La construcción de Jesucristo -tal y como la conocemos hoy día- se hizo en el Concilio de Nicea (325 d.C) siendo emperador Constantino. En esta época de crisis el nazareno ha vuelto a «resucitar digitalmente» y cada día se escriben más libros que tratan de ese personaje histórico del que no se sabe casi nada. […]
La construcción de Jesucristo -tal y como la conocemos hoy día- se hizo en el Concilio de Nicea (325 d.C) siendo emperador Constantino. En esta época de crisis el nazareno ha vuelto a «resucitar digitalmente» y cada día se escriben más libros que tratan de ese personaje histórico del que no se sabe casi nada.
Para los creyentes fue el Hijo de Dios, para otros un rebelde que se opuso a la dominación romana, un gran rabino, un profeta, un loco, etc. Todos los teólogos e historiadores (sinceros) coinciden en que es imposible hacer un retrato fiable de ese ser excepcional del que no se escribió ni una línea cuando estaba vivo. Ese vacío empezaría a llenarse de contenido con las epístolas paulinas escritas entre el año 51 y el 67 d.C.
Lo que sí está claro es que «el mensaje» de Jesucristo sobrevivió a lo largo de los milenios porque acabó convirtiéndose, en la mente del pueblo (plebe) en «alguien que encarnaba los ideales de justicia de los oprimidos», Jesús aglutinó «las eternas aspiraciones a un mundo mejor» de los eternos esclavos y esclavas que tenían menos valor que los animales.
Independientemente de lo que pudo hacer o no hacer a lo largo de su vida. De las historias fabulosas que se contaron de él, el predicador mutó en «concepto», en «una aspiración», en «un personaje conceptual» en el sentido simple (aquí simple no es sinónimo de superficial). Fue para los oprimidos y desamparados (antes de que le abdujeran las manos tóxicas de la Iglesia) lo que Sócrates simbolizó para los platónicos, un referente de lo «bueno y lo justo».
Jesucristo como concepto, ideal, (que sobrevive, podríamos decir, en la Teología de la Liberación, aliada de la izquierda en América Latina) está «más allá», a años luz de la Iglesia Católica, que utilizó «su figura» para imperar, para someter, para esclavizar intelectualmente. Fue esa institución la que «pervirtió el concepto» para convertirlo en «opio del pueblo». Con esa «alquimia conceptual, el buen cristiano» acabaría mutando en lo que Nietzsche llamaría, en su obra el Crepúsculo de los Ídolos, en «burro trágico».
El nazareno como «concepto», como eterna aspiración de los oprimidos a conquistar un mundo mejor, tiene avatares de todas las formas y colores: Espartaco, Ghandi, El Ché en América Latina, Martín Luther King y un largo etcétera. El que busque referentes perfectos se llevará una profunda decepción pues, fuera de la imaginación y las matemáticas, el ideal que satisface a todos y a todas sólo es alcanzable en sueños.
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