Oswald Spengler escribe entre 1918 y 1923 una obra colosal con el título de este escrito. Una obra fabulosa, fabulosa por increíble, para aquel tiempo. Y me lo parece, pues entonces el conocimiento de la historia en todos sus ámbitos y todas las culturas dependía exclusivamente del conocimiento, cultura, rastreo, investigación y trabajo de campo epistemológico del autor. No como hoy en que todos esos recursos se encuentran, al menos virtualmente, al alcance de cualquiera; razón por la cual la erudición y el didactismo están tocados, profundamente devaluados: sólo consiste el asunto en superar la pereza que pueda causar la búsqueda… La organización epistemológica de lo que Spengler llama “épocas correspondientes” es, a mi juicio, un hito en la Era del conocimiento global que con creces supera la Era del oscurantismo. Sin la arrogancia del profeta, ni la pretenciosidad del visionario, mediante un cálculo minucioso del devenir de la historia en todos sus planos posibles -todo raciocinio-, Spengler predice, más bien prevé una dictadura mundial alrededor de los años 2030. Aunque esto en la obra es lo de menos, pues su interés estriba en un minucioso recorrido de todo lo que comporta cada cultura en términos comparativos relacionados con la cultura judeocristiana occidental: desde la matemática y el número, pasando por toda expresión artística, hasta todo cuanto tiene que ver con la ciencia, con los oficios, la tecnología, la religión, la sociedad… Antropología pura. Ilustrada conceptualmente de una manera magistral, agota todo cuanto cabe imaginar acerca del quehacer del ser humano allá donde estuvo…
El presente boceto de este epítome singular no toma prestado más que el título. Pero en él, en mi razonamiento, quizá subyacen en cierta medida también alguno de los suyos. De todos modos, lo importante no es expresar ideas nuevas por imposibles, pues sub sole nihil novi est, nada hay nuevo bajo el sol, aparecido por primera vez en la Vulgata. Todo está ya concebido y expresado de diversos modos en la historia del pensamiento. Lo importante, sin margen para al autoengaño, es esa íntima satisfacción, mezcla de placer y de dolor que acompaña a todo alumbramiento, de creer haber dado vida uno mismo a la idea…
Veamos. Decadencia es, tanto la pérdida progresiva de la fuerza, intensidad, importancia o perfección de una cosa o una persona, como ese período histórico en el que un movimiento artístico o cultural, un estado, una sociedad, etc., va perdiendo la fuerza o los valores que lo constituyen y se debilita hasta desintegrarse. Cuando atisbamos decadencia en algo o en alguien es a través de indicadores, unas veces patentes, otras sutiles, que muestran la pérdida de vigor de lo que fue pujante, de lo que fue potente, robusto, vital. La decadencia no se manifiesta de súbito. Como tampoco el envejecimiento. Las señales del decaimiento se van perfilando en pormenores precursores. Tras un proceso más o menos lento el conglomerado de lo que comporta la decadencia, unas veces desemboca en una grave crisis y otras, las circunstancias son un precipitado que convierte la decadencia en ruina. Por ejemplo: la energía negativa acumulada, se libera en el estallido de la guerra. Por la importancia que tiene para las sociedades europeas y por extensión de occidente, de señal brutal de decaimiento tras otras muchas precedentes se puede mencionar como ejemplo la decadencia del Imperio Romano. Llegó un momento en que, sin hipérbole, el título de emperador se subastaba. Nadie lo quería. Al final del largo recorrido de una larga y premiosa decadencia Odoacro, al frente de los Bárbaros, se adueña del Imperio ¡Cómo estaría el patio!
En efecto. La civilización occidental está en declive hace mucho tiempo. Su motor espiritual es el cristianismo. Su motor económico, el capitalismo de mercado (falsamente libre). En ambos planos, la civilización se viene arrastrando desde hace décadas. El cristianismo, y de él el catolicismo, retroceden de manera alarmante para sus profesos. Y en lo económico pierde fuerza el principio y motor de la riqueza: la acumulación de capital. El capitalismo de mercado se caracteriza por su permanente necesidad de expansión y ésta ya no es posible, ha llegado a su fin. El derrumbamiento del muro de Berlín, en 1989, le permitió recuperar algo de resuello. E inmediatamente después, 1991, gracias a la desintegración de la URSS, respiró. Respiró libremente hasta 2008, fecha de la segunda crisis; la primera fue en 1929. Sea como fuere, un siglo es tiempo suficiente para entrar una civilización en plena decadencia. Y con mayor motivo cuando a la propia índole o naturaleza del sistema al que, como en el caso del alacrán no le es posible reprimirse su instinto de clavar el aguijón, se suman factores en principio materialmente inevitables, como son el cambio climático, la concentración de la población en las urbes, el abandono masivo del campo, la progresiva escasez de agua potable y la acelerada demografía mundial. El caso es que el flujo del espíritu de la civilización viene decayendo con más o menos parsimonia pero inexorablemente, a ojos vista, como todo lo que es barroco o sofisticado y tarde o temprano choca brutalmente con los confines de la “realidad natural”, desde mucho más tiempo atrás. En lo religioso, la evolución de la mente va proscribiendo lo esotérico que atenta contra la razón pura.
