Desde que se fugó de la Cárcel de Alta Seguridad en un canasto, Ricardo Palma Salamanca, «el Negro», ha vivido huyendo y escondiendo su verdadera biografía. El exfrentista condenado por el asesinato de Jaime Guzmán, nunca ha dado una entrevista, hasta hoy. Patricio Fernández conversó con él tres días en París. Ricardo Palma Salamanca […]
Desde que se fugó de la Cárcel de Alta Seguridad en un canasto, Ricardo Palma Salamanca, «el Negro», ha vivido huyendo y escondiendo su verdadera biografía. El exfrentista condenado por el asesinato de Jaime Guzmán, nunca ha dado una entrevista, hasta hoy. Patricio Fernández conversó con él tres días en París.
Ricardo Palma Salamanca tenía 21 años cuando participó del atentado que terminó con la vida de Jaime Guzmán, el 1 de abril de 1991. Un año más tarde lo detuvieron y fue condenado a cadena perpetua, pero el 30 de diciembre de 1996 escapó de la Cárcel de Alta Seguridad dentro de un canasto tirado por un helicóptero. Cada vez que alguien menciona este suceso, exclama: «Una fuga de película«.
Prácticamente nadie sabe quién es de verdad hoy «El Negro Palma». Ha escrito libros, pero nunca ha dado entrevistas. Su figura quedó detenida en el tiempo. «Todos los que conocí, se acercan al que fui en el año 1990«, me dijo. Durante 20 años vivió en México, en San Miguel de Allende, hasta donde llegó luego de escapar de la prisión y tras aproximadamente 100 días de aventuras que prefiere callar para no alimentar el mito del guerrillero que hoy desprecia y lo incomoda. Ahí se instaló con su pareja, Miska Brzovic (de quien se separó en 2007) y una guagua de ocho meses, gestada en plena fuga. En ese pueblo también se radicó Raúl Escobar Poblete, más conocido como el comandante Emilio, con su mujer de entonces (Marcela Mardones) y un hijo casi de la misma edad que el suyo.
Nunca más volvió a comunicarse ni con su madre ni con su padre. Se cambió de nombre y borró a su familia. Si le preguntaban, decía que su mamá había muerto de cáncer y su hermano, en un accidente automovilístico. Al único que dejó vivo fue a su padre, quien supuestamente vivía en Uruguay. Eso era todo. No tenía más parientes.
Entonces a la gente le daba pena y dejaba de preguntar.
Sus dos hijos (tuvo otro después) crecieron convencidos de que él y su ex mujer eran mexicanos y se llamaban Esteban Solís Tamayo y Pilar Quezada Moreno.
Eran los Solís Quezada. Recién en 2015 les contaron la verdad, pero no entera. No volvió a saber nada de Chile. Se desentendió completamente de la actualidad nacional y de su antigua militancia. Su desinterés por la política era completo. Cuenta que se ganó la vida colaborando en producciones cinematográficas (en una de esas películas actuó Leonor Varela), tomando fotografías -incluso hizo exposiciones- y ofreciendo un servicio de drones. Sobran los dedos de una mano para contar los amigos de la infancia con que mantuvo algún tipo de vínculo esporádico. En pocas palabras: se inventó una vida nueva.
Todo iba bien hasta que el viernes 9 de junio de 2017 detuvieron a «Emilio», acusado de formar parte de una banda de secuestradores. La actual mujer de Escobar Poblete, Isabel Mazarro, una española que también es sindicada como miembro de la organización criminal y que meses más tarde fue capturada en la ciudad asturiana de Gijón, les avisó del arresto para que estuvieran alerta. «Fue como una cuchillada en la cabeza«.
Ricardo y Miska partieron de inmediato a Cuba como turistas, con la esperanza de que no saltara la identidad chilena de Emilio. «Para todos los efectos, formamos parte de un mismo paquete. Si se develaba quién era, caíamos con él. Por eso teníamos la esperanza de que lo hubieran pillado con cocaína o algo por el estilo, de modo que quedara como un asunto local y pudiéramos regresar a nuestra casa», me comentó.
