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Procesos constituyentes ‘a la chilena’: la inveterada tendencia de las elites a arrogarse la soberanía

Fuentes: Rebelión

Introducción: El mito de la «democracia ejemplar» y la realidad de exclusión y soberanía usurpada     Uno de los mitos nacionales más machacados en Chile por la casta política, las clases dominantes, los grandes medios de comunicación de masas y los partidarios del establishement, es aquel que afirma la excepcionalidad del desarrollo político de […]

Introducción: El mito de la «democracia ejemplar» y la realidad de exclusión y soberanía usurpada

 

  Uno de los mitos nacionales más machacados en Chile por la casta política, las clases dominantes, los grandes medios de comunicación de masas y los partidarios del establishement, es aquel que afirma la excepcionalidad del desarrollo político de este país en el contexto latinoamericano, situándolo como un modelo de democracia prácticamente desde los inicios de la República.

No obstante, dicha afirmación triunfalista no resiste una enumeración y análisis medianamente pormenorizado de la historia, en realidad, mucho menos pacífica, consensuada e idílica que la relatada y exaltada en los discursos oficiales. Si nos remitimos tan solo al período republicano, constataremos que la historia de Chile está plagada de guerras civiles; golpes de Estado (exitosos y fallidos); motines; enfrentamientos más o menos violentos entre clases, facciones o grupos; dictaduras («legales» y de facto); masacres de trabajadores e indígenas; períodos prolongados de suspensión de las garantías constitucionales; ciudadanía restringida por razones de clase, instrucción, género o exclusión ideológica [1] .

Las cinco guerras civiles del siglo XIX, comenzando por las luchas de Independencia (que tuvieron un verdadero carácter de guerra civil) hasta la de 1891, pasando por las de 1830, 1851 y 1859, los numerosos motines militares y la virtual «dictadura legal» del régimen portaleano en su fase más dura (1831-1861), el sufragio censitario y la completa exclusión de las mujeres de la vida política legal, hacen que el sistema político chileno de la centuria decimonónica y de las primeras décadas del siglo XX, pueda ser catalogado como un sistema oligárquico y excluyente. A ello se suma el carácter «a-social» del Estado (liberal) cuya respuesta inicial a la llamada «cuestión social» fue una negativa cerrada a admitir la legitimidad del descontento y las demandas sociales, traduciéndose esta mirada de las elites hegemónicas en una política represiva del movimiento obrero particularmente sangrienta desde comienzos del siglo XX (zona del carbón y Valparaíso en 1903, Santiago en 1905, Antofagasta en 1906, Iquique en 1907). Luego vendría un largo etcétera de episodios represivos, comenzando por Puerto Natales (1919), San Gregorio (1921) y La Coruña (1925), que pusieron una sombra dramática a la mutación del Estado oligárquico en Estado asistencial y «de compromiso», empujado por los sectores reformistas del bloque dominante.

Este «nuevo Estado» (vigente hasta 1973) también fue el fruto de la violencia fundadora: dos golpes de Estado (1924 y 1925) y una dictadura (Ibáñez, 1927-1931) moldearon su matriz, remachando sus terminaciones con masacres y persecuciones a los activistas del movimiento obrero y popular. El «corto siglo XX» chileno (1925-1973) estuvo, a decir verdad, atestado de cortapisas a la expresión democrática y de la soberanía nacional. Aparte los golpes de Estado y la dictadura de Ibáñez ya señalados, deben agregarse, en una lista incompleta, nuevos períodos de gran inestabilidad política como el bienio 1931-1932, con dos golpes de Estado y cuatro sublevaciones (militares y civiles) a su haber; complots militares abortados durante fases posteriores, como el «Ariostazo» (1939), el «de las patitas de chancho» (1948), de la «Línea Recta (1955) y la sublevación de los Regimientos Tacna (1969) y Blindados N°2 (1973); numerosos episodios punitivos contra los sectores populares y disidentes políticos: masacre de pequeños campesinos chilenos y mapuches en Ranquil, Alto Bío-Bío (1934); matanza del Seguro Obrero (1938); masacre de la Plaza Bulnes de Santiago (1946), Ley de Defensa Permanente de la Democracia (1948-1958), represión sangrienta de las protestas populares de Santiago del 2 y 3 de abril de 1957, matanza de la Población José María Caro (1962), masacre de mineros de El Salvador (1965), matanza de pobladores en Puerto Montt (1969), amén de numerosos sucesos con menor cantidad de víctimas durante protestas populares, especialmente durante paros nacionales en las décadas de 1950 y 1960. Lo anterior, sin considerar la política de terrorismo de Estado implantada durante más de dieciséis años a partir de septiembre de 1973, que se tradujo en matanzas colectivas en septiembre y octubre de ese año y en exterminio más selectivo durante el resto del régimen dictatorial (con un regreso a la represión masiva durante el ciclo de protestas populares que se desarrolló entre 1983 y 1987).

