I En la actualidad, luego de la emblemática caída del Muro de Berlín -que significó la caída, al menos momentánea, de los ideales socialistas- el mundo pareciera encaminarse hacia posiciones conservadores sin otra alternativa. Aunque no sea cierto que hayamos alcanzado el fin de la historia, el capitalismo parece haber llegado para quedarse. La llamada […]
I
En la actualidad, luego de la emblemática caída del Muro de Berlín -que significó la caída, al menos momentánea, de los ideales socialistas- el mundo pareciera encaminarse hacia posiciones conservadores sin otra alternativa. Aunque no sea cierto que hayamos alcanzado el fin de la historia, el capitalismo parece haber llegado para quedarse. La llamada globalización neoliberal no da respiro, y el campo popular cada vez está más golpeado. Las izquierdas, aún shockeadas, no atinan el camino.
Desde una posición triunfalista, casi con desdén, el discurso de la derecha puede mirar socarronamente a la izquierda mostrando su «fracaso» en el siglo XX. Por cierto que hoy, luego de lo sucedido en las recientes décadas, elementos no le faltan para hacer el señalamiento. Los primeros experimentos de socialismos reales del pasado siglo no terminaron muy bien, y después de la caída del Muro de Berlín y todo el campo soviético, más los elementos de restauración capitalista en China, el discurso hegemónico de la derecha se siente imbatible. Aunque la historia, por cierto, no ha terminado. Si llamamos «éxito» al actual estado de cosas en el mundo, nos equivocamos, porque el resultado es francamente patético: con toda la riqueza acumulada, el hambre sigue siendo principal factor de muerte en la población planetaria. Para que un 15% de la humanidad viva satisfactoriamente, el otro 85% pasa penurias indecibles: enfermedades, ignorancia, falta de servicios mínimos, guerras y distintas manifestaciones de violencia por doquier (racismo, patriarcado, prejuicios). ¿Dónde está el pretendido éxito del sistema capitalista?
Como dijo el brasileño Frei Betto: «El escándalo de la Inquisición no hizo que los cristianos abandonaran los valores y las propuestas del Evangelio. Del mismo modo, el fracaso del socialismo en el este europeo no debe inducir a descartar el socialismo del horizonte de la historia humana«. Decir que el socialismo fracasó es erróneo; en todo caso, no avanzó como se esperaba, pero definitivamente en todos aquellos lados donde existió, resolvió muchos más problemas que los que produjo el sistema capitalista. En el socialismo nadie murió de hambre, nadie permaneció analfabeto, nadie dejó de tener vivienda y acceso a servicios básicos; nunca un país socialista invadió a otro ni propició golpes de Estado. Pero sin dudas, en la actualidad, no hay muchos logros que mostrar, al lado del discurso omnipresente del triunfalismo del capital, que enceguece con sus oropeles (léase: consumismo voraz, shopping centers abarrotados y una ética del «sálvese quien pueda» individualista).
En este momento ser socialista, seguir abrazando el ideario socialista, seguir esperanzado en un mundo con mayores cuotas de justicia, no es una cuestión de pura fe, de creencia dogmática, ciega, irreflexiva. A una religión se la puede seguir por una pura cuestión de convicción, exclusivamente pasional, ilógica si se quiere («Creo porque es absurdo«, llegó a decir un teólogo medieval. La fe no necesita demostrarse). Más allá del análisis, incluso, se puede seguir una creencia dejándose arrastrar por la corriente. Pero seguir firme en el ideal socialista es otra cosa. Por cierto, mucho más que dejarse llevar por la corriente, ser socialista sigue siendo una decisión sopesada, una decisión en la que hasta nos puede ir la vida incluso, pero que se alimenta de un profundo principismo, de una ética firme, y de un análisis conceptual contundente. ¿Quién produce la riqueza? La clase trabajadora: de eso no podemos dudar. Se la apropia en su gran mayoría la clase dueña de los medios de producción (banqueros, industriales, terratenientes); esa es una verdad irrefutable, no es cuestión de creencia. Optar por el socialismo es manejarse con conceptos de profundidad científica (materialismo histórico) al par que seguir teniendo sensibilidad social, preocupación y respeto por la dignidad humana. Es seguir creyendo firmemente en la justicia, en que lo más importante para un ser humano es otro ser humano.
