sitio y se designó a Carlos Cortes Vargas como Jefe Civil y Militar, con la orden terminante de despejar las vías y movilizar los trenes «haciendo uso de las armas si fuere necesario» .
LA MASACRE
En la noche del 5 de diciembre se reunieron en la plaza de Ciénaga unos 4000 obreros, luego de que hubieran sido convocados por la Unión Sindical de Trabajadores del Magdalena para organizar una manifestación en la que se pediría al gobierno que obligara a la UFCO a negociar con los obreros en huelga. En el curso de ese día 5 se les informó que tanto el Gerente de la empresa estadounidense como el Gobernador del Magdalena se dirigían hacia la plaza para firmar el acuerdo con los trabajadores, pero al despuntar la tarde se confirmó que ninguno de los aludidos vendría, por supuestas amenazas contra sus vidas. Los obreros congregados en Ciénaga decidieron permanecer allí para dirigirse al otro día hacia Santa Marta, capital del Departamento, a solicitar a las máximas autoridades locales una respuesta a sus peticiones.
Mientras los obreros se encontraban reunidos en forma pacífica en Ciénaga, le llegó a Cortes Vargas la declaración del Estado de Sitio y su designación como Jefe Civil y Militar, a las 9 y 45 de la noche . Ese general reunió a sus soldados, muchos de los cuales habían ingerido alcohol, les ordenó preparar las armas y se dirigió a la plaza central de Ciénaga donde se encontraban los 4000 trabajadores, algunos de los cuales dormían desprevenidamente en el suelo.
Entre las últimas horas de ese fatal 5 de diciembre y las primeras horas del 6 la plaza de Ciénaga se llenó de espanto y de olor a muerte, porque Cortes Vargas dio la orden de disparar contra la inerme población de obreros y sus familiares que allí se encontraba, la cual sólo añoraba una solución positiva a sus peticiones, pero la única respuesta que recibió fue el sonido tétrico de los fusiles del ejército colombiano.
En Ciénaga, cientos de trabajadores fueron asesinados a sangre fría, envueltos en la bandera nacional. Los cadáveres que quedaron en la plaza y en los potreros de los alrededores fueron recogidos y enterrados por el ejército. Tal seria la magnitud del aleve ataque contra los trabajadores que, pocos días después, cuando el corresponsal de El Espectador visitó la plaza de Ciénaga constató que «el destrozo producido por las balas de fusil es realmente aterrador. Vi rieles en la estación de Ciénaga y pilares metálicos literalmente atravesados por las balas» .
Después del fusilamiento de Ciénaga se originó una cacería indiscriminada de los trabajadores, considerados como una cuadrilla de malhechores, porque durante su huida le prendieron fuego a algunas plantaciones de banano e intentaron organizarse contra los criminales ataques del ejército. Este realizó sus acciones pasando por encima de las autoridades civiles y judiciales, y persiguiendo abiertamente a todos aquellos que discreparan de la acción militar. Cortes Vargas justificó la masacre porque era necesario «sentar precedentes contra comunistas que amenazan la tranquilidad de la patria» y en forma cínica dijo, en un libro que escribió sobre lo que él llamó los «sucesos de las bananeras», que los muertos habían sido nueve, uno por cada punto del pliego de peticiones. Este era un auténtico cinismo, ya que los muertos, sumados los de Ciénaga y los de los alrededores, en las jornadas de la noche del 5 de diciembre y los días siguientes fueron más de mil, como lo reconocía el representante de los Estados Unidos en Colombia, en información interna enviado a su país.
Varias razones impidieron que se precisara el número de jornaleros asesinados: como los trabajadores procedían de diversos lugares, no tenían familiares que los reclamaran; una parte de las victimas fue arrojada al mar, para que no fueran encontrados los cadáveres; otros fueron obligados a cavar su propia tumba antes de ser asesinados y enterrados en fosas comunes; en la zona se implantó una feroz censura de prensa que impidió la investigación de los periodistas que estuvieran interesados en averiguar lo que allí aconteció; se persiguió y acalló con saña a los dirigentes de la huelga, algunos de los cuales fueron asesinados, como Erasmo Coronel, otros fueron encarcelados, como Alberto Castrillón, y el principal de todos, Raúl Eduardo Mahecha, huyó escondido en bultos de comida, mientras a su cabeza le ponía precio el ejercito colombiano. Con todo ello quedó en evidencia, como lo dijo Jorge Eliécer Gaitán, que «el suelo colombiano fue teñido de sangre para complacer las arcas ambiciosas del oro americano» y dolorosamente «sabemos que en este país el gobierno tiene para los colombianos la metralla homicida y una temblorosa rodilla en tierra ante el oro americano». Noventa años después las cosas han cambiado muy poco para los obreros bananeros de Colombia y en años recientes la motosierra se empleó como instrumento de muerte y tortura al servicio de la Chiquita Brands, heredera de la United Fruit Company, esparciendo, nuevamente, sangre obrera por los suelos de este adolorido país, de la misma manera que en las luctuosas jornadas de diciembre de 1928.
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