En el año 1976 se empezó a sospechar que el Centro de Investigación Nuclear (CIN) II, que poco después empezaría a construirse en el municipio de Lubia (Soria), no sólo iba a incluir laboratorios e instalaciones experimentales. Podrían fabricarse armas atómicas a partir de uranio enriquecido y plutonio en las cantidades suficientes. Incluso se llegó […]
En el año 1976 se empezó a sospechar que el Centro de Investigación Nuclear (CIN) II, que poco después empezaría a construirse en el municipio de Lubia (Soria), no sólo iba a incluir laboratorios e instalaciones experimentales. Podrían fabricarse armas atómicas a partir de uranio enriquecido y plutonio en las cantidades suficientes. Incluso se llegó a calificar el CIN II de Soria como «el taller de la bomba española». Alimentaba la especie el hecho de que el gobierno español no hubiera firmado aún el Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares (TNPAN), rúbrica que llegaría en 1987. El historiador Luis Castro Berrojo (Soria, 1952) da cuenta en el libro «La bomba española. La energía nuclear en la Transición» (editado por el autor y distribuido por «Traficantes de Sueños») de los inicios de la construcción de este centro, sin la pertinente autorización de obras y sin que tuvieran respuesta los 10.000 escritos presentados durante la fase de información pública; también resalta la oposición ciudadana y ecologista al proyecto bajo la consigna «Soria, Nuclear No», a partir de 1976.
La iniciativa se ralentizó hasta 1980, año en que se recuperó el interés, cuantificable en los 1.305 millones de pesetas que los presupuestos generales del estado destinaron al CIN II. Con el paso del tiempo, las instalaciones se quedaron en un centro de investigación de energías renovables, pero antes de ese final representaron las faraónicas ambiciones nucleares del franquismo y los primeros gobiernos de la Transición. Para entender la dimensión real del centro hace falta una mirada más amplia a la política energética del estado español (los planes energéticos de 1975 y 1979) y, más aún, al contexto del «desarrollismo» franquista, en el que se entendía que el «imput» energético resultaba capital para la «modernización» del país. En un escenario de crisis petrolífera global (1973), y con una gran dependencia española respecto al crudo, la dictadura trató en sus años finales de explorar vías energéticas «alternativas», preferentemente nacionales. Llegó la hora de la gran apuesta por la energía nuclear. Pero se realizaron previsiones exorbitantes y fantasiosas (al igual que ocurrió en otros países, como Estados Unidos, en los años 60 y 70), que implicaban la construcción de 20 nuevas centrales nucleares que se agregarían a las tres ya existentes.
La «desmesura», explica Castro Berrojo, se produjo también en los «absurdos» criterios de emplazamiento de las centrales»: en Águilas (Murcia), no se tuvieron en cuenta los riesgos sísmicos; ni en Almonte (Huelva), la ubicación del municipio en pleno parque de Doñana; en el País Vasco y áreas del entorno se planificaron seis reactores nucleares. «Pero el descalabro de la economía española a partir de 1975 dejó estos planes casi en el terreno de las alucinaciones», destaca el investigador y profesor de Historia en enseñanza secundaria, autor de obras como «Capital de la cruzada. Burgos durante la guerra civil» (Crítica) o «El recuerdo de los caídos. Políticas de la memoria en la España contemporánea» (Los libros de la Catarata).
En 1979 se recortó de manera drástica este macroplan nuclear, que a la postre no era sino un reflejo de los cálculos y previsiones de las corporaciones eléctricas. El estado desempeñaba un rol subsidiario, que se ponía de manifiesto en una política económica y fiscal favorable al oligopolio eléctrico y también en la asunción pública de tareas que resultaban onerosas a los inversores privados, como la investigación, la prospección y minería del uranio o la gestión de residuos. Además, Luis Castro Berrojo apunta la vinculación estrecha entre las compañías eléctricas y el capital financiero español, que veía una oportunidad de lucro en la «nuclearización» del país. El negocio radicaba, éste es un punto clave, en la construcción de las centrales, más allá del futuro de la explotación; de ahí que fuera decisivo para las compañías eléctricas y la banca el control de las grandes empresas de ingeniería, construcción, bienes de equipo y otras relacionadas con el diseño y equipamiento de las nuevas plantas. Y en efecto tuvieron ese control.
El Plan Energético Nacional (PEN) de 1983, con el PSOE ya en el gobierno, da idea del descuadre de las previsiones anteriores. Esto es así por una medida fundamental y cuyos efectos se arrastrarán en las décadas posteriores: la «moratoria» nuclear. El historiador burgalés recuerda que sólo se permitirían cuatro de las centrales nucleares en construcción, mientras el resto se paralizaban temporalmente (después de manera definitiva) y de las otras previstas nunca más se supo (aunque se hubieran realizado trámites previos como diseños o adquisición de terrenos). «El grueso de la factura, de un monto espectacular, lo acabaron pagando los consumidores con la anuencia del gobierno». Se produjo, así pues, una socialización de las pérdidas a favor de las grandes corporaciones.