Palma Salamanca niega absolutamente cualquier relación con actividades ilícitas del tipo que sea desde que escapara de la CAS en 1996. La sola idea de volver a la cárcel, una pesadilla que no consigue sacarse de la cabeza, lo habría llevado a actuar siempre con mucho cuidado y evitando todo comportamiento que pudiera meterlo en problemas.
Con Raúl Escobar, a quien considera de pocas luces y más bien básico, dice no tener ningún tipo de relación desde hace años, aunque, claro, cohabitaron durante dos décadas en un pueblo chico. Le cuesta imaginar que estuviera metido en los secuestros de que lo acusan, porque supone que se hubiera enterado. Pero si lo está -agrega- no es su problema.
Según él, su involucramiento en esa trama es una construcción mediática sin ningún asidero. «La derecha mexicana es muy poderosa en este lugar y le sirvió de argumento para justificar todo lo que había sucedido ahí. Son muchísimos los secuestros sin resolver. Obviamente nos relacionan a nosotros porque tenemos un pasado común, y un pasado chileno que calza muy bien con esa historia«. Asegura que no tiene acusaciones judiciales al respecto, que no lo han incluido en ninguna investigación en torno al tema, que no hay requerimientos ni nada, y que jamás la policía francesa le hizo una mención acerca de este asunto. «¿Tú crees acaso que me habrían dado el asilo si yo estuviera involucrado en esos raptos?».
«Yo había conseguido ser otra persona», se lamentó durante nuestro último día de conversaciones parisinas en un café del sector de Le Marais, que en español significa «El pantano». Acto seguido agregó: «Esta historia que me persigue es atroz».
NIÑITOS RICOS DE IZQUIERDA
Mi primer encuentro con Ricardo Palma Salamanca en París se produjo en el café L´Auberge, en el número 4 de la Rue Bertin Poireé, un boliche oscuro, de cuatro mesas, muy cerca de la salida del metro Chatelet. Lo coordiné con Miska, quien sigue manteniendo una relación muy cercana con El Negro. «Su familia ha terminado por convertirse en mi verdadera familia», me confesó al día siguiente, mientras caminábamos por el Boulevar St Mitchel. Fueron los parientes de ella radicados en esta ciudad quienes, asesorados por abogados, les recomendaron pedir el asilo francés, cuando la verdadera identidad de Emilio se hizo pública y los puso en la mira. Entonces viajaron con sus hijos desde La Habana –donde estuvieron 13 días sin que los cubanos se enteraran nunca de su presencia– a París, y en el aeropuerto Charles de Gaulle reconocieron su verdadera identidad y pidieron el asilo. Me explican que de haber ingresado clandestinos hubieran cometido un delito y la respuesta hubiera sido distinta. El hecho no causó mayor revuelo. Otros migrantes de distintos lugares esperaban como ellos que les autorizaran el ingreso. Según Miska, «los franceses confían mucho en la palabra, y como mi familia vive acá hace muchos años, que nos proporcionaran un domicilio les sirvió como garantía de que no haríamos nada raro».
Fue seis meses después, cuando las autoridades chilenas se enteraron de que Palma Salamanca estaba ahí, que a la salida de un centro comercial se le acercó un grupo de seis policías y lo detuvo. «¡¿Eres hombre peligroso?!», le gritó uno de ellos. El Negro respondió: «No, para nada». Estuvo dos días detenido en los calabozos de la policía antiterrorista, y ahí notó que era muy poco lo que les interesaba. «Te andan buscando los chilenos; lo sentimos», me decían.
Con Ricardo Palma Salamanca tenemos la misma edad. Ambos nacimos en 1969, cuando el hombre llegó a la Luna. Conozco a varios que fueron compañeros de curso suyo en el colegio Latinoamericano de Integración o en sus primeras aventuras de militante, y que hoy llevan vidas muy normales, burguesas, estables. «Éramos los niñitos ricos de esa izquierda», reconoce. Entre sus amigos de generación hay artistas, empresarios exitosos, ejecutivos de prestigio y muy bien pagados. No pocos de ellos pudieron ser El Negro, pero circunstancias muy concretas los salvaron o alcanzaron a tener la lucidez que le faltó a él cuando se encontró frente a encrucijadas determinantes.
