Las injusticias que se han visto Colombia son graves e interminables. Desde la conquista, la colonia y la supuesta independencia. Los magnicidios sin aclarar de Rafael Uribe Uribe, Jorge Eliécer Gaitán y Luis Carlos Galán, la toma del Palacio de Justicia en 1985, los asesinatos de personajes como Jaime Garzón y Álvaro Gómez Hurtado, los […]
Las injusticias que se han visto Colombia son graves e interminables. Desde la conquista, la colonia y la supuesta independencia. Los magnicidios sin aclarar de Rafael Uribe Uribe, Jorge Eliécer Gaitán y Luis Carlos Galán, la toma del Palacio de Justicia en 1985, los asesinatos de personajes como Jaime Garzón y Álvaro Gómez Hurtado, los homicidios de candidatos a la presidencia como Jaime Pardo Leal, Bernardo Jaramillo, Carlos Pizarro y miles de militantes de la Unión Patriótica, son ejemplos del caos e ineficiencia de los órganos de justicia.
Un ejemplo paradigmático que lleva 5 años sin encontrar solución es el llamado «Caso Colmenares». Han pasado por ese juicio varios jueces y fiscales. Parecen existir suficientes pruebas y testigos de que allí ocurrió un homicidio pero aparecen intereses externos que obstaculizan su desarrollo y definición. Es el caso típico de una familia poderosa contra otra menos pudiente. Los abogados colocan trabas, dilatan el proceso, entorpecen las decisiones acudiendo a todas las artimañas que permite la ley. Si el asesino fuera una persona de escasos recursos económicos hace rato estaría en la cárcel. Pero no es así.
Mientras tanto el dirigente indígena Feliciano Valencia es detenido y condenado en forma injusta. Lo acusan de secuestro y violaciones a los derechos humanos de un cabo del ejército que se encontraba en una misión de infiltración en octubre de 2008. El soldado portaba en una mochila prendas de uso privativo militar, un radio de comunicación y artículos con los que pretendía «sembrar pruebas» e inculpar a la comunidad de ser apoyada por la guerrilla. La guardia indígena retuvo al infiltrado y la comunidad lo juzgó y castigó de acuerdo a su justicia «propia». Se aplicó la jurisdicción indígena reconocida por la Constitución de 1991 y por dirigir la asamblea comunitaria que aplicó esa justicia indígena, el Tribunal Superior de Popayán condenó a Feliciano Valencia a 18 años de cárcel.
Pero cuando los indígenas detuvieron a tres guerrilleros de las FARC que en hechos confusos asesinaron a un comunero y los condenaron a 60 y a 40 años de reclusión, las reacciones fueron muy diferentes. El establecimiento oficial y los medios de comunicación afirmaron con mucho despliegue periodístico que «La Justicia indígena es un ejemplo para Colombia»; «debemos aprender de la sabiduría de nuestros hermanos indígenas»; «eso si es efectividad más que la justicia ordinaria» (http://bit.ly/1YxsAXC)
Pero la situación de la justicia en Colombia es todavía más grave. Los escándalos de corrupción, tráfico de influencias, fallos y sentencias compradas y sesgadas, no se han hecho esperar. Magistrados y funcionarios de las altas cortes están involucrados. Tres presidentes de la Corte Suprema de Justicia han mostrado su falta de ética sin la menor vergüenza: «Luis Gabriel Miranda, quien ejerce el cargo actualmente, protagonizó toda una novela cuando un grupo de patrulleros encontró ‘mal parqueado’ a su hijo, usando indebidamente el carro oficial de la corte para la cual en este momento fue archivado el caso. A otros dos, Francisco Ricaurte y Pedro Munar, el Consejo de Estado les anuló su elección en el Consejo Superior de la Judicatura por haber utilizado ‘el yo te elijo, tú me eliges’ para hacerse nombrar. La Corte Constitucional, la más admirada de los colombianos, también sufrió un duro revés. Por primera vez en su historia un magistrado, Alberto Rojas Ríos tuvo que retirarse por un fallo judicial, en medio de la más agitada polémica» (http://bit.ly/1L8R57Y).
No se puede dejar de lado el escandaloso caso del magistrado Jorge Pretelt por supuesta corrupción, aunque eso viene de atrás en el tiempo, desde 1985, según el reciente libro de Mario Cajas (Historia de la Corte Suprema de Justicia, 1886-1991, U. Andes/Icesi, 2015). Entre otros muchos casos individuales y grupales.
Entonces… ¿existe una crisis en la Administración de Justicia o qué es lo que ocurre con la justicia en Colombia?
Según la Revista Dinero los resultados que arrojó el Anuario de Competitividad Mundial del Institute for Management Developmet (IMD) que, en la variable de justicia, ubicó a Colombia en la casilla 53 entre 59 países. Y por si eso no fuera suficiente, el Banco Mundial, en su ya célebre publicación Doing Business, sitúa a la administración de justicia nacional en el poco honroso lugar 149 entre 186 economías globales. «Infortunadamente, Colombia es uno de los países con peores niveles de seguridad jurídica», dice el reciente informe del Consejo Privado de Competitividad (http://bit.ly/1M6r59H).
Los últimos escándalos de corrupción dentro de las altas esferas de la justicia forzaron al gobierno a impulsar una Reforma de Equilibrio de Poderes. Sin embargo, el grueso de las personas ha perdido la confianza. Un 75% de la población considera que en algún momento de su vida ha sido violada su seguridad jurídica o que se ha cometido una injusticia. Paralelamente las cárceles siguen llenas y en ellas hay grandes diferencias entre las condiciones de confinamiento. Los políticos corruptos, los comprometidos con paramilitarismo, los grandes empresarios financieros que estafaron a miles de accionistas, y en fin, quien tenga con qué pagar, disfruta de celdas individuales y otros privilegios. En cambio los presos del montón sufren el hacinamiento y la violación de sus derechos.
Además, el caos de la administración de justicia se refleja en el tratamiento de la «delincuencia menor». Los atracadores y ladronzuelos son detenidos, muchas veces en flagrancia, pero rápidamente son liberados para que vuelvan a sus andanzas. Todas estas injusticas e inseguridad han llevado a que la gente aplique la llamada «justicia por mano propia». Los videos de linchamientos a ladrones en las redes sociales muestran a la gente dándoles a los delincuentes lo que llaman «lección para que no siga robando». Parece ser que esta justicia sin tanta tramitología y más parecida a los «fuetazos» de la justicia indígena, es más efectiva para aquellos que están desesperados por la ineficiencia, ineficacia y parcialidad de la justicia oficial.
Las soluciones no aparecen a la vista. Solo queda esperar a que se logre la terminación del conflicto armado, que funcione la justicia transicional concertada en los acuerdos y ésta se convierta en un ejemplo a seguir. Pero además, la esperanza es que se genere -en medio de un clima de reconciliación y convivencia pacífica-, un movimiento ciudadano que, como decía Jorge Eliécer Gaitán, «restaure la moral de la República», y transforme totalmente la forma de gobernar y de administrar justicia en Colombia.
Carolina Dorado, integrante de Somos Ciudadanos.
Fuente original: http://www.redsomosciudadanos.