Recomiendo:
1

Una visión desde mi barriada

Burt Lancaster, lo más rojo de Hollywood

Fuentes: Rebelión

Al menos por estos lares, no fue hasta los años cincuenta que se implantó de manera estable el programa infantil de manera que los niños nos metimos en el cine. A principios de la década, dicho programa solía estar ocupado por películas baratas de serie con el pequeño Bob Steele -luego un magnífico secundario- o […]

Al menos por estos lares, no fue hasta los años cincuenta que se implantó de manera estable el programa infantil de manera que los niños nos metimos en el cine. A principios de la década, dicho programa solía estar ocupado por películas baratas de serie con el pequeño Bob Steele -luego un magnífico secundario- o Ken Maynard, sobre el que alguien que sabía me contó que la emitían sin doblar, pero que para los críos, ese no era ningún problema, nos bastaba con las cabalgadas. Muchos como yo crecimos película a película, con el western y las coloridas aventuras coloniales, pero también con títulos que pasaron a ser «cult movies». En los sesenta-setenta vivimos intensamente el esplendor de los programas dobles, hasta que llegó la televisión aunque también es verdad que en una primera fase tuvo algo de filmoteca con ciclos que nos permitió descubrir y/o revisar buena parte del mejor Hollywood. Mantengo el recuerdo vivo de los dedicados a Errol Flynn (en especial las que hizo con Michael Curtiz) y el de Bette Davis, singularmente su colaboración con William Wyler.

Algunos factores ambientales tuvieron que intervenir para parte de mi generación sintiera «tocada» por las películas con «mensaje». Mientras que los mayores solían ir al cine ocasionalmente, nuestra generación lo hacía cada semana, a veces más. Los sesenta y los setenta marcaron el apogeo de los cines de barriada en los que se podía ver de todo, desde los bodrios más nefandos del «cine nacional» hasta las mayores maravillas, por ejemplo el gran cine europeo, en especial el italiano. Existía una predisposición para enaltecerse tempranamente con el discurso antirracista de Flecha rota y Apache o salir de la sala convertido en un acérrimo enemigo de la pena de muerte después del pase de ¡Quiero vivir! I (Want to Live l eso, USA, 1958), por no hablar de una «toma de conciencia» sobren el nazismo con El diario de Ana Frank y con El juicio de Nüremberg. Las películas de la llamada «generación de la televisión» (Lumet, Ritt, Frankenheimer, Penn, Pollack, etc.), aquí sonaban como un discurso de extrema izquierda, algo obvio bajo un régimen cuyo rechazo a mí me llegó, primero con la Iglesia, luego con la censura. Luego vino todo lo demás.

Está claro que en este paquete emocional se incluye una «contradicción» para un marxista: la mitomanía. Moderada y laica quizás, irónica por supuesto, escorada hacia los herejes es verdad, pero mitomanía al fin y al cabo. Era una mitomanía fílmica, nada de autógrafos, desinterés absoluto sobre sus vidas privadas, ajeno a cualquier emoción especial. No sentí nada especial el día en que me encontré a Ava Gardner a un metro de distancia paseando por París, tampoco sentí nada especial la tarde en que François Truffaut me diera un pisotón en la filmoteca de París: sentí, claro está, alguna morbosidad, pero no le concedí mayor importancia que le hubiera dado por ejemplo a encontrarme a alguien que me hubiera sorprendido por algo, por ejemplo por una parecido sorprendente con un lejano conocido. Es más, estaba convencido de que la mayoría de ellos no podían ser referentes personales para nada por más que me satisficiera que James Cagney fuese en su momento un antifranquista notorio, que Gary Cooper protagonizara Por quien doblan las campanas ( For Whom the Bell Tolls , USA, 1943 ), o que Errol Flynn produjera una película a favor de la revolución cubana, etcétera. O sea eran todos «majos» un poco en la medida en que parecía que se acercaban a tal como yo entendía las cosas. Lo cierto es que se trataba de mundos muy lejanos y distintos, y que la única conexión real era lo que yo veía en las películas.