Durante los tres días que deambulamos juntos por París, jamás le escuché defender su inocencia, ni mucho menos enorgullecerse de lo que había hecho. La leyenda heroica, los discursos maximalistas, las consignas revolucionarias, la patria socialista… todo eso le resulta ajeno y hostigoso. «La cultura comunista me tiene harto: es ideológicamente intolerante y autoritaria», me dijo.
En un bar cualquiera de St Germain des Pres, donde yo pedí una cerveza y él, un vaso de agua, continuó: «La Revolución está agotada. Los cambios se dan de manera paulatina, porque lo que debe transformarse es la cultura. Yo ya pasé eso que tenía que pasar y ahora quiero vivir mi vida como se me dé la gana». Y con una sonrisa que obviamente se reía de sí mismo, agregó: «La experiencia me ha vuelto un reformista».
EL AUTISTA
-¿Estás hallado en París?-, fue lo primero que se me ocurrió preguntarle, después de romper el hielo.
-Desde el 23 de enero, sí.
Miska, que se quedó para presentarnos y se largó al poco rato, explica que desde ese día existe la protección de Francia a través del Refugio Político dado por un organismo muy poderoso -la Oficina Francesa de Protección de Refugiados y Apátridas (Ofpra)-, «de modo que no importa que los gobiernos cambien, porque es una protección para toda la vida».
Ricardo reconoce que no tenía mayores esperanzas de recibir el asilo. Pensaba que lo mandarían de vuelta a Chile. Hoy estudia francés y entiende que pasará el resto de sus días en Francia. A su hijo mayor (20) le ha costado -«tenía su mundo de amistades en México»-, la menor (15) está encantada.
Me puso algunas condiciones para seguir adelante con la entrevista. No quería registros audiovisuales de ningún tipo y en lugar de grabadora, que por favor tomara notas a la vieja usanza. No puede, no debe referirse a los hechos concretos que competen a sus causas. (Es decir, a los crímenes del senador Jaime Guzmán, el comandante de la FACH Roberto Fuentes Morrison -el Wally-; del ex jefe de la Dicomcar Luis Fontaine Manríquez; del escolta de Augusto Pinochet, Víctor Valenzuela Montesinos; ni al rapto de Cristián Edwards, hijo de Agustín Edwards, entonces director y dueño del diario El Mercurio). «Cualquier palabra errada y me pueden hacer papa». Propone que hablemos más bien desde el punto de vista de la experiencia humana.
Partió contándome que en la cárcel entró en un proceso de repensarlo todo. Como casi no hablaba, le llamaban «El Autista». Ahí hacía deporte, leía, reflexionaba y «pasaba noches enteras mirando por una ventana en que se veían las luces de la calle, el único sitio donde la vista podía llegar lejos, porque adentro de la cárcel siempre choca a cinco metros tuyo». Seguía en el Frente, aunque el Frente ya era una experiencia que se había agotado para él.
Ricardo Palma Salamanca empezó a militar en las Juventudes Comunistas a los 16 años. «Como vieron que tenía capacidades subversivas innatas», recuerda, lo pasaron con su amigo Claudio Salinas -que en 1985 cayó en manos de la CNI, fue torturado en el cuartel Borgoño y luego trasladado a la Cárcel Pública, de la que se arrancó en 1990 junto a otros 48 frentistas – a las llamadas Unidades de Combate de las JJ.CC. Al cabo de poco tiempo los ingresaron al Frente Patriótico Manuel Rodríguez, pero como Ricardo era muy chico no lo incorporaron del todo. Además, lo cuidaban por sus contactos familiares. De no haber sido así, no duda de que hubiera caído con Salinas.
El Frente Patriótico Manuel Rodríguez, me explica, nació en 1983, a partir de lo que se llamó el Frente Cero, la facción más radical del Partido Comunista. Sus primeros militantes se criaron en la lucha clandestina, todos adentro de Chile, y solo más tarde llegó esa otra generación desde el extranjero a hacerse cargo, lo que originó una lucha de poder. Esos oficiales eran como un estado mayor, dirigentes que no formaban parte activa de las operaciones. «En el atentado a Pinochet los que participaron fueron combatientes sin gran preparación, gente de poblaciones, como el Víctor Díaz, que también vive acá en París. Muchos de ellos están aquí porque hicieron el proceso de asilo a finales de los 90. Participó Ramiro y su amigo Mauricio Arenas Bejas, al que le decían ‘El Lobo’ y que murió de cáncer en Argentina. En fin, una generación formada más bien en Chile».
