La prolífica trayectoria tanto teórica como poética de Antonio Méndez Rubio eclosiona esta vez en un nuevo libro de ensayos, Abierto por obras. Ensayos sobre poética y crisis (Libros de la resistencia, Madrid, 2016), en el que reaparecen de forma articulada problemáticas sobre las que el autor viene reflexionando de manera incisiva desde hace un […]
La prolífica trayectoria tanto teórica como poética de Antonio Méndez Rubio eclosiona esta vez en un nuevo libro de ensayos, Abierto por obras. Ensayos sobre poética y crisis (Libros de la resistencia, Madrid, 2016), en el que reaparecen de forma articulada problemáticas sobre las que el autor viene reflexionando de manera incisiva desde hace un par de décadas. Si en La desaparición del exterior: Cultura, crisis y fascismo de baja intensidad (Eclipsados, Zaragoza, 2012) y FBI (fascismo de baja intensidad) -editado por La Vorágine, Santander, 2015- se anuda una crítica al fascismo actual y en La destrucción de la forma y otros escritos sobre poesía (Biblioteca nueva, Madrid, 2008) reaparece su interés por una reflexión metapoética de carácter crítico, en esta ocasión Méndez Rubio incide en su entrecruzamiento teórico, religando «política» y «cultura» a partir de algunos debates tan relevantes como incómodos. Porque lo que está en juego no es sólo un modo de escritura -ni mucho menos una simple estilística- sino ante todo nuestras formas de vida, en su imbricación con un entorno cultural y social cada vez más asfixiante. Incidir ahí, en un saber del que nada queremos saber, se constituye en una apuesta intelectual y política imprescindible en una época que de forma abrumadora ha convertido la crítica en anatema. En esta oportunidad, dialogamos con el autor sobre algunos de estos cruces.
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Abierto por obras vuelve a poner sobre la mesa la relación entre poética y crisis, incluyendo la crisis del arte en el contexto de ese Gran Interior del Capital que se manifiesta como fascismo de baja intensidad. En particular, una de tus insistencias críticas está centrada en la indagación en un cierto expresivismo poético dominante, al cual contrapones la posibilidad de una «comunicación silenciosa» e incluso, recurriendo a Benjamin, la necesidad de un «poema destructivo». ¿Podrías ahondar en la relación entre ese neofascismo y esta compulsión expresiva tan acentuada en nuestra época?
En tiempos de crisis, y éstos son cíclicos y cada vez más corrosivos en la época capitalista, al poder le interesa especialmente que la sociedad tenga un espacio de proyección expresiva, siempre y cuando esa expresión consista en un «sacar fuera» la (o)presión subjetiva sin que eso cuestione necesariamente el orden social establecido. Una vez la presión, como si dijéramos, «sale al exterior» entonces ese exterior se recarga justamente de la presión que volverá a oprimir y a hacer inviable una vivencia respirable del mundo. Se formaría así una especie de círculo vicioso, arrollador, invisible por su propia inminencia y su propia inercia generalizada. Es la compulsión hacia la expresión individual lo que de hecho bloquea la constitución de individuos abiertos a su vinculación con la alteridad, a su encuentro con los demás más allá de un simpático pantallizado por las nuevas tecnologías en red. La terapia de autoayuda, sin ir más lejos, se implanta como una forma efectiva de poder normalizador. El aislamiento por su parte, como pre-condición de todo totalitarismo, se acrecienta en la medida en que el espacio del Otro (quizá inconscientemente) se asocia con un polo de recepción, como una especie de depósito donde acumular las irradiaciones espejeantes del propio Yo. Seguramente en algo así pensaba W. Benjamin al subrayar cómo el fascismo, en la crisis histórica en torno a 1930, favorecía la expresividad de las masas: la masa es entonces no un lugar de reunión de (inter)subjetividades sino más bien una densidad acrítica, heteronómica, donde se supone que los individuos proyectan o expresan su propia subjetividad. Sin embargo, en realidad, son las condiciones de la experiencia de masa las que precisamente bloquean de entrada que la subjetividad se realice como tal, es decir, como una instancia dialógica, interactiva y autocrítica. Como también decía Benjamin, la condición destructiva ha de entenderse ahí no como un mero amontonar escombros sino como un hacer escombros de manera que pueda imaginarse un camino a través de ellos. En otras palabras, quizá una sociedad nueva, un mundo de futuro, más justo y libre, solamente pueda aproximarse sobre los escombros de lo que somos y de lo que creemos que hemos de ser. Es como si hubiera que atravesar un trayecto de vacío, de desierto o silencio, en el sentido esbozado por R. Vaneigem cuando habla de una «comunicación silenciosa»: un espacio intersticial, un entre que se active a modo de interferencia en el circuito redundante de la realidad dominante. Ahí es donde puede intervenir de manera fértil (o estar entrando ya por momentos) la energía intempestiva de lo poético, tomado en un sentido amplio y radical como parte y motor de un vivir que no se confunda con sobrevivir.
