Ponencia presentada al Congreso Internacional «Comunicación e Integración Latinoamericana desde y para el Sur en el Décimo Aniversario de TeleSUR » CIESPAL, Quito, Julio 22-23, 2015 América Latina viene protagonizando, desde finales del siglo pasado, una tremenda batalla por construir una democracia digna de ese nombre. Esto quiere decir, algo que vaya más allá de […]
Ponencia presentada al Congreso Internacional «Comunicación e Integración Latinoamericana desde y para el Sur en el Décimo Aniversario de TeleSUR » CIESPAL, Quito, Julio 22-23, 2015
América Latina viene protagonizando, desde finales del siglo pasado, una tremenda batalla por construir una democracia digna de ese nombre. Esto quiere decir, algo que vaya más allá de la sola alusión a la mecánica electoral y que se sintetiza en la tentativa de fundar sociedades más justas en este, el continente más desigual e injusto del planeta. En otras palabras, completar el tránsito entre una democracia eleccionaria a otra de carácter sustantiva y fundamental.
En nuestro Aristóteles en Macondo vimos que la experiencia enseña que en la medida en que las democracias admitan resignadamente la injusticia, la desigualdad y la opresión inherentes al sistema capitalista sus gobernantes no tropezarán con obstáculo alguno que trabe su funcionamiento. Claro, la pregunta es si a un tipo de régimen como ese le cabe el nombre de democracia y la respuesta es un rotundo no. Pero si, conmovidos por los sufrimientos y las desdichas de sus pueblos, esos gobernantes se propusieran poner fin a aquellos flagelos, o hacer real la soberanía popular, allí comenzarían los problemas. Y tal como lo comprueba la historia, en tales casos la respuesta de las clases dominantes es brutal. Insistíamos en el libro arriba mencionado en una tesis que hemos desarrollado y comprobado una y otra vez: que capitalismo y democracia son incompatibles, que son como el agua y el aceite. Que las premisas fundamentales de uno y otra son antagónicas, y que la reconciliación entre ambos -durante la fase keynesiana de posguerra, clausurada con la contrarrevolución neoliberal de los ochentas- fue más aparente que real, y siempre parcial y transitoria. [1]
En nuestros días se está escribiendo un nuevo capítulo de esa triste historia en Grecia.. Allí la coalición gobernante, Syriza, cometió un «error» imperdonable: honrar el proyecto democrático y consultar al pueblo ante una decisión crucial como el infame ajuste que le proponía la Troika. En una jornada memorable aquel rechazó el ajuste con casi las dos terceras parte del voto. Ante ello Angela Merkel y sus mandantes respondieron con inusitada ferocidad: llamaron a Alexis Tsipras al orden, le obligaron a votar en el parlamento griego un ajuste aún peor y, ante la sorpresa general, la coalición gobernante convalidó este atropello al mandato popular y a la degradación de Grecia, convertida luego del zarpazo de la Troika en un enclave neocolonial de la banca europea y, sobre todo, alemana. Sorpresa, decíamos, porque luego de la notable lección de sensatez del electorado griego al rechazar el primer ajuste Tsipras debería haber encabezado el rechazo al segundo y, en caso de no poder hacerlo por las presiones recibidas desde Bruselas, denunciarlas ante su pueblo y organizar la rebelión ante las exacciones exigidas por la Troika.
Reformismo y contrarrevolución
En América Latina y el Caribe (ALC) conocemos desde hace mucho tiempo esa brutal y despótica actitud de las clases dominantes y la ferocidad con que se reprime la desobediencia de sus víctimas. El listado sería interminable: recordemos nomás algunos casos paradigmáticos como los de Jacobo Arbenz, en Guatemala; Juan Bosch en República Dominicana; Salvador Allende en Chile; Joao Goulart en Brasil; Omar Torrijos en Panamá; Jaime Roldós en Ecuador y Juan J. Torres en Bolivia. Salvo Bosch y Arbenz ninguno de ellos murió de «muerte natural», seguramente que de pura casualidad nomás. Y la lista es incompleta: agreguemos a René Schneider y Carlos Prats, militares constitucionalistas chilenos, y también a Pablo Neruda y tantos más que no viene al caso rememorar en esta ocasión pero que atestiguan lo peligroso que puede ser en esta parte del mundo intentar construir una sociedad mejor.
