«El arte tiene la erótica del dinero», afirmó Thomas Hoving, un hombre que fue director del Metropolitan neoyorquino en los años setenta del siglo pasado y quien lo situó entre los más importantes del mundo. Hoving sabía de qué hablaba, y conocía el poder que el dinero tenía no ya en la posesión y compra […]
«El arte tiene la erótica del dinero», afirmó Thomas Hoving, un hombre que fue director del Metropolitan neoyorquino en los años setenta del siglo pasado y quien lo situó entre los más importantes del mundo. Hoving sabía de qué hablaba, y conocía el poder que el dinero tenía no ya en la posesión y compra de obras artísticas, sino en su propia definición, en la secreta ortografía del arte con que algunas obras entrarían en el círculo iluminado por el éxito y la gloria. Porque el arte no es lo que elaboran los artistas, sino aquello que es señalado por quienes tienen el poder y el dinero.
La vieja noción de Goethe, o las cándidas ideas del siglo XIX sobre el arte y la estética, sobre la belleza y el genio del artista, hace mucho tiempo que han dejado de tener sentido. Si Goethe acaparaba obras de arte, y copias, viajando por Italia, con una idea precisa de qué era lo que podía denominarse así, y si, para Duchamp, el arte era la idea, hoy, como si estuviéramos en el vacío oscuro de los gánsters de Chicago, la putrefacción capitalista y el poder del dinero ha hecho que sea arte aquello que denominan así los mercaderes, subastadores y coleccionistas millonarios que acaparan y controlan ese sector de los negocios, porque el arte es sólo un negocio. Críticos, estudiosos, universidades, museos y revistas, se adaptan con entusiasmo al dictamen del dinero, y quienes impugnan esa férrea deriva mercantil son reducidos al silencio.
El arte tampoco son los artistas: se calcula que, en nuestros días, sólo entre Nueva York y Londres, viven más de cincuenta mil artistas, y sabemos que apenas unos pocos centenares pueden vivir de su trabajo artístico, mientras la mayoría malvive o depende de sus familiares o de otros trabajos para subsistir. ¿Quién decide si una obra determinada es «arte»? ¿La crítica, como podría esperarse? ¿Los estudiosos de la evolución y de la historia del arte? No, quien decide qué es arte, y su precio, son los mercaderes que se han apoderado de todos los mecanismos de selección, distribución, exposición y venta de la obra artística. Una obra es «arte» si alcanza elevados precios en el mercado artístico. No importa la dificultad, el esmero, el tiempo empleado o la elaboración intelectual, ni la factura de la obra, ni siquiera el contenido: importa el dinero. Las redes que controlan el «mercado artístico» decretan que es arte aquello que les hace ganar dinero, y cuánto más, mejor. Convertido el arte en un espectáculo más, es alimentado en la prensa por las revelaciones asombrosas de los precios alcanzados por algunas obras; porque, además, el escándalo ayuda a vender y a ganar dinero. No importa por qué eres famoso: importa la celebridad en sí misma, y eso hermana a personajes como la señorita Hilton, a músicos rascatripas, y a nombres célebres del arte contemporáneo. Muchos departamentos universitarios de arte, revistas especializadas y críticos, contribuyen, después, con sus elaboraciones y artículos, a la promoción de artistas y de obras que no tienen relevancia ni el menor valor artístico. Especialistas en retorcer el lenguaje, en construir discursos abstrusos que huyen de cualquier significado preciso, elaboran catálogos y escriben artículos, elogiando obras puestas en circulación por marchantes y mercaderes del arte. Forman parte del negocio, y siempre hay dinero para repartir, y ellos también quieren participar en la fiesta.
