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Una fábula, un enigma y una solución final

Fuentes: Rebelión

La fábula Aunque todo el mundo conoce la historia, no está de más recordarla: a los Asuras les fue dado el don de construir tres grandes, inexpugnables ciudades-fortaleza, una en la Tierra, la otra en la Atmósfera, y la última en el Espacio Profundo. Las tres ciudades se revolvían como ruedas, cambiaban permanentemente sus posiciones […]

La fábula

Aunque todo el mundo conoce la historia, no está de más recordarla: a los Asuras les fue dado el don de construir tres grandes, inexpugnables ciudades-fortaleza, una en la Tierra, la otra en la Atmósfera, y la última en el Espacio Profundo. Las tres ciudades se revolvían como ruedas, cambiaban permanentemente sus posiciones y evitaban a toda costa quedar alineadas, pues habían sido advertidos de que ello ocasionaría su fin. Pero finalmente, tras mil años de incansables permutaciones, parece que sólo les quedaba una que probar, y puesto que todo busca su compleción, finalmente se alinearon. Era lo que Shiva había estado tranquilamente esperando, y sin pensárselo dos veces, el arquero supremo fulminó las tres ciudades de un solo disparo. 

El enigma

Pocas sombras penden sobre nuestro destino de forma tan inexorable como esta de la ciudad de Tripura. Lo cómico y lo cósmico en la ciudad de Tripura es que buscar su perfección es buscar su cumplimiento, que no es otro que su destrucción; como gran obra de relojería, sólo en su concordancia adquiere sentido. Esta triple ciudad cifra un enigma y propone todo un desafío para los que han convertido la inteligencia en una cuestión de predicción. El enigma es averiguar qué era la Naturaleza o Cosmos antes de que existiera el zumbido permanente de esas tres ciudades con sus engranajes, vale decir, nuestro mundo saturado de ciencia y tecnología. Y el desafío, dado que hoy nos importa mucho más la predicción que la comprensión, es naturalmente el cuándo. Lástima que la cifra del cuándo dependa del qué, que hoy ya parece importar tan poco. 

Intentar señalar hoy qué pueda ser la Naturaleza fuera de la ciencia parece la más desesperada de las tareas, especialmente para personas de formación científica; pero, incluso si tenemos que someternos a la disciplina de la lógica y permanecer en su terreno, e incluso si renunciamos de antemano a conocer los porqués, aún tenemos formas de calibrar el cuánto, el cómo y el qué

Podríamos también añadir que en la historia citada los Asuras representan el principio de máxima expansión o máxima potencia mientras que Shiva encarna el principio de eficiencia y aun de suficiencia. Tampoco se nos puede olvidar que el único Asura que sobrevive a la ejecución sumaria es Mayasura, el principio mismo de la apariencia. 

Antes de que el lector salga corriendo de aquí al grito horrorizado de «¡Filosofía!» le advierto que le voy a proponer un pequeño problema casi más fácil de calcular que el valor del dinero que tiene en su cuenta, y que aún es más vital para él que su liquidez. A las cosas importantes les gustan las máscaras, así que sólo necesitará un poco de paciencia. Si no conoce las condiciones del problema, de poco le valdrá saber la solución final. Todo está aquí, a su olímpica manera, siempre que sepa adivinar lo que falta. 

A lo largo de su historia la física no ha podido eludir preguntarse por la naturaleza y alcance de las leyes o regularidades que descubre. Newton creía en un espacio, tiempo, y fuerzas absolutas; Leibniz y Mach en que toda medida es, por definición, relación con otra. Este punto de vista relacional es, por así decirlo, la fenomenología de la cantidad pura. A estas perspectiva s absolutista y relacional, podía añadirse una tercera, causal, que demandaba además la explicación de los mecanismo o el porqué de los fenómenos. Esto, más allá de la física de contactos, sólo puede ocurrir a través de un medio o en todo caso un campo. 

Al final está claro que la ciencia ha diluido sus exigencias y se ha quedado un poco a medio camino de ninguna parte, pues la Relatividad pareció decirle adiós a la física absoluta newtoniana pero más en apariencia que en verdad -el programa relacional de Mach y otros quedó severamente truncado y se siguió trabajando con constantes dimensionales independientes del fondo. Por otra parte la misma Relatividad generalizó las matemáticas de la teoría de campos a la vez que se deshacía del medio o en el mejor de los casos lo convertía en un oportuno fantasma matemático. La mecánica cuántica también ha seguido trabajando con campos pero, a pesar de que se afirma que la interpretación más habitual se ha liberado de la causalidad no se prescinde de la idea de que se trata con sistemas irreductibles y simples, en lugar de con agrupaciones estadísticas. 