Seguir optando por el socialismo no es hacer una apología del amor al prójimo. La experiencia milenaria de la vida y las modernas ciencias sociales nos enseñan que el amor incondicional, el amor por el amor mismo no existe (los dioses omnipotentes podrán amar en forma absoluta. Los humanos de a pie, más modestamente, amamos en forma parcial, fragmentaria, con cuentagotas. El amor es siempre narcisista, conlleva una cuota de engaño). Pero sí existe el respeto -y hay que forjar una cultura que se base en él; eso es el socialismo en definitiva-. Aunque no amemos incondicionalmente al otro (¿podríamos amar de verdad a todo el mundo?, ¿no tiene algo de mesiánico eso?), podemos y debemos respetarlo. Y la injusticia, en cualquiera de sus formas (explotación económica, subordinación de género, discriminación étnica) es una forma de irrespeto.
La otra opción que tenemos frente al socialismo, el capitalismo, la sociedad asentada en la explotación de una clase social por otra, ya hemos visto hacia dónde puede llevarnos: sólo hacia un holocausto como especie. El afán de poderío, la búsqueda interminable por la supremacía -cosas que pudiéramos estar tentados de tomar como naturales, como factor espontáneo de nuestra humana condición, pero que finalmente se descubren como construcciones culturales, históricas- no pueden ser el norte de la vida. Si lo son, ello depende de una historia que no nos ofrece otra salida, que nos lleva a valorar un teléfono celular o una botella de whisky por sobre otro ser humano. Y ahí radica justamente el trabajo revolucionario, el ser socialista: se trata de cambiar ese mundo, esa historia, esa conciencia. Si se quiere: se trata de ir contra esa corriente dominante.
II
El capitalismo, la sociedad basada sólo en el lucro personal, olvida el respeto. Si el motor último de la vida es «la ganancia», amén de ser una vida muy pobre en términos de valores humanos, como construcción social eso es una bomba de tiempo. En nombre de su búsqueda se puede sacrificar la naturaleza completa (la actual catástrofe medioambiental), se generan contradicciones tan profundas que ya no tienen marcha atrás y se vuelven luego inmanejables (sectores sociales «respetables» que viven defendiéndose de los «excluidos» que reclaman su lugar en el mundo, Norte rico «invadido» por pobres que escapan del Sur excluido), todo lo cual genera una bomba de tiempo que por algún lado estalla. O, peor aún, en nombre de defender las ganancias obtenidas, se producen guerras tan mortíferas que ponen en riesgo la habitabilidad misma del planeta. De liberarse toda la energía nuclear contenida en las armas atómicas de que dispone la humanidad hoy día, se produciría una explosión tan monumental cuya onda expansiva llegaría a la órbita de Plutón… Pero ello no impide que cada siete segundos muera de hambre una persona en el mundo, siendo el hambre -¡el hambre y no la guerra!- la principal causa de muerte de nuestra especie. ¿Triste? ¿Indigno? ¿Tremendamente pobre? Eso y no otra cosa es el capitalismo. El socialismo nunca inició una guerra; el capitalismo… ya perdió la cuenta de cuántas.
La derecha podrá mostrar -con razón en muchos casos- que los experimentos socialistas tuvieron innumerables errores: verticalismo, abuso de poder, falta de libertades públicas, nepotismo, ineficiencia, burocratismo, culto a la personalidad de los líderes y una interminable lista de lacras y mezquindades vergonzantes. También la izquierda lo dice en una visión autocrítica de esas experiencias. Ahora bien: de la derecha ya nada se puede esperar, sino más de lo mismo: explotación, saqueo, injusticia, consumismo voraz…., más todas las lacras recién citadas. Por otro lado, el abuso de poder no es un invento del socialismo. Por tanto, el único camino que brinda aún esperanzas sigue siendo el socialismo. Con sus errores, defectos y mezquindades. Pero con esperanza al final del camino. ¿Qué esperar del capitalismo, si justamente tiene como «válvula de escape», como «salida» a sus crisis, nada menos que la guerra?» Y hoy por hoy, la industria más redituable de todas, por lejos, es la producción de armas, la industria de la muerte. ¿Ese es el éxito?