Más recientemente, la reacción ante la oleada democratizadora puesta en movimiento con la elección de Hugo Chávez Frías en 1998 no se hizo esperar, procurando arrancar la maleza de raíz y evitar su propagación. La reacción ante el nuevo clima político instalado en la región se tradujo en el golpe de estado en Venezuela, en Abril 2002, derrotado por la formidable respuesta de la población que evitó el magnicidio y restituyó a Chávez Frías en el poder. Luego de eso, el paro petrolero que tanto daño hiciera a la economía venezolana. Derrotada también esta intentona, en 2008 la coalición oligárquico-imperialista vuelve a las andadas en Bolivia: tentativa de golpe y secesión, frustrada por la decisión de Evo y la rápida reacción de la UNASUR. En 2009 derrocan a Mel Zelaya en Honduras, país que es uno de los pilares fundamentales de la estrategia antisubversiva de Estados Unidos en la región. El bloque reaccionario sufre una derrota en Septiembre del 2010 cuando trata de deponer a Rafael Correa en Ecuador. Pero no bajan los brazos: se repliegan, toman aliento y vuelven a la carga en el 2012, liquidando al gobierno de Fernando Lugo en Paraguay, otro pilar de la estrategia norteamericana en la región por su presencia en la gran base militar de Mariscal Estigarribia. [2] Es que con «gobiernos amigos» en Honduras, Colombia y Paraguay se garantiza el éxito de la operación «Frog leap» (salto de rana) del Comando Sur, concebida para concretar el rápido despliegue de sus tropas hasta los confines septentrionales de la Patagonia en veinticuatro horas, en caso de que las circunstancias así lo exijan. Si no hubiera gobiernos de ese tipo, serviciales y serviles, siempre dispuestos a colaborar con Washington, la logística de la operación restauradora del orden imperial sería mucho más complicada, y de inciertos resultados.
Esta vocación por rediseñar el tablero sociopolítico latinoamericano no debería causar sorpresa alguna. si se tiene en cuenta que los lineamientos generales de la políti c a de EEUU hacia ALC han permanecido invariables desde 1823, cuando fueran establecidos por la Doctrina Monroe: mantener la desunión a las repúblicas al Sur del Río Bravo; fomentar sus discordias y sabotear cualquier tentativa de unión o integración, directivas puntualmente seguidas desde el Congreso Anfictiónico convocado por Simón Bolívar en 1826 hasta nuestros días. Fiel a estas premisas, ante los riesgos que entraña la institucionalización de la UNASUR y la CELAC el imperio respondió con su más reciente táctica divisionista: la Alianza del Pacífico. Esta no es otra cosa que una estratagema del imperio que le da el curioso nombre de «alianza» a un conjunto de países que casi no tienen vínculos comerciales entre sí y que, aparte de servir como caballos de Troya a los efectos de debilitar la UNASUR y la CELAC tiene como mal disimulado propósito neutralizar la presencia de China en el área. Nada nuevo: ya el Libertador había advertido sobre estas maniobras en su célebre Carta de Jamaica de 1815, hace exactamente doscientos años.
Por lo tanto, gobiernos que se tomaron -o se toman- en serio al proyecto democrático se convierten automáticamente en mortales enemigos de los poderes establecidos. En la cosmovisión burguesa del mundo y la política -que prevalece en el mundo de las ciencias sociales- la democracia nada tiene que ver con la justicia social. Es apenas el rostro hipócritamente amable de la dominación, y será tolerada siempre y cuando no ponga en riesgo a esta última. Si con sus «excesos», su «demagogia» o sus desvaríos «populistas» algunos gobernantes amenazan con poner fin a la dominación clasista y a la injusticia, su suerte estará echada y todas las fuerzas del imperio y sus aliados locales se pondrán en marcha para destruirlos. Si no los pueden derrocar por la vía rápida del clásico golpe militar se los somete a intensas presiones desestabilizadoras hasta que, eventualmente, se produce su derrumbe. Para esto se sirven de las recomendaciones del manual de Eugene Sharp sobre la «no violencia estratégica», que en realidad es un compendio sobre la utilización racional, fría y calculada de la violencia tal y como fuera aplicada sobre todo por la CIA en sus hazañas «liberadoras» en Guatemala, Irán e Indonesia. La historia reciente de países como Honduras, Paraguay y Venezuela ilustra con elocuencia que clase de «no violencia» es la que se emplea cuando se sigue esta metodología, y cuán «blando» puede ser el golpe de estado en curso. [3] Desestabilización aplicada, en diferentes grados y apelando a distintas tácticas, contra los gobiernos progresistas de la región, no importa si se trata de sus variantes «moderadas» (como en Argentina, Brasil y Uruguay); o uno «muy moderado», o «inmoderadamente moderado», como en Chile; o de gobiernos como los bolivarianos (Venezuela, Bolivia y Ecuador, por estricto orden de aparición) cuyo horizonte de cambio provoca, a diferencia de los casos anteriores, la virulenta animosidad de las clases dominantes.
