Páginas iniciales de la novela utópica de Francis Bacon La Nueva Atlántida, publicada en 1627
Nota de edición: Tal día como hoy [09/04] de 1626 fallecía el filósofo inglés Francis Bacon. Lo recordamos con las páginas iniciales de La Nueva Atlántida, una de las grandes utopías clásicas de la historia del pensamiento, basada en la organización científica de la sociedad.
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Zarpamos del Perú (donde habíamos permanecido durante todo un año) hacia China y Japón, por el mar del Sur, llevando provisiones para doce meses; tuvimos vientos favorables del Este, si bien suaves y débiles, por espacio de algo más de cinco meses. No obstante, luego el viento vino del Oeste durante muchos días, de tal modo que apenas podíamos avanzar, y a veces, incluso, pensamos en regresar. Pero más adelante se levantaron grandes y fuertes vientos del Sur, con la ligera tendencia hacia el Este, que nos llevaron hacia el Norte; por este tiempo las provisiones nos faltaron, aunque habíamos hecho buen acopio de ellas. Al encontrarnos sin provisiones, en medio de la mayor inmensidad de agua del mundo, nos consideramos perdidos y nos preparamos para morir. Sin embargo, elevamos nuestros corazones y voces a Dios, al Dios que «mostró sus milagros en lo profundo», suplicando de su merced que así como en el principio del mundo descubrió la faz de las profundidades y creó la Tierra, descubriera ahora también la Tierra para nosotros, que no queríamos perecer.
Y sucedió que al día siguiente por la tarde vimos ante nosotros, hacia el Norte, a poca distancia, una especie de espesas nubes que nos hicieron concebir la esperanza de encontrar tierra; sabíamos que aquella parte del mar del Sur era totalmente desconocida, y que podría haber en ella islas o continentes que todavía no se hubieran descubierto. Por consiguiente, viramos hacia el lugar donde veíamos señales de tierra, y navegamos en aquella dirección durante toda la noche; al amanecer del día siguiente pudimos comprobar con claridad que era tierra, en efecto, llana y cubierta de bosque; y esto la hacía aparecer más obscura. Después de hora y media de navegación penetramos en un buen fondeadero, que era el puerto de una bella ciudad; no era grande, ciertamente, pero estaba bien edificada y ofrecía una agradable perspectiva desde el mar. Y figurándose los largos los minutos hasta que estuviéramos en tierra firme, llegamos junto a la costa. Pero inmediatamente vimos a muchas personas, con una especie de duelas en las manos, que parecían prohibirnos desembarcar; no obstante, sin exclamaciones ni signos de fiereza, sino sólo como avisándonos mediante signos de que nos alejáramos. Entonces, bastante desconcertados, nos consultamos unos a otros acerca de lo que deberíamos hacer.
Durante este tiempo nos enviaron un pequeño bote con unas ocho personas a bordo, de las cuales una llevaba en la mano un bastón de caña, amarillo, pintado de azul en ambos extremos; subió el hombre a nuestro barco sin la menor muestra de desconfianza, Y cuando vio que uno de nosotros se hallaba ligeramente destacado de los demás, sacó un pequeño rollo de pergamino (un poco más amarillo que el nuestro, y brillante como las hojas de las tablillas de escribir, pero suave y flexible), y se lo entregó a nuestro capitán. En este rollo estaban escritas en hebreo y griego antiguos, en buen latín escolástico y en español las siguientes frases: «No desembarque ninguno de ustedes y procuren marcharse de esta costa dentro de un plazo de dieciséis días, excepto si se les concede más tiempo. Mientras tanto, si desean agua fresca, provisiones o asistencia para sus enfermos, o bien alguna reparación en su barco, anoten sus deseos y tendrán lo que es humano darles.» El texto se hallaba firmado con un sello que representaba las alas de un querubín, no extendidas sino colgando y junto a ellas una cruz. Después de entregarlo, el funcionario se marchó dejando sólo a un criado con nosotros para hacerse cargo de nuestra respuesta.