Todos estos hechos -y muchos otros que podrían agregarse, especialmente en lo referido a tiempos más recientes- permiten sostener que una línea fundamental de la historia republicana de Chile ha sido la constante lucha entre, por un lado, los partidarios de las libertades democráticas y los derechos sociales cuya base principal han sido por regla general los trabajadores y sectores populares y, por el otro, los defensores del status quo favorable a las clases dominantes y sus representantes políticos. Las libertades y los espacios democráticos conseguidos -cuya máxima ampliación se logró entre 1958 y 1973- lo han sido a un terrible costo humano y social, que no se condice con la imagen del país «naturalmente» democrático y consensual que los beneficiarios del orden social han pretendido proyectar. Estas evidencias históricas señalan que Chile nunca ha sido una «democracia ejemplar». No solo por la persistente represión y el cercenamiento más o menos constante de las libertades y aspiraciones populares sino, muy especialmente, por la cerrada negativa de las elites dirigentes a permitir que la soberanía nacional resida de manera efectiva en su titular nominal: la ciudadanía. Dichas elites jamás han permitido o impulsado un verdadero debate nacional acerca de las normas esenciales que deben regir la vida política del país. Como demostraremos a continuación mediante una rápida revisión de esta cuestión, todas las constituciones que han regido la vida del país han sido el resultado de las discusiones, conciliábulos, consensos o imposiciones por la fuerza de pequeños grupos, en particular las cartas de más larga duración (1833, 1925 y 1980), fruto directo de la presión ejercida por la fuerza militar [2] .

Una historia recurrente de expropiación del poder constituyente originario

En las deliberaciones sobre los primeros reglamentos constitucionales (1811, 1812 y 1814) solo participó una ínfima minoría de personajes «ilustrados» que conformaron comisiones nombradas «a dedo» por los gobiernos de la época y, a lo sumo, fueron sometidos a la ratificación exclusiva de los vecinos (de alcurnia) de Santiago por medio de firmas recaudadas mediante el sistema de «suscripciones», reservado exclusivamente para quienes recibían una invitación a manifestar su opinión. La Constitución provisoria de 1818, que dio apariencia legal a la dictadura de O’Higgins, fue impuesta a dicho gobernante por un Cabildo abierto de la aristocracia santiaguina que exigió al Director Supremo la convocatoria de un Congreso y la dictación de un reglamento constitucional provisorio. O’Higgins, contrario a limitar siquiera en pequeña medida sus poderes, terminó aceptando a regañadientes y nombró una comisión encargada de redactar una carta política, que al fin fue sometida a la aprobación de la elite dirigente por el sistema de «suscripciones», esto es, invitaciones dirigidas a ciertos patricios para que expresaran su opinión. La Constitución de 1822 fue, finalmente, aprobada por una Convención Preparatoria en cuyo nombramiento intervino activamente O’Higgins por medio de las autoridades locales designadas por él mismo. La Constitución de 1823 -gestada durante el gobierno de Ramón Freire- fue elaborada por el Congreso Nacional al que se le dio un carácter constituyente. La llamada «Constitución de 1826» fue, en realidad, un conjunto de «leyes federales» propuestas por José Miguel Infante y sancionadas por el Congreso entre julio y octubre de ese año, pero el proyecto constitucional nunca fue aprobado ya que el Congreso se disolvió pocos meses más tarde a causa de la inestabilidad política.

La Constitución de 1828 fue la más avanzada de aquella época de ensayos constitucionales. Su sello fue liberal-democrático por los amplios derechos individuales que garantizaba, el igualmente amplio poder electoral de los ciudadanos, ya porque que para serlo no se requería contar con cierto patrimonio sino solo un mínimo de edad: 21 años los hombres casados y 25 años los hombres solteros. Solo quedaron excluidos de derechos políticos los sirvientes domésticos, los deudores al Fisco y los «viciosos reconocidos». En teoría, hasta los analfabetos que no estuvieran en estas categorías gozarían del privilegio a sufragio, algo poco común para los cánones de la época, incluso en Europa.