Las sociedades basadas en la explotación de clase no ofrecen salidas y son, inexorablemente, una afrenta a la equidad entre humanos. Con un horizonte socialista, sabiendo de los errores que los seres humanos cometemos (estamos condenados a ser imperfectos) y sabiendo que hay que enfrentarlos, queda al menos la esperanza respecto a que se busca la justicia, que vamos más allá de la pobreza de la «salvación» personal. La vida es demasiado indigna si se mide por la cantidad de dinero que tenemos depositada en la cuenta bancaria, por el automóvil que usamos o por la ropa que llevamos. Pues como dijo el poeta canario Víctor Ramírez, «aunque no haya motivos para la esperanza, siempre tendremos razones para la dignidad«. Y el socialismo, no olvidarlo, es dignidad.
III
Pero algo pasa en la sociedad planetaria porque luego de algunos siglos de avance contra el oscurantismo (la modernidad capitalista se erigió contra la oscura noche medieval, y el socialismo auguraba una nueva aurora luminosa), ahora se asiste a un preocupante retroceso en las ideas libertarias. Lo que se marcó como lucha por un mundo de mayor equidad durante más de cien años, desde mediados del siglo XVIII, con las primeras luchas sindicales obreras hasta los 60 o 70 del siglo pasado, hoy parece extinguido. La derecha, triunfante en términos económicos (el capital hoy va ganando la pulseada contra la clase trabajadora, sin lugar a dudas) parece haber dejado sin discurso al campo popular. El ideario socialista de transformación revolucionaria que se levantaba hasta hace algunas décadas, lo cual inspiró heroicas luchas en todas partes del mundo, se muestra actualmente alicaído. No extinguido, pero sí en terapia intensiva.
¿Está en retirada acaso? Seguramente no, porque aquello que lo alentaba: las injusticias estructurales, las contradicciones de clase -junto a todas las otras injusticias y contradicciones que pueblan la vida humana- no han desaparecido. Por tanto, no habiéndose extinguido las causas, las consecuencias persisten. Dicho de otro modo: como continúa la explotación, el grito de rebeldía sigue presente. Pero ahí está lo llamativo justamente: ese grito se ha ahogado al día de hoy. No desapareció, pero casi no se escucha. ¿Qué está pasando?
El sistema capitalista, con ya largos siglos de experiencia (desde el siglo XIII, con sus primeros balbuceos en la Liga Hanseática en el norte de Europa, hasta su actual expansión global financiera e imperialista), ha acumulado una fabulosa cuota de riqueza, de poder y de conocimientos. Para su conservación ha desarrollado las más refinadas tecnologías de control social, superando largamente toda forma de dominación ideológico-cultural conocida anteriormente en la historia. Los modernos medios de comunicación masiva tienen un poder de penetración y manipulación tan grande que no permite antídotos. En la lucha ideológica contra los ideales socialistas, el capitalismo está imponiéndose.
Se impone, claro está, apelando al más descarnado y repugnante juego sucio; pero en el mundo del capital no hay lugar para la ética, para las consideraciones humanísticas, para la verdad. «Una mentira repetida mil veces se transforma en una verdad«, pudo sentenciar el ministro de propaganda nazi, Joseph Goebbels, haciéndose de ese lema el núcleo de la actual manipulación de las mayorías. Solo cuenta la fría e inexorable ley de la ganancia. Para mantener esa ley, se apela a cualquier cosa: las bombas inteligentes, el engaño más sofisticado, las torturas más inimaginables o los mensajes subliminales, todo cuenta. Si sirve para mantener el statu quo, se le utilizará. El socialismo, por sus mismos principios fundacionales, no se mueve de esa manera: la dignidad humana es la regla central. En el capitalismo, lo único que cuenta es la acumulación del capital. Si la guerra o la muerte dan buenos resultados (los principales negocios actuales son la guerra, la especulación financiera y el consumo de drogas ilegales), se les da la alegre bienvenida. Para defender su sistema de vida (representado icónicamente por el american way of life), miente descaradamente («guerra de cuarta generación» se le llama, guerra mediático-ideológico-psicológica). ¿Puede el socialismo apelar a esas mentiras?
