Recomiendo:
0

El círculo vicioso de la violencia

Fuentes: Rebelión

Si realmente queremos la paz de Colombia, el gobierno debe empezar por decretar la tregua definitiva para el movimiento social. Así comenzamos a sacar la violencia de la política. La historia tiende a ser circular, y son más las veces que se repite como tragedia que como comedia. «2016: Año de la Paz». Así lo […]

Si realmente queremos la paz de Colombia, el gobierno debe empezar por decretar la tregua definitiva para el movimiento social. Así comenzamos a sacar la violencia de la política.

La historia tiende a ser circular, y son más las veces que se repite como tragedia que como comedia.

«2016: Año de la Paz». Así lo ha pregonado a los cuatro vientos el gobierno colombiano. Suena tan esperanzadora la consigna, que llega a parecerse a un decreto.

El 29 de agosto de 2016, Colombia despierta con dos noticias que marcan el signo del momento político que vivimos. La primera, la declaración del inicio formal de la tregua definitiva entre el gobierno y las FARC. La segunda, la noticia del asesinato de tres ambientalistas en el Cauca y de cuatro indígenas del pueblo Awá en Nariño. Pocos días después, mientras dormía, una pareja fue incinerada dentro de su casa, por hombres armados vestidos de negro. El 8 de septiembre, fue asesinada Cecilia Coicue, lideresa de Marcha Patriótica, en Corinto Cauca.

Si a éstas muertes les sumamos los 36 defensores de Derechos Humano, al 13 de septiembre llegan a 51 los líderes asesinados en lo que va del 2016, y más de 116 activistas de la Marcha Patriótica asesinados en el transcurso de los últimos dos años, así se compone el cuadro del momento que vivimos. Hasta le podríamos dar un titulo: «Tregua con la guerrilla y guerra encubierta contra el pueblo.»

No es la primera vez que esto sucede en la larga y complicada historia de la guerra de nuestro país.

Corría el año 1984, y, al igual que el presente, fue decretado por el gobierno de Belisario Betancourt, como «El Año de la Paz». Había una tregua con el M-19 y las FARC, en dos procesos de negociación que se desarrollaban paralelamente. Y fue justamente en medio de esa tregua con la insurgencia que se disparó la violencia política contra los movimientos sociales y campesinos de la época.

En enero de 1984, 100 unidades de la Policía Nacional, acompañados por destacamentos del Batallón Pichincha, desalojaron violentamente a 150 familias indígenas y de afrodescendientes que ocupaban la finca de Lopez-Adentro en el Cauca. El saldo trágico fue de 4 muertos, 43 heridos y la detención arbitraria de otros 42. Luego, en noviembre de ese mismo año fue asesinado en Santander de Quilichao, el padre Álvaro Ulcué Chocué, primer sacerdote indígena de Colombia, fundador de la «teología indígena», y luchador por el derecho a la tierra y la autonomía de los pueblos indios. Dos agentes del F2, quienes habían sido contratados por un terrateniente de la región, fueron los responsables. El crimen, como tantos otros cometidos contra campesinos e indígenas en 1984, quedó impune. En respuesta, el Comando Armado Quintín Lame se tomó por asalto al Ingenio Castilla en noviembre y ejecutaron la toma armada de Santander de Quilichao, en enero 1985.

La contrarrevolución preventiva

La contrarrevolución en Colombia siempre ha tenido un carácter preventivo. Desde mucho antes de la Revolución Cubana, de la Guerra Fría, incluso mucho antes que existieran las guerrillas en Colombia se ha perseguido las luchas sociales. La oligarquía colombiana toma muy a pecho el viejo refrán que reza que es mejor prevenir que curar. No sólo se atacan a los movimientos porque presentan amenazas a los intereses de las élites del país hoy, sino también porque podrían hacerlo mañana.