Pero el caso es que, como tanta gente, no supe sustraerme a la mitomanía, por más que con el tiempo atemperara sus efectos. Entre estos ídolos cabría distinguir especialmente Gary Cooper, no en vano mis primeros años como espectador coincidieron con la culminación de sus magníficas prestaciones en el género del western (Tambores lejanos, Solo ante el peligro, El honor del capitán Lex, El jardín del diablo, Vera Cruz, etc.) que todavía reviso con emotividad, pero el resto de su filmografía que me resultaba un tanto lejana, además él también era como un señor altivo, muy en su sitio; Gregory Peck por su versatilidad, por supuesto por sus papeles en los géneros que me causaban mayor entusiasmo (El mundo en sus manos, vista en todos los reestrenos y formatos)con interpretaciones tan inolvidables como la del abogado Atticus Finch en la fascinante Matar un ruiseñor ( To Kill a Mockingbird, USA, 1962) el mismo don Gregorio que ofendió al régimen franquista por encarnar en Behold a Pale Horse (1964) a un trasunto de «Quico» Sabater, una de las cumbres del «maquis» urbano del que tanto hablaba mi «papá político» (Francesc Pedra) y que era de L´Hospitalet como toda su familia de combatientes libertarios, pero al que me cuesta perdonarle el haberle puesto «rostro humano» al fascistón general McArthur.

Algo similar me sucede con Kirk Douglas, otro que encaja en mi época, que fue nada menos que Espartaco para recordar que la lucha contra la esclavitud seguía siendo actual, amén del vaquero con inquietudes claramente anarquistas de Los valientes andan solos ( Lonely are the Brave, 1962 ). Esta categoría política resultó ser una iluminación precoz, intuida cuando apenas sí empezaba a saber que significaba la palabra, una intuición confirmada años más tarde, cuando descubrí que estaba basada en una obra de Edward Abbey, pero a veces lo encontré sobreactuado, y tampoco le perdonó su deriva del general Markus, el primer alto mando del ejército sionista ocupante en la infame y mediocre, La sombra de un gigante ( Cast a Giant Shadow, 1966 ), una parte en verdad sórdida que fue compartida con…Dalton Trumbo, guionista de Éxodo, ( Exodus, USA, 1963 ), una de las películas más falsas de la historia del cine..

En la infancia habría citado sin dudarlo nombres entonces mágicos como los de Stewart Granger, Robert Taylor en sus películas con George Sydney, el primero (Scaramouche) y con el mejor Richard Thorpe los dos, y sin duda a Burt Lancaster, quizás los tres rostros más emblemáticos del gran cine de aventuras en technicolor, pero por encima de cualquier otro escogería a Burton Stephen Lancaster conocido por Burt Lancaster (Nueva York, 1913-Los Ángeles, 1999), y las razones habría que buscarlas en una singular suma de elementos que no se dieron al mismo nivel con las demás «stars».

La primera sintonía es cronológica. Mi época naciente de cinéfilo es plenamente coincidente con la del actor, comenzando por el detalle menor de que la película que le llevó a la fama, Forajidos (The Killers), fue rodada por Robert Siodmak el año de mi nacimiento, y que en ella comió de la mano de Ava Gardner que sin ser mi primera dama, ocupa un espacio especial en mi particular imaginario femenino, sobre todo después de ver La noche que no se acaba, de Isaki Lacuesta.

Al hablar del compás del tiempo, lo hago también de un seguimiento en el que las distintas fases del actor-productor me tuvieron como un espectador que ya había establecido una relación con los papeles del actor. Normalmente, Lancaster era un tipo que empezaba desde abajo para superar las adversidades. Era alguien fuerte, convencido, simpático, con el don sublime de la sociabilidad, capaz de decir muchas cosas con muy pocas palabras. Era desde luego un espejo en el que me quería mirar.

También tuvo que ver con todo esto su biografía, más plebeya y voluntariosa de lo habitual, Burt venía de los de abajo, y nunca pareció renunciar a sus orígenes. Leí en alguna parte que nació en los sótanos de un local del sindicato de correos del IWW, el «I ndustrial Workers of the World» o sea, los Trabajadores Industriales del Mundo, también conocidos como los «Wobblies» (los míos en el imaginario sindicalista made in USA), en el que militaba su padre, trabajador de correos. El barrio era conocido como el Harlem español o chicano, pero a Burt le sonrió la Diosa Fortuna convirtiéndolo en un atleta consumado. A los 9 años conoció en un campamento de verano a Nicola Cuccia, hijo de inmigrantes italianos que sería su colega por todo un tiempo. Nicola pasó a llamarse Nick Cravat, y se decía que era mudo, pero eso solamente sucedía en las películas, en realidad era tan mudo como Harpo Marx, o sea que hablaba por los codos, pero el cine podía hacer milagros como ese y más. Gracia a su habilidades en el trapecio, ambos comenzaron a trabajar en el circo con el nombre de «Lang and Cravat» hasta que Burt sufrió un accidente. En 1935 contrajo matrimonio con la citada June Ernest, unos años antes de incorporarse al ejército para acudir a la II Guerra Mundial, época en la que comenzó a aficionarse a la interpretación actuando para sus colegas de uniforme

