La visibilidad mediática ante la realidad de miles de seres humanos que escapan de las guerras y las masacres repetidas en Medio Oriente, nombrada como «crisis de refugiados», oculta una regularidad no menos drástica: no sólo la realidad de otros millones de desplazados y refugiados, que superan con creces los 50 millones, sino también la […]
La visibilidad mediática ante la realidad de miles de seres humanos que escapan de las guerras y las masacres repetidas en Medio Oriente, nombrada como «crisis de refugiados», oculta una regularidad no menos drástica: no sólo la realidad de otros millones de desplazados y refugiados, que superan con creces los 50 millones, sino también la situación de precariedad absoluta de gran parte de los que logran arribar a Europa, tras una sociodisea que implica la muerte como riesgo habitual del tránsito. A las más de 25000 personas que han perecido a lo largo de la última década y media en el Mediterráneo hay que sumar los millones de migrantes que sobreviven en el viejo continente, en situaciones diversas que es preciso especificar (articulando en la perspectiva de análisis no sólo la procedencia sino también la etnia, el género, la edad y la clase, entre otras variables). Aunque semejante cartografía de las diásporas está en buena medida pendiente, resulta oportuno recordar algunas aristas de esta problemática de primer orden.
El discurso dominante de la caridad que se multiplica tanto en los medios masivos de comunicación como en las instancias gubernamentales -yuxtapuesto de forma contradictoria con la presunta «amenaza» que algunos colectivos de exiliados y migrantes encarnarían- debe ser críticamente analizado, para desmontar las falacias que lo estructuran. Ninguna ola de solidaridad asoma en las políticas europeas. Por el contrario, su respuesta en la última década no ha sido otra que cerrar los caminos para el acceso a la protección internacional e impedir el arribo de estas personas a las fronteras europeas, aun cuando ello ha supuesto una clara vulneración de sus derechos humanos y de asilo (a menudo «tercerizada», esto es, a cargo de países nada ejemplares en esta materia como Marruecos o Turquía).
La gravedad de semejantes vulneraciones es evidente: no significa nada distinto a mantener a miles de seres humanos en la más absoluta indefensión. Dicho de otra manera: la Unión Europea ha blindado sus fronteras en la última década incluso si ello ha supuesto que miles de vidas sigan en peligro y, lo que es peor, perezcan en el intento desesperado de «ponerse a salvo». Apenas hace falta insistir: en un contexto como el presente, arribar a Europa permite preservar la vida pero en condiciones que distan radicalmente de ser satisfactorias. La promesa de salvación naufraga en el mismo momento en que comienza esa otra odisea que es obtener el asilo y restablecer la posibilidad de desarrollar una vida mínimamente aceptable como sujeto económico, político y cultural.
Por lo demás, considerando que en la actualidad más de 400.000 personas pretenden arribar a las costas europeas para preservar su vida, la acogida -todavía pendiente de aprobación- de unos 120000 potenciales refugiados y su redistribución en Europa no es una muestra de generosidad sino de cálculo negociador: tres de cada cuatro personas seguirán abandonadas a su suerte, para terminar probablemente emplazadas -en condiciones paupérrimas- en países empobrecidos como Turquía, Jordania o Líbano, principales receptores de la catástrofe siria. En particular, para continuar con el caso de Siria, Europa no sólo no es principal destino de los cuatro millones de desplazados y posibles refugiados, sino que apenas se dispone a acoger al 3% del total, a pesar de la mitología blanca que se empecina en representar a Europa como un espacio ejemplar de defensa universalista de los derechos humanos.
La cuestión, sin embargo, no se agota en esta coyuntura dramática. Es un asunto estructural. La situación al respecto en España permite ilustrar semejante punto, en particular, la persistencia de una política de asilo y de una política migratoria que a partir de 2008 no ha cesado de erigir nuevos obstáculos para el acceso y permanencia de estos colectivos al territorio nacional, sumados a los que ya le preexistían.
La nomenclatura misma resulta equívoca. Los exiliados no son «refugiados» sino en la medida en que mediante un proceso jurídico administrativo logran solicitar asilo, se les admite a trámite dicha solicitud y se les concede, en tercer término, el estatuto de refugiado de forma efectiva. Las trabas interpuestas para acceder a este procedimiento se han multiplicado, comenzando por la «Ley de Seguridad Ciudadana» en vigor que, al aceptar como procedimiento legal la «devolución en caliente» (reconvertida en «rechazo en frontera») impide el acceso efectivo al derecho al asilo de quienes ingresan por las vallas de Ceuta y Melilla. La política de asilo de orientación restrictiva, sin embargo, le precede. Tomando la información más reciente, semejantes limitaciones son evidentes: dentro de la comunidad europea apenas 1 de cada 100 personas solicitan asilo en España. Si ya el número de solicitudes de asilo es irrisorio (contabilizando en 2014 apenas 4502), las efectivamente concedidas sólo alcanzan las 202 (1). Dicho de otra manera, menos del 5% de los solicitantes accede de forma efectiva a la condición de «refugiado».