Condiciones de la democratización
La realización del proyecto democrático exige la presencia de una serie de factores que faciliten su pleno desenvolvimiento: a) la organización del campo popular a los efectos de constituir el nuevo «bloque histórico» contrahegemónico del que hablaba Antonio Gramsci porque sin él, sin la organización, la mayoría social conformada por los pobres, los explotados, los excluidos carecerá de efectos políticos y mal podría alterar la correlación de fuerzas en su favor; b) la concientización, porque una mayoría social, aún organizada, puede convertirse en fácil presa de la minoría dominante que ha ejercido su dominio desde siempre. Un movimiento obrero altamente organizado pero sin conciencia de clase lejos de ser una amenaza es una bendición para la hegemonía burguesa, como lo prueban hasta el hartazgo la historia del sindicalismo peronista en la Argentina, la CTM dominada por el PRI en México y la AFL-CIO en Estados Unidos. ¿Basta con estas dos condiciones para darle impulso a una democratización fundamental, no de forma? No. Se requiere, además, y este es el tercer factor, contar con un sistema de medios de comunicación que torne posible la circulación de las ideas «subversivas» de un orden social que debe ser subvertido porque condena a la humanidad y a la Madre Tierra a su extinción.
Por eso la creación de Telesur significó un valioso aporte en el proceso de avance y consolidación democrática en los países de ALC. Y es también por eso que Telesur es perseguido y/o silenciado en los países gobernados por la derecha, que no quieren que los contenidos de esa señal informativa hagan mella en el blindaje ideológico con el que protegen a sus poblaciones. No se puede ver a Telesur en Colombia, en Chile, en Brasil, en tantos otros países, excepto a través de la Internet. Y esto no es casual ni debido a problemas técnicos sino pura y exclusivamente por una opción política interesada en impedir -o en todo caso dificultar- el debate de ideas y alimentar todas las variantes del pensamiento conservador, manteniendo a esos países en la ignorancia de lo que ocurre en los vecinos, promoviendo el chauvinismo y la xenofobia que nos divide, fomentando el consumismo y la despolitización, la imitación del «modo americano de vida», satanizando a los líderes y procesos políticos emancipatorios y exaltando al capitalismo como el único sistema posible y racional para organizar la vida económica de las naciones. De ahí la centralidad de luchar en el plano de las ideas apelando a los instrumentos propios de nuestra época, desde la televisión hasta las redes sociales. Esta necesidad había sido precozmente detectada entre nosotros por Simón Bolívar cuando concebía a la «opinión pública como la primera de todas las fuerzas políticas», razón por la cual le solicitó a Fernando Peñalver, uno de sus colaboradores, que le mande «de un modo u otro una imprenta que es tan útil como los pertrechos.» José Martí compartía esta visión al decir que «trincheras de ideas valen más que trincheras de piedras». Fidel, digno heredero del Apóstol, convocó hace más de veinte años a librar la «batalla de ideas», al comprobar que el fracaso económico y político del neoliberalismo no se traducía en la conformación de un nuevo sentido común posneoliberal.
Desgraciadamente, la izquierda demoró mucho en tomar nota de todo esto. Pero el imperio, por el contrario, siempre tuvo un oído muy perceptivo a la necesidad de controlar la conciencia de sus súbditos y vasallos, tanto dentro como fuera de Estados Unidos. No de otra manera se puede comprender la importancia asignada a los estudios de opinión pública y comportamiento de los consumidores por la sociología norteamericana desde los años treinta en adelante. Estudios orientados a fines prácticos muy concretos: modelar la conciencia, los deseos y los valores de la población, en una escalada interminable que comenzó con investigaciones motivacionales para dilucidar los mecanismos psicosociales puestos en marcha en las estrategias de los consumidores en la sociedad de masas hasta llegar hoy a los «focus groups» para saber qué quiere escuchar el electorado y quién quiere que se lo diga y como y, de ese modo, garantizar que los personajes «correctos» y aceptables triunfen en las elecciones, fabricando candidatos con el perfil exacto de lo que quiere la amorfa mayoría.