Piero Manzoni pensó que era una buena idea poner sus propios excrementos en cajitas, y venderlas en el mercado (artístico): sus latas de Merda d’artista consiguieron introducirse en museos prestigiosos, y, en estas décadas ansiosas nuestras, incluso son vendidas a precios disparatados. De esa broma de Manzoni hace ya más de medio siglo, aunque él no fue el primer provocador del arte, ni mucho menos: sólo hay que pensar en los dadaístas, o en algunas ocurrencias del expresionismo abstracto. Ahora, los sonrientes mercaderes del arte han conseguido atrapar el resplandor salvaje que adorna cada día el olor del dinero y el perfume del éxito. El perrito de cromo (aunque alcanza los tres metros y medio de altura) de Jeff Koons, que simula estar hecho con globos como los que utilizan los comediantes callejeros, se expuso en el Metropolitan de Nueva York y en Versalles. Antes, Koons consiguió vender una aspiradora colocada dentro de una vitrina (New Hoover, Deluxe Shampoo Polisher) por más de dos millones de dólares. Como si fuera un sueño escondido en la sonrisa de un niño, el simulado perrito hinchable se vendió en 2013 por 58 millones de dólares. Koons, aunque sea el más astuto, no es el único en conseguir hazañas semejantes, ni mucho menos. La calavera de platino con más de ocho mil diamantes, de Hirst, que tampoco realiza sus obras, fue vendida por 63 millones de euros, y su Canción de cuna de invierno, una vitrina con pastillas medicinales, se vendió por más de 7 millones de dólares. El tiburón en formol pasó a manos de Steve Cohen por 12 millones de dólares. No hacía falta que el comprador se interrogase por la utilidad o la belleza del cadáver de un tiburón sumergido en formaldehído: Steve Cohen es un sujeto que gestiona un fondo de más de diez mil millones de dólares, y que gana más de 500 millones anuales. Otra cara del éxito artístico es Takashi Murakami, que ha expuesto en el Palacio de Versalles, en el Museo de Bellas Artes de Boston y en el Guggenheim de Bilbao, aunque sus obras sean el apogeo del arte kitsch, propio de la estética infantil, y el triunfo de las baratijas cursis de la cultura de masas.
Otros artistas no alcanzan con sus obras esos precios, pero no son menos sorprendentes: González-Torres dispuso ciento sesenta kilos de caramelos apilados en una sala, y la ocurrencia se vendió por casi medio millón de dólares. Por no hablar de las piezas de Tracey Emin, cuya My Bed es, sin duda, su obra más conocida: consiste en su propia cama, con los restos de la relación sexual, y, alrededor del lecho, condones, cigarrillos, bragas, etc. Emin es una decidida artista que no dudó en aparecer en la televisión pública británica para hacer dibujos ante las cámaras donde ella misma se masturbaba. Koons también siguió ese camino, vendiendo cuadros donde aparecía él mismo con su mujer, Cicciolina, en variadas posturas sexuales. Hay que buscar el escándalo, y ganar dinero. Esos perritos, o el cachorro de doce metros de Jeff Koons, en Bilbao, o sus explícitas imágenes sexuales, propias de una revista pornográfica barata comprada por solitarios de las carreteras, donde es capaz de aparecer él mismo, muestran una de las caras del arte contemporáneo, donde el dinero fluye, y Koons, que ni siquiera realiza las obras, puede dirigir un estudio de casi cien personas, que son las encargadas de dar forma a sus ideas.
Entre los artistas contemporáneos cuyas obras aparecen en galerías y museos, en exposiciones y antológicas, y que saltan con frecuencia a las páginas de los diarios e incluso a la televisión, encontramos a figuras muy dispares; algunas, valiosas y brillantes; otras, apenas un fraude mercantil, aunque todo se mezcle en la trituradora capitalista: Bacon, Jaspers Johns, Warhol, Gerhard Richter, Nauman, Ellsworth Kelly, Lichtenstein, Tàpies, Rauschenberg, Beuys, Ruscha, Freud, Hirst, Koons, Marina Abramović, Donald Judd, de Kooning, Pollock, Emin, Murakami, Richard Serra, Gursky, Ai Weiwei, Basquiat, y algunos otros más, componen la ruleta sobre la que se juega a ganar. Junto a ellos, en los circuitos mercantiles de las subastas y los coleccionistas se encuentran también las grandes figuras del arte, desde los renacentistas hasta los impresionistas, pasando por los artistas del barroco o del neoclasicismo. Pero las obras de estos últimos se encuentran en museos y no aparecen con tanta frecuencia en las subastas, a diferencia de lo que ocurre con las obras del arte actual. En el arte contemporáneo, de Warhol a Jasper Jonhns, de Rauschenberg a Hirst, de Koons a Klein, de Lichtenstein a Pollock y De Kooning, se encuentran muchas obras que son apenas un divertimento, una ocurrencia, una nadería, aunque sus piezas se encuentren sólidamente situadas en los engranajes del arte mercantil, en el negocio capitalista, cuyos mecanismos principales se gobiernan desde Nueva York y Londres. No es extraño que, entre la nómina más cotizada de artistas, la mayoría sean de procedencia norteamericana o británica: es allí donde se encuentran los más relevantes dispositivos mercantiles, académicos y publicitarios que son quienes otorgan valor a una obra artística. Por supuesto, también se compran obras relevantes: Nafea faa ipoipo, la tela de Gauguin, fue adquirida por la Autoridad de los Museos de Qatar por 300 millones de dólares. No hace falta decir que Qatar es una infame dictadura medieval cuyo monarca quiere comprar con la riqueza petrolera el brillo y la respetabilidad.