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En Abierto por obras parecen confluir al menos dos problematizaciones que venías trabajando desde hace tiempo de forma relativamente independiente. Me refiero a la reapertura que planteas de la relación entre «poiesis» (como modo de hacer) y «aísthesis» (como modo de ser). ¿Cómo se conjugan estos términos en una dimensión vital y qué implicaciones políticas tiene esta reformulación?
En realidad se trata de una discusión con algunos argumentos de J. Rancière, quien finalmente termina por subordinar el primero al segundo, o sea, por supeditar una praxis de lo imprevisible, de lo inesperado, a una concepción ontológica de la experiencia estética como ámbito de reconocimiento colectivo. En el arte contemporáneo, y más aún a consecuencia de las recientes catástrofes humanitarias de todo tipo, se aprecia con frecuencia una pauta reactiva, como si la conversión en arte (visual, lírico, musical…) del malestar común fuera ya por sí misma una forma de resistencia ante ese malestar. Puede que se trate, en el fondo, de un problema en la propia concepción moderna de lo estético como dimensión sublimadora de lo real. Esto se observa muy claramente, por ejemplo, en cómo se siguen reproduciendo registros ya institucionalizados como literarios dentro de la poesía contemporánea. De este modo, la dimensión política de lo poético o lo artístico se identifica casi siempre con los contenidos, o con cierta puesta en escena o situación performativa, sin que haya un avance paralelo en la comprensión de cómo las formas y códigos lingüísticos juegan aquí un papel crucial. El cineasta, fotógrafo y poeta iraní Abbas Kiarostami puede estar apuntando en este sentido cuando escribe: «Era un poeta / político / o bien un poeta / politizado: / su poesía cubierta de política / y su política / vacía de poesía». A mi entender, lo que se plantea aquí es una concepción de lo político como pauta de orden, como a priori al que debe someterse lo poético. Como consecuencia, la política se sobrepone o impone al texto o lenguaje y asfixia su reto de innovación y respiración, de espaciamiento y apertura. La crítica, al depender de ciertas premisas no cuestionadas (como la presencia de cierta temática o tonalidad supuestamente «sociales», como si otras no lo fueran…), aleja la posibilidad de ser autocrítica, y la labor poética reduce su potencia (de-re-)constuctiva: se colapsa a sí misma debido a su propio afán por ser reconocida o aplaudida inmediatamente como «política», cuando en realidad, siguiendo con el poema de Kiarostami, se trataría más bien de una «politización» sobrevenida, de una coraza defensiva y antipolítica en última instancia. No creo en el poema que busca adeptos que se identifican con un determinado mensaje, sino que necesita que se participe en un intensidad inter-rogante. En una entrevista el propio Kiarostami declaraba una vez su desafío constante de intentar hacer una película «que no diga nada», y creo que ese vaciamiento del mensaje no es un simple nihilismo sino más bien una necesidad de hacer sitio para que el otro respire, para que entre a participar en la construcción de un sentido siempre inseguro, siempre precario, y siempre compartido.