La génesis de esta Constitución -al igual que la de 1823- fue semidemocrática ya que el Congreso Nacional que la aprobó había sido elegido en base a un electorado masculino que incluía a las capas medias, hasta el estrato superior de los sectores populares representado por el artesanado, pero no al «bajo pueblo». No obstante ese avance, muy luego se hizo presente la virulenta reacción aristocrática centralista contra los proyectos liberales, dirimiéndose el conflicto entre ambos bandos en la guerra civil de 1829-1830, que culminó con la victoria conservadora (estanqueros y pelucones) en la batalla de Lircay en abril de 1830. Este hecho inauguró una larga etapa conocida como el «régimen portaleano» o el «Estado en forma» [3] , cuya fase inicial fue la más clara expresión del dominio sin contrapeso de la aristocracia, especialmente de Santiago y la región central.

Aunque un artículo de la Constitución de 1828 establecía que esta no podía reformarse hasta 1836, los vencedores de la guerra civil impusieron su reforma. Para ello convocaron a una «Gran Convención» compuesta por dieciséis diputados del bando vencedor elegidos por el Congreso Nacional (ya depurado de los liberales más prominentes), y a los que luego se sumaron catorce más en lugar de los veinte ciudadanos «de reconocida probidad e ilustración» que, en principio, deberían haber sido nombrados por el mismo cuerpo legislativo. De este modo, en un clima político de persecución a los vencidos (opositores encarcelados u obligados a partir al destierro, purgas de oficiales del Ejército sospechosos de simpatizar con los liberales, censura de prensa, etc.), el debate constitucional se limitó a los hombres de la elite que eran partidarios del nuevo régimen.

Durante casi un siglo Chile no vivió otro proceso constituyente, solo reformas y reinterpretaciones a la Constitución portaleana que recortaron poderes del Presidente de la República, aumentaron los del Parlamento e instauraron -en la década de 1870- el sufragio universal masculino con el solo requisito de saber leer y escribir. La más severa de estas reinterpretaciones, que significó el paso de un acendrado presidencialismo a un parlamentarismo anulador casi por completo del poder del Jefe de Estado, se efectuó, como suelen ocurrir los cambios institucionales más trascendentales en Chile, bajo la acción de las armas, en este caso, la sangrienta guerra civil de 1891.

El proceso constituyente de 1925 se realizó en un contexto de profunda crisis política del parlamentarismo, de crisis de la economía salitrera (base de la riqueza nacional), gran agitación social y fuerte presencia del movimiento obrero en la vida política nacional. Luego del fracaso del populismo civil de Alessandri Palma, la oficialidad joven del Ejército había ocupado el escenario político enarbolando programas de reforma social con dos irrupciones sucesivas, en septiembre de 1924 y en enero de 1925. En ese contexto, el país se aprontaba a una refundación política en base a un nuevo texto constitucional. Entonces, por primera vez, otros actores, los sectores populares, especialmente el movimiento obrero organizado, en marzo de 1925 intentaron hacer oír su voz en el debate constitucional mediante las deliberaciones de un organismo denominado Asamblea Constituyente de Obreros e Intelectuales o «Constituyente Chica», compuesta por comunistas, fochistas (miembros de la Federación Obrera de Chile), demócratas, laboristas sin partido, anarquistas, radicales, feministas, distintas expresiones del «alessandrismo popular» y trabajadores independientes. La «Constituyente Chica» aprobó varios «principios constitucionales» que debían servir de base para la discusión nacional cuando se convocara a la «Constituyente Grande» o Asamblea Constituyente nacional. No obstante, sus acuerdos no tuvieron mayor eco político ya que el presidente Alessandri, por sí y ante sí, designó a los miembros de las dos comisiones que debían preparar la Asamblea Constituyente, escogiendo a una mayoría de viejos políticos. Solo unos cuantos dirigentes de organizaciones sociales y de partidos y grupos de izquierda que habían formado la «Constituyente Chica» fueron invitados por el Jefe de Estado. El propio Alessandri presidió la comisión que debía estudiar las reformas constitucionales, convirtiéndola en la Constituyente misma y utilizó toda su influencia y poder para vencer las múltiples resistencias que suscitaba su proyecto constitucional.