Consultando esto entre nosotros nos encontrábamos muy perplejos. La negativa a desembarcar, y el rápido aviso de que nos alejáramos, nos molestó mucho; por otra parte, el saber que aquellas personas dominaban algunos idiomas, y poseían tanta humanidad, nos confortaba no poco. Y, sobre todo, el signo de la cruz en aquel documento nos causaba una gran alegría, como si constituyera un presagio cierto de buena fortuna. Dimos nuestra respuesta en español: «Que nuestro barco estaba bien, ya que nos habíamos encontrado mucho más con vientos suaves y contrarios que con tempestad alguna. Que respecto a nuestros enfermos, había muchos, y en muy mal estado; de modo que si no se les permitía desembarcar, sus vidas corrían peligro.» Expresamos en particular nuestras otras necesidades añadiendo. «que teníamos un pequeño cargamento de mercancías, de modo que si querían comerciar con nosotros podríamos así remediar nuestras necesidades sin constituir una carga para ellos.» Ofrecimos como recompensa algunos doblones al criado y una pieza de terciopelo carmesí para que se la llevara al funcionario; pero el criado no las aceptó; apenas las miró; así, pues, nos dejó, regresando en otro pequeño bote que había acudido por él.
Unas tres horas después de haber enviado nuestra contestación vino hacia nosotros una persona que, al parecer, poseía autoridad. Vestía una toga de amplias mangas, hecha de una especie de piel de cabra, de un magnífico color azul celeste y mucho más llamativa que las nuestras; la ropa qué llevaba deba o era verde, lo mismo que el sombrero; tenía éste la forma de un turbante, estaba muy bien hecho, y no era tan grande como los turbantes turcos; los rizos de su pelo sobresalían por los bordes. Era un hombre de aspecto venerable. Venía en un bote, dorado en algunas partes, acompañado sólo de cuatro personas; lo seguía otro bote con unas veinte. Cuando estuvo a un tiro de flecha de nuestro barco, nos hicieron indicaciones de que enviáramos a algunos de los nuestros a su encuentro en el agua, cosa que hicimos mandando al segundo de abordo y acompañándolo cuatro de nosotros.
Cuando estuvimos a seis yardas de su bote, nos ordenaron detenernos, y así lo hicimos. Y entonces el hombre a quien he descrito antes se levantó y en alta voz preguntó en español: «¿Son ustedes cristianos?». Respondimos afirmativamente, sin miedo a que pudiera sernos perjudicial, a causa de la cruz que habíamos visto en el manuscrito. Al oir esta respuesta, la mencionada persona levantó su mano derecha hacia el cielo, la bajó suavemente hasta su boca (que es la señal que ellos hacen cuando dan gracias a Dios), y después dijo: «Si todos ustedes juran, por los méritos del Salvador, que no son piratas ni han derramado sangre, legal o ilegalmente, en los cuarenta últimos días, tendrán permiso para desembarcar». Contestamos que estábamos dispuestos a prestar juramento. Entonces uno de sus acompañantes que, según parecía, era notario legalizó el hecho mediante acta. Realizado esto, otro de los acompañantes del personaje, que se encontraba con él en el mismo bote, y después de escuchar las palabras que su señor le murmuró, dijo en voz alta: «Mi señor quiere hacerles saber que no se debe a orgullo o dignidad el hecho de que no haya subido al barco; sino porque en su respuesta ustedes declararon que tenían muchos enfermos, por cuyo motivo el Director de Sanidad de la ciudad le advirtió que mantuviera cierta distancia». Le hicimos una reverencia, respondiendo que nos consideráramos sus humildes servidores, y que estimáramos como un gran honor y una singular muestra de humanitarismo lo que ya había hecho por nosotros; no obstante, esperábamos que no fuera infecciosa la enfermedad que padecían nuestros hombres. Se volvió él y poco después subió a bordo de nuestro barco el notario, llevando en la mano un fruto del país, parecido a una naranja, pero de un color entre morado y escarlata, y que desprendía un perfume excelente. Lo empleaba, según parecía, para preservarse de una posible infección. Nos tomó juramento «en nombre y por los méritos de Jesús», diciéndonos a continuación que hacia las seis de la mañana del día siguiente se nos llevaría a la Casa de los Extranjeros (así la llamó él) , donde se nos acomodaría a todos, a los sanos y a los enfermos. Cuando se iba a marchar le ofrecimos algunos doblones, pero sonriendo dijo que no se le debía pagar dos veces por un solo trabajo; quería decir con esto (según me pareció comprender) que le bastaba con lo que el Estado le pagaba por sus servicios, según supe más adelante, al funcionario que acepta gratificaciones le llaman «Pagado dos veces».