Definitivamente no. Pero sucede que en la pugna inter-sistemas, el socialismo no va ganando. Y en la lucha ideológica -vital, toral para lograr efectos en la humanidad, para movilizar, para preparar condiciones para mantener o cambiar las cosas- se plantea un enorme problema ético: ¿cómo hace el socialismo para equipararse con la monumental parafernalia del capitalismo, con la mentira entronizada, con el continuo «lavado de cerebro» a que se ve sometida la humanidad?
Hoy por hoy existe una gigantesca industria ideológico-cultural que el gran capital pone en marcha aceitadamente día a día, minuto a minuto, segundo a segundo. El mensaje ideológico lo inunda todo: medios masivos de comunicación, redes sociales, ciberespacio, vida cotidiana manejada por titánicas fuerzas conservadoras, hoy rayanas en el neofascimo neoliberal, religiones (neoreligiones, más exactamente dicho) que obran como super efectivos mecanismos de control social.
Valga como pequeño ejemplo esto último: la avalancha de cultos neopentecostales al que se asiste hoy en toda Latinoamérica. Con un mensaje ultraconservador, reaccionario, anti Teología de la Liberación, estos mecanismos han servido para «desconectar» a millones de personas (pobres en su gran mayoría) de la preocupación por lo terrenal. Dicho de otra manera: desconectarlas de la lucha por la justicia, para auto-reconocerse como explotadas. A toda esa monumental, gigantesca, titánica oferta ideológica que inunda de cabo a rabo la vida cotidiana, ¿qué se le opone desde la izquierda?
Este escrito -quizá pesimista para algunos, pero más bien crudamente realista- es un intento de reformular la misma pregunta que se hacía Lenin en 1902: ¿qué hacer? Es decir: ¿cómo moverse ante esta avanzada fenomenal de la derecha, que se permite incluso robarle discurso a la izquierda, hablando -en forma aguada, claro está, light– de lucha contra la pobreza (¡no contra la injusticia!) y con formas políticamente correctas (lucha por la equidad de género, contra el racismo, etc.)? ¿Sirve hoy día el panfleto, la arenga a la salida de la fábrica, un mensaje enviado por redes sociales para que se haga viral (al lado de millones de mensajes similares enviados desde perfiles falsos? ¿Sirve hoy apelar a la verdad en lo que se ha dado en llamar la era de la post verdad? ¿Cómo enfrentar esa lucha de David contra Goliat? ¿Cómo organizar a una población que ya está disciplinada por los cultos evangélicos, las telenovelas de moda o los interminables partidos de fútbol que por docenas se ofrecen a diario?
No se presentan aquí las supuestas respuestas a la pregunta, las «soluciones», el manual de procedimiento. Seguramente nadie las tiene. No hay manual. En todo caso, hay que construir las opciones. Lo que es claro es que los viejos métodos de trabajo político habrá que reevaluarlos, reconsiderarlos. No se trata de «ponerse a la moda» sino de estudiar con profundidad dónde estamos parados. ¿Por qué ganan elecciones candidatos de ultra derecha con propuestas neonazis, hiper conservadoras, racistas? (Trump en Estados Unidos, Macri en Argentina, Bolsonaro en Brasil, Liga del Norte en Italia, candidatos neonazis en varios países europeos, Duque en Colombia, Piñera en Chile). ¿Por qué los sindicatos pasaron a ser sinónimo de basura corrupta, desmovilizadores de la lucha popular? ¿Por qué el término «lucha de clases» salió de circulación? ¿Cómo logró el sistema establecer la idea que en Venezuela hay una dictadura sangrienta, o que musulmán es sinónimo de terrorista?
Es evidente que los métodos de lucha de la izquierda deben readecuarse, repensarse. Como dijo recientemente un joven en un grupo de discusión política: «Hoy día ningún muchacho piensa en irse de guerrillero a la montaña. Eso pareciera fuera de lugar, pasado de moda. Si ya… ¡ni montaña queda!» El llamado a reconsiderar los métodos de trabajo político desde el socialismo es urgente. Y «modernizarse» no significa, en modo alguno, renunciar a los ideales.
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