¿O sea, había cierto choque generacional?
-Sí, había conflictos entre quienes se formaban al fragor de las luchas al interior de Chile y los que venían de experiencias de guerras en el exterior, ya sea El Salvador, Nicaragua y unos pocos en Vietnam. La mayoría habían pasado por Cuba. Toda esa generación, la que corresponde a Pellegrin, salió incluso antes del golpe, eran hijos de dirigentes comunistas a los que el PC envió a Cuba para formarse como militares de carrera. Por ejemplo, Roberto Nordenflycht, al que le decían «El Huevo», el hijastro de Volodia que murió en la acción del aeródromo de Tobalaba, era oficial tanquista, de artillería. Sabía manejar cañones.
A partir de cierto momento, asegura que se dejó llevar por las situaciones y por los lazos personales, porque ya no había ninguna razón real ni política para proseguir con esa militancia. «Además, era un mocoso», dice. «Seguí por inercia».
-Ya para el plebiscito la lucha armada no tenía ningún sentido, porque el país se había ido en otra dirección. Desde 1987-88 el FPMR quedó huérfano y empezó a desarrollar lo que Pellegrin llamó la Guerra Patriótica Nacional (GPN), que al final era un pastiche de experiencias guerrilleras de todo el mundo. Nada novedoso, en realidad. Consistía en establecer campos de guerra y un ejército en la montaña. Entonces sucedió el plebiscito y todos estábamos seguros que ganaría Pinochet y que sería un fraude. El que ocurriera algo distinto desarticuló enteramente el panorama. Para lo que no sucedió es que estaba preparada la irrupción de la GPN, con la toma de unos poblados que se hicieron en el sur, donde justamente muere Pellegrin.
Los Queñes.
-Sí, en los Queñes. En el sur se tomaron tres pueblos y en el centro se tomó otro. Pero pasaron desapercibidos. Fue un gran error estratégico de los que mandaban en aquel tiempo haber continuado con eso y no hacer un proceso de repliegue, asumiendo que ya las armas no tenían sentido. Pero se continuó de una manera irracional.
Conocidos tuyos creen que tú seguiste porque no supiste decir que no.
-Algo de eso hay. La inercia, que te decía, y el sentimiento de que si me salía estaba traicionando. Todo muy ridículo, porque al final uno debe tomar sus determinaciones individualmente, sin esas consideraciones. La mayoría de aquellos con los que entré ya no continuaban, todos se salieron a tiempo. Yo, torpemente, seguí como burro caminando para adelante.
De los pocos que permanecían activos en el Frente Autónomo (el FPMR-Autónomo se escinde del PC el año 1987, cuando el partido da la instrucción de abandonar la lucha armada) calcula que una mitad eran traidores y la otra mitad estaba siendo traicionada. La organización se fue desgranando: a fines de 1991 hubo quienes intentaron una escuela de guerrilla en La Pintana, se constituyeron en grupos de «perros sin amo» -la expresión es suya-, reunidos por cuenta propia, pandillas «que agarraban un módulo de armas y le daban curso a su mini revolución». A una de esas escisiones, agregó, pertenecía Jorge Mateluna.
¿Estás arrepentido?
-¿De haberme metido en el Frente? Es que eso es parte de una experiencia histórica.
¿Y de haber estirado la cuerda?
-No sé si es la palabra, pero obviamente debí haber tomado mi camino y dedicarme a lo que sabía y me gustaba hacer, que era la fotografía y el arte en general. Ya no me quedaba ninguna convicción. Tenía 20 años. Caí a los 21. Me pasé cuatro años y 10 meses en diferentes cárceles, donde se ensañaron conmigo. Pienso que pretendían dar un mensaje, como cuando ahorcaban a un hijo de puta en la plaza pública para ejemplo y escarmiento.
¿Cómo? ¿Quiénes se ensañaron?
