Si ubicamos el origen de las nuevas izquierdas, en Chile y otras latitudes, más o menos en torno a las protestas globales de 2011, ya han pasado los suficientes años e hitos políticos como para realizar un balance de los caminos seguidos. A estas alturas ya no vale justificar el «qué hacer» como espera, y […]
Si ubicamos el origen de las nuevas izquierdas, en Chile y otras latitudes, más o menos en torno a las protestas globales de 2011, ya han pasado los suficientes años e hitos políticos como para realizar un balance de los caminos seguidos.
A estas alturas ya no vale justificar el «qué hacer» como espera, y no es perdonable insistir que lo hecho se explica como un «por mientras…». A la generación impugnadora de hace casi una década se le acabó la juventud, pero la rueda sigue girando.
Hoy, las nuevas izquierdas no pueden refugiarse en promesas de futuro ante el acoso del juicio crítico, pues ya tienen presente y pasado, y eso es lo que son hoy, para bien o mal. La práctica política de las nuevas izquierdas es un hecho, ellas tienen varios ciclos completos como para proponer ni tan diversas formas de lo que se «quiere ser».
Pareciera que la «nueva política» que se abría creativa hace algunos años, hoy se reduce a la búsqueda por ser la herencia o el reemplazo de la vieja política progresista. A esas diversas formas actuales del ser de la nueva izquierda, y a las otras formas que todavía podría ser, es que apunta la crítica este texto.
La herencia
Lo que se hereda no se hurta, dice el dicho, y en este caso aplica. De las tres formas posibles en que se construye una nueva izquierda, heredar el pasado es la más simple, pues precisamente evita el asalto o el conflicto que significa hurtar la posición. No requiere mayor esfuerzo, aunque depende, al igual que sus alternativas, de la crisis de las organizaciones hegemónicas anteriores. Necesita esa obsolescencia etaria y política.
Si lo que se hereda es la conducción de una clase o una alianza de clases, la herencia requiere de una crisis contenida a los portadores de la tarea política de clase, a las estructuras y organizaciones contingente. Pero esta crisis no puede afectar a las fuerzas sociales que le daban densidad real a la política de clase. La herencia es un cambio de personal, pero no de interés social y tampoco de historia. La herencia es tal precisamente para conservarse.
Pero ¿qué es lo que se hereda? La forma política del neoliberalismo. Una democracia cercenada de cualquier capacidad de alterar el sistema económico, un consenso cerrado sobre los límites de las demandas sociales, una anulación, en sí, de la idea de historia.
El «realismo capitalista» y las únicas dos alternativas aceptables: moderarlo o intensificarlo. Progresismo o Conservadurismo, y lo que se concebía como modelo económico, hoy se eleva a fuerza de la naturaleza. A lo más que se llega es a idealizar alguna forma de republicanismo que nunca existió en alguna sociedad, en ninguna parte, salvo en las historietas que el occidente blanco cuenta de sí. Se hereda un montón de cosas que podemos denominar izquierda de la Transición, en tanto lo que nos toca en este tiempo de aquello que se llamó la «izquierda del régimen».
En el fondo, se hereda la celebración de reconvertir al militante en técnico, un cambio del crítico radical al que ofrece «soluciones concretas». Es la posición socialdemócrata de la tercera vía, respetable en foros académicos e internacionales, pero a la que no se le pone atención, salvo para legitimar la verdadera ciencia, la de cómo sacar dinero para la minoría a partir del sometimiento de la mayoría de la población.
¿Cómo se hereda? Primero, se idealiza. Se valoriza para heredar. Así comenzaron hace un tiempo distintas revisiones de lo hecho en el pasado por los progresismos que revisan e invierten todo tipo de valores. Un revisionismo corto y otro largo.