Burt ascendió a la fama nada más poner la planta en Hollywood. Fue un actor autodidacta que se tomó muy en serio el oficio. Desde siempre fue reconocido como defensor de la causa «liberal» («rojo» en los EEUU), tanto en sus compromisos como por títulos tan radicales como Brute Force (1947), uno de los mayores logros del «comunista» Jules Dassin, amén de uno de los clásicos del cine carcelario escrito por Richard Brooks, y que es un potente alegato libertario contra el orden carcelario que también dibujaba con veracidad la parte fascista de su país Le atribuyeron ideas comunistas, pero el senador Joe McCarthy optó por no acusarle, aunque sí lo hizo con su alter ego, Harold Hecht, que fue su «descubridor» y con el que creó su productora. En este cometido, Burt fue uno de los promotores del neorrealismo norteamericano, de Marty (1955) que «descubrió» al inmenso Ernest Bornigne y que fue una de las pocas oportunidades para Betsy Blair, amén de otros títulos, algunos tan potentes e ignorados como Sweet Smell of Success (1947), estrenada aquí muchos años más tarde como Chantaje en Broadway, fue escrita por el mejor Clifford Odets con Alexander Mackendrick detrás de la cámara . El resultado fue una descripción despiadada de un medio, el de la prensa, sobre el que raramente el cine ha proyectado su mirada crítica, con excepción quizás de Billy Wilder.

Durante bastantes años, Burt presidió la ACLU (American Civil Libertes Unión), organismo en defensa de los derechos humanos. También tomó parte de la campaña de los Derechos Civiles, se manifestó contra la guerra del Vietnam, y que yo sepa, nunca intervino en una producción de la cual tuviera que avergonzarse demasiado, algo inaudito en Hollywood. Burt era bastante expeditivo en sus opiniones, así cuando William Wyler le ofreció el papel de Ben-Hur, le preguntó porqué se prestaba a trabajar en semejante mierda. Cuando se estrenó Aeropuerto (1970), la productora lo retiró de las ruedas de prensa porque en la primera declaró que, a pesar de su éxito, (provocó un montón de secuelas), la película era una birria.

Burt superó la prueba de la «caza de brujas» desatada por la derecha norteamericana, por lo que se trasladó a Europa a rodar El temible burlón ( The Crimson Pirate , 1952), una película de aventuras memorable que incide en las líneas maestras e izquierdistas de El halcón y la flecha . Por lo visto, su director, Robert Siodmak, que hizo con Burt dos joyas del «cine negro», dejó dicho que acabó hasta el gorro de su «vedetismo», pero lo cierto es que esta no fue una queja generalizada. Igualmente lo es que Siodmak no hizo después nada interesante. Burt no podía salirse del sistema, por lo tanto trataba sencillamente de ser coherente siguiendo unos criterios que el mismo definió con estas palabras: La vida tiene que ser vivida en los límites de tu conocimiento y bajo el concepto claro de cómo te gustaría verte a ti mismo. Se trataba por lo tanto de trascender esos límites, yendo lo más adelante posible, y la verdad es que lo consiguió no pocas veces.

Sus películas de principios de los cincuenta, ya me sedujeron de una vez por todas. Disfruté hasta el delirio con El halcón y la flecha (1950), y lo volví a hacer en cada visionad, sobre todo desde que percibí su contenido revolucionario, y el sentido militante de su personaje Dardo, que pasa del individualismo estrecho al solidario; algo por el estilo me sucedió con Su majestad de los mares del Sur (1953), que contribuyó a mi enamoramiento por los «buenos salvajes» expoliados y embrutecidos por el maldito «American Way Life»; Vera Cruz (1953), fue uno de los títulos que por aquella época pude ver al menos tres veces casi seguidas, de tarde y de noche en el mismo cine y luego pude repetir desde el corral de mi tío Miguel, todo ello sin el menor agotamiento. Obviamente, en su momento solamente me importó la aventura, pero como sucedió con Apache, o con el antirracismo de Fugitivos, (1958) de Stanley Kramer, algo quedó del «mensaje», que recuerde, siempre simpaticé con la revolución mexicana, y la única explicación eran aquellas películas que nos abrían otras ventanas a la vida…