-Bueno, Gendarmería, en tanto encargados de cuidar la cárcel. Pero también la Justicia. El juez Alfredo Pfeiffer me escupió dos veces. Me amarraba con cadenas de pies y manos a la silla mientras me interrogaba. Era un nazi. Cuando llegué a la Penitenciaría me tuvo 28 días incomunicado y luego me ingresaron al sector de los enfermos mentales, con quienes estuve tres meses. Eso de convivir con locos es un experiencia muy inusual. Hay cero higiene, se mean, se cagan. No existe interlocución posible. Después me llevaron a la galería de los estafadores y finalmente a la Calle 5, donde estaban los presos políticos de la época. Con ellos podías relacionarte de otra forma, pero no pasó ni un mes cuando Pfeiffer ordenó trasladarme a la cárcel de San Miguel. Ahí dio instrucciones de aislarme en la Torre 1, en el último piso, como Rapunzel, por seis meses. Solo me dejaban salir una hora al día. Gendarmería tuvo que pedirle al ministro que levantara el castigo, porque nunca habían prolongado por tanto tiempo algo así.
De ahí, a Palma Salamanca lo llevaron de nuevo con los presos políticos, que eran alrededor de 10, la mayoría de la cúpula del Lautaro. Mientras avanza en la narración, los tiempos se le vuelven imprecisos. Dos o tres años después, no recuerda exactamente, lo trasladaron a la cárcel de Alta Seguridad. «Toda mi estadía carcelaria fue de tensión permanente». En la CAS había dos tipos de allanamiento: los normales, que hacían los gendarmes de todos los días, donde les revisaban la ropa, los libros, la celda en general, y otros en que llegaban las fuerzas antimotines que lo destrozaban todo:
«Generalmente llegaban tipo tres de la mañana, cuando te encuentras en el sueño más profundo. Te despertaban con los cañones de las ametralladoras en la cabeza. Esa imagen de un tipo armado hasta los dientes apareciendo en mitad de la noche la conservo hasta hoy. En una oportunidad me castigaron un mes, porque no me dejé revisar el ano».
Cuando habla de la cárcel, retira la vista con disimulo; es posible adivinar que lo quiebra su recuerdo, pero no lo muestra, porque elude cualquier gesto que invite a la conmiseración. Ricardo Palma sabe que no tiene derecho a dar pena.
En la CAS, sin embargo, encontró mayor estabilidad. Tenía una condena. Ahí, guiado por el padre de otro preso que se llamaba Pablo Morales Fuhrimann y que era profesor de literatura de la Universidad de Chile, comenzó a leer intensamente. Leyó a los franceses, los rusos, los gringos… Viaje al Fin de la Noche, de Céline, «con quien aprendí que una persona no puede ser evaluada sólo por su postura política, porque si bien él era colaboracionista y medio turbio, es indiscutible que alcanzó una inmensa calidad literaria»; «leyendo Radiaciones, de Ernst Jünger, que fue soldado del ejército alemán, me encontré con un autor que se permitía ver la vida desde distintas fronteras y convertirse en varias personas, sin quedar atrapado en una sola». Leyó El Maestro y Margarita de Mijaíl Bulgákov y Luz de Agosto de William Faulkner. Hizo junto a otros presos del Lautaro una revista literaria que se llamaba Incesto. «Los lautaristas eran unos tipos a los que yo encontraba muy raros. Aunque la matriz mental era muy parecida a la de los comunistas, siempre tuvieron una fractura con los discursos ideológicos tradicionales. Eran igual de autoritarios que cualquiera, pero tenían mucha influencia del estructuralismo francés. Quizás fuera porque Guillermo Ossandón (fundador del movimiento) era sociólogo, además de muy borracho, y un hombre bastante astuto. Tenían cosas novedosas: por ejemplo, hablaban de la sexualidad, lo que jamás osó hacer la cultura comunista, que se fundaba en la moral revolucionaria».
Visto con el paso de estos años, según Ricardo, es evidente que los comunistas estaban llenos de traumas. Varias veces durante nuestros tres días de conversación los comparó con los religiosos, y su ideología, con la teología. Le dije que a mí, que venía de una formación tan católica como él de una marxista, me impresiona mucho entrar a estas iglesias extraordinarias -justo pasábamos frente a St. Paul-, verlas vacías e imaginar que alguna vez muchos encontraron a Dios adentro. «Ahora parecen monumentos. Ya nadie cree en nada», acotó.
«YA NEGRO, CAGASTE»
¿Es verdad que te delató la sicóloga de tu hermana?