Uno largo para revalorizar el parlamentarismo y la vieja ilusión con la política: que los cambios posibles, críticas al mono de paja del bolchevismo utopista o al obrerismo terco (que todos apuntan, pero no es visible por ninguna parte), que los pactos políticos con la también mítica derecha responsable y republicana. El corto, para valorizar lo que antes se rechazaba radicalmente, aquello que los momentos 2006 y 2011 creímos habían desnudado definitivamente.
Según la leyenda de los que apuestan a heredar, los acuerdos de la transición de repente pasan a ser imposiciones que el Partido Socialista aceptó pero que los socialistas rechazaron en un silencio que, ahora nos dicen, no fue cómodo, sino que traumático.
Un revisionismo corto que nos dice que pueden desaparecer los partidos, pero no su objetivo final: el glamoroso y bien pagado rol de legitimar por la izquierda (o bien para castigar a los ultras) el insoportable régimen totalitario del capitalismo mediocre del siglo XXI.
Se convierten, literalmente, en ese odioso apodo trotskista de «muleta». Las viejas fuerzas, desfallecientes, encuentran nuevos grupos ansiosos de ocupar ese lugar. Se reconocen mutuamente: unos dan credencial de contra-renovados a otros, los otros dan credencial de maduros y serios a los unos.
Una vieja corte destetada del Estado transicional por el revanchismo, buscando jóvenes cuadros que les permitan reabrir el flujo de dinero hacia su existencia de críticos impotentes. Es una tendencia conservadora, pero también una muy segura.
La búsqueda de algunas franjas de la izquierda actual por convertirse en herederos del progresismo neoliberal (o de lo que llaman su alma auténtica o «de izquierda») se debe a su orfandad de lucha social.
El proceso es posible, precisamente, porque lo que tensaba a esas franjas a la confrontación creativa más que a la herencia, la lucha de estudiantes, profesores y otros grupos en el ciclo 2006-2016, ha bajado su intensidad y el malestar social se ha convertido en una normalidad fragmentada de luchas sociales. Se llega a buscar una herencia porque se asume que, a pesar de un evidente estado de rabia social en todo occidente, solo hay un presente eterno y, si somos radicales, lo podemos moderar.
Como sea, la herencia es explicable como derrota. Es la porfía por seguir activos tras el fracaso de lo que declaradamente se intentó en la política como una «ofensiva por terminar con la Transición»; o bien, es la naturalización del interés mesocrático y arribista de las últimas décadas por la vía de travestirlo discursivamente como el sincero e incuestionable interés popular. La derrota de defender lo que se juró destruir por la vía de la herencia es algo que no ha tenido explicación política.
El reemplazo
Quién busca reemplazar a las fuerzas progresistas de las décadas de la Transición no puede heredar nada de ellas. Es la apuesta por el hurto, el asalto. No se trata de hacer saltar la rueda, sino de modificar completamente a las personas que están en ella.
David Harvey, en Breve historia del neoliberalismo, indica que puede haber una restauración del poder de clase sin que eso signifique las mismas personas de la misma clase. Cuando una nueva fuerza política realiza un reemplazo de otra, la posición del orden social se mantiene, pero solo eso.
Los viejos protagonistas ya no heredan, solo mueren con su historia y cultura. En su lugar asumen sus hijos convencidos de ser bastardos. El que reemplaza no puede heredar la organización, ni su historia (no de inmediato), ni nada. Viene a ocupar su lugar como una «otra cosa», pero no cambia el lugar que ocupa ni modifica sus límites; es decir, es un reemplazo en la dirección política de una clase social ya integrada como tal a la política.
Por más que buena parte de la nueva izquierda -chilena y global- haya sostenido una retórica crítica, radicalmente crítica, a las viejas izquierdas por su impotencia o por su derechización, nunca se criticó la posición original. Los reemplazantes acusan de deformación de la naturaleza izquierdista a las viejas socialdemocracias, pero no tienen problemas con ese viejo izquierdismo.
El parlamentarismo burocratizado, el conservadurismo nacionalista y desarrollista, el privilegio de los equilibrios económicos por sobre el avance político de las clases populares, son todos temas que los reemplazos no deciden tocar.