La consecuencia de este rechazo generalizado no es otra que el tránsito de las personas a las que se les deniega su solicitud a una situación administrativa irregular. La conclusión es palmaria: la abrumadora mayoría de exiliados no sólo no son reconocidos como «refugiados» sino que pasan a formar parte del ejército de personas inmigradas en situación irregular, diluyéndose la condición política de su desplazamiento. En otras palabras: la denegación del asilo implica que miles de personas serán tratadas como sujetos fuera del derecho o, como suele sostener la derecha mediática, pasarán a formar parte de los «sin papeles».
En la última década, la producción de una multitud de seres humanos considerados jurídicamente «no-ciudadanos» no ha cesado de aumentar. Solamente en España, según algunas estimaciones, al menos 800.000 inmigrantes se encontrarían en situación irregular (de la cual una parte no determinable no son sino exiliados no reconocidos como refugiados). De ello se derivan implicaciones diversas para esta multitud: 1) ser objeto de redadas policiales periódicas, especialmente cuando rasgos fenotípicos diferentes se convierten en atributos raciales sospechosos; 2) ser blanco potencial de esa peculiar forma de secuestro que constituye el confinamiento en los CIE que no sólo incumplen las garantías mínimas de sanidad sino que vulneran los derechos humanos (2); 3) quedar excluidos de cobertura sanitaria, educativa, habitacional y asistencial, entre otras, por parte del estado central (incluso si dicha exclusión coexiste con la reasignación de tarjetas sanitarias a un porcentaje no determinado de inmigrados que han logrado empadronarse en el país receptor), 4) no poder ejercer el derecho a voto en ningún ámbito territorial ni ejercer algunos de sus derechos cívicos, 5) no poder acceder a un empleo en el mercado formal del trabajo, formando parte del grupo de inmigrados empobrecidos que sobreviven mediante el empleo sumergido en sectores marcados por la sobreexplotación (comenzando por las «empleadas de hogar» -sector claramente feminizado- y por los «peones agrícolas» -sector claramente masculinizado-) a la que son especialmente vulnerables las personas inmigradas.
Apenas es preciso enfatizar que el «discurso de la caridad» nada dice al respecto, ni siquiera aquella posición bienintencionada que plantea la «acogida» en términos puramente asistencialistas, como es la provisión de alimentos, vestimenta y alojamiento para los miles de exiliados que, con suerte, lograrán acceder a territorio español. Semejante discurso tampoco ahondará en las causas políticas que provocan el éxodo forzado de millones de personas, incluyendo aquellas que están ligadas de forma directa a las intervenciones de los gobiernos occidentales en las zonas donde la guerra se ha convertido en un negocio billonario.
Por lo demás, la política de inmigración española no sólo ha reforzado los obstáculos para el acceso legal al territorio nacional, sino que además ha virado hacia una política de fronteras cada vez más represiva, por no ahondar en la orientación asimilacionista que ha impuesto a las medidas implementadas: supresión de fondos de integración, reducción de fondos de cooperación, carencia de políticas de empleo dirigidas específicamente a estos colectivos, falta de estrategias de inclusión en las instituciones públicas, carencia de planes nacionales de lucha contra el racismo y la xenofobia, entre otras cuestiones. A nivel europeo, el refuerzo presupuestario de FRONTEX es de por sí ilustrativo: el objetivo prioritario no es salvar del naufragio a esos miles que se lanzan al mar con una promesa de supervivencia, sino blindar las fronteras europeas.
En suma, la situación actual provocada por esta diáspora desesperada de millones de seres humanos mal puede ser nombrada como «crisis de refugiados» si Europa no se reconfigura como espacio de acogida -algo que, de mínima, exige ser fuertemente matizado y, de máxima, obliga a repensar las bases actuales de sus políticas de asilo-. Aunque de forma válida podrían distinguirse respuestas gubernamentales diferenciadas ante esta crisis de humanidad, sin un replanteamiento radical de su vínculo con los otros, es la propia promesa de una Europa igualitaria e inclusiva la que amenaza con naufragar.
Notas:
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Remito a «La situación de las personas refugiadas en España. Informe 2014», elaborado por CEAR, versión electrónica en http://www.cear.es/wp-content/uploads/2013/05/Informe-CEAR-2014.pdf
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Al respecto, puede consultarse «Acerca de los Centros de Internamiento de Extranjeros. La política del encierro», versión electrónica en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=131848
Blog del autor: http://arturoborra.blogspot.com/
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