Noam Chomsky y sus asociados examinaron este asunto en gran detalle y a su obra me remito. Pero no pensemos que este esfuerzo es cosa del pasado. Como lo revelara hace un tiempo Gilberto López y Rivas en México, hay un multimillonario proyecto de investigación, llamado Minerva, por el cual el Pentágono encomendó a partir del 2008 el estudio de la dinámica de los movimientos sociales en el mundo con el objeto de neutralizar el contenido potencialmente revolucionario de organizaciones populares calificadas sin más como «terroristas». Esto es la actualización del famoso proyecto Camelot que culminara con un escándalo a mediados de la década de los sesentas del siglo pasado y que tenía las mismas intenciones, precipitadas luego del triunfo de la Revolución Cubana. [4]
Estos estudios fueron muy importantes para elaborar ciertos aspectos de la doctrina estadounidense en materia de política exterior. Desde finales de la Segunda Guerra Mundial Washington identificó a dos actores clave para garantizar la estabilidad del nuevo orden imperial en la periferia: los pensadores -académicos, intelectuales y, más generalmente, los comunicadores sociales- y, por otro lado, los militares, imprescindible reserva última en caso de que la labor de los primeros no produjese los frutos deseados. Todos los grandes programas de becas para estudiar en universidades norteamericanas así como los numerosos programas de intercambio cultural con jóvenes intelectuales y artistas, periodistas y comunicadores en general tienen esa misma fuente de inspiración. Lo mismo cabe decir de los voluminosos programas de «ayuda militar» que Washington administra a escala mundial, porque junto al suministro de armas y el entrenamiento militar viene la identificación de los enemigos internos. En ambos casos el papel de las ideas mal podría ser subestimado.
Sobre el papel de los medios de comunicación
En esta «batalla de ideas», emprendida por el imperio antes que por la izquierda, el papel de los medios de comunicación es de excepcional importancia, sobre todo en las sociedades de masas. [5] Es por eso que en una audiencia ante la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado de Estados Unidos un miembro informante del Pentágono decía que «en el mundo de hoy la guerra antisubversiva se libra en los medios, no en las junglas y selvas o en los suburbios decadentes del Tercer mundo. Ese es el principal teatro de operaciones.»
Las nuevas tecnologías de información y comunicación potenciaron hasta límites inimaginables esta operación de manipulación de conciencias y lavado de cerebros. Para calibrar los alcances de la misma es oportuno recorrer los principales hitos de esta historia. La prensa gráfica, el primer medio de comunicación de masas, veía recortada su influencia por el analfabetismo y los problemas logísticos de circulación los que, sumados a las restricciones económicas que podían afectar a sus lectores, hacían que llegara apenas a un sector muy pequeño de la población. La «opinión pública» era, en realidad, la de un sector privilegiado por su posición en la estructura social. Con la aparición de la radio se produjo un salto de enorme importancia, potenciando una vía de comunicación que superaba los obstáculos de los medios gráficos, lo que le permitía llegar a los más apartados rincones del país y, sobre todo, de ser eficaz vehículo de transmisión al alcance de quienes no sabían leer. La introducción del transistor y la subsecuente irrupción de la radio portátil multiplicó significativamente la eficacia comunicacional de este medio. En el caso argentino es difícil comprender los primeros años del peronismo al margen del enorme impacto producido por los discursos transmitidos por radio de Perón y Evita, que cautivaron a millones de radioescuchas y los impulsaron a participar activamente en la vida política del país.
Con el advenimiento de la televisión el sistema de medios alcanzó una penetración y, sobre todo, una eficacia proselitista sin precedentes. La combinación de la imagen y el sonido, amén de la instantaneidad de los productos televisivos y sus continuos progresos tecnológicos (paso del blanco y negro al color, cable, HD, etcétera), hicieron de este medio el dispositivo por excelencia de la formación de la opinión pública. Un hallazgo decisivo de los estudios de comunicación en Estados Unidos fue quien dio un decisivo impulso a este proceso y se produjo a raíz del primer debate presidencial televisado, en 1960, entre John F. Kennedy y Richard Nixon. Este era el candidato oficialista, que hasta ese momento lideraba las preferencias. Sin embargo, en la elección fue derrotado, por un estrecho margen (aproximadamente un 1%). ¿Qué fue lo que encontraron los investigadores? Que quienes escucharon el debate por radio decían que el ganador había sido Nixon, pero quienes vieron el debate por TV se inclinaban mayoritariamente por JFK. La radio transmitía un mensaje, la voz; la TV, la voz y la imagen, y esta resultó ser decisiva, porque a Nixon se lo vio mal en las pantallas televisivas, luciendo desprolijo con una barba incipiente y sudoroso, que contrastaba desfavorablemente con la apostura y juventud de su contrincante.