En Chile, la izquierda que practica la política institucional en un parlamento más constreñido en su alcance político que el del período previo a 1973, no hace ninguna revisión de las razones por las que ni allí se pudo construir el socialismo.
Porque, al final del día, el reemplazo no es superación. Superación significa que se va más allá de una estrategia que a su vez es integrada como parte de lo nuevo.
Reemplazo es sólo cambiar el ejecutor de la misma estrategia. Es como si la amarga derrota del último cuarto del siglo pasado, y la terrible catástrofe humana y política que le siguió, no hubiesen sido sino un problema de ejecución, que hoy, con tanto PhD en las filas, no es ni siquiera algo en lo que reparar.
El reemplazo no modifica en nada sustantivo el orden social. El equilibrio de la política permanece, pues todos ya supimos que el fantasma neonazi es solo la radicalización de la misma vieja porción antidemocrática de la derecha. Porque la pequeña política solo se convierte en gran política si es que entra una fuerza social nueva, que plantee el problema del Estado y su control social.
Los políticos, como clase administrativa del orden social, solo devienen en «la política» si ésta se convierte en campo de la lucha de clases, es decir, si es que efectivamente hay clases contradictorias disputando la forma del Estado, de la economía, en fin, del orden.
Por más apelación comunista a que el concepto «clase política» es liberal, es necesario entender la especificidad administrativa que tiene la política cuando allí dentro no está el antagonismo vivo, lo que en el siglo XX significaba la presencia en la política de partidos rojos y de base obrera organizada y masiva. Eso no ocurre hoy.
El reemplazo es hoy apostar a vivir en la mediocre y banal política del siglo XXI. A pesar de toda la retórica «revolucionaria» que acompaña a las figuras más conocidas del Frente Amplio en Chile, las acciones buscan ser la mejor versión de lo que ya conocemos, no lo nuevo que viene a destruir un pasado ya incapaz de ofrecer otra cosa.
Por ello el reemplazo es una alternativa de supervivencia. Y la pelea del «largo 2011» por rematar a los partidos del progresismo neoliberal no ha tenido éxito, porque es el mismo campo electoral, no constituido en fuerza social, lo que se disputa. Es la dirección de una masa cada vez más pequeña de votantes, y no una fuerza social politizada lo que se busca reemplazar.
En estos años de amenazas de sorpasso, la guerra civil en la izquierda del régimen se develó costosa, mientras el paulatino reemplazo se muestra hoy como lo más sensato, a través de comisiones y documentos pomposos de «la oposición», pero cuya sustancia social sigue siendo la pequeña minoría que vota con cada vez menos interés y sentido.
El «todos contra la derecha» parece ganar cada vez más adeptos, sin mucho entusiasmo, pero con claridad, en el FA; en España, Podemos se muestra cada vez más entusiasmado de colaborar con el gobierno socialista, apenas dos años después de amenazar con hacerlos desaparecer.
Mientras la socialdemocracia ofrece avances que parecen espectaculares ante sus fuertes derrotas de un lustro atrás, la alternativa que supuestamente se diferenciaba en el énfasis en la lucha social, parece que ya no pide más que un par de cargos con los cuales capitalizar la «muleta izquierda».
Es una especie de radicalización interna para la conservación de las instituciones que, en un imaginario que todavía recuerda las idealizaciones revisionistas del siglo XX, supuestamente servían para contener al capitalismo.
De la revolución a la contención, de la nueva democracia contra el régimen neoliberal a las propuestas para un cambio tímido. Para los reemplazantes, buscar salir de un orden en que ya están seguros puede oler a utopía, aunque en realidad piensan que es cosa de tontos.
La autonomía
La herencia es mediocridad, el reemplazo es claudicación. Sabemos que ambas formas no son capaces de abrir la política para el ingreso de una nueva fuerza social y esa es la principal razón para rechazarlas como destino de la nueva izquierda.
