La imagen es simplemente extraordinaria: Sebastián Piñera, el actual Presidente de Chile, una especie de niño símbolo de la especulación financiera neoliberal, cae víctima del mismo sistema del cual tanto se benefició y promovió hasta el paroxismo. Piñera se hunde a una velocidad inusitada, víctima de sus propias víctimas. De todos aquellos que durante décadas […]
La imagen es simplemente extraordinaria: Sebastián Piñera, el actual Presidente de Chile, una especie de niño símbolo de la especulación financiera neoliberal, cae víctima del mismo sistema del cual tanto se benefició y promovió hasta el paroxismo.
Piñera se hunde a una velocidad inusitada, víctima de sus propias víctimas. De todos aquellos que durante décadas cargaron sobre sus hombros el peso del modelo económico, pero que de manera sistemática fueron excluidos de los beneficios.
Su «carrera» en el mundo financiero comenzó con la estafa al Banco de Talca, ya a estas alturas por todos conocida. Como gerente general otorgó créditos a empresas recién creadas y sin capacidad de cubrirlos, que a su vez compraban acciones del propio banco. Ideólogos de la estafa fueron Sebastián Piñera, Carlos Massad y Emiliano Figueroa. Aunque Piñera afirma no haber ido a la cárcel, Mónica Madariaga señaló en más de una oportunidad que, siendo Ministra de Justicia, pidió su libertad bajo fianza a solicitud de su hermano José Piñera, de quien era colega en el gabinete de Pinochet. Como sea, el hecho es que Sebastián Piñera fue condenado, estuvo más de 20 días prófugo y cuando la Corte Suprema resolvió su caso favorablemente, el obispo Bernardino Piñera, toda una autoridad en la época (hoy acusado de abusos sexuales), incidió en la decisión de los jueces. A ello se agrega el conveniente extravío de un expediente clave para el caso.
Durante el proceso se descubriría, además, que algunas de las empresas creadas para desfalcar al Banco de Talca usaban beneficios que entregaba el Banco Central a los exportadores, fingiendo desarrollar esa actividad.
Piñera se alejaría de sus socios (Massad y Figueroa) no sólo por este hecho, sino porque estos le habían encomendado comprar acciones de Redbanc a nombre de Infinco, la empresa que habían creado para asesorar al Banco de Talca e instalar el negocio de las tarjetas de crédito en el país. Con una astucia de la cual más tarde haría gala, Piñera las compró. Pero para él.
La mitología refiere equívocamente a esta historia la enemistad que desarrollaría con otro empresario, no menos truculento, fallecido en 2008: Ricardo Claro.
Desde ahí su carrera es conocida, lo mismo que los problemas en que se vio envuelto por su afán de correr el filo de le ley: uso de información privilegiada en la compra de acciones de LAN, el caso «Cascadas», el de la pesquera peruana Exalmar, las empresas «zombies» y un largo etcétera.
Lo interesante de estos hechos es que Piñera fue uno de los principales impulsores y beneficiarios del desarrollo del mercado financiero chileno, fortalecido durante la dictadura del general Pinochet. En gran parte, gracias a la creación de las AFP (invención de su hermano José), que a través del ahorro previsional coercitivo de toda la población generaron una fuente inagotable de capital para nutrir dicho mercado financiero.
Su carrera política no recorre un camino muy distinto y no viene al caso describirla. Baste con recordar el célebre episodio de la radio Kioto de Ricardo Claro, el 23 de agosto de 1992, que mostró cómo Piñera complotaba para tratar de arruinar las opciones electorales de su principal contendora dentro de la derecha: Evelyn Matthei. O su referencia repetida hasta el cansancio de su voto por el «No» en el plebiscito de 1988, con que siempre ha pretendido negar su vínculo anterior y posterior con la dictadura cívico-militar (no olvidar su rol de generalísimo de Hernan Büchi en la campaña frente a Patricio Aylwin). Su actuar reciente, que lo llevó a devolver los militares a la calle, demuestra que su íntima cercanía con el golpismo y la violación a los derechos humanos era mucho más profunda de lo imaginado. Conocedor de los vericuetos legales y de las vías de escape, seguramente intentará escabullirse de sus responsabilidades presentes. De las históricas no podrá.
Para no ser menos que Michelle Bachelet quiso también gobernar por dos períodos. Y si ella se transformó en una líder global en temas de derechos humanos, él quería hacer lo propio, pero en el área medioambiental.
Cegado por su oportunismo, sin embargo, no leyó lo que pasaba delante de sus ojos. No supo ver que mientras recibía beneficios ilimitados del modelo que aún insiste en tratar de perfeccionar, la mayoría de la población padecía las inclemencias de tributarle su sudor cotidiano a personajes como él.
Tampoco pudo entender que no posee el carisma, ni la credibilidad que se atribuye. Cuando se vive sólo entre pares, acostumbrados a sobarse unos a otros la espalda y a pasarse la mano en la dirección del pelo, o entre empleados condescendientes por temor a perder el trabajo, no se puede saber que no se tiene carisma o no se es gracioso, ni que fuera del círculo no le obedecerán por el sólo hecho de ser quien es.
En el fondo, no entendió la diferencia entre la subordinación y el silencio, ni entre el empleado y el ciudadano.
La principal paradoja no es, sin embargo, que su soberbia y ceguera lo llevarán a ser el sepulturero del sistema del cual profitó e impulsó, sino que el sepelio lo encabezará un cortejo de muchachos y muchachas quinceañeras, quienes escucharán a Los Prisioneros y Víctor Jara. Música que seguramente tanto despreció y aún desprecia.
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