– Fue la concatenación de varias circunstancias. Hubo delaciones de miembros del Frente y también esto que tú dices: la sicóloga de mi hermana era la esposa de Lenin Guardia, y ella, no sé con qué autoridad, le fue a lloriquear sus sospechas acerca de mí, y obviamente la señora rompió su secreto profesional en tres segundos y le contó todo a su esposo.
El Negro iba saliendo de la casa de su madre, en Walker Martínez, a las 10 de la mañana del 25 de marzo de 1992, cuando vio un grupo de individuos que inmediatamente le olieron mal. Corrió para subirse a la primera micro que pasó y ya estaba arriba cuando lo abordaron entre 10 y 15 ratis. Fue una mujer quien le puso su pistola en la nuca. Ahí lo golpearon, lo llevaron hasta un furgón, y mientras él seguía resistiéndose sin ningún destino, simplemente como una manera de negar lo que estaba sucediendo, un policía le pegó con la culata de su arma en la cabeza y le dijo: «Ya, Negro, cagaste». A continuación empezaron a repartirse sus cosas: el cinturón, una cadena y su reloj.
En ese tiempo estudiaba fotografía en el Instituto Arcos y comenzaba a asistir a clases de solfeo en jazz en la Academia de Lecaros, donde, recuerda hoy, «tenía de compañero al actor Luis Gnecco, que quería estudiar trompeta. Compartimos algunas clases, pero no lo conocí personalmente».
También tocabas guitarra ¿Música de protestas?
-Nooo. Para mí toda esa cultura era deprimente. No soportaba las peñas, ni toda esa cultura del dolor y la amargura. Nunca me vestí como ellos, ni utilicé esos bolsos de lana. Jamás. Era más rockero y, por esa época, comencé a escuchar mucho jazz. Fundamos varios grupos que terminaron siendo el germen de la banda del Capitán Corneta.
Íbamos por Rivoli cuando Ricardo empezó a decirme que veía demasiado odio todavía en Chile, que sólo con mucha reflexión en torno a nuestra historia se calmarían los ánimos, que se impresionó con la violencia de los comentarios que leyó en las redes sociales cuando apareció una foto suya con Pachi Santibáñez y Carmen Gloria Quintana, a la que por ahí habían llamado «churrasco». Le dije que así eran las redes, pero que más allá de su brutalidad, al menos para cierta generación de la UDI, él era posiblemente el hombre más execrado del mundo. Jaime Guzmán no solo fue el ideólogo de la dictadura, sino también el fundador de ese partido, íntimo amigo de Hernán Larraín (Ministro de Justicia) y líder, maestro e inspirador, el personaje más admirado y querido en el mundo por Andrés Chadwick (hoy Ministro del Interior), por Juan Antonio Coloma (senador), por Pablo Longueira (caído en desgracia). «Basta que alguien mencione su crimen», le comenté, «para que tu nombre les vuelva a la memoria». Asintió en silencio.
El paso por la violencia debe ser muy marcador.
-La experiencia de mi generación provino de la violencia absoluta por parte del Estado, de modo que para mí fue una reacción natural. No tenía cuestionamientos severos acerca de su utilización en un proceso político determinado. Descontextualizarla es un gran error, porque los que participamos de aquella experiencia no éramos personas violentas. La violencia era una herramienta, pero no lo que uno quería como forma de vida. De aquellos frentistas con los que yo caí preso, por ejemplo, Patricio Ortiz, que ahora vive en Suiza, es un gran filósofo, una persona inteligentísima; Pablo Muñoz, que todavía está desaparecido, era intelectualmente más débil, pero de un corazón increíble; el Norambuena me resulta menos simpático, porque ejercía mucho el culto a la personalidad y el abuso de poder.
EL MITO DEL GUERRILLERO HEROICO
¿Escapaste de la cárcel y te fuiste a Cuba?
-Sí, entramos sin permiso. Se les avisó cuando ya estábamos adentro. Ahí debo haber permanecido aproximadamente tres meses, hasta que nos echaron. Yo entiendo que nos hayan echado, porque poníamos en riesgo la política de su Estado.
¿Y cómo entraron?