A pesar del evidente carácter social más o menos común que tiene el Frente Amplio, su ambigüedad a la hora de hablar de clases denota algo más que problemas teóricos.
Ese silencio es un espacio seguro: sincerar el carácter social es sincerar qué y cómo se pagan los techos y comidas los militantes que dirigen los partidos; no hacerlo, en cambio, evita responder que, en ausencia de una fuerza social constituida en fuerza política, ese qué y ese cómo de la reproducción humana tienen una tendencia irrefrenable hacia la herencia o el reemplazo del progresismo neoliberal en la política chilena.
Pero no se trata de tener voluntad de otra cosa simplemente. No se trata de ser «mejores izquierdistas», como si eso resolviera alguna otra cosa que no fuera la culpa pequeñoburguesa de los militantes ateos.
Las preguntas saltan. ¿realmente queremos conservar la institucionalidad de la Transición, ya sea reemplazando o heredando el rol de sus ejecutivos, o es posible mantener un desafío creativo de izquierda, una propuesta activa de otro orden?
¿Es posible eludir el destino de ser herencia o reemplazo sin un ciclo de luchas sociales a la ofensiva?
La posibilidad de mantener un pulso abierto desde la izquierda y contra el capital y el Estado neoliberal, solo es posible si se le valora como fin en sí mismo y ya no como medio para una estrategia -ultra o moderada, da igual. En otras palabras, abrir un ciclo de «gran política» necesariamente consiste en lograr que la política se convierta en la forma civilizada de las acciones motivadas por el odio de clases; y entender tal logro como algo revolucionario.
La política autónoma es la secularización de tales categorías – lucha de clases, política revolucionaria- a través de la masificación popular de la lucha por el poder. Y su primera utilidad es crítica hacia la izquierda, pues combate los fundamentos de lo limítrofe y mediocre de las fuerzas que buscan ser herederas o reemplazantes del progresismo neoliberal, es decir, la constante mistificación elitista y tecnocrática de la política.
Sin una fuerza social presionando contra la herencia o el reemplazo, la autonomía de la política de los subalternos parece imposible. Pero constituir una fuerza social interesada en contener y combatir el orden neoliberal no es algo que ocurra fuera del tiempo. La constitución de clases sociales populares en fuerza política ocurre precisamente en la práctica política de esas fuerzas.
No ocurre en un antes mítico, un proceso sin tiempo y codificado en neo-lengua académica por los intelectuales que sufren de presentismo, esa deformación que hace creer que en el hoy todo es nuevo y consciente, mientras que en el pasado solo hubo naturaleza y una inconsciencia parecida a la animalidad o la infancia.
La constitución de una fuerza social que abra la política se produce, también, volviendo a hilvanar el pasado y el presente, pues sólo así se observa el largo ir y venir de la política, así como los aprendizajes históricos, de las clases subalternas.
En la práctica de ir abriendo la política desde las luchas sociales se valora la autonomía, en si se rechaza la herencia y el reemplazo en una política cerrada que no sirve. Y cuando se observa que ya se aprendió alguna vez a practicar dicha autonomía, se recupera la caja de herramientas de la izquierda radical.
Esto no es pura verbalización de deseos, sino que abstracción de los procesos reales de los partidos rojos exitosos, aunque ellos se cuenten a sí mismos otras historias. Todas las formaciones políticas de izquierda que sortearon la irrelevancia o la derrota, surgieron de luchas sociales que no podían representarse en la política realmente constituida. Su éxito, más que el mito de «hacer la revolución», fue mantener abierta la política desde la lucha de clases por más de un siglo.