Reflexionando sobre la «sociedad teledirigida», el politólogo italiano Giovanni Sartori, escribió en Homo Videns que:
En la televisión el hecho de ver prevalece sobre el hecho de hablar. Como consecuencia, el telespectador es más un animal vidente que un animal simbólico. Para él las cosas representadas en imágenes cuentan y pesan más que las cosas dichas con palabras. Y esto es un cambio radical de dirección, porque mientras que la capacidad simbólica distancia al homo sapiens del animal, el hecho de ver lo acerca a sus capacidades ancestrales, al género al que pertenece la especie del homo sapiens. [6]
En otras palabras, la televisión nos hace retroceder en la escala animal, según este autor, produciendo un progresivo menoscabo de nuestras facultades de simbolización a favor de las más elementales de visualización. Puede parecer exagerado pero conviene tener en cuenta esta observación y relacionarla con la decadencia de la vida política en la sociedad de masas. Podría argüirse, siguiendo a Sartori, que la declinación en la calidad de los liderazgos políticos en el mundo desarrollado -pensemos en la trayectoria descendente que va de un Woodrow Wilson o Franklin D. Roosevelt a un Ronald Reagan, Lyndon Johnson o George W. Bush, o el abismo que separa a Konrad Adenauer de Angela Merkel, o Charles de Gaulle de François Hollande, o de Alcides de Gasperi a Silvio Berlusconi- expresa la nefasta influencia producida por la televisión, el medio por excelencia de la época actual. Es algo muy preocupante, y digno de ser pensado y examinado cuidadosamente
Concentración mediática
Ahora bien, el poderío manipulatorio de la TV creció paso a paso con un fenomenal proceso de concentración de la propiedad de los medios de comunicación. Es decir, con una deriva de signo claramente antidemocrático, y esto por dos razones: (a) porque los medios se fueron agrupando en un pequeño núcleo de propietarios -que luego se transnacionalizó- dotado de una capacidad de chantaje y extorsión que puede colocar a gran parte de los gobiernos de rodillas ante su prepotencia; (b) porque tanto los contenidos que difunden los medios como su organización y las características de su inserción en el éter están fuera de cualquier tipo de control democrático. Los monopolios mediáticos se escudan detrás de la defensa de la propiedad privada, la libertad de prensa y de pensamiento para desbaratar cualquier intento de regulación democrática. Aducen, también, que al ser entidades de derecho privado esos medios se deben encontrar a salvo de cualquier clase de fiscalización estatal que pudiera erigir trabas a su derecho a disponer de sus medios de la forma que estimen más conveniente. Pero se cuidan de señalar que son privados en cuanto al régimen que preserva sus relaciones de propiedad, pero por sus efectos y sus consecuencias son entes eminentemente públicos, y por lo tanto deben ser sometidos a control democrático. Cabe recordar aquí las incisivas observaciones de Antonio Gramsci sobre este tema, aplicado, en su caso, al papel público que tenían otras instituciones no-estatales en la Italia de finales del siglo diecinueve, como la Iglesia, y la necesidad de la fiscalización democrática de sus actividades educacionales. En el caso latinoamericano esta concentración encuentra en los casos de Televisa de México, O Globo de Brasil, Clarín de Argentina y el grupo de Cisneros en Venezuela los ejemplos más emblemáticos de concentración de medios de comunicación en los países latinoamericanos. [7]
En relación a esta tendencia el cineasta y documentalista australiano John Pilger concluye que este proceso de acelerada concentración remata en la instauración de un «gobierno invisible» e incontrolable, que no rinde cuentas ante nadie y que actúa sin ninguna clase de restricciones efectivas a su enorme poderío: «Hay que considerar cómo ha crecido el poder de ese gobierno invisible. En 1983, 50 corporaciones poseían los principales medios globales, la mayoría de ellas estadounidenses. En 2002 había disminuido a sólo nueve corporaciones. Actualmente son probablemente unas cinco. Rupert Murdoch predijo que habrá sólo tres gigantes mediáticos globales, y su compañía será uno de ellos.» [8]
La concentración mediática se encuentra íntimamente a la aparición del llamado «periodismo profesional, objetivo, ‘independiente´», términos muy utilizados en el debate político latinoamericano a la hora de justificar la ofensiva destituyente que los grandes medios lanzan sobre los gobiernos progresistas de la región. Pilger lo relata de esta manera:
«A medida que las nuevas corporaciones comenzaron a adquirir la prensa, se inventó algo llamado ‘periodismo profesional.’ Para atraer a grandes anunciantes, la nueva prensa corporativa tenía que parecer respetable, pilares de los círculos dominantes – objetiva, imparcial, equilibrada. Se establecieron las primeras escuelas de periodismo, y se tejió una mitología de neutralidad liberal alrededor del periodista profesional. Asociaron el derecho a la libertad de expresión con los nuevos medios y con las grandes corporaciones.»