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Uno de los debates sobre el que vuelves es con respecto a las poéticas realistas (especialmente su defensa dogmática de una función referencial de la poesía) y su rechazo hacia las vanguardias. ¿Tiene alguna pertinencia todavía pensar esa «referencia» dentro de una poética no realista? Dicho de otro modo: ¿es pensable un cierto sentido de lo referencial fuera del «paradigma de la imitación»?
Mi impresión es que la propensión a un lenguaje realista o referencial, más que una opción táctica entre otras, se ha convertido en casi una manía, en un dogma. Hay un ensayo histórico de A. Artaud titulado Heliogábalo (O el anarquista coronado) (datado en un año tan específicamente cruzado con el apogeo fascista como fue 1934) donde implícitamente la poética de lo político (y lo político de la poética) se inscribe en una defensa desnuda, inquietante, de lo que llama Artaud el «gasto inútil» y la «mente en blanco». Es decir, tal como entiendo al menos este punto, que debería haber en la función poética (como explicaba en su momento R. Jakobson sobre las funciones del lenguaje) un excedente no instrumental, no transitivo, una gratuidad que es la única garantía de que el efecto del poema no será doctrinario ni autoritario. En este sentido, a menudo se topa uno con proclamas libertarias codificadas por pautas autoritarias, superyoicas, cuando no incluso neofascistas. No voy a ser ahora yo quien reivindique una especie de nueva doctrina anti-realista o no-referencial. Ningún lenguaje puede dejar absolutamente de ser referencial, pero puede que tampoco pueda ser absolutamente realista o denotativo, y menos en poesía, donde los significantes se buscan unos a otros en un régimen incesante de deseo, de juego, y no solamente de producción de significados (por muy saludables que esos significados sean para la vida en común). No es tanto una significación (redundante como mecanismo de atribución de verdad) como una significancia (incontrolable como recurso resistente a cualquier normalidad), que está en el placer libertario del cancionero, de la lírica popular, de las tonadas infantiles, del adivinancero… y por supuesto también en gran parte de las vanguardias. Es razonable que esa manera de activar sentido y de destruir (como diría Benjamin) todo Significado sea tomada como una táctica anárquica o ácrata (sin arjé), y también lo es que pueda producir a veces un cierto resplandor nocturno, de oscuridad. A esto es a lo que se suele llamar «hermetismo» o «solipsismo», pero nos cegamos hablando así a intuir cómo lo que se llama (despectivamente) «oscuro» o «hermético» es un trayecto de comprensión límite, de cuestionamiento de hecho de ciertos límites de la comprensión, y por eso se da ahí un poner-en-común «cerrado, pero abierto», como decía un poema de C. Simón (poema que está sintomáticamente dentro de una serie titulada «Exteriores», a su vez incluida en un poemario que se delata desde su mismo título: Extravío (1991)). Lo poético, en fin, tiene la capacidad de activar una extranjería, una alteración o estallido del sentido que sea multimodal, fractal, y que contribuya así a volver sensible la necesidad de una vivencia nueva, como diría Durruti, de «llevar un mundo nuevo en nuestros corazones». No hablo de un mero relativismo o pluralismo, sino de una apertura hemorrágica, necesariamente extraterritorial, sin cuyo riesgo no hay avance ni en lo poético ni en lo político. No hay poética ni hay política que no sea una herida que no se cierra nunca.
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En otro pasaje, señalas que quienes se autodefinen en el lugar de la «poesía de la conciencia crítica» a menudo caen en el punto ciego de no dar paso a una crítica de la conciencia, relegando aquellas dimensiones que conectan a nuestra corporalidad (e incluso a nuestro sensorium) y desconfiando de un lenguaje no referencial, tenido como «sospechoso de traición a la Causa». Llegados a este punto, ¿podrías explicar por qué otra poesía crítica necesita desplazarse de la hegemonía de la intención a la necesidad de atención? ¿No supone también esa «atención» un cierto privilegio de la conciencia? ¿En qué medida toda «intencionalidad» conlleva la opresión del Autor?
