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Extractivismos y subdesarrollo

La maldición de la abundancia

Fuentes: Brecha, Montevideo

La apropiación de recursos naturales que son extraídos por medio de una serie de violencias, atropellando derechos humanos y derechos de la naturaleza, «no es una consecuencia de un tipo de extracción sino que es una condición necesaria para poder llevar a cabo la apropiación», señala atinadamente Eduardo Gudynas. Y se lo hace sin importar […]

La apropiación de recursos naturales que son extraídos por medio de una serie de violencias, atropellando derechos humanos y derechos de la naturaleza, «no es una consecuencia de un tipo de extracción sino que es una condición necesaria para poder llevar a cabo la apropiación», señala atinadamente Eduardo Gudynas. Y se lo hace sin importar los impactos nocivos en términos sociales y ambientales, incluso económicos, de los proyectos extractivistas. Por cierto muchas veces ni siquiera se considera el agotamiento de los recursos y sus posteriores consecuencias.

Es preciso entender que los extractivismos no se limitan a los minerales o al petróleo, los hay también agrarios, forestales, pesqueros e incluso turísticos.(1)

Neoextractivismo

En los últimos años, conscientes de algunas de las patologías propias de la modalidad de acumulación extractivista, varios países de la región con regímenes «progresistas» han impulsado algunos cambios. Sin embargo, más allá de los discursos no hay señales claras de que pretendan superar realmente dicha modalidad de acumulación.

Desde una postura nacionalista se procura principalmente un mayor acceso y control por parte del Estado sobre los recursos naturales, y también sobre los beneficios que su extracción produce. Esto no está mal. Lo negativo es que desde esta postura se critica el control de los recursos naturales por parte de las trasnacionales y no la extracción en sí. Y esto es aún más complicado cuando las empresas estatales actúan cual si fueran trasnacionales.

Al menos hasta ahora, gracias a los elevados precios de las materias primas sobre todo, en los países con gobiernos «progresistas», que han obtenido una mayor participación en renta extractivista, los segmentos tradicionalmente marginados de la población han experimentado una relativa mejoría a partir de la mejor distribución de dichos ingresos. Y al no darse una redistribución de los activos y, menos, al no haber afectado la modalidad de acumulación, los grupos más poderosos han obtenido la tajada del león. Esta situación es explicable por la inexistencia de gobiernos realmente revolucionarios y lo relativamente fácil que resulta obtener ventaja de la generosa naturaleza, sin adentrarse en complejos procesos sociales y políticos de redistribución.

Por supuesto, en los países con gobiernos neoliberales los extractivismos gozan también de muy buena salud. Gracias igualmente a los elevados precios de las materias primas en el mercado mundial, en estos países también se han registrado mejorías en el ámbito social. Aquí también se ha reducido la pobreza a través de políticas sociales financiadas por los ingresos adicionales.

Ahora, cuando el ciclo de precios altos de las materias primas parece haber llegado a su fin, las presiones extractivistas no declinan. Al contrario. La dependencia de los mercados foráneos, aunque parezca paradójico, es aún más marcada en épocas de crisis. Todos o casi todos los países cuya economía está atada a la exportación de recursos primarios caen en la trampa de forzar las tasas de extracción. Se ofrecen nuevos incentivos a las empresas extractivistas, al tiempo que se flexibilizan las normas ambientales y sociales. Esta realidad termina por beneficiar a los países centrales: una mayor oferta de materias primas -petróleo, minerales o alimentos-, en épocas de precios deprimidos, ocasiona una reducción mayor de dichos precios.

Lo que sabemos con certeza, luego de tantas experiencias acumuladas, es que -independientemente de los gobiernos progresistas o neoliberales- en la medida que se amplían y profundizan los extractivismos se agrava la devastación social y ambiental. Los derechos colectivos de muchas comunidades indígenas y campesinas son atropellados para ampliar aun más la frontera petrolera o para permitir la megaminería o incluso para fomentar los monocultivos de todo tipo. La criminalización de la protesta social está a la orden del día: decenas de líderes populares son encausados penalmente por defender el agua, los derechos y la vida misma. (2)

Además, está claro que si se contabilizan los costos económicos de los impactos sociales, ambientales y productivos de la extracción del petróleo o de los minerales, desaparecen muchos de los beneficios económicos de estas actividades. Pero estas cuentas completas no son realizadas por los diversos gobiernos, que confían ciegamente en los beneficios de estas actividades primario-exportadoras.