No hubo gran política de masas sino hasta el ingreso de los partidos rojos a la misma, y la hubo en todo el siglo XX porque esos partidos rojos convirtieron la anomalía en norma: lograron que la lucha de clases como crisis de la política pasara a ser su orden de sentido, la civilidad histórica de lo que, sin la clase obrera organizada en la izquierda, sería simplemente barbarie. Y la crisis de la política es la ausencia de la lucha de clases en ella. Sin eso, sin los subalternos imponiendo su urgencia, la política no importa, es un juego de pequeñoburgueses, la ridiculez de imitar una modernidad que ya no existe.
Esto suena bien, pero ya dijimos que no depende de la voluntad, sino de que haya fuerzas sociales subalternas amenazando con saltar directo a la yugular de sus representantes políticos, so pena de la más violenta destitución.
La oligarquización parlamentaria que hoy sufre Podemos en España y el Frente Amplio en Chile , y en general las nuevas izquierdas occidentales surgidas de las luchas de 2006-2016, no es un problema de vicios personales o de corrupción de ideas. Es un problema de fuerza política.
Digámoslo en simple: cuando llegaron los abundantes flujos de dinero estatal a la nueva izquierda, no hubo ninguna fuerza social constituida y representada en ella que le pusiera una lista de urgencias. Es en ese plano, y no en una dimensión ilegal o ilegítima, que los recursos parlamentarios del régimen están logrando comprarse una nueva izquierda ante la obsolescencia del viejo progresismo neoliberal.
Pero la nueva izquierda puede hacer otra cosa, tomar otros caminos que no sean el enfrentarse con la mera honestidad al dinero estatal que viene de compras. El Frente Amplio en Chile, pero en general la nueva izquierda, tiene en sus filas suficientes dirigentes y militantes de las luchas sociales de los subalternos del siglo XXI como para fortalecer un interés anticapitalista que se erija en obligado límite y dirección.
Las feministas son, probablemente, la punta más aguda, masiva y amplia de esas nuevas corrientes de impugnación. Las clases se constituyen luchando contra la fuerza destituyente que le imponen las clases dominantes. Un partido clasista, en el sentido histórico y no orgánico del término, ha existido cuando se construye como dirección política en las luchas fragmentadas y corporativas, adquiriendo paulatinamente unidad y perspectiva política.
¿Cómo, entonces, concretamente? Ubicando en posiciones resolutivas de los nuevos partidos de izquierda a las dirigentes sociales, organizando los partidos por frentes de lucha más que por el orden electoral (con sus distritos comunales, regionales, etc.), y entendiendo a los nuevos partidos como la izquierda de la lucha social, como la política racional destinada a ganar, como la herramienta específica de los sectores populares en lucha por sus intereses -y no como la izquierda del parlamento, la izquierda del régimen neoliberal.
Se trata de pensar cómo esos dirigentes toman control de los nuevos partidos de la izquierda, tal y como tenían asegurados sus asientos los dirigentes obreros en los viejos partidos socialistas y comunistas. Se dirá que eso es un nuevo corporativismo. Puede serlo, y es un riesgo, pero es más deseable un partido moderado por su anclaje real en luchas sociales, que uno que a veces puede ser radical y otras no, porque solo presenta como programa las voliciones de dos o tres socios controladores, cuyo arrastre depende más de la prensa empresarial que de anclajes en masas sociales organizadas para el conflicto.
De hecho, ese es el eje en que tiene sentido proponer la autonomía como política. O la nueva izquierda es fruto del diálogo tenso entre los movimientos sociales populares y los políticos profesionales, para intervenir ahí en la política, o será simplemente la burocracia roja, verde, morada o multicolor de la política representativa.
El enfrentamiento entre el interés de reforma de las bases sociales populares y la conservación institucional que paga el dinero estatal es la cuestión hoy de cómo producir una nueva izquierda.
La autonomía no es un espectacular asalto al palacio de invierno, sino la tediosa tarea de organizar abajo, producir fuerza propia y golpear arriba para vencer. Y luego, comenzar otra vez, avanzar dos pasos, retroceder uno, porque no hay salvación alguna en la política de otros, pero tampoco hay horizonte emancipador fuera de la política .