Y la dependencia de este periodismo con el «pensamiento dominante» y los límites del «periodismo objetivo» queda en evidencia cuando nuestro autor recuerda que
«… numerosos periodistas famosos del New York Times, como por ejemplo el celebrado W.H. Lawrence … ayudó a ocultar los verdaderos efectos de la bomba atómica lanzada sobre Hiroshima en agosto de 1945. ‘No hay radioactividad en la ruina de Hiroshima,’ fue el título de su informe, y era falso.»
Se propalaba una espantosa mentira porque la creciente penetración de los intereses empresariales y de los gobiernos en las salas de redacción de la «prensa libre» (en este caso, el NYT) hacía que ciertas noticias debían ser presentadas de un modo particularmente sesgado o, simplemente, no ser dadas a conocer al público. Tendencia que si ya era perceptible a fines de la Segunda Guerra Mundial lo es mucho más en la actualidad, cuando los reportes de los diversos frentes de guerra en que se encuentran las tropas de Estados Unidos son todos, sin excepción, censurados previamente por el Pentágono. Ya no hay más fotos de soldados de Estados Unidos regresando en ataúdes a su patria, como sí las había durante la Guerra de Vietnam. Tampoco imágenes que muestren los desastres de sus huestes en terceros países. La sangre y el lodo de las guerras que libra Estados Unidos en sus incesantes aventuras están cuidadosamente eliminados de las noticias. Las víctimas de la barbarie pentagonista son abstracciones, entelequias irrepresentables incapaces de suscitar dolor, ira o ánimos de venganza.
Conclusión: no puede haber estado democrático, o una democracia genuina, si el espacio público, del cual los medios son su «sistema nervioso», no está democratizado. Son los medios quienes «formatean» la opinión política, imponen su agenda de prioridades y, en algunos casos -no siempre- hasta fabrican a los líderes políticos (caso de Silvio Berlusconi en Italia) que habrán gobernar. La amenaza a la democracia es enorme porque un sistema de medios altamente concentrado y hegemónico consolida en la esfera pública un poder oligárquico (en la Argentina es básicamente el multimedia Clarín y algunos otros socios de menor rango) que, articulado con los grandes intereses empresariales y con el imperialismo, puede manipular sin mayores contrapesos la conciencia de los televidentes y del público en general, instalar agendas políticas y candidaturas e inducir comportamientos políticos de signo conservador o reaccionario, todo lo cual desnaturaliza profundamente el proceso democrático.
Es más, en la situación actual de América Latina, cuando el virus neoliberal -para usar la gráfica expresión de Samir Amin- ha destruido a los partidos políticos y los reemplazó por heteróclitos «espacios» o efímeras coaliciones, donde los políticos se convierten en verdaderos camaleónicos saltimbanquis que pasan del oficialismo a la oposición y viceversa sin mayores escrúpulos (como ha ocurrido recientemente en Argentina en un fenómeno que en Brasil se llama «fisiologismo») y cuando el impacto disolvente del neoliberalismo terminó por diluir los pocos componentes ideológicos que aún restaban, los medios hegemónicos -todos íntimamente vinculados a la dominación imperialista- han pasado a asumir las funciones de los partidos del establishment, convirtiéndose en los organizadores de la oposición de derecha ante los procesos transformadores en curso en la región. Ante la vacancia de los partidos tradicionales son los grandes medios en los países de ALC quienes reclutan la tropa de la derecha, aportan las orientaciones tácticas de su accionar, establecen la agenda del proyecto y lo militan día y noche a través de su impresionante aparato comunicacional, y se encargan de encontrar los líderes capaces de llevar a buen término estas iniciativas.
No puede ser casual que Maduro, Evo y Correa enfrenten virulentas campañas de desestabilización organizadas o, cuando menos, animadas por la prensa. Y lo mismo ocurre en países como la Argentina, Brasil y Uruguay, en donde la voz cantante para erosionar la imagen de la presidenta argentina, o a favor del impeachment a Dilma Rousseff en Brasil, la llevan los grandes medios. Por el contrario, estos han respaldado, sin el menor recato en algunos casos, a gobiernos como los de la Concertación en Chile; a Fox, Calderón y Peña Nieto en México; a Uribe y Santos en Colombia, Alan García y Alejandro Toledo en el Perú, para no citar sino los casos más evidentes. En Argentina y Brasil este papel «organizador» de los medios hegemónicos convertidos en filosos sucedáneos de la derecha partidaria adquirió en los últimos tiempos ribetes francamente escandalosos. ¡Y a esto le llaman «periodismo independiente»!