Entre el 18 de abril y el 23 de agosto de 1925, en treinta y tres sesiones a las que asistió un promedio de doce personas, la «comisión chica» preparó el proyecto de nueva Constitución de marcado corte presidencialista. El elemento decisivo que inclinó la balanza, fue, una vez más, el Ejército. A partir del 23 de julio, el inspector general del ejército, general Navarrete, apoyó abiertamente las proposiciones de Alessandri de Constitución presidencialista y plebiscito como fórmula de aprobación. De esta manera, el jefe de Estado logró imponer la vía plebiscitaria en vez de la convocatoria a una Asamblea Constituyente, lo que hubiese implicado un verdadero debate constitucional nacional. El plebiscito fue convocado el 31 de julio para el 30 de agosto. El proyecto de Constitución impulsado por Alessandri fue aprobado por una minoría de electores. Sobre 302.304 inscritos apenas acudieron a votar 135.783, de los cuales 127.509, o sea, 42,18% de los inscritos y 93,9% de las personas que sufragaron, aprobaron el proyecto presentado por el Ejecutivo. La Constitución de 1925 fue, pues, sancionada por menos de la mitad de los votantes potenciales, pero con el apoyo decisivo de los militares, quienes expresaron a través de su más alta jerarquía la amenaza apenas velada de una nueva intervención. Con algunas reformas, dicho texto constitucional se mantuvo vigente hasta septiembre de 1973, cuando una nueva irrupción de las Fuerzas Armadas -la más violenta y de mayores consecuencias- la echó por tierra, arrastrando junto con ella al frágil «Estado de compromiso» que tanto enorgullecía a la clase política y buena parte de la ciudadanía.

Las condiciones y la forma como fue elaborada y aprobada la Constitución de Pinochet en 1980 son ampliamente conocidas. Chile vivía los peores años de la más cruenta dictadura militar. Un régimen de terror mantenía al país sometido a la cúpula militar y empresarial que se encontraba implementando un proyecto de sociedad y economía neoliberal extremo. La ciudadanía carecía de las condiciones mínimas para debatir y manifestar libremente sus ideas y preferencias. Miles de opositores habían sido asesinados, encarcelados, torturados o exiliados. No existía libertad de prensa, derecho de reunión ni de asociación para los opositores; los registros electorales habían sido quemados por los militares golpistas; el estado de emergencia regía en todo el territorio nacional y los partidos políticos se encontraban «en receso» (prohibición de funcionamiento) cuando no eran abiertamente perseguidos y diezmados por la represión dictatorial, como ocurría con las organizaciones de izquierda.

La dictadura preparó larga y minuciosamente su Constitución. Apenas transcurridos once días después del golpe de Estado de 1973, la Junta Militar de Gobierno creó una Comisión de Estudio o Comisión Constituyente encabezada por el exministro Enrique Ortúzar del derechista expresidente Jorge Alessandri Rodríguez. Durante cinco años este grupo trabajó en un anteproyecto constitucional, siguiendo las orientaciones del gobierno de facto. En noviembre de 1977, el dictador Pinochet entregó a Ortúzar instrucciones escritas por su ministra de Justicia, Mónica Madariaga, y por Jaime Guzmán, principal ideólogo del régimen, para que elaborara un proyecto de Constitución. Al cabo de casi un año, la Comisión Constituyente produjo un anteproyecto constitucional, que luego fue sometido a la revisión del Consejo de Estado. Pocos días antes de que este organismo entregara oficialmente su documento, el gobierno formó un grupo de trabajo encargado de revisarlo a cuya cabeza quedó Madariaga. La ministra, cuatro auditores militares, más algunos invitados ocasionales introdujeron ciento setenta y cinco cambios. El texto corregido fue remitido por el Consejo de Estado a la Junta de Gobierno, luego fue analizado durante algunas semanas por juristas y algunos miembros del cenáculo en el poder; el 10 de agosto de 1980 se aprobó la versión final. Todas las deliberaciones fueron secretas. El 11 de agosto, el gobierno de la dictadura anunció por cadena nacional de radio y televisión que en un plazo de treinta días se realizaría un plebiscito para aprobar o rechazar la nueva Constitución.