Los coleccionistas pagan cifras millonarias por baratijas artísticas: esas sumas no son gran cosa para ellos, y, a gracias a ellas, adquieren la pátina de distinción que sólo el arte puede ofrecer. Son esos tipos que alardean (sin que lo parezca, la ostentación es una vulgaridad de nuevos ricos) y dicen entre dientes: «Si tienes que preguntar el precio, es que no puedes pagarlo» ¿Por qué los coleccionistas compran obras que ni siquiera tienen valor? Primero, porque el dinero que pagan es para ellos una bagatela; segundo, porque saben que pueden seguir ganando plata con las obras, porque instituciones y museos acabarán comprando, con dinero público, esas mismas piezas; a veces, con precios todavía más inflados: ahora hemos sabido que el IVAM, por ejemplo, compró obras un 1.500 % más caras que su «valor de mercado». Y, si no pueden colocarlas, siempre podrán dejar una colección y cederla, para perpetuar su nombre. Tercero, porque la pátina que otorga el arte es incomparable: estos tipos quieren ser personajes sofisticados, admirados por su riqueza y su sensibilidad, alabados por ser «grandes coleccionistas», aunque muchos apenas tengan la cultura de un bachiller. El arte es esclavo de la publicidad, y las imágenes que escupen las pantallas de televisión modelan el gusto y el estatus de nuestra época. Si ya tienes todo lo que un ser humano puede desear, ¿por qué vas a privarte de coquetear con el arte, por qué vas a renunciar a estar presente en los divertidos festejos y en los encuentros donde se cita la flor y nata del mundo?
Personajes como Larry Gagosian, representante de Richard Serra y Jeff Koons; Saatchi, Jose Mugrabi, Paula Cooper, Sonnabend; Jay Jopling, representante de Hirst, con sus galerías White Cube; Darya Zhukova (la esposa de Román Abramóvich, uno de los multimillonarios rusos enriquecidos con el robo de la propiedad pública soviética), Steve Cohen, y otros semejantes, forman parte de ese grupo de individuos que han hecho del arte un sello de distinción y, a veces, un magnífico negocio. Viven en ese mundo donde, si has conseguido convertir tus ideas, por ridículas que sean, tu persona, en una marca, ya has ganado. No importa que la obra artística con la que tratan sea incomprensible: puede incluso ser un valor añadido. Ser vanguardista, llamar la atención, escandalizar a través de la obra o del dinero, todo vale. Saatchi, por ejemplo, presentó a un joven artista (Dash Snow, ya fallecido, a causa de la heroína) que había realizado un collage con recortes de periódico rociados con semen, y se había hecho un nombre por realizar una acción donde surgían y evolucionaban jóvenes desnudas junto a centenares de guías telefónicas hechas trizas. Nada nuevo: después de todo, Warhol ya había pintado con orina, Rauschenberg utilizaba basura maloliente; y Ofili, mierda de elefante. El propio Saatchi, uno de los coleccionistas más relevantes del mundo, compró otra obra peculiar de Hirst: la cabeza de vaca podrida, colocada dentro de una vitrina llena de moscas. Todo sirve, hasta la repugnancia que escandaliza.
La impostura hace mucho tiempo que llegó a universidades, medios de comunicación, ferias de arte y museos: puede presentarse cualquier basura, siempre que se pueda ganar dinero, siempre que haya conseguido altos precios. Además, hace años que los museos iniciaron un maridaje con empresas: el Guggenheim o el Victoria Albert Museum, entre otros muchos, han hecho exposiciones de firmas de lujo, presentando sus productos como materia artística. Y las grandes ferias de arte del mundo (Maastricht, Art Basel -en Basilea y Miami- y Frieze London) estimulan el circo, con patrocinadores en la gran banca y las grandes empresas. Algunas voces alertan sobre la abundancia de obras contemporáneas, que pueden poner en peligro el mercado y el negocio, aunque, en las tres últimas décadas, se han abierto unos ciento cincuenta nuevos museos en el mundo; algunos, prescindibles, pero que contribuyen al mercado artístico, a la compra de obras. Así, no extraña que el Leeum Samsung Museum, de Seúl, del fallecido magnate coreano Lee Kun-hee , comprara otro tiburón de Hirst por cuatro millones de dólares.