La cuestión, para hacer corta una historia larga, es que las leyes físicas nunca han tenido por sí mismas el espesor suficiente para que podamos decir que «describen la Naturaleza». A pesar de su nombre nuestra Física, también conocida como física-matemática no habla de la Physis de los filósofos griegos, sino en todo caso de su Nomos, de la regularidad que podemos observar en ella según nuestra humana convención. Hay tal abismo entre las partículas puntuales y la infinita variedad de formas de la naturaleza, que para salvarlo hemos tenido que imaginar otra dimensión adicional en el tiempo, el tiempo del devenir, del llegar a ser, que queda repartido de una forma tan conveniente como chapucera entre la cosmología, la estadística, la flecha del tiempo, la termodinámica, o la teoría de la evolución. 

Mezclar unos y otros es como mezclar humo y espejos; en realidad no se mezclan en absoluto y siguen siendo cosas totalmente diferentes, pero los múltiples reflejos que permiten nos consuelan y entretienen. Y entreteniéndonos, nos hacen olvidar la dimensión más evidente de la naturaleza como lo directamente accesible a los sentidos, apariencia sensible o Aísthesis, fuente de ese sentido común o sentido implicado que ya Aristóteles atribuía a los animales pero dejado ya muy atrás por nuestra inteligencia. Si la física relacional, que sólo contempla leyes expresadas en cantidades conocidas del mismo tipo, es el arquetipo de la física como Nomos, es la fenomenología de la cantidad pura, la Aísthesis sería la fenomenología de la cualidad sensible pura, en sus mismos términos y sin injerencia de factores ideales o cuantitativos ajenos. 

Para decirlo de otra manera, la esfera del Nomos es el cielo de nuestra inteligencia, y la Aísthesis su tierra. En cuanto a la Physis, que es lo que crece entre ambos términos, dependerá de cómo estén formulados estos últimos para que sea un gas o un fantasma en pena o algo muy diferente. Lo curioso es que a pesar del origen empírico de la ciencia moderna, los sentidos juegan un papel cada vez más insignificante en comparación con el número y la medida. 

Tomemos un eclipse total del Sol por la Luna; lo que pone en evidencia, incluso sin ninguna medida, es que el tamaño aparente de ambos astros es el mismo desde la Tierra. Esta llamativa coincidencia no juega ningún papel en nuestra mecánica celeste, puesto que ésta se ha desarrollado con el objetivo expreso de replicar o predecir las órbitas observables. Sin embargo la aproximada equivalencia óptica entre Sol y Luna no es un hecho aislado en nuestro sistema, también tiene lugar en otros planetas y sus satélites; desde la perspectiva del Sol un buen número de planetas tienen el mismo tamaño aparente, lo que algunos han podido tener en cuenta para la explicación de la secuencia de distribución de Titus-Bode. 

Uno piensa que esta mera equivalencia óptica podría guardar más «información» que las ecuaciones de movimiento de la mecánica celeste, del mismo modo que nuestras hipótesis sobre el pasado y el devenir (Physis) son inconmensurables en complejidad con la simplicidad de las verdaderas leyes (Nomos) acerca del comportamiento observable. También creo que si ambas esferas no se han superpuesto jamás es precisamente por ignorar este tipo de evidencias sensibles que parecen mirarnos más fijamente que lo que nosotros miramos a los astros. Así pues, creo que el día en que estas cosas tengan una cabida natural en nuestra teoría será también el día en que nuestras teorías habrán roto con su secular aislamiento y tomarán contacto con eso a lo que llamábamos Naturaleza. 

Naturalmente, una teoría que dé cabida a estas apariencias debe regirse por una ley acorde y sin la menor sofisticación, de otro modo nos devolvería a nuestras vanas especulaciones. La única forma que tiene de hacer eso es utilizando tan sólo proporciones físicas homogéneas en el más puro estilo de Arquímedes -radios o diámetros, distancias, densidades. Podemos ahorrarnos las hipótesis complicadas desde el comienzo. 

Lo mismo valdría para los demás sentidos, aunque sólo el fenómeno del color parece prestarse hoy a la superposición sin violencia de apariencia y teoría, de lo cualitativo y lo cuantitativo. Y es que el tema es justamente ese, la violencia que han ejercido nuestras teorías para forzar, en el mejor estilo de Procusto, los hechos en sus moldes. Uno no puede evitar sospechar que cualquier éxito fuera de esta forma de proceder, incluso si parece muy modesto, tendría un efecto liberador en la conciencia. 