El «debate ciudadano» se realizó en las condiciones que imperaban desde 1973, las que pueden sintetizarse en la vigencia en todo el país del estado de emergencia, receso político, control gubernamental de las publicaciones, clima de terror generalizado , sin alternativas para los votantes, sin el claro establecimiento de las consecuencias jurídicas de una derrota, sin registros electorales, sin supervisión ni recuento electoral independiente. Aunque el gobierno autorizó la realización de un meeting opositor, otras manifestaciones contrarias al régimen fueron prohibidas y las fuerzas oficialistas pusieron todos los recursos que les daba su dominio total del aparato de Estado y un amplio control de los medios de comunicación al servicio de la campaña por la aprobación (el voto «Sí») de la nueva Constitución. Los resultados oficiales del plebiscito fueron los siguientes: votos por el «Sí» a la nueva Constitución, 4.204.879 (67,04%); por el «No» (rechazo), 1.893.420 (30,19%); nulos, 173.569 (2,77%). La oposición denunció todo tipo de fraudes e irregularidades: recuento erróneo de votos (contabilización de votos «No» y nulos como blancos o «Sí», o anulación de votos «No»); inconsistencias entre el número de sufragios contados y el número de firmas de votantes registrados (votantes excesivos o faltantes); recuentos no públicos; personas que sufragaron más de una vez; más votos que cantidad total de habitantes en al menos nueve provincias; etc.

Las numerosas reformas posteriores a la Constitución dictatorial -en 1989 y 2005- se efectuaron de la manera chilena «clásica», esto es, sin un efectivo debate nacional y en base a acuerdos cupulares de las fuerzas políticas dominantes. En 1989 se realizó un plebiscito que concitó el hasta entonces inédito consenso de partidarios y opositores a Pinochet, constituyéndose en el primer hito de la legitimación del sistema institucional impuesto por la dictadura por la Concertación de Partidos por la Democracia. En 2005, un acuerdo cupular entre el gobierno de Ricardo Lagos y la oposición de Derecha tradicional, introdujo nuevas reformas con ausencia absoluta de debate ciudadano y prescindencia, incluso, de un remedo de participación popular mediante la vía plebiscitaria. Reformas -no está de más decirlo- que no alteraron lo esencial del artefacto constitucional de la dictadura, esto es, el carácter subsidiario del Estado y el régimen político de democracia restringida, tutelada y de baja intensidad.

El proceso constituyente actual

Una de las principales promesas del programa del segundo gobierno de Michelle Bachelet y de su coalición Nueva Mayoría fue la elaboración de una nueva Constitución mediante un procedimiento «democrático, participativo e institucional». Aunque el mero anuncio del carácter institucional del proceso constituyente propuesto por la presidenta y los partidos que la apoyan era una señal suficiente para presagiar con bastante exactitud que ello excluía la vía de la Asamblea Constituyente, igualmente generó expectativas en algunos sectores de la ciudadanía carentes de formación y perspicacia política. A pesar de la estudiada ambigüedad de la mandataria y su círculo sobre el mecanismo a emplear, poco a poco se ha ido descorriendo el velo a medida que los principales dirigentes del gobierno y de los partidos de la Nueva Mayoría han comenzado a dejar ver con más claridad que, en realidad, nunca pensaron seriamente en posibilitar que, por primera vez en la historia de Chile la soberanía residiera en el poder constituyente originario: la ciudadanía. Esgrimiendo distintos argumentos -desde el clásico pretexto concertacionista del período 1990-2010 de carencia de mayorías parlamentarias necesarias, hasta el no menos recurrente expediente de la «desaceleración económica»- la propia Bachelet terminó admitiendo que si bien este proceso se iniciaría durante su administración, la nueva Constitución no será aprobada sino en un gobierno posterior. Según lo anunciado por la Presidenta el 13 de octubre de 2015, a fines de 2016 enviará al Congreso Nacional un proyecto de reforma de la actual Constitución para que, por dos tercios de sus miembros en ejercicio, establezca los procedimientos para elaborar una nueva Carta Fundamental. En esta reforma, se le propondrá al actual Congreso, elegido en base al sistema electoral binominal, que habilite al próximo Parlamento para que este decida por una de las siguientes alternativas el mecanismo de discusión del proyecto enviado por el gobierno y las formas de aprobación de la nueva Constitución: una Comisión Bicameral de senadores y diputados, una Convención Constituyente mixta de parlamentarios y ciudadanos, la convocatoria a una Asamblea Constituyente, o en reemplazo de las anteriores, que el Congreso pueda convocar a un plebiscito, para que la ciudadanía dirima entre las anteriores alternativas. La decisión del mecanismo recaerá en el nuevo Parlamento que asumirá sus funciones en marzo de 2018.