De aquí a la eternidad (1953), fue una conmoción entre los mayores en la época. Aunque cortada por la censura más odiada, me planteó un principio de mirada crítica hacia el nefasto «establishement» militar, y a Deborah Kerr que desde entonces se convirtió en mi dama favorita, al menos en lo que se refiere al talento y la capacidad de registros; Apache (1954), influyó más que cualquier otra a mi reconocimiento del valor de la insumisión de los nativos norteamericanos; Trapecio (1956), significó muchas cosas, primero un mayor conocimiento de su biografía ya que su pasado cirquense acompañó a esta película en la que aparecía la Lollo en su esplendor. Los carteles y los programas perturbaron a los jóvenes clientes del billar del abuelo. En ulteriores visiones -que siempre te hacen recordar la primera-, pude entender que había una línea gai soterrada en la relación de los dos protagonistas…Por cierto, cuando con el drama de Rock Hudson con el Sida, comenzaron a abrirse los armarios de Hollywood, se comentó que Burt le gustaban tanto los caracoles como las almejas, lo mismo que Tony Curtis, un detalle que ambos hicieron a saber en el crepúsculo de sus vidas. Lo cierto es que Burt llevó tales inclinaciones discretamente, se casó tres veces y dejó seis hijos, uno de ellos adoptado.

El cambio de registro de Lancaster en los sesenta me pareció tanto o más apasionante que en la década anterior, sobre todo porque acompasaba mis propias inquietudes. Algunos de los personajes que interpretó me provocaron reacciones muy profundas, semejantes a las que un poco más tarde encontraría en algunas grande novelas. De alguna manera, sus personajes se erigieron en un referente, algo que desde luego, no podía nadie cercano. Por entonces, mi universidad eran los programas dobles. Esa relación con el príncipe Salinas se hizo estable, de manera que son muy pocos los sus películas que no he haya visto en un momento u otro. Con la adopción del video y la posibilidad de grabación, acabé repescando los títulos desconocidos u olvidados, amén de revisar gustosamente casi todo el resto, claro que esa ya, como diría papá, un vicio, o malalt de cinema que diría Jaume Figueras.

En el caso de Vencedores o vencidos, retorcida titulación castellana de Judgment at Nuremberg (1961), el motivo fue otro: me desveló el horror del nazismo, tanto fue así que por aquellos días leí mi primer libro sobre tal cuestión, creo que La indagación, la obra de teatro de Peter Weiss. El régimen no pudo prohibirla porque habría quedado demasiado en evidencia con una película tan reconocida y protagonizada por un plantel de actores impresionante. Ya se comenzaban a filtrar los datos del «judeocidio», un clamor que los propagandistas del régimen trataban de negar o al menor diluir (todavía con ocasión del estreno tardío en TVE de la célebre serie Holocausto, que abordaba abiertamente el genocidio nazi, el escritor franquista Vizcaíno Casas, incidió en esta actitud en un debate televisado), de manera que cortaron el metraje a placer.

Por entonces, algunos comenzábamos a darme por enterado de estas cosas, de que Franco contó con el apoyo directo de Hitler y Mussolini (e indirecto de Churchill), aunque no sabía todavía que en el momento de estos juicios, la prensa del «Movimiento» que entonces era toda aunque no lo dijeran, trató de que se juzgara también…a las autoridades republicanas en el exilio por crímenes contra la humanidad. La película me conmovió de pies a cabeza, y mi reacción espontánea fue identificarme con el fiscal encarnado por Richard Widmark. Después de sucesivas visiones, todavía sigo por ahí, echando de menos un juicio como el de Nüremberg contra los genocidas, sobre todo los que como Kissinger, no suelen ser señalados en los diarios, estén en España, en Rusia o en los Estados Unidos.

Será en esta década, la de los sesenta, en la que Burt Lancaster se persona como el actor más comprometido con el mejor cine «liberal» norteamericano. Un espacio lo suficientemente amplio como dar pie a otro artículo.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.