A la mañana siguiente, muy temprano, llegó el mismo funcionario del bastón que ya conocíamos y nos dijo que venía a conducirnos a la Casa de los Extranjeros y que había anticipado la hora «para que pudiéramos tener libre todo el día con objeto de dedicarnos a nuestras ocupaciones. Pues -añadió- si siguen mi consejo, deben venir primero sólo unos cuantos de ustedes, examinar el lugar y ver qué es lo que les conviene; y después pueden enviar por sus enfermos y los hombres restantes para que desembarquen.» Se lo agradecimos diciéndole que Dios le premiaría la molestia que se tomaba con los desolados extranjeros que éramos nosotros. Así, pues, desembarcamos con él seis de nosotros; cuando estuvimos en tierra, él, que marchaba delante, se volvió y nos dijo que no era sino nuestro servidor y guía. Nos condujo a través de tres bellas calles, y a todo lo largo del camino que seguimos había reunidas personas, a ambos lados de la calle, colocadas en fila; pero se mantenían tan corteses que parecía que no estaban allí para maravillarse de nosotros sino para darnos la bienvenida; muchas de ellas, a medida que pasábamos, extendían ligeramente los brazos, cosa que hacen cuando dan la bienvenida.
La Casa de los Extranjeros es un edificio bello y espacioso, construido de ladrillo, de un color algo más azul que el nuestro; tiene elegantes ventanales, unos de cristal y otros de una especie de batista impermeabilizada. Nos llevó primero a un saloncito del primer piso y nos preguntó entonces cuántos éramos y cuántos enfermos había. Le respondimos que en total unas cincuenta personas, de las cuales diecisiete estaban enfermas. Nos recomendó que tuviéramos un poco de paciencia y que esperáramos hasta que volviera, lo que, en efecto, hizo una hora más tarde; nos condujo entonces a ver las habitaciones que habían preparado, y que eran diecinueve en total. Al parecer habían sido dispuestas para que cuatro de ellas que eran mejores que las restantes, albergaran a los cuatro hombres principales de entre nosotros, individualmente; las otras quince para los demás, dos por cada habitación. Eran los cuartos elegantes, alegres y muy bien amueblados. Nos condujo luego a una larga galería, parecida al dormitorio de un convento, donde nos mostró a todo lo largo de un lado (pues el otro estaba constituido por la pared y las ventanas) diecisiete celdas, muy limpias, separadas unas de otras por madera de cedro. Como en total había cuarenta celdas (muchas más de las que necesitábamos) se destinaron a enfermería para las personas enfermas. Nos dijo, además, que cuando alguno de nuestros enfermos se sintiera bien se le trasladaría de su celda a una habitación; con este objeto habían preparado diez habitaciones disponibles, además del número de que hablamos antes. Realizado esto, nos llevó de nuevo al saloncito, y levantando un poco su bastón (como suelen hacer cuando dan una orden o un encargo), nos dijo: «Deben ustedes saber que nuestras costumbres disponen que pasado el día de hoy y de mañana (días que les dejamos para que todas las personas desciendan del barco) , permanezcan sin salir de esta casa durante tres días. Pero no se molesten ni crean que se trata de una restricción de su libertad, sino para que se acomoden y descansen. No carecerán de nada, y hay seis personas que tienen la misión de atenderlos respecto a cualquier asunto que necesiten resolver en la calle.» Le dimos las gracias con el mayor afecto y respeto, y dijimos: «Dios, con seguridad, está presente en esta tierra.» Le ofrecimos también, veinte doblones, pero sonrió y dijo únicamente:
«¿Cómo? ¡Pagado dos veces!». Y se marchó.