Asimismo, Bachelet se comprometió a entregar al Congreso Nacional, a inicios del segundo semestre del 2017, el proyecto de nueva Constitución para que, una vez sancionado por esta instancia, sea sometido a un plebiscito vinculante para su ratificación por parte de la ciudadanía. Al margen de sus apariencias, este alambicado itinerario adolece de un marcado carácter antidemocrático por cuanto deposita en un organismo que carece de la legitimidad necesaria -el desprestigiado Congreso Nacional- las decisiones cardinales y porque, de hecho, descarta la posibilidad de la Asamblea Constituyente, al fijarse quorom parlamentarios supramayoritarios (dos tercios y tres quintos, en primera y segunda instancia) imposibles de alcanzar dada la cerrada oposición existente a la Constituyente no solo en la derecha tradicional sino también en buena parte del liderazgo neomayorista. Su «Comisión de Observadores Ciudadanos», nombrada «a dedo», encargada de velar por la transparencia del proceso y los «cabildos ciudadanos» no vinculantes -por ende impotentes- son elementos meramente ornamentales que no logran alterar su esencia antidemocrática. El «proceso constituyente» del gobierno de Bachelet apunta, en realidad, a una negociación con la Derecha clásica para reformar por enésima vez la Constitución neoliberal de la dictadura manteniendo el carácter subsidiario del Estado y la democracia restringida, tutelada y de baja intensidad [4] .

Las evidencias demuestran, pues, que de no mediar una gran presión en pro de una salida efectivamente democrática, el tan bullado «proceso constituyente» oficial se encaminará por la vía tradicionalmente recorrida por las clases dirigentes y las elites políticas en la historia de Chile, consistente en birlar la soberanía a su titular nominal (la ciudadanía) mediante la delegación del poder constituyente a un organismo carente de dicho atributo. Una comisión bicameral, una «Convención Constituyente» mixta de parlamentarios y delegados electos por la ciudadanía, o cualquier otro engendro que eluda la acción protagónica del poder constituyente originario, no sería sino una reedición de los caminos tantas veces recorridos.

Conclusión

 

Las elites dirigentes chilenas han manifestado con tozuda persistencia a lo largo de toda la historia republicana su pretensión de arrogarse la exclusividad de la soberanía, expropiando este atributo a su auténtico titular. Todos los proyectos constitucionales han sido elaborados y discutidos por pequeños grupos asociados al poder de turno que han funcionado «a puertas cerradas», con prescindencia absoluta de participación de la ciudadanía, la que, a lo sumo, ha sido convocada apresuradamente en un par de oportunidades a pronunciarse en bloque (aprobación o rechazo) respecto de las propuestas que se le han presentado, sin la realización de un verdadero debate nacional. El «proceso constituyente» anunciado por Bachelet en 2015 no escapa a estas características, solo agregaría un elemento apenas más sofisticado, «cabildos», «asambleas» o «consultas» ciudadanas no vinculantes, meramente decorativas, monitoreadas directamente desde el palacio presidencial. Dicho proceso se desarrollará de la manera tradicional y su resultado no será una Constitución democrática sino nuevas reformas al texto constitucional heredado de la dictadura, frustrando una vez más las aspiraciones de la mayoría del país.

Por lo visto, la refundación política democrática de Chile deberá recorrer una larga marcha para hacerse realidad.  



  El autor es Doctor en Historia, académico del Departamento de Ciencias Históricas de la Universidad de Chile. Correo electrónico: [email protected]

[1] Sobre estos temas, esbozados a continuación, véase Sergio Grez Toso, «Imagen de Chile. La crisis de una mistificación», en Mara Santibáñez (dirección), Informe País. Artes Visuales, Santiago, Línea Bicentenario del Consejo Nacional de la Cultura las Artes, 2012, págs. 76-81.

[2] El acápite siguiente corresponde a una síntesis de lo expuesto en Sergio Grez Toso, «‘La ausencia de un poder constituyente democrático en la historia de Chile», en Sergio Grez y Foro por la Asamblea Constituyente, Asamblea Constituyente. La alternativa democrática para Chile, Santiago, Editorial América en Movimiento, 2015, págs. 15-49.

[3] Esta última fórmula fue acuñada por el historiador conservador Alberto Edwards en La fronda aristocrática en Chile, Santiago, Imprenta Nacional, 1928.

[4] Foro por la Asamblea Constituyente, A no engañarse: Bachelet descartó la Asamblea Constituyente, Santiago, 18 de octubre de 2015: http://www.elclarin.cl/web/noticias/politica/17137-a-no-enganarse-bachelet-descarto-la-asamblea-constituyente.html

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.