Se ha llegado a un punto donde interrogarse sobre la vigencia o la muerte del arte y sus consecuencias para la cultura, es un pasatiempo para ociosos, dado que quienes controlan el mercado hace décadas que impusieron que todo lo que ellos decidan y les haga ganar dinero, es arte (un vestido o un molinillo de café); o que es arte lo que hace el artista y ellos introducen en los engranajes de las subastas y grandes ferias. Preguntarse sobre quién otorga las credenciales para ejercer como artista, en qué oficina gubernamental se expiden los carnets que identifican al artista, es irrelevante: ese título es concedido por quienes controlan el mercado, que no son otros que quienes se han apoderado de nuestro mundo y nuestras vidas, ese capitalismo insaciable que nos ahoga en el apogeo de la especulación y la mentira. Y, ese título, pueden retirarlo. El mercado del arte es una mezcla de feria para ricos que exhiben su dinero, de borrachos y jugadores de ventaja, de tramposos y ladrones que compran áticos en Dubai o Londres, yates obscenos y cuadros caros. En el apogeo del capitalismo basura, el arte es creado por el escándalo, por el dinero, por el brillo del éxito, por la publicidad y la televisión. Hirst o Koons, y otros semejantes, son apenas la espuma sucia del espectáculo, aunque participen en el festín.
En todo el mundo, unos tres mil coleccionistas, aproximadamente, dominan los mecanismos del «mercado del arte». Según estudios de la banca suiza, se estima que, en el planeta, hay unas 130.000 personas con fortunas de más de cincuenta millones de dólares. Son personas que pueden dedicar sumas muy elevadas para comprar obras, para especular, o para invertir en un supuesto valor seguro en momentos de temor financiero; también, para adornar su vida: algunos, erigen incluso museos privados para elevarse sobre los elegantes tacones del arte, sin olvidar que muchos buscan los beneficios fiscales, el prestigio social, la vanidad. Entre ellos, se encuentran desde mercaderes de artículos de lujo, como los Arnault o François Pinault, hasta empresarios de casinos como los Wynn (Steve Wynn se permitió pagar 47 millones de dólares por un cuadro de Van Gogh), pasando por buitres especuladores como Steve Cohen, y financieros como Josep Lewis o George Lindemann. Así, Arnault ha hecho construir la Fundación Louis Vuitton, en París, a Frank Ghery; Pinault se gastó 80 millones de dólares en hacerse un museo en el Palazzo Grassi de Venecia; Zhukova ha levantado Garage, un centro de arte contemporáneo en el Parque Gorki de Moscú, aprovechando un enorme restaurante colectivo de los años soviéticos; y los Rubell han instalado en Miami la Rubell Family Collection. Todos ellos, y otros semejantes, son la obscenidad del dinero, el brillo inmóvil levantado sobre el trabajo y la desdicha.
Algunos entusiastas defensores de Hirst han llegado a decir que el marketing es la forma artística del siglo XXI, donde reinan tipos que alardean con supuesta elegancia («si tienes que preguntar cuánto vale una obra, es que no puedes pagarla»), y se divierten con sus excesos. Porque, a veces, el arte contemporáneo ni siquiera es una buena inversión, aunque eso no importa demasiado para quienes pueden disponer de 50 ó 100 millones de dólares para comprar una pieza artística, mientras se entretienen con la desfachatez de Hirst, quien llegó a calificar la subasta que hizo en Sotheby’s (donde vendió obras por 140 millones de euros) como un «acto democrático», porque supuestamente podía acudir cualquiera. Alechinsky, un valioso artista del grupo CoBrA, puede afirmar con razón: «Me sorprende que hoy un artista como Jeff Koons sea sobre todo un especialista en Bolsa. Se llega a precios no sólo exagerados, sino aberrantes». Koons es el apogeo del dinero, del capitalismo basura, de la obscenidad ética de la plutocracia, capaz de gastar millones de euros porque hacerlo es apenas un gesto festivo para mostrar que son los reyes del mundo.
La mierda de elefante que Ofili ha utilizado en ocasiones para sus obras es la tarima sobre la que descansa el altar levantado por esos especuladores godeños que cabalgan sobre la humanidad y la cultura y que no se inquietan por las desdichas humanas. Después de todo, parecen decirnos los cínicos compradores y plutócratas que se entretienen con el arte, ¿a quién puede importarle la humanidad, si el futuro no existe?, ¿por qué vamos a renunciar a nuestros gustos e inclinaciones si somos ricos?, ¿por qué vamos a dejar de divertirnos si tenemos el dinero para hacerlo?, ¿quién va a reparar en los críticos severos y en la envidia de la izquierda fósil, si hoy vamos a hacer un mohín distinguido a una chica hermosa en los salones donde se citan las personas que cuentan en el mundo?, ¿a quién va a importarle la vida miserable si esta noche vamos a reír y pavonearnos en una fiesta del Metropolitan?
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