La trampa

El punto cuestionable de esta modalidad de acumulación radica, desde una aproximación insuficiente, en la forma en que se extraen y se aprovechan dichos recursos, así como en la manera en que se distribuyen sus frutos. El asunto es mucho más complejo. Las sendas del extractivismo -progresista o neoliberal- no son el problema mayor. La dificultad radica en el extractivismo mismo, que en esencia es de origen colonial y siempre violento, con todo lo que esto implica. Y que como tal nos condena al subdesarrollo.

Esta realidad determina la existencia de economías en extremo frágiles y dependientes, atadas a crisis económicas recurrentes, al tiempo que se consolidan mentalidades «rentistas». Todo esto profundiza la débil y escasa institucionalidad, alienta la corrupción. Lo expuesto se complica con las prácticas clientelares y patrimonialistas desplegadas, vía políticas sociales que deterioran el tejido organizativo y comunitario de la sociedad. Y todo esto, más allá de los impactos ambientales, contribuye a frenar la construcción de democracias sólidas.

La realidad de una economía primario-exportadora, sea de recursos petroleros, minerales y/o frutas tropicales, por ejemplo, es decir exportadora de naturaleza, se refleja además en un escaso interés por invertir en el mercado interno. Esto redunda en una limitada integración del sector exportador con la producción nacional. No hay los incentivos que permitan desarrollar y diversificar la producción interna, vinculándola a los procesos exportadores, que a su vez deberían transformar los recursos naturales en bienes de mayor valor agregado.

Esta situación es explicable por lo relativamente fácil que resulta obtener ventaja de la generosa naturaleza, y muchas veces también de una mano de obra barata.

Para cerrar el círculo es necesario comprender que el grueso del beneficio de estas actividades extractivas va a las economías ricas, importadoras de estos recursos, que luego sacan un provecho mayor procesándolos y comercializándolos como productos terminados. Mientras tanto los países exportadores de bienes primarios reciben, normalmente, una mínima participación de la renta minera o petrolera, y son los que cargan con el peso de los pasivos ambientales y sociales. Los primeros importan naturaleza, los segundos la exportan. Los primeros son desarrollados, los otros no.

A lo anterior se suma la masiva concentración de dichas rentas en pocos grupos oligopólicos. Estos sectores y amplios segmentos empresariales, contagiados por el rentismo, no encuentran alicientes (tampoco los crean) para sus inversiones en la economía doméstica. Con frecuencia sacan sus ganancias fuera del país y manejan sus negocios con empresas afincadas en lugares conocidos como paraísos fiscales.

Así las cosas, tampoco existe estímulo o presión para invertir los ingresos recibidos por las exportaciones de productos primarios en las propias actividades exportadoras, pues la ventaja comparativa radica en la generosidad de la naturaleza, antes que en el esfuerzo innovador del ser humano. La respuesta para enfrentar una creciente demanda, o incluso para responder a la caída de los precios de dichos recursos en el mercado mundial, ha sido expandir la frontera extractiva provocando cada vez más y mayores complicaciones.

Hasta cuándo se va a aceptar que todos los países productores de bienes primarios similares, que son muchos, puedan crecer esperando que la demanda internacional sea sostenida y permanente para garantizar ese crecimiento. No nos olvidemos de que este tipo de economía extractivista, con una elevada demanda de capital y tecnología, funciona con una lógica de enclave, es decir sin una propuesta integradora de esas actividades primario-exportadoras al resto de la economía y de la sociedad. Así el aparato productivo queda sujeto a las vicisitudes del mercado mundial. En especial queda vulnerable a la competencia de otros países en similares condiciones, que buscan sostener sus ingresos sin preocuparse mayormente por un manejo más adecuado de los precios. Y esos extractivismos, adicionalmente, frenan los procesos de integración regional.