Porque el capitalismo, en oposición al socialismo real, se sustenta en bases irracionales que son las de la depredación Sus principios “vitales”, que serán algún día, pronto, al mismo tiempo causa de su desintegración, son la libre concurrencia (intervenida solapadamente), lucha de fuerzas con vocación de aniquilarse entre sí, la ley del más fuerte, la ley de la jungla. Por eso digo “en principio” inevitables. Porque no son fatales. Pudieran evitarse si la inteligencia real humana se sobrepone al obstáculo de su propia naturaleza y de sus principios caducos. Pues, para superar los factores los gravísimos obstáculos del cambio climático, la alta demografía, el exceso de producción, la basura a escala planetaria y la aniquilación de las fuerzas económicas entre sí, ahí está la deseable sinergia entre todas las naciones con conciencia de Humanidad que ha de salvarse de su extinción. Y esa sinergia ha de empezar admitiendo que la economía capitalista ha llegado a su fin, que ha cumplido sus razones, su cometido y sus designios; que el sistema occidental de vida debe transmutarse urgentemente. No se sabe si la iluminación sobre este evidencia llegará a tiempo a todas las cabezas responsables. Pero de momento no parece que la sinergia sea precisamente el aglutinante que descuelle. Y ojalá me equivoque, aunque sólo sea por el bien de nuestra descendencia. Porque es una “evidencia cuasi científica” que ya no valen Acuerdos en teoría; acuerdos sobre esfuerzos baldíos que ya resultan un autoengaño miserable y torpe. Contener el avance del CO2 no admite espera. De nada sirven parches aislados. Pues está claro que hasta ahora sólo se afectan buenos propósitos, de esos de los que el cielo está empedrado; que los científicos y los políticos estarán muy de acuerdo en todo, pero la realpolitik y la acción corrosiva de la hybris, la ambición desmedida y ciega de accionistas, corporaciones, holdings, ciclópeos intereses en definitiva, dan al traste con cualquier paso adelante que no acabe siendo anecdótico o meramente testimonial. La acción drástica en que deben traducirse esos Acuerdos ni asoman…
Desde la primera Conferencia Mundial sobre el Clima ha pasado casi exactamente un siglo. Se celebró en 1979 en Ginebra. La Organización Meteorológica Mundial (OMM) reconoció el cambio climático como un problema grave para el planeta y avisó de los perjuicios para el bienestar de la humanidad (ahora ya debiera decirse para la supervivencia de la humanidad). El Acuerdo de París de 2015 es el primer acuerdo universal sobre el cambio climático. Y a partir de ahí, otros cinco Acuerdos más sobre el Clima. Todos papel mojado. E incluso aunque se llevasen a la práctica mañana es dudoso el resultado, pues las condiciones medioambientales parecen irreversibles. La economía mundial sigue gravitando en torno a la explotación salvaje de los recursos naturales, cada vez más escasos, y descansando sobre el expolio de países de débil constitución política. Irreversibles, en el espacio de tiempo de nuestras generaciones…
Por todo esto hablo de decadencia. Tras su esplendor consistente básicamente en la fabricación de artefactos en una cadena de montaje sin fin, la civilización occidental se encuentra en una grave encrucijada; en una crisis global sin precedentes sin horizontes asumibles que le permitan rectificar. Porque rectificar significa renuncia. Renuncia a muchas cosas, a muchas emprendedurías, proyectos e ideas relacionados con la actividad económica de un alto horno, que, por otra parte, ha habituado al individuo occidental al consumo, al hedonismo y al trajín. Tan habituado, como desacostumbrado a la quietud, a la contemplación y a la meditación que son lo más opuesto y hostil a la clase de “existencia” que el sistema ha venido proponiendo y promoviendo hasta ayer. Del instinto que asoma de una voluntad ambigua y difusa en los núcleos del poder tras los acontecimientos sanitarios del presente, se entrevé su consciencia de lo que está en juego y medidas progresivas a escala planetaria de cuyo resultado y eficacia ellos, los responsables, esperan mucho, y nosotros, los ciudadanos del mundo, ya iremos viendo aparte de padecerlas.
Sea como fuere, el cambio urgente de paradigma viene determinado por el instinto de supervivencia de la especie humana. Por eso, a la humanidad, al ser humano y a quienes a la cabeza de la una y del otro asumen la responsabilidad de las naciones y del planeta, les corresponde decidir si deseamos continuar la aventura humana cambiando radicalmente los parámetros de comportamiento, o renunciamos a dicha aventura en un breve espacio de tiempo computado por los módulo de la historia clásica, dejándonos ir. Dicho de otro modo, a todos cuantos miden y pesan en el mundo de manera decisiva incumbe decidir si al atravesar la ciénaga de un planeta enfermo y una humanidad enferma, cegados por la ambición y por la necedad, nos hunde definitivamente en el lodo el pesado fardo de oro que nos lastra, o nos desprendemos de él conservando sólo lo indispensable, para así intentar superar y salir mejor del lodazal…
Jaime Richart, Antropólogo y jurista