-Con pasaportes de otras personas. Yo nunca más pude ocupar mi pasaporte. El Frente, que en ese tiempo éramos 10 o 15 personas en el extranjero, porque adentro la verdad es que no existía, siempre tuvo un apartado gráfico, un hombre encargado de construir los pasaportes. También había gente que nos donaba los suyos o se compraban cuando aparecía una oportunidad. Eso nunca fue problema.
El asunto es que entraron a Cuba sin pedirle permiso a sus autoridades, algo inaceptable para un régimen que ha hecho del control y la inteligencia un motivo de orgullo. «En cualquier caso, si se les hubiera pedido permiso hubieran dicho que no. Éramos unas papas hirviendo. Por eso llegamos así, porque no teníamos dónde ir, estábamos cansados y necesitábamos restablecernos después de tanto». Para peor, Mauricio Hernández Norambuena se comunicó por teléfono con su familia, que vivía en Valparaíso, y como obviamente esos teléfonos estaban intervenidos, lo grabaron. Había pasado un mes del escape y la política de seguridad estaba muy caliente todavía. Entonces los cubanos se enfurecieron. Según Ricardo, sin embargo, se portaron muy bien con ellos, a pesar de todo: «El Frente Patriótico fue un hijo predilecto de Cuba».
¿Tú no te comunicaste con tu gente?
Yo no supe de mi familia ni de ningún amigo en seis años. Me convertí en un fantasma. Le tenía mucho terror a volver a la cárcel y no me iba a poner en riesgo por la familia, que no me importaba mucho.
Cuando habla de su familia, aunque intente evitarlo -hace esfuerzos por ser lo menos expresivo posible-, cierto gesto de desagrado o de incomodidad le asoma en la cara. Considera que sus padres no fueron buenos padres. «Entre ellos tenían una relación enfermiza: se sacaban celos, cosas así…». Varias veces durante los tres días que pasamos juntos me repitió lo importante que le resultaba no cometer con los hijos los mismos errores que los padres habían cometido con uno.
Al inicio de tu libro El Escape del Siglo comparas la vida con un tren al que nadie espera que un accidente le cambie el recorrido ¿Cuál fue el accidente que cambió tu vida?
-Con el tiempo, he responsabilizado mucho a mi medio familiar, su visión de las cosas del mundo y de la vida. Hubo una determinación por el tiempo histórico que nos tocó vivir y, por otra parte, una determinación familiar. Madre comunista, dos hermanas comunistas. Se almorzaba materialismo histórico y se cenaba materialismo dialéctico. Eso hoy me da un poco de molestia. No tuvieron la capacidad emotiva de enseñarme otros caminos posibles. Me hubiera gustado que me mostraran otro tipo de cuentos, otras literaturas.
Me contabas que a una de tus hermanas la violó la CNI y a otra la apresaron mientras estaba embarazada ¿Fue determinante en las opciones que tomaste?
-Mi militancia no se fundó desde la frustración y el dolor familiar. Lo mío tenía que ver más bien con un contexto generacional. Estábamos todos metidos y era muy divertido, muy emocionante. La historia te daba la posibilidad de participar en una experiencia única.
Reconoce que admiró mucho al Che Guevara en esos años, «pero no por su capacidad intelectual, sino por su vínculo con la vida, por esa necesidad de estar involucrado siempre con una comunidad a la que puedas ayudar». De inmediato agrega, eso sí, que jamás vibró con ese tipo de símbolos. Sabe que para algunos él mismo representa una cosa por el estilo y que hay mujeres que se han enamorado de él sin conocerlo, sólo por el cuento que se imaginan, «pero ése no es mi problema- deslinda. Yo no puedo hacerme cargo de lo que otros supongan que soy». En estos días, en París, luego de que le dieron el asilo, una mujer se le acercó y le besó las manos. Sabe que hay grupos, tanto en Chile como en Francia, que se han reunido en torno a la causa de su liberación, grupos de solidaridad que han hecho de su persona un emblema de lucha y que de seguro se desilusionarán al saber que no está dispuesto a seguir encarnando sus fantasías. No recuerdo si me lo dijo exactamente así, pero claramente me lo dio a entender: que la vida le había dado una nueva oportunidad, y la tomaría sin amarras.
¿Entonces te movía el sueño socialista?