Pero una explicación cabal de la apuesta por el armamento nuclear en España, la principal aportación del libro, requiere un paso atrás, hasta los años finales de la dictadura, cuando «se manifiesta un disgusto creciente en ciertos círculos políticos españoles frente al statu quo de las relaciones bilaterales y a lo que se consideraba una actitud prepotente de las autoridades estadounidenses hacia España», explica el autor del texto. ¿Qué aportaban los pactos de 1953 entre la dictadura y Estados Unidos ante las «amenazas» en el norte de África, los cambios políticos en Portugal, la cuestión de Gibraltar o un posible ingreso en la CEE y en la OTAN? El problema residía no sólo en que fueran escasas las compensaciones económicas que el estado español recibía por las bases militares estadounidenses, sino que, sobre todo, no existía un compromiso de mutua defensa en caso de ataque exterior, por mucho que la presencia norteamericana en la península resultara disuasoria.
En todo caso, la Casa Blanca conoció siempre al detalle el potencial español respecto a la energía nuclear, pues se estableció una clara dependencia desde el principio en tecnología para uso civil, suministros y financiación. En los años 60, debido al desarrollo de la investigación y los atisbos de industria nuclear, Estados Unidos consideraba que el estado español podía ser uno de los primeros en disponer de la bomba atómica. Según Luis Castro Berrojo, «hay algunos elementos probatorios de que Franco y la cúpula militar española al menos mostraron vivo interés y recabaron información sobre el arma nuclear desde los años 50». En la década de los 70 avanzó en España la implantación de centrales nucleares, lo que motivó la «preocupación» y el «creciente interés» del Departamento de Estado norteamericano. La CIA conoció un estudio del Centro Superior de Estudios de la Defensa Nacional de 1971, en el que se planteaba la producción de armas atómicas y la posibilidad de desarrollar pruebas en pocos años en el Sahara; también se daba cuenta de que había plutonio almacenado en España. Según el historiador y docente, la inquietud de Estados Unidos residía en saber si parte del «material especial» de la planta de Vandellós podía derivarse hacia usos no civiles. Esta preocupación tenía como precedente lo que ya había ocurrido con la tecnología del reactor UNGG en Francia.
En algunos jerarcas del ejército español operó como referente la V República francesa y la política nuclear autónoma desplegada por el general De Gaulle, que aspiraba a mantenerse como potencia mundial sin genuflexiones ante la OTAN. Era una tendencia que asimismo tenía adeptos en países árabes y de América Latina, «y que pudieron verse como ejemplo a seguir en los años finales del franquismo y primeros de la Transición», apunta Castro Berrojo. En términos más claros: «La central de Vandellós era un proyecto estatal con alto contenido político, en el que se trasluce el interés de ciertos sectores castrenses españoles por lograr la bomba».
En el marco de las denominadas políticas de no proliferación nuclear, la administración estadounidense presionó una y otra vez a España para que firmara el tratado sobre la materia y se sometiera a la supervisión del Organismo Internacional de la Energía Atómica (OIEA). Además, Estados Unidos ejerció un control cada vez mayor sobre los suministros de material nuclear que realizaba a España. Un informe de la CIA (agosto de 1974) incluye a España, junto a Israel, Sudáfrica, Brasil y Argentina, entre los países con interés y capacidad en desarrollar armas nucleares. Pero las presiones no impidieron que el estado español relanzara el CIN II en octubre de 1980. En agosto de 1979 el diario «Informaciones» apuntaba, según fuentes del Ministerio de Asuntos Exteriores, que Adolfo Suárez pensaba «hacer operativa de aquí a 1981 una bomba atómica de tipo táctico, que pudiera ser transportada por la fuerza aérea española». Versiones consultadas por Luis Castro Berrojo informan que en octubre de 1979 el rey presentó el Plan Estratégico Conjunto, que hacía referencia al armamento nuclear y a su empleo táctico y logístico. «Sólo después que el gobierno de Felipe González ratificara el TNPAN en 1987 consideramos descartada definitivamente la opción de dotar de armas nucleares al ejército español», concluye el investigador.
En su discurso de investidura (febrero de 1981) Calvo Sotelo anunció la voluntad política de que España ingresara en la OTAN (antes se había solicitado el ingreso en la OIEA). El nuevo presidente explicitó el fin del «romanticismo» en política exterior, lo que implicaba un acercamiento a la alianza atlántica y a las instituciones europeas, además de un viraje en la política energética. De esta manera se ponía punto final al proyecto del CIN II, a la posibilidad del arma atómica y a las aspiraciones de autonomía relativa, al modo del general De Gaulle, que se planteó en los años finales de la dictadura y durante el mandato de Suárez en el periodo 1979-1980. Se ha apuntado como clave de ésta (muy matizada) «distancia» respecto al bloque occidental, en la que encajaría la aspiración a la bomba atómica, un cierto «antiamericanismo» de Adolfo Suárez y algunos sectores (próximos) que provenían del falangismo; esta posición refractaria a los estadounidenses podía detectarse también en la mayoría de los militares. Aunque finalmente frustradas, algunos sectores de UCD (Suárez y sus colaboradores más inmediatos) plantearon «nuevas perspectivas en política exterior, más cercanas a la oposición de izquierdas (y de la mayoría de la opinión pública española) en un sentido más neutralista y autónomo respecto a Estados Unidos y la Alianza Atlántica», concluye Luis Castro Berrojo.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.