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La vida en la sombra de la planta de coca

Fuentes: Prensa Rural

La «varita mágica» de los campesinos del río Putumayo mide alrededor de cuatro metros. Con el enorme palo bloquean la vía destapada que lleva de Puerto Asís, capital del departamento de Putumayo, río abajo hacia los pozos petroleros que explota una empresa galés. Sobre la trocha transitan los camiones pesados en frecuencia de minutos así […]

La «varita mágica» de los campesinos del río Putumayo mide alrededor de cuatro metros. Con el enorme palo bloquean la vía destapada que lleva de Puerto Asís, capital del departamento de Putumayo, río abajo hacia los pozos petroleros que explota una empresa galés. Sobre la trocha transitan los camiones pesados en frecuencia de minutos así como los vehículos camperos de sus empleados. Cuando el bloqueo interrumpe las operaciones, como si fuera magia, llegan no solamente representantes de la empresa y el ejército, que está a cargo de garantizar que no se afecte la explotación y el transporte, sino también autoridades municipales, departamentales y hasta nacionales a escuchar y negociar con ellos.

Hace algunas semanas, la varita mágica nuevamente entró en uso y ahora, debajo de un gran techo de zinc, a la altura de un sector conocido como La Alea, se ha reunido un ilustre grupo de alrededor de 50 personas. Aparte de los campesinos, la mayoría de ellos los presidentes de las Juntas de Acción Comunal y defensores de derechos humanos, también llegaron enviados del Ministerio del Interior, de la Autoridad de Licencias Ambientales, del Ministerio de Minas y Energía encargado de la interlocución con la población. Llegó el alcalde de Puerto Asís, así como representantes de la empresa petrolera Amerisur y hay un equipo de la Mapp-OEA que está a cargo de moderar el debate que al final se extenderá a lo largo de dos días. Temas por discutir hay bastantes: según denuncian los campesinos, la empresa estará contaminando las aguas con los desechos de la explotación, hay atropellos por retenes del Ejército, la brigada de salud que hace rato se prometió pero nunca llegó y, como siempre, las erradicaciones de las matas de coca.

La discusión es álgida, por ratos agotador, especialmente para las personas ajenas a la zona, que no están acostumbrados al calor húmedo y el polvo. Cada vez que uno de las mulas gigantes pasa con sus rugidos de león, se interrumpe el debate. «Con el fin de garantizar las circunstancias adecuadas para esta reunión, sugiero que mientras tanto paremos el tráfico,» propone Luis*, uno de los campesinos que más afronta el debate con cierta expresión de picardía en el rostro. El representante de Amerisur, cuyo esfuerzo de mantener la calma frente al calor y los nítidos detalles al que entra el debate es notable durante toda la jornada, por un instante parece perder la serenidad y responde bruscamente «No! No aceptaré que se interrumpan las operaciones.»

La desconfianza mutua es notable en cada instante

En este espacio, a una hora de Puerto Asís, se manifiestan muchos de los conflictos sociales del departamento que se volverán más vigentes con el post-acuerdo. En su parte amazónica, el Bajo Putumayo, hay presencia de las frentes 48, 49 y 32 de las FARC (de hecho habrá una zona de concentración en Puerto Asís), una buena parte de su economía se basa en la coca y los suelos albergan valiosos recursos minero-energéticos como el petróleo. Según un informe de la Fundación Paz y Reconciliación, desde 2011, cuando aumentaron «dramáticamente» las entregas de licencias mineras y petroleras y la militarización del territorio, se agudizaron los conflictos sociales.

¿Qué pasará en los territorios donde hoy todavía tienen presencia las FARC? ¿Cuál modelo de desarrollo se propone? ¿Cómo será la sustitución de los cultivos de coca?

Una de las personas que ha intentado responder estas preguntas con las organizaciones sociales del departamento es el padre Campo Elías de la Cruz. Él lleva más de 20 años en la región y es un reconocido gestor para llevar adelante las propuestas desde los movimientos sociales. En su pequeño despacho de la Iglesia de Putumayo, que domina el Parque Central de Puerto Asís, habla sobre el post-acuerdo. «Tenemos que preguntarnos qué tipo de desarrollo queremos.» pregunta sugestivamente, para dar de inmediato la respuesta: «Aquello que apunta a la satisfacción de las necesidades básicas. Mire, tal como fue diseñado el del Plan Colombia, fortaleció el asistencialismo y dividió las comunidades. Nosotros, de forma autónoma tenemos que poder definir lo que pasará en los distintos territorios. La paz es plural» dice, mientras afuera en las calles de la ciudad aumenta el tráfico de la tarde.