Se ha dicho de sobra que una imagen vale más que mil palabras, pero no que una apariencia vale más que mil teorías, y este sería justamente el caso. Si la Naturaleza no parece ignorar nuestras teorías es porque éstas se han cuidado muy bien de replicar determinadas evoluciones aparentes; y por mera inversión de la humana finalidad bien puede adelantarse que la Naturaleza tanto más puntualmente busca la apariencia cuanto más gratuita parece ésta. En el caso de la mecánica celeste no podía habernos puesto las cosas más fáciles.   

Todas nuestras teorías, sin la concurrencia espontánea de las apariencias, son como respuestas que aún esperan una pregunta. Con su concurrencia son como una mecha impregnada en aceite, que sólo necesita una chispa para arder de arriba abajo. 

La Inteligencia Artificial se filtra de forma imparable en los ámbitos de decisión más críticos, desde las finanzas a la guerra, y ya no parece muy lejano el día en que la intervención humana quede borrada en beneficio de sistemas de una complejidad inescrutable, pero que tienen la temible e irrenunciable ventaja de su rapidez. Si una máquina puede adoptar la «decisión correcta» mucho antes que un ser humano, el tiempo de reacción es absolutamente crítico para la respuesta, y se asume que hay competidores dispuestos a hacer lo mismo en un tiempo inferior, ya están dadas todas las condiciones necesarias para que los humanos deleguen en máquinas que no comprenden, pues al fin y al cabo se trata de una carrera. 

Si las máquinas nos arrastran a algún tipo de singularidad, está claro que no es el de una explosión de inteligencia artificial, sino esta otra mucho más previsible de la dimisión del hombre, ya casi completamente consumada, y a la que ya sólo restan algunos detalles técnicos. Sería un eclipse voluntario poco antes de una involuntaria destrucción; pero nadie podría negar que entre una y otra no puede haber mayor continuidad ni en cuanto a fondo ni en cuanto a forma. 

La eterna cuestión de las máquinas es si nos sirven o les servimos nosotros a ellas. Claro que todo esto ya se plantea dentro de una lógica de circuito cerrado, que es precisamente lo que define a una máquina. La Tercera de Ley de Newton, ya lo vimos, es lo que define los límites de lo mecánico; pero hoy incluso nuestra física fundamental, desarrollada con una expresa finalidad predictiva, tiene que olvidarse de la Tercera Ley y conformarse con la mucho más general de la conservación total del momento campo-partícula. Ésta ley no implica sistemas cerrados. ¿Pero qué importan las puntualizaciones científicas frente al destino del ser humano? 

Toda la carrera civilizatoria es un aislamiento creciente del entorno unido a una creciente coerción y opresión de ese mismo entorno; estando ambas cosas fatalmente unidas. Y en el individuo, que ya de por sí es síntesis de naturaleza y cultura, vemos hoy como coinciden explotado y explotador, en forma de autoexplotación. 

Hoy cabe imaginar perfectamente que se quiera aplicar al individuo la lógica del principio de eficiencia para mejorar su «rendimiento y bienestar», de hecho esto ya forma parte de los mecanismos de compensación consagrados para lograr la internalización de las presiones y tensiones sociales. Sin embargo el funcionamiento socioeconómico en su conjunto no se rige en absoluto, a pesar de lo que a veces se diga, por el principio de eficiencia, sino por el de máxima potencia, máxima expansión, máxima acumulación, que por el contrario tiende a externalizar sin consideración los costos. 

La solución final 

Se dice que el mítico sabio Yajnavalkya calculó que la distancia del Sol y la Luna a la Tierra era en ambos casos 108 el diámetro de sus cuerpos, dando con gran aproximación una clave adimensional del enigma de la equivalencia óptica.
Miles Mathis, que ya había contemplado como nadie la equivalencia óptica, nota sin llegar a relacionarlo que en los aceleradores la masa relativista de un protón suele encontrar un límite de 108 unidades que ni la Relatividad ni la mecánica cuántica explican, y hace una derivación del famoso factor gamma que lo vincula directamente con G. ¿Qué otra conexión natural podría haber con la equivalencia óptica sino la luz? ¿Y de la luz con la carga? ¿Y de la carga con la masa? ¿Y de la masa con la gravedad? 