A la clase dirigente de Colombia la caracterizan dos cosas: la primera es su singular mezquindad, dispuesta a hacer todo lo posible para no tener que ceder en sus privilegios, para evitar cualquier tipo de reforma, para no tener que compartir ni la riqueza ni el poder. En todos los países de América Latina han habido revoluciones que han modificado la composición de las clases dominantes, menos en Colombia, donde nunca se ha dado una ruptura oligárquica. En más de 200 años de vida republicana, ha sido la misma casta, con la misma sangre, que ha dominado el país.

La mezquindad de las élites se evidencia como nunca con las famosas «líneas rojas» intocables, que impone en las negociaciones con la FARC. No se puede tocar ni el modelo económico, ni el régimen político, ni las fuerzas armadas, ni el régimen de propiedad. Es decir, nada de lo que realmente vale la pena, de lo que realmente tiene que ver con los orígenes de nuestro conflicto social y armado.

La segunda característica de la clase dirigente es su predisposición casi fanática por recurrir a la violencia, para sostener su ignominiosa dominación. La oligarquía ha recurrido al uso de la fuerza y las armas (de forma abierta y encubierta, legal e ilegal, militar y paramilitar), para sostenerse en el centro del poder y el privilegio.

Ha creado un ejército del desproporcionado tamaño de casi medio millón de efectivos, y auspiciado los infames ejércitos paramilitares para que siembren terror desde las sombras. ¿La justificación? Primero fueron los liberales, luego los comunistas, seguido por los guerrilleros, luego vino el terrorismo, el narcotráfico, los indios, los negros, los estudiantes, los sindicalistas, los periodistas, los ambientalistas, los defensores de Derechos Humanos. En fin, la violencia de la oligarquía es despiadada y tiene su sello de clase.

Pero las anteriores justificaciones para la violencia son pretextos. La verdadera razón detrás de tanta muerte es que la violencia ha sido la forma predilecta de acumular poder y riqueza, de dominar a las personas y los territorios, de sostener su ostentoso imperio. Una mirada pausada y detenida de la historia de Colombia demuestra que donde quiera que hubo posibilidad de ganancia, donde quiera que hubo riqueza, hubo guerra. Trátese de oro, caucho, petróleo, carbón, esmeraldas, banano, palma aceitera o coca. Guerra y acumulación van de la mano, y por eso le cuesta tanto a la clase dominante separar la violencia de la política.

¿Cómo se explica que, aún después de haber firmado la desaparición de las FARC, no existe plan alguno para reducir el tamaño o presupuesto del ejército de medio millón de soldados, o, lanzar al basurero de la historia la nefasta doctrina militar que considera como «enemigo interno» a toda expresión de oposición política? Y en vez de reducir las fuerzas armadas, se agrandan y se les asigna más presupuesto y se le ofrecen servicios a la OTAN, para matar a del pobres del Medio Oriente, Asia Central y el Norte de África, como si no le bastara con matar a los de Colombia y estar interviniendo en la desestabilización de los gobiernos vecinos.

Tregua para el pueblo

Las estadísticas de la guerra de Colombia son contundentes: quienes ponen la vasta mayoría de los muertos no son ni los combatientes de la guerrilla, ni los soldados del ejército nacional, sino el pueblo y las comunidades. Ha sido así durante todo el siglo XX.

La perversión de habilitar una tregua con la insurgencia, mientras se sostiene la guerra abierta y encubierta contra el movimiento social, desarmado, puede resultar incompresible para muchas sociedades y culturas del mundo. Pero eso hace parte de nuestra historia patria.

La trágica paradoja del conflicto colombiano es que el gobierno debería invertir su disposición a pactar treguas, pues si se decidiera a efectuar una tregua con la sociedad, la tregua con la guerrilla se daría con mayor facilidad.

Si realmente queremos la paz de Colombia, el gobierno debe empezar por decretar la tregua definitiva para el movimiento social. Así comenzamos a sacar la violencia de la política.


Andrés Vásquez, Equipo de Paz del ELN

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.