Puerto Asís es la ciudad más grande del departamento. Con sus alrededor de 60.000 habitantes, supera hasta la capital departamental Mocoa. Esta ciudad, a cuyo casco urbano la gente todavía llama «pueblo», es en muchos aspectos hija de la coca y el petróleo. Creció con la llegada de los cultivos desde los años 70 y hoy, según estimaciones, más de la mitad de la gente vive directamente o indirectamente de los ingresos que genera el cultivo y el tráfico de la «mata que mata», como decía una publicidad del gobierno hace algunos años. El poder adquisitivo de la población alimenta un abundante comercio de pequeña escala. No hay un centro comercial, ni un Éxito, pero cuenta con docenas de supermercados, ferreterías, tiendas de celulares, de «todo a 5000» y una amplia zona rosa. Más sin embargo buena parte de las vías no están pavimentadas y ni hay alumbrado público en todo el casco urbano.

En uno de estos barrios sin nombre oficial está la casa de Jani Silva. Ella es representante de Adispa, una organización que impulsa la Zona de Reserva Campesina «Perla Amazónica» en una zona rural de Puerto Asís. «Con la coca hemos perdido nuestra identidad campesina y nos volvimos consumistas,» critica Jani. «La generación de nuestros padres cultivaba muchas cosas diferentes: arroz, caña, plátano, entre otros; tenía las gallinas y su huerta. Pues prácticamente se iba a comprar la sal y el jabón en el pueblo y ya. Hoy la mayoría lo compramos en el pueblo y cultivamos poco.»

La Zona de Reserva Campesina es una figura jurídica creada en 1994. Ésta posibilita que las comunidades de un territorio, a través de un plan de desarrollo que ellos mismos elaboran, puedan definir el porvenir de sus territorios en favor de la economía campesina. Es una de muchas propuestas de las diversas organizaciones sociales que han surgido para posibilitar un desarrollo «desde abajo» y que rechaza el desarrollo basado en la explotación de recursos minero-energéticos pero también el cultivo de la coca, cuya sustitución debe ser, según ellos, de forma gradual y concertada. «Si con la coca estamos pobres ¿Cómo estuviéramos sin ella?» pregunta Jani. «Vaya y mire las casas en que vive la gente.»

De hecho, las casas de la comunidad que Jani representa, son más bien humildes. Una de ellas está ubicada a una hora de Puerto Asís en bote, a pocos pasos de la orilla de un caño que alimenta el majestoso río Putumayo. Está rodeado de matas de coca, la mayoría recién raspadas por tres hombres que con un sencillo sombrero se protegen del sol del mediodía, entreteniéndose con la música de un pequeño radio que suena a todo volumen. Lleno el costal con varias arrobas de hoja de coca, lo llevan a un cambuche, donde otros hombres se encargan de procesar la hoja: el laboratorio. Aquí es donde pican la hoja, la lavan con gasolina, le adicionan permanganato y ácido sulfúrico y sacan rocas, que después de extraerles el agua se convierten en pasta de cocaína, el producto que después venden a los traficantes.

La historia de Gilberto*, uno de ellos, es la de muchos otros de la gente en la zona. Atraído por la bonanza de coca en los 80, dejó su pueblo natal en Nariño para volverse un raspachín. Conoció su futura esposa, armaron rancho y tuvieron dos hijos. Raspando, ha conseguido sostener la familia, el estudio de los hijos y construir una casa en tablas. Pero nada más.

La inminente sustitución es un tema que a todos les preocupa, pero poco saben cómo será el procedimiento. Nadie, ni el gobierno ni la guerrilla, dicen, les han explicado que se acordó en La Habana al respecto. «Nosotros no estamos amarrados a la coca», dice Gilberto*. «Pero que nos den algo que realmente lo sustituye y que la erradicación sea gradual y concertada,» dice y cuenta de las odiadas fumigaciones aéreas, las erradicaciones manuales por parte de la policía y la protesta que organizaron en contra. Pero ningún producto ha podido reemplazar la coca hasta hoy. Desde el año 2000 se intentó sustituir, pero ni los cultivos de chontaduro, de plátano o la ganadería de doble propósito han podido reemplazar la coca. Ahora se habla de cultivos de pimienta, pero estos requieren una inversión muy alta y los campesinos ya son muy escépticos. Los productos tradicionales que también cultivan como el plátano, panela y arroz no alcanzan el precio de la base de coca. «El transporte de los productos es carísimo, porque nosotros no tenemos vías aquí y le toca venderle a uno a los compradores de Puerto Asís a precio muy bajo. Lo que necesitamos que el gobierno nos dé garantías» añade Héctor, un hombre de estatura gruesa, encargado de lavar la hoja con gasolina.