En este escenario hay que reconocer que el real control de las exportaciones nacionales está en manos de los países centrales, aun cuando no siempre se registren importantes inversiones extranjeras en las actividades extractivistas. Muchas empresas estatales de las economías primario-exportadoras (con la anuencia de sus respectivos gobiernos, por cierto) parecerían programadas para reaccionar exclusivamente ante impulsos foráneos. Por otro lado, hay países, como China en la actualidad, que entregan cuantiosos créditos asegurándose el repago directa o indirectamente con recursos naturales. En síntesis, la lógica de la extracción de recursos naturales, motivada por la demanda externa, caracteriza la evolución de estas economías primario-exportadoras.

Debido a estas condiciones y a las características tecnológicas de las actividades petrolera o minera, e incluso del agronegocio intensivo, no hay una masiva generación directa de empleo. Adicionalmente, las comunidades en cuyos territorios o vecindades se realizan estas actividades extractivistas han sufrido y sufren los efectos de una serie de dificultades socioambientales derivadas de este tipo de explotaciones.

La miseria de grandes masas de la población parecería ser, por tanto, consustancial a la presencia de ingentes cantidades de recursos naturales (con alta renta diferencial). Esta modalidad de acumulación no requiere del mercado interno, incluso funciona con salarios decrecientes. No hay la presión social que obliga a reinvertir en mejoras de la productividad. Estas actividades extractivas impiden, con frecuencia, el despliegue de planes de desarrollo local adecuados.

Como es evidente, todo ello ha contribuido a debilitar la gobernabilidad democrática, en tanto termina por establecer o facilitar la permanencia de gobiernos y de empresas autoritarias, voraces y clientelares.

Por todas estas razones rápidamente descritas, estas economías primario-exportadoras no han logrado superar la «trampa de la pobreza». Esta es la gran paradoja: hay países que son ricos en recursos naturales, que incluso pueden tener importantes ingresos financieros, pero que no consiguen establecer las bases para su desarrollo y siguen siendo pobres. 3

Sí, se puede superar

Frente a la omnipresencia de los extractivismos asoman con frecuencia los reclamos por alternativas. Éstas existen. Eso sí, la vía de salida no pasa por forzar más esta modalidad de acumulación primario-exportadora. Tampoco se logrará suspendiendo repentinamente todas las actividades extractivistas.

Igualmente hay que tener claro que la eliminación de la pobreza no se consigue solamente con inversión social y obra pública, y/o con una mejor distribución del ingreso. Si se quisiera erradicar la pobreza habría que dar paso a una sustantiva redistribución de la riqueza.4

Pero el meollo radica en no seguir extendiendo y profundizando un modelo económico extractivista, es decir primario-exportador. Ese esquema no ha sido la senda para salir de la pobreza de ningún país. (5) El escape de una economía extractivista, que tendrá que arrastrar por un tiempo algunas actividades de este tipo, debe considerar un punto clave: el decrecimiento planificado del extractivismo. Por lo tanto, plantearse como opción más extractivismos para superar el extractivismo es una falacia.

En línea con lo dicho hay que potenciar actividades sustentables, así como aquellas que den paso a la manufactura de las materias primas dentro de cada país, pero sin caer en la lógica del productivismo y el consumismo alentada por las demandas de acumulación del capital. Por igual se requiere otro tipo de participación en el mercado mundial, construyendo bases de una integración regional más autocentrada. Pero sobre todo no se debe deteriorar más la naturaleza ni aumentar las brechas sociales. El éxito de este tipo de estrategias para procesar una transición social, económica, cultural, ecológica, dependerá de su coherencia y, particularmente, del grado de comprensión y respaldo social que tenga.

Por lo tanto, para lograrlo se precisa definir, con una amplia y verdadera participación popular, una conveniente estrategia que permita enfrentar este tipo de actividades que ponen en riesgo la biodiversidad e incluso la convivencia social. El primer paso, entonces, pasa por fortalecer a las comunidades que actualmente resisten al extractivismo.