Poco después nos sirvieron la comida, que fué muy buena, tanto el pan como la carne; mejor que en cualquier colegio universitario que yo haya conocido en Europa. Nos dieron también tres clases de bebidas, todas ellas sanas y buenas; vino, una bebida hecha de grano, como nuestra cerveza, pero más clara, y una especie de sidra elaborada con frutas del país; bebida ésta maravillosamente agradable y refrescante. Nos trajeron, además, gran cantidad de las naranjas escarlata, a las que ya me he referido, para nuestros enfermos; nos dijeron que constituían un eficaz remedio para las enfermedades adquiridas en el mar. Nos dieron también una caja de pequeñas píldoras grises o blanquecinas, pues querían que nuestros enfermos tomaran una cada noche antes de dormirse; aseguraron que les ayudaría a curarse rápidamente.
Al día siguiente, después que cesaron las molestias ocasionadas por el transporte de nuestros hombres y equipajes desde el barco, y que estuvimos instalados y algo más tranquilos, consideré razonable reunir a todos los hombres, y cuando lo estuvieron les dije: «Queridos amigos: vamos a examinar nuestra situación y a nosotros mismos. Cuando nos considerábamos encerrados en las profundidades marinas, he aquí que nos encontramos arrojados en tierra, como Jonás del vientre de la ballena; y ahora que estamos en tierra nos hallamos, sin embargo, entre la vida y la muerte, pues nos encontramos más allá del viejo y del Nuevo Mundo; si hemos de volver a contemplar de nuevo a Europa, sólo Dios lo sabe. Una especie de milagro nos ha traído aquí, y algo así tendría que suceder para sacarnos. Por lo tanto, en agradecimiento por nuestra pasada liberación y por nuestro peligro presente y los futuros, veneremos a Dios, y que cada uno de nosotros haga un acto de contrición. Además, nos encontramos entre un pueblo cristiano, piadoso y humano: presentémonos ante ellos con la mayor dignidad posible. Pero aún hay más; puesto que nos han encerrado entre estas paredes (aunque muy cortésmente) durante tres días, ¿no es acaso con objeto de observar nuestra educación y comportamiento? Y si lo encuentran malo, alejarnos; si bueno, concedernos más tiempo. Estos hombres que nos atienden tal vez nos vigilan. ¡Por amor de Dios, puesto que amamos el bienestar de nuestras almas y cuerpos comportémonos como Dios manda y hallaremos gracia ante los ojos de este pueblos!.
Todos, unánimemente, me agradecieron la advertencia, prometiendo vivir sobria y pacíficamente, sin dar la menor ocasión de ofensa. Así pues, pasamos nuestros tres días alegremente, despreocupados, esperando saber qué harían con nosotros cuando expiraran. Durante aquel tiempo tuvimos la satisfacción constante de ver mejorar a nuestros enfermos, quienes se creían sumergidos en alguna fuente milagrosa, ya que mejoraban con tanta naturalidad y rapidez.