Mientras meterse en cultivar un producto legal trae muchas incertidumbres, el precio de la coca por años ha sido más o menos estable y la venta ha sido fácil. Mientras el transporte de productos tradicionales por río es costoso y penoso, los traficantes de coca llegan hasta la zona para comprarles a los campesinos. Algunas veredas en la Zona de Reserva Campesina han intentado de despegarse de la coca. Hay trilladoras de arroz y trapiches para cocinar panela, que la comunidad ha gestionado con Naciones Unidas y Acción Contra el Hambre, una ONG internacional.

Son las cuatro de la tarde ya y empieza a caer un aguacero. Los hombres del cultivo se preparan para terminar su jornada y regresar a su vereda. La finca de Héctor, una casa amplia hecha en tabla, es al mismo tiempo tienda, salón de billar y sala de televisión para todos los vecinos. Aquí es donde se reúnen, toman cerveza, conversan y bailan. Hoy, apenas cae la noche, se prende la planta eléctrica y se enciende el televisor. Mientras unos ven las noticias y «El Desafío», otros conversan aparte.

La desmovilización de la guerrilla es, así como la sustitución de la coca, un tema del que poco saben los campesinos. Son cautelosos al hablar sobre «la organización», como algunos les dicen a las Farc. Acerca de la relación casi simbiótica entre colonos y guerrilla, la sociología colombiana ha producido incontables escritos. En una zona donde la gente abre monte sin haber Estado, donde le toca organizarse para poder sobrevivir y no hay ley; la guerrilla es un factor estabilizante. «Es que ellos ponen el orden aquí», dice la gente. Controlan quien ingresa o puede vivir en a la zona, establecen órdenes de conducta y toman medidas al respecto. Bajo la «lógica de la guerra» han prohibido hasta el uso de celulares con cámaras. Cuenta la gente que cuando el internado del colegio «se estaba volviendo un puteadero», las Farc procedieron a cerrarlo por un año. «Tocó convencerles que permitieran volverlo a abrir y decir que nosotros como comunidad nos hiciéramos responsables,» cuenta Héctor* mientras toma una cerveza. Afirmar que gente como Gilberto o Héctor sean «colaboradores de la guerrilla», sería no solamente una estigmatización, sino falso. Más ante la precaria presencia del Estado, de que personas como él solamente han conocido la cara represora, las Farc les han brindado estabilidad, lo que inclina las simpatías más hacia ellos que a las entidades estatales. Tampoco siempre ha sido una relación sin conflictos de intereses. Pero al final del día, comparten un importante interés común, que es la coca. Mientras para los campesinos es un sustento estable, la guerrilla cobra impuestos a los traficantes y así financia su lucha armada. «Pero la guerrilla no nos obliga a sembrar», dice Héctor enfáticamente.

Si la guerrilla, factor de orden, estabilidad y de cierto control social, se desmoviliza, ¿Qué pasará entonces en el territorio en el post-acuerdo? Para Jani Silva, la representante de los campesinos de la zona, es claro que frente a cierta presión desde el Estado y las empresas petroleras o agroindustriales, así como actores que se querrán quedar con el control del narcotráfico, será crucial la fortaleza de las organizaciones sociales. «Nosotros debemos controlar nuestro territorio. No será el ejército ni la policía, sino que debemos ser nosotros, pero sin armas», dice. «No queremos las petroleras aquí, sino aspiramos a recuperar nuestra identidad campesina», afirma. La disputa sobre el destino del territorio al parecer se agudizará una vez las Farc se hayan desmovilizado. Así que es probable, que la varita mágica se seguirá usando con más frecuencia en el futuro.

* Los nombres de los entrevistados fueron cambiados por razones de seguridad.

Fuente original: http://prensarural.org/spip/spip.php?article20085