Telesur y la democratización del espacio público
De ahí la enorme importancia de esta señal de noticias, creada por inspiración del Comandante Hugo Chávez Frías, que percibió como pocos la gravísima amenaza que para el futuro de ALC representaban los medios controlados por una coalición irreconciliablemente enemiga de cualquier proyecto democratizador o de reforma social. Era preciso iniciar una lucha frontal en contra de esos bastiones del autoritarismo y la reacción, y esa batalla no podía darse tan sólo a nivel nacional. La ofensiva era continental, y tenía su estado mayor en Washington. Para neutralizarla, o al menos para atenuar sus efectos, necesariamente debía ser librada a escala latinoamericana.
En Argentina y Ecuador se han venido librando grandes batallas para democratizar los medios de comunicación. En otros países, como Brasil, según el analista Denis de Moraes, la lucha apenas si ha comenzado porque el conglomerado mediático dirigido por la red O Globo impide la instalación de este asunto en la agenda pública. En Ecuador, una consulta popular convocada el año 2011 aprobó una normativa mediante la cual las empresas periodísticas quedan inhabilitadas para realizar negocios o inversiones en otras áreas de la economía, reduciendo significativamente la posibilidad de hacer que los órganos de prensa se conviertan en arietes para promover los intereses de grandes conglomerados empresariales bajo el ropaje del periodismo. Desgraciadamente esto es lo que ocurre en casi todos los países, pero afortunadamente está prohibido en Ecuador.
Por lo tanto, no habrá avances democráticos si no se democratizan los medios. Este es el objetivo de la Ley de Medios en la Argentina: facilitar, según lo establece la propia ley, «la promoción, desconcentración y fomento de la competencia, el abaratamiento, la democratización y la universalización de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación». Pero la implementación de esta norma se ha visto en parte obstaculizada por sucesivos amparos judiciales promovidos por el Grupo Clarín, mismos que hasta ahora impidieron avanzar como se esperaba en la desmonopolización del sistema mediático. Por otra parte, para que este se democratice será necesario que el estado nacional inyecte una importante cantidad de dinero para facilitar el desarrollo del tercio del espectro radial y televisivo reservado a las organizaciones populares y comunitarias, cosa que aún no ha ocurrido en la magnitud suficiente. Al mismo tiempo, en el tercio reservado para el sector público, es de fundamental importancia evitar que esos medios reduzcan su papel al de simples voceros del oficialismo. Sería altamente perjudicial, inclusive para el mismo gobierno, obrar de esa manera. Por otra parte, uno de los problemas es que la agencia de aplicación que preside todo lo relacionado con la comunicación audiovisual, la Autoridad Federal de Servicios de Comunicación Audiovisual (AFSCA), depende de la Presidencia de la república y del Congreso. Son ambas ramas del estado quienes designan a los miembros del Directorio, sin ninguna intervención de organizaciones de la sociedad civil. De este modo, la AFSCA como organismo rector que debe garantizar la democratización del sistema mediático es conformado exclusivamente por la dirigencia política, lo que conspira contra la legitimidad democrática que debería tener un órgano tan crucial como ese en momentos en que aquella no cuenta precisamente con un alto grado de aprobación popular.
Ahora bien, ¿cómo combatir a los poderes mediáticos? Como en tantas otras cosas de la vida pública no basta la ley. Es importante pero insuficiente. Pero lo decisivo es algo más: no reproducir en espejo, simétricamente, la agenda, el estilo y la temática de los oligopolios mediáticos. No se combate a los medios del Grupo Clarín haciendo cada día un «anti-Clarín», ni se lucha contra O Globo o El Mercurio haciendo un «anti» de esos medios. La experiencia indica que esta táctica de lucha termina por producir un resultado exactamente opuesto al esperado.
Por otra parte, es preciso comprender que para torcerle el brazo a los conglomerados monopólicos se requiere algo más que ganar una batalla dialéctica. Es preciso impulsar con energía la aparición de nuevas voces desde el campo popular. La sola desmonopolización será insuficiente para democratizar a los medios si las organizaciones populares de todo tipo siguen sin poder hacer oír su voz. Para eso es necesario dotarlas de toda suerte de recursos: desde dinero y equipamiento adecuado hasta formación técnica. Sin ello no podrán hacer una diferencia en el sistema. Democratizar a los medios requiere de gobiernos que garanticen la sustentabilidad financiera de esta batalla comunicacional, que por eso es también una batalla económica y política crucial para el futuro de la democracia.