Por igual urge abordar con responsabilidad el tema del crecimiento. Así, resulta por lo menos oportuno diferenciar, dependiendo de sus respectivas historias sociales y ambientales, lo que es el crecimiento «bueno» del crecimiento «malo» (por ejemplo el crecimiento económico de los países petroleros no les ha conducido al desarrollo, pueden ser muy ricos, pero no desarrollados). Hemos entendido que el crecimiento económico no es sinónimo de desarrollo, y éste, por lo demás, se ha demostrado como un fantasma inalcanzable. Aunque pueda sorprender a algunas personas, los países que se consideran desarrollados son maldesarrollados; por ejemplo viven mucho más allá de sus capacidades ecológicas y no han logrado resolver la inequidad social. (6)

Este reto no lo vamos a resolver de la noche a la mañana. Hay que dar paso a transiciones a partir de miles y miles de prácticas alternativas existentes en todo el planeta, orientadas por horizontes que propugnan una vida en armonía entre los seres humanos y con la naturaleza. Eso nos conmina a transitar hacia una nueva civilización: pasar del antropocentrismo al biocentrismo es el reto. Esta nueva civilización no surgirá de manera espontánea. Se trata de una construcción y reconstrucción paciente y decidida, que empieza por desmontar varios fetiches y propiciar cambios radicales, a partir de experiencias existentes.

Este es el punto. Contamos con valores, experiencias y prácticas civilizatorias alternativas, como las que ofrece el buen vivir o sumak kawsay o suma qamaña de las comunidades indígenas andinas y amazónicas. Y hay otras muchas aproximaciones a pensamientos filosóficos de alguna manera emparentados con la búsqueda del buen vivir en diversas partes del planeta. El buen vivir, en tanto cultura de la vida, con diversos nombres y variedades, ha sido conocido y practicado en distintos períodos en las diferentes regiones de la madre tierra, como podría ser el Ubuntu en África o el Swaraj en India. Aunque mejor sería hablar en plural de buenos convivires, para no abrir la puerta a un buen vivir único, homogéneo, imposible de construir, por lo demás.

Nos toca hacer un mundo donde quepan otros mundos, sin que ninguno de ellos sea víctima de la marginación y la explotación, y donde los seres humanos vivamos en armonía con la naturaleza.

* Economista ecuatoriano. Profesor e investigador de la Flacso-Ecuador. Ex ministro de Energía y Minas. Ex presidente de la Asamblea Constituyente. Ex candidato a la presidencia de la república.

Notas

1. Para intentar una definición comprensible utilizaremos el término de extractivismo propuesto por Eduardo Gudynas, cuando se refiere a aquellas actividades que remueven grandes volúmenes de recursos naturales que no son procesados (o que lo son limitadamente), sobre todo para la exportación en función de la demanda de los países centrales.

2. Poco importa, por ejemplo, que en Ecuador constitucionalmente la naturaleza sea sujeto de derechos.

3. Jürgen Schuldt, en varios de sus valiosos aportes, propone esta disyuntiva para invitar a la reflexión, como punto de partida para construir alternativas.

4. Por ejemplo, en Ecuador, si se incrementara la carga tributaria del 10 por ciento más rico de la población en 3,5 por ciento y se destinaran esos recursos para atender a los segmentos más necesitados, se eliminaría la pobreza. Resolver el tema de los subsidios de los combustibles, que benefician a los más ricos y no a los pobres, sería otra fuente de financiamiento. Una renegociación de los contratos con las empresas telefónicas aportaría mucho; ¡considérese que estas empresas han llegado a tener utilidades anuales del 38,5 por ciento sobre el patrimonio neto! Y así por el estilo.

5. Noruega no es la excepción que confirma la regla. En este caso la extracción de petróleo empezó y se expandió cuando ya existían sólidas instituciones económicas y políticas democráticas e institucionalizadas, con una sociedad sin inequidades comparables a las de los países petroleros o mineros, es decir cuando el país escandinavo ya podía ser considerado como desarrollado.

6. En Alemania, en 2008, el 10 por ciento más rico de su población poseía el 53 por ciento de los activos, mientras que la mitad de la población era propietaria de un 1 por ciento de los activos; una situación que, lejos de haber mejorado, debe de haberse empeorado (Der Spiegel, 19-2014).

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