Que calcule el que no tenga entendimiento, y el que tenga entendimiento, que no calcule. 

¿Es capaz la ciencia de decirnos algo sobre nuestro lugar en el Cosmos? Aunque ya parezca tan tarde. Por otra parte, esta razón parece querer hablarnos de cómo la materia apantalla, o se opone, a las ondas electromagnéticas -a la mismísima luz. 

Idealmente, cada persona tendría que poder escoger cómo es su final. No está de más recordar, con Epicteto, que la puerta siempre está abierta. Colectivamente, la cosa parece mucho más difícil. Si a las armas nucleares y a la doctrina del ataque preventivo sumamos el traspaso de las decisiones a «sistemas inteligentes» por la ventaja que pueda suponer en anticipación, tenemos el más estúpido y abyecto de todos los finales posibles. Quizá el único que esté a la altura de lo innombrable actual. 

Pero no hay que resignarse. En comparación con un infierno nuclear inflingido por mecanismos preventivos, un apagón general por una gran tormenta electromagnética, de origen solar o no, sería de lo más misericordioso. Y puesto que no sabemos cuando el Sol volverá a lanzar sus dardos tras el suceso de 1859, siempre podremos contar con nuestras humanas bombas de pulsos electromagnéticos, que son un arma limpia, ecológica, barata y de eficacia probada. Y de gatillo más ligero. 

Las consecuencias para la civilización serían inabarcables y el daño para ésta en particular, seguramente irreversible. Se ha dicho con razón que al capitalismo le cuesta mucho menos imaginar el fin del mundo que su propio final, así que tendremos que echarle una mano en este punto ciego, para que el instinto se comprenda a sí mismo, y lo inimaginable se imagine mejor. 

De hecho internet surgió como respuesta a un posible ataque nuclear, para minimizar los daños distribuyendo los puntos de decisión del mando militar; hoy tenemos una tecnología descentralizada, pero al servicio de una estructura de poder cada vez más concentrada. 

¿Prefiere uno ser freído a radiactividad cortesía de una máquina, o prefiere que los humanos dejen fritas antes a las máquinas y se reserven al menos la oportunidad de sobrevivir en el salvaje mundo de antes de la civilización? Yo, ni por mi ni por el planeta, tengo la menor duda. Otra cosa es que tengamos semejante fortuna. 

Los ejecutivos podrían realizar gratis sus prácticas de supervivencia y hacer gala de rudeza y heroísmo en el más natural de los ambientes posibles. Y luchar, por ejemplo, con el entorno y con sus semejantes, en una cierta igualdad de condiciones. 

Por añadidura, las bombas electromagnéticas podrían frustrar un ataque nuclear, aunque también podrían resultar nefastas para las numerosas centrales nucleares sin las debidas medidas de seguridad. Todas estas centrales deberían ser obligadas a cerrar si no pueden cumplir unos requisitos mínimos. 

Naturalmente, para provocar un apagón global se requerirían unas cuantas bombas de pulsos con detonante nuclear a gran altitud. Puesto que sigue siendo una alternativa deseable, incluso se podría delegar en un organismo internacional el poder detonar estas bombas como mal menor antes de que un estado gamberro o sus máquinas pulsaran el detonante primero. ¿Someteríamos esto a su vez al poder de decisión de máquinas inteligentes?   

El escenario del día después podría verse sorprendentemente modificado; en multitud de países, posiblemente los abuelos del campo tendrían mejores perspectivas de supervivencia que sus nietos urbanos. Como si el pasado adelantara al futuro y el futuro se quedara mirando al pasado en espera de qué hacer. Otro plus de sensatez añadido.   

Puntos todos dignos de atención si de lo que se trata es de invertir la inexorable dinámica hacia el peor de los finales posibles. Y el final, como la zanahoria, es el timón del asno -siempre que haya un buen palo al otro lado.   

Se podría aprovechar esto para desactivar otras dinámicas y bombas de tiempo, otros precipicios hacia los que con tanto impulso nos precipitamos. Y en cuanto a los monstruosos presupuestos de guerra de los países ricos, siempre se supo que hay una buena parte de broma pesada en ello, para mejor succionar la sangre de sus contribuyentes y mantener las apuestas bien altas.  

Lo importante es que los del ataque preventivo sepan que otros pueden apretar el gatillo primero. Ellos tienen bastante más que perder, y nosotros, que ganar.  

Ahora al menos ya tenemos otra opción sobre la mesa.

Blog del autor: https://www.hurqualya.net/una-fabula/ 

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.