Lo anterior es suficiente para comprender la trascendental labor hecha por Telesur desde el momento en que fuera creada, hace diez años. No sólo estamos informados, cuando antes estábamos desinformados; sino que estamos bien informados, con periodistas que comparten nuestra cultura y nuestros sueños, que nos muestran lo que las oligarquías locales y el imperialismo no quieren que veamos o que sepamos. No querían que se supiera que en Honduras había un golpe de estado en marcha; o que en Bengasi no había «combatientes por la libertad» masacrados por Gadafi; o que quienes despacharon casi 10.000 misiones de bombardeo a Libia, con innumerables víctimas civiles fueron los aviones de la OTAN, para no citar sino unos pocos ejemplos. Aún si su contribución a lo largo de estos años hubiera sido la de aportar información verídica sobre temas cruciales Telesur justificaría con creces su existencia. Pero hizo algo más: fue un factor muy importante en la consolidación de una conciencia crítica nuestroamericana. Gracias a ese medio hoy somos más latinoamericanos que antes, y mejores latinoamericanos también. El gran proyecto bolivariano, relanzado por Chávez, encontró en Telesur un instrumento singularmente valioso para acelerar su concreción y un arma muy potente, en esa artillería de pensamiento a la que aludía el líder bolivariano, para librar con éxito la batalla de ideas que nuestro tiempo y el futuro nos reclaman. Tiene razón Pilger cuando, en su artículo reseñado más arriba, recuerda una sentencia notable de Tom Paine: «si a la mayoría de la gente se le niega la verdad y las ideas de la verdad, es hora de tomar por asalto la Bastilla de las palabras.» Ese es, sin duda, uno de los mayores desafíos con que tropieza la democracia en el mundo actual.
[1] Cf. Atilio Boron, Aristóteles en Macondo (Buenos Aires: Ediciones Luxemburg-Editorial Espartaco, 2015. Nueva edición corregida y aumentada). En otras anteriores, ya disponibles en la web, desarrollamos esta tesis con amplitud. Ver sobre todo Estado, capitalismo y democracia en América Latina, libro que recoge algunos artículos sobre el tema escritos en la década de los ochentas, y Tras el Búho de Minerva, donde el asunto es abordado a la luz de los estragos producidos por la globalización neoliberal en la década del noventa. Fuera de América Latina y el Caribe autores como Ellen Meiksins Wood, Leo Panitch, Sam Gindin, Gianni Vattimo y Sheldon Wolin, en Estados Unidos y Europa, hace tiempo que vienen aportando nuevos fundamentos a la contradicción entre capitalismo y democracia
[2] Sobre esto ver Marcos Roitman Rosenmann, Tiempos de Oscuridad. Historia de los golpes de estado en América Latina (Buenos Aires: Akal, 2013)
[3] La obra de Sharp es motivo de fuertes polémicas. Director del Albert Einstein Institute de Boston, sus libros y panfletos han sido fuente de inspiración de muchas de las rebeliones en contra de los regímenes de Europa Oriental en la época de la Unión Soviética, y China. Sharp niega cualquier vinculación, financiera o política, con el gobierno de Estados Unidos a través de cualesquiera de sus agencias. Sin embargo, en su record no figura absolutamente nada que lo vincule a las luchas de los pueblos latinoamericanos contra sus dictaduras, ni a la de los palestinos por su autodeterminación, ni la de las poblaciones negras en contra de los regímenes racistas africanos. Resulta por lo menos paradojal que su sitio web esté traducido a 31 lenguas, mientras que el del Banco Mundial lo esté a 20, el de la bloguera contrarrevolucionaria cubana Yoani Sánchez a 18 y el de la Unesco apenas a 6. Que cada quien saque sus conclusiones.
[4] Cf. su «Los académicos al servicio del imperio», en https://dedona.wordpress.com/2014/04/12/los-academicos-al-servicio-del-imperio-the-minerva-research-iniciative-gilberto-lopez-y-rivas/
[5] Sobre este tema remito al lector a consultar la notable obra de Fernando Buen Abad Domínguez, tanto sus ensayos de largo aliento como sus intervenciones más coyunturales. Entre los primeros sobresale su Filosofía de la Comunicación (Caracas: Ministerio de Comunicación e Información, 2006), disponible en http://www.cta.org.ar/IMG/pdf/filosofia-de-la-comunicacion.pdf
[6] Ver su Homo videns. La sociedad teledirigida (Madrid: Taurus, 1998) pg. 3.
[7] Ver Guillermo Mastrini y Martín Becerra, » Estructura, concentración y transformaciones en los medios del Cono Sur latinoamericano», Revista Digital Comunicar, Nº 36, Vol XVIII, 2011, pp. 51-59.
[8] Cf. John Pilger, «Geopolìtica y concentración mediática», en Rebelión, 10 de Agosto de 2007. http://www.iade.org.ar/modules/noticias/article.php?storyid=1925 -Las siguientes dos citas de la obra de Pilger remiten a este mismo artículo.
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