Señor, ¿por qué no enviaste a tu Hija a la Tierra para partir una lanza a favor de la mujer? Para terminar con su condición de esclava y evitar así dos mil años de vejaciones en los que fue infravalorada, maltratada, violada, vendida cual mercancía o asesinada y descuartizada cual Hipatia de Alejandría. Creo que […]
Señor, ¿por qué no enviaste a tu Hija a la Tierra para partir una lanza a favor de la mujer? Para terminar con su condición de esclava y evitar así dos mil años de vejaciones en los que fue infravalorada, maltratada, violada, vendida cual mercancía o asesinada y descuartizada cual Hipatia de Alejandría.
Creo que si te hubieras encarnado en mujer habrás dado un verdadero paso revolucionario, pues a partir de ese momento ambos sexos trabajarían codo con codo para construir otro tipo de sociedad, con menos carros de guerra, menos cadenas. Sin vencedores ni vencidos. Donde el puñetazo mute en beso. Donde la mueca, en sonrisa. Y el infierno, en paraíso.
¿Era necesario mandar a un Hijo, es decir, a tu otro Yo, y dejar que fuera crucificado salvajemente, permitiendo tamaño espectáculo sadomasoquista en un mundo tan saturado de horror, campos de la muerte y vómitos de sangre?
¿Sabías que los niños y niñas del Extremo Oriente rompen a llorar cuando ven a tu Hijo en la cruz, con corona de espinas, con manos y pies clavados, con lanza en el costado y el cuerpo ensangrentado?
Esos niños y niñas, que como todos los pequeños son sabios y dicen la verdad, huyen de esa imagen. Esa oda al sufrimiento los espanta. Ellos están acostumbrados a ver en sus países a Budas gordos, sonrientes y felices. A seres iluminados que les transmiten energía positiva y ganas de vivir. Los pequeños no necesitan mensajes de castigo, horror y muerte. Ya tendrán tiempo de sobra de conocer la agonía cuando tengan que afrontar esa realidad que golpea y derrumba en el corto maratón de la existencia.
También los musulmanes dicen que no creen que Jesucristo -al que consideran un profeta- muriese en la cruz. Están convencidos de que el Señor confundió, engañó a los romanos, y que Dios puso la cara de Jesús en el rostro de otro condenado.
¿Cómo iba a permitir Alá (Dios) que su Profeta fuera crucificado? ¿Cómo iba a tolerar esa aberración?, me decía en El Cairo mi profesor de árabe y amigo, Abderrahman al-Alfil, pariente del Rey Faruk, el último monarca que llevó la corona en el País de El Nilo.
Cuando Pablo contó -en el año 50 d.C.- al Consejo de Atenas, el Areópago (1), que Jesucristo había resucitado, los griegos, empapados de filosofía, razón y sentido común, estallaron en carcajadas pero él los ignoró, cual superhombre, y siguió escribiendo sus trece epístolas, fuente de inspiración para los evangelistas Mateo, Marcos, Lucas y Juan.
Se dice que tras a muerte del Profeta Mahoma, en el año 632, parte de su pueblo esperaba su resurrección, quizás al tercer día como ocurrió con Jesucristo, por eso fue enterrado con una fina capa de tierra para facilitar su ascensión al paraíso en el caso de que se obrase el milagro. Como tal suceso no ocurrió (por lo menos a vista de los mortales) Abu Bakr (su suegro y sucesor) procedió a completar su sepultura en la ciudad santa de Medina.
De todas formas, Mahoma ya conocía el más allá. Según El Corán, al cumplirse los diez años de su magisterio como profeta, ascendió a los cielos en un Buraq, animal mitológico que tenía cabeza de mujer y cuerpo de yegua. Tras ese viaje, en el que vio maravillas, regresó en su alada montura a la Tierra para seguir predicando una religión que hoy practican 1.800 millones de musulmanes.
Nota:
(1) Tribunal que en sus orígenes llegó a tener gran poder político. Ese Consejo vigilaba el cumplimiento de las leyes e impartía justicia. También dictaminaba sobre asuntos de religión. El Areópago condenó a Sócrates por pervertir a la juventud y dudar de la existencia de los dioses, como cualquier persona que piensa, luego existe.
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