Amalgama de instituciones militares y penales, la guerra colombiana se ha convertido en una formidable y brutalmente eficaz institución de control. De allí que pueda ser caracterizada como una guerra de carácter punitivo pero sobre todo como una especie de «biopolítica de las periferias». A fuerza de repetición, ya no parece extraño que los muertos […]
Amalgama de instituciones militares y penales, la guerra colombiana se ha convertido en una formidable y brutalmente eficaz institución de control. De allí que pueda ser caracterizada como una guerra de carácter punitivo pero sobre todo como una especie de «biopolítica de las periferias».
A fuerza de repetición, ya no parece extraño que los muertos de Guapi y Segovia sean contabilizados como «bajas» mientras que los muertos de Buenos Aires sean vociferados como víctimas de una masacre. Según la RAE, una «masacre» es una «matanza de personas, por lo general indefensas, producida por ataque armado o causa parecida». ¿Cómo es posible entonces que dos hechos aparentemente similares reciban denominaciones tan heterogéneas? El argumento que aparece de entrada es aquel que remite a la legitimidad de unos frente a la ilegitimidad de otros, esto es, hay matanzas que son legítimas en razón al estatus de los muertos.
Así, la «masacre» sería una categoría moral reservada a la calificación de la muerte masiva de algunos, independientemente de las circunstancias en que se produjo. Sobra decir que, aunque miles de veces repetida, la afirmación es simplista y vulgar. De hecho, la guerra colombiana, al menos desde mediados del siglo XX, funciona no tanto bajo la lógica de la política por las armas en las relaciones entre grupos oligárquicos, y más como un dispositivo que permite la administración de las poblaciones periféricas en el proceso de expansión capitalista.
Por ello, es equivocado pensarla como un «arcaísmo» puesto que se despliega institucionalmente a la manera de un teatro judicial, sustituyendo funcionalmente al teatro judicial ordinario y constituyéndose, así, en el lugar de definición de las categorías morales a través de las cuales se configuran los enemigos internos de la sociedad.
En efecto, la guerra colombiana se entiende a sí misma como una guerra justa – más justa que legítima – pero, sobre todo, se despliega como un verdadero proceso judicial brutalmente eficaz porque sumario, lo que determina en gran parte sus especificidades. Así planteado, esta guerra sería menos el enfrentamiento entre dos grupos armados que la manera como se dirige y como se define a una parte de la población, lo que presenta un serio desafío a esa doctrina jurídica llamada justicia transicional con la que se viene intentando proyectar el «post-conflicto».
La guerra colombiana está ciertamente enmaridada con el avance del capital internacional, sobre todo del capital extractivo. Sin embargo, es también una fiesta punitiva que se expresa por la ley y como la ley, que se despliega judicialmente y que se piensa como una criminología bélica. En primer lugar, se expresa efectivamente por la ley pero además la interpreta y la sustituye. Si algo quedó sin modificar con la reforma constitucional de 1991 fue precisamente la institución armada, diseñada como una policía militarizada destinada a disciplinar la sociedad. Empero, cuando la institución judicial propiamente dicha le impone límites legales, su actividad de policía no cesa sino que se hace más sinuosa, más sutil.
Esto se ha visto repotenciado con esa racionalidad implicada en la doctrina de llamado jus ad bellum: en cuanto tal, la guerra en Colombia se presenta, ella misma, como el hecho fundante de toda su justeza, como un «western» en el que todo lo deplorable de las batallas aparece cual centelleante disparo del revolver del Sheriff. De allí que, en parte, el control ejercido por las instituciones armadas sobre la información del conflicto sea tan estricto y minucioso.
En segundo lugar, la guerra colombiana es una guerra que se despliega judicialmente porque sus operaciones se desarrollan capturando las funciones propias del aparato judicial: sus instituciones funcionan como el Sheriff que castiga con su revolver «indios» y «desadaptados» – de allí que su contabilidad de la muerte no pueda tener otro nombre sino el de «baja» o el de «positivo» (falso o no).
Pero además, su inteligencia de combate funciona como un registro de poblaciones incluso más completo que el mismo registro civil ordinario; las fuerzas armadas estatales controlan tal vez la más completa base de datos de la población rural, de donde construyen todos los expedientes que son utilizados en los procesos penales contra todas las personas acusadas de pertenecer a la guerrilla. Adicionalmente, la guerra usa a diestra y siniestra el «principio de oportunidad», integrando a sus dispositivos cívico-militares a los excombatientes o a los personajes rechazados por las comunidades, para convertirlos en «testigos» o simplemente en unidades de batalla.
En tercer lugar, la guerra colombiana se expresa también como una «ciencia del crimen», que define a los delincuentes y que determina el tipo de castigo que deben recibir en función del tipo de sociedad que debe ser construida. Toda la terminología criminalizante que se usa no solamente contra los alzados en armas sino también contra la oposición política y el liderazgo social autónomo, es de factura militar; al igual que toda la contabilidad banalizada de la muerte que se expresa en las masacres, en las ejecuciones de jóvenes desarmados y en los bombardeos.
Sin embargo, como todo sistema punitivo contemporáneo, está hecho menos para acabar con la delincuencia que para definirla y gestionarla. La guerra colombiana funciona como una máquina de producción de criminalidad porque se organiza para definirla y administrar sus dinámicas pero, sobre todo, para auto-justificarse desde la latencia amenazante de ese «barbarismo».
La criminalización en Colombia es menos el efecto de los desarrollos de la teoría penal que el resultado más refinado de la guerra social, expulsando de sus entrañas cualquier elemento que permita pensar en otras instancias más deliberativas destinadas a ponerle fin. Es muy probable que la guerrilla sea militarmente indestructible en las condiciones actuales, pero ello tiene poca importancia para un dispositivo que se retroalimenta en el control criminalizante de un enemigo que se esfuerza por existir y comunicar como proyecto político.
Hay más racionalidad en los bombardeos de Guapi y Segovia que la que los críticos de esas dos operaciones podrían aceptar. No porque sea deseable una contabilidad pletórica de guerrilleros muertos sino porque están concebidas como operaciones punitivas, al igual que los bombardeos contra Raúl Reyes y Jorge Briceño, la mutilación de Iván Ríos y la ejecución extrajudicial de Alfonso Cano; son verdaderas representaciones en el teatro del castigo dirigidas a alimentar la fuerza simbólica del juez-verdugo, imponiendo así la «naturalidad» de la ejecución-espectáculo y de la justicia sumaria.
Puesto que se configura como una amalgama de instituciones militares y penales, la guerra colombiana se ha convertido en una formidable y brutalmente eficaz institución de control. De allí que pueda ser caracterizada como una guerra de carácter punitivo pero sobre todo como una especie de «biopolítica de las periferias». Y es por ello que una declaratoria inmediata del cese al fuego bilateral no sólo se ha convertido en la única vía para des-entrabar las conversaciones de La Habana sino, sobre todo, en el paso necesario para permitirle una posibilidad cierta a la firma del acuerdo final.
Fuente original: http://prensarural.org/spip/spip.php?article16955