Cuando hubieron transcurrido los tres días, a la mañana siguiente, se presentó un hombre, al que no habíamos visto antes, vestido de azul como el primero, excepto su turbante que era blanco con una pequeña cruz roja en lo alto. Llevaba también una esclavina de lino fino. A su llegada se inclinó ligeramente ante nosotros y extendió sus brazos. Por nuestra parte lo saludamos humilde y sumisamente, pareciendo que recibiríamos de él una sentencia de vida o muerte. Deseaba hablar con algunos de nosotros. Sólo permanecimos seis y el resto abandonó el aposento. Dijo: «Por mi profesión soy Gobernador de esta Casa de los Extranjeros, y por vocación sacerdote cristiano; y por esto, dada vuestra condición de extranjeros, y principalmente de cristianos, es por lo que vengo a ofrecerles mis servicios. Puedo decirles algunas cosas, que creo escucharán de buena gana. El Estado les concede permiso para que permanezcan aquí durante seis semanas; y no se preocupen si sus necesidades exigen un plazo más amplio, pues la ley no es muy precisa acerca de este punto; y no dudo de que yo mismo podré conseguirles el tiempo que sea conveniente. Sabrán ustedes que la Casa de los Extranjeros es rica ahora, ya que conserva ahorradas las rentas de estos últimos treinta y siete años, y en este tiempo no ha llegado aquí ningún extranjero; no se preocupen, el Estado costeará todo durante su estancia entre nosotros. Por esto, no tengan prisa. Respecto a las mercancías que han traído se emplearán, y cuando regresen tendrán el equivalente en mercancías, o en oro y plata; pues para nosotros es lo mismo. Si tienen que hacer alguna petición, no la oculten, pues observarán que, sea cualquiera la respuesta que reciban, no dejarán de hallarse protegidos. Sólo debo advertirles que no deben retirarse más de un karan (milla y media entre ellos) de las murallas de la ciudad sin un permiso especial.»
Respondimos, tras de mirarnos los unos a los otros durante corto tiempo, admirando este trato gracioso y paternal, que no sabíamos lo que decir, ya que no teníamos palabras bastantes para expresarle nuestro agradecimiento; y que sus nobles y desinteresados ofrecimientos hacían innecesario preguntar nada. Nos parecía que teníamos ante nosotros un cuadro celestial de nuestra salvación; habiéndonos hallado muy poco tiempo antes en las fauces de la muerte, nos veíamos ahora en un lugar donde sólo encontrábamos consuelos. Respecto a la orden que se nos había dado no dejaríamos de obedecerla, aunque era imposible, a menos de que nuestros corazones se inflamaran, que intentáramos ir más allá del límite en esta tierra sagrada y feliz. Agregamos que primero nos quedaríamos mudos que olvidar en nuestras plegarias su reverenda persona o a todo su pueblo. Le rogamos también humildemente que nos considerara sus verdaderos servidores, con el mismo derecho con que estuviera obligado cualquier hombre sobre la tierra; y que poníamos a sus pies, tanto nuestras personas como cuanto poseíamos. Contestó que él era un sacerdote y que sólo buscaba la recompensa propia de un sacerdote: nuestro fraternal cariño y el bien de nuestras almas y cuerpos. Se separó de nosotros con lágrimas de ternura en sus ojos, dejándonos confundidos con una mezcla de alegría y afecto, diciéndonos entre nosotros que habíamos llegado a una tierra de ángeles, que se nos aparecían a diario, y nos anticipaban unas comodidades que no pensábamos, ni, mucho menos, esperábamos.
Al día siguiente, a las diez, el Gobernador vino otra vez y después de saludarnos nos dijo familiarmente que venía a visitarnos; pidió una silla y se sentó, y nosotros, que éramos unos diez (los demás eran subalternos, y otros habían salido), nos sentamos con él; cuando estuvimos todos acomodados empezó así: «Los habitantes de esta isla de Bensalem (así la llaman en su lengua) nos encontramos en la situación siguiente: debido a nuestra soledad y a la ley del secreto que mantenemos para nuestros viajeros, y a causa de la poco frecuente admisión de extranjeros, conocemos bien el mundo habitado y a nosotros no se nos conoce. Por esto, como lo corriente es que interrogue el que sabe menos, me parece más razonable que, para distraernos, que ustedes me pregunten en lugar de preguntarles yo a ustedes».
Fuente: https://www.elviejotopo.com/topoexpress/la-nueva-atlantida/