-No, más bien la justicia. El abuso de la fuerza por parte de la dictadura en aquel tiempo. Eso mucho más que la construcción de una Patria Socialista y todo ese cuento. Sabía que al final la gente siempre se va corrompiendo y adaptando con la experiencia. Admiré mucho la Unidad Popular, a pesar de que entonces era un mocoso, porque se trató de una especie de revolución hippie, liderada por un hombre que parecía aspirar a establecer el bien. Y esa experiencia fue partida por la mitad sin piedad, por intereses mezquinos e injustos. Estaba en un ambiente en que sentíamos que la Historia nos daba la posibilidad de participar en una aventura épica, y muchos la tomamos.
¿Notaste ciertas ansias de eso cuando estuviste con Gabriel Boric?
-Estuvimos muy poco rato, pero la verdad es que sí. Yo creo que la falta de sentido de las sociedades contemporáneas, de la sociedad de consumo, carente de grandes causas, mueve a eso. Lo noté. Y a mí me interesa ser vaso comunicante entre esos que son tributarios de una izquierda determinada -aunque la verdad es que yo ni sabía lo que era el Frente Amplio, porque he estado completamente alejado de la realidad chilena- y los que tuvimos la oportunidad de participar en una experiencia que nos cambió la vida para siempre.
Le pregunté qué le diría entonces a esas nuevas generaciones de izquierda, pero se negó a dar consejos desde un pedestal. Ricardo Palma Salamanca está en las antípodas de los discursos pomposos. Su principal aspiración -me lo repitió varias veces- es pasar desapercibido. Diría incluso que su mayor sueño es el olvido. A tirabuzones, sin embargo, fue soltando frases decidoras: «El arte consigue transformar el mundo mucho más que dispararle a un paco» y «la ironía es el pilar de un arte rupturista», «hoy el paradigma es otro que en mi tiempo», «ya no hay un malvado emblemático al que perseguir», «ya no hay la promesa de una propuesta completamente justa», «no se puede pensar que el discurso revolucionario lo soluciona todo», «pretender responder cualquier pregunta desde la moral y la ética es absurdo», «si miras hacia atrás la experiencia de la izquierda ortodoxa chilena, encontrarás todas las claves de lo que no se debe repetir» y «no se pueden repetir experiencias fallidas, por épicas que hayan sido».
¿Qué opinas hoy de la cultura comunista que te tocó vivir?
-Esa cosa cerrada y obtusa de los comunistas es muy dura. La detesto. Es ideológicamente intolerante y autoritaria. Muchos de quienes se sumaron a su causa, estaban movidos por buenos sentimientos, pero el partido los utilizó. Yo terminé con todo eso hace mucho tiempo. A una señora que se me acercó el otro día para invitarme a un panel, porque según ella yo debía dar mi visión y tal, entonces tuve que explicarle que quizás mi visión no les gustaría mucho. Los chilenos de aquí son bien comunistas y absorbentes. Me han acompañado y apoyado mucho, es cierto, y se los agradezco, les debo mucho, pero me agarraron de Patito Donald, de causa perdida y llorona. Después del 23, cuando me dieron la protección definitiva, nos fuimos a un bar para tomar algo.
Eran muchos, y se pusieron a gritar consignas del Frente Patriótico. ¡Yo no lo podía creer! ¡Los pelos se me erizaban!
En otra parte de ese mismo libro tuyo dices: «Hizo de todo hasta que comenzó el difícil y engañoso oficio de creer».
-En esas organizaciones te metían el rollo de la convicción, y de esa manera no das paso a la crítica. ¡Convicciones de mierda, la vida también puede ser de otra forma! Las ideas mutan, la vida tiene un abanico de múltiples significaciones. Pero ahí son obtusos. La vida es búsqueda, va mutando, toma otras direcciones. Eso es la reflexión y a mí me gusta mucho. Es divertido pensar las cosas y no tragarlas como un ladrillo.
Parece que eso enseña la madurez. Es lo que vuelve tan perturbador cuando un acto de juventud te condena para siempre.
– Sí. Por eso los padres deben ser emocionalmente inteligentes para no determinar la existencia de sus hijos en una dirección que los puede mandar al orto.
https://www.theclinic.cl/2019/02/11/entrevista-exclusiva-ricardo-palma-salamanca-the-clinic/