Mi impresión es que la obsesión con la intención (del autor hacia sí mismo) implica una tendencia (no automática ni absoluta, pero sí lógica) a desatender las implicaciones del artefacto poético como praxis, como modo de hacer. Como decía A. Gramsci sobre la filosofía de la praxis, ésta es siempre polémica y autocrítica, y da la sensación de que buena parte de los autores actuales, incluso de perfil crítico (digamos de perfil bienintencionado), encuentran en el predominio de las intenciones un medio de resistencia a su propia fragilidad. La apelación a la «toma de conciencia» no siempre, de acuerdo, pero muchas veces esconde una huida de la intemperie que supone asumir que vivimos «agujereados por el vacío de una brecha» (J. Alemán, Soledad: común), y que es justo desde esa brecha desde donde echamos al otro en falta, una falta siempre ahí, siempre más brecha aún. Lo común se instaura así más como un lugar ideal de yuxtaposición de individualidades (autosuficientes en su propia convicción de que están siendo puestas en común) y no como un intersticio para el encuentro y la comunicación no de lo que ya tenemos o sabemos sino de lo que nos falta. Desde luego, a nivel de mercado y de «cantidad de lectores» esto no le funciona mal a las propuestas más conformistas… Con frecuencia se acusa de evasivas o abstractas a las poéticas extraviadas, marcadas por su falta de clausura, cuando puede que sea igual o más evasivo o abstracto recurrir a la intención consciente del autor para delimitar el sentido de la obra en la práctica. Ya en el existencialismo de Sartre se puede encontrar esta manera de justificar el «compromiso», que parece todavía seguir usándose como coartada para mantener paradójicamente la crítica poética fuera de toda amenaza de crisis. La coraza defensiva contra la crisis, como ocurre cuando por la calle bajamos la vista ante la pobreza insoportable de quien se nos acerca con la mano tendida, se puede volver así una máquina de guerra contra la disponibilidad radical que de hecho la crítica busca alcanzar. ¿Y cómo desplazarnos de esta posición de violencia, de angustia, si no es aprendiendo como sea a sostener también nuestras manos tendidas?
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Para terminar, y puesto que siempre ya hay «cristales ciegos» en toda posición, cabe preguntar aún, incluso si la pregunta ya tiene algo de incontestable: ¿qué presupuestos comparten estas posiciones en disputa? Por contra, ¿qué omiten en sus diferencias, cual es el «tercero excluido» de esta disputa que se parece bastante a una polémica?
Toda polémica, incluso etimológicamente, implica una lucha, una tensión irresuelta. Puede que necesitemos asumir de una vez que esa condición en lucha, en conflicto, nos constituye en todos los resortes de nuestra subjetividad y nuestra socialidad. No hay salida de ahí, pero ésa es la suerte. El imaginario de masas resulta igual de grato a ciertos neofascismos de Nueva Derecha como a cierta Izquierda tradicionalista aún vigente (y resucitada en tiempos de crisis económica y sociopolítica). El imaginario de masa sigue presente, difuminado, en la nueva hegemonía de (lo que llamaría E. Canetti) «las masas en fuga», esto es, la gente imaginándose a sí misma fuera-de-la-masa mientras nos hacemos un selfie que confirma hasta qué punto necesitamos ser reconocidos lo más masivamente que sea posible. Por supuesto, esta creencia ciega, neurótica, se ha infiltrado en la práctica poética, aquí y allá, y solamente acompañar la práctica creativa con la reflexión crítica, en una vivencia de/a la intemperie del mundo, parece que nos podría ayudar a hacer más real la utopía de un mundo más vivible, más mundo de hecho que el infierno al que ahora llamamos mundo por decir algo.
Blog del autor: www.arturoborra.blogspot.com
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