Aunque en el prólogo de Con el viento en los patios, con honestidad y tino, el poeta Fernando Linero diga que esta muestra poética «apunta hacia otra historia de Julio Daniel Chaparro Hurtado, la que casi nadie conoce, la fiesta del lenguaje», también cabe señalar, como quien sabe que cuanto más rápido se plantea la […]
Aunque en el prólogo de Con el viento en los patios, con honestidad y tino, el poeta Fernando Linero diga que esta muestra poética «apunta hacia otra historia de Julio Daniel Chaparro Hurtado, la que casi nadie conoce, la fiesta del lenguaje», también cabe señalar, como quien sabe que cuanto más rápido se plantea la tesis más rápido surge la antítesis, que dicha muestra apunta hacia la tragedia de una vida: la del propio autor. En efecto, cruzada por varios temas, la autoafirmación vital, la soledad, la preocupación por el país, el amor a la tierra, la pena por el dolor ajeno, la fiebre equina que anima a los poetas, los sueños, el dormir como anticipo del sueño final, la dificultad de dormir, no de soñar, la Antología viva De nuevo soy agosto y otros poemas sumerge al lector en el torbellino del presentimiento trágico, si no en el terreno de lo semiprofético mortal (1). En medio de la mirada hacia la naturaleza y su exhuberancia, de la celebración por el poeta, de las referencias al círculo familiar (el padre, la madre, la esposa, el hijo, el hermano), se filtra la inefable experiencia sensorial de la muerte presentida. Se aclara de entrada que los fragmentos de los poemas son tomados tal cual aparecen en el libro, es decir, sin mayúsculas al comenzar lo mismo que después de cada signo de puntuación.
El poemario se divide en cinco libros: …Y éramos como soles (1986), País para mis ojos (1987), Árbol ávido (1991), Postal de fin de siglo – Antología de varios autores (1995) y Obra nueva (Inéditos). A continuación, temas, tópicos y preocupaciones más evidentes en cada uno. En el libro …Y éramos como soles, de 1986, Julio Daniel Chaparro a manera de autoafirmación dice, en poema de la presencia algo que en retrospectiva se transforma en sentimiento de extrañamiento si no de ausencia: «¡cómo le duele a la tierra mi pisada/ cómo me hincho extraño como un globo!». En de nuevo soy agosto, que da título al volumen, asoma su preocupación por la vida rutinaria: «es verdad que cambian los rostros de la gente/ y son otros los nombres/ pero es la misma vida/ igual paraje el mismo oficio.» Enseguida, la certeza de la soledad (y la impotencia que pregunta), del extravío, de la muerte: «soy de nuevo agosto y viento y lluvia sonido de campanas/ y estoy solo: ¿sientes este viento?» En poema para mis poetas, una celebración del otro en plural, se filtra la dulce terquedad de los poetas, la fiebre caballar que los anima, el torrente vital que los recorre, la premonición mortal… es decir, el abandono de la sangre para luego germinar cantando en libertad eterna: «cómo quiere dejarnos nuestra sangre un día/ reverdeciendo cantando liberada para siempre». Pero, también la queja contra la intolerancia hacia los poetas: «añicos y espejos y disparos y rabia de mastines/ cuando le gritamos orgullosos a la gente/ que aquí vivimos/ y soñamos.» En poema de los sueños, ahora las palabras dibujan el contraste entre un ayer de sueños y un hoy sin ellos, sin esperanza, muñeco muerto, enemigo de sí mismo, susurrando amor en un río de sombras, en un mar de miedo, y el poeta se recuerda muerto de pájaros y de nuevo extrañado: «hubo un día,/ y éramos como soles/ éramos vientos.» En poema del que duerme en tres momentos alude al padre, a la madre, al hijo que los mira mientras sueña: y sueña con el padre que lo estrecha gritando mientras habla de su cobarde circo de leones, de fugas, llantos, caricias, mutilaciones, implorándole que no lo abandone, que aprenda de sus canas, que sabe que se pudre y no quiere… pero, también, en un diálogo onírico filial: «me habla de los dolores del mundo/ de su eternidad/ del país asesinado que le maltrata los sesos/ de tiernos niños desnutridos/ me habla solitario»; y sueña con la madre que susurra la historia de un dios que danza en los tejados como gata en celo y discute persiguiendo al poeta por los cuartos, hablando de mujeres de sal, de príncipes de tierra, de palacios donde se sienten los ayes de los perros y la rueda de los niños enjaulados… y su madre manotea jovencitos, teje su angustia de palomas, su temor de jóvenes moribundos y en un angustioso giro no teme ni al pleonasmo al presentir lo que ya su…: «mi madre sale hasta las calles, asustada/ sale gritando alaridos en mi nombre/ lanzando mi apellido hacia las nubes/ a que viva con los pájaros…» (Cursivas mías).
Por último, el poeta inútil que delira ve al padre y a la madre que lo saben menos suyo, más hado de palabras, más taberna, pero no lo buscan ni intentan siquiera alcanzarlo y porque cierran los ojos: «no me ven/ (…) lamiendo el sucio sexo de las prostitutas/ hecho el túnel ensangrentado de los árboles/ el poeta inútil que delira/ el regurgitado entre las ratas…/ el que duerme.» En poema del insomnio permanente contrastan un mar de mariposas con un sol interno azul, mujeres desnudas en su cuarto, leprosos danzantes y ciegos cantando, con el último destello de una piel y se asegura: «hoy nadie entiende/ hoy nadie escucha» y al final algo sencillo, el poeta logra para sí la libertad de los parques: «he despertado con mis sueños despiertos:/ estoy liberado como un parque». En si alguien te dice que yo he muerto… y en si una noche cualquiera me encuentran muerto en una calle, últimos poemas del primer libro, Julio Daniel pide no lo sufran, piensen en él y lo recuerden cantando o recuerden sus pasos detenidos frente a un piano para hablar de su madre bella y triste como un árbol/ como una huella de pájaros. Si sienten su hedor una mañana, sepan que entiende: «e imagínenme en los días felices de mi cuerpo sólo playa/ y no sientan mi podredumbre como aviso de los dioses». Si lo ven muerto en una calle, piensen que ha vivido y por eso no lo lloren, aunque se haya perdido su sueño colectivo transparente en su terca persistencia, aun así una luz que alumbra al futuro: «recuerden la joven figura ebria de los patios/ mis veintitrés años que levanté danzando/ mi público sueño de eco de agua que se pierde/ y no me lloren, no me giman siquiera:/ pienso que detendrán el sol que tendré entonces/ en mitad del pecho/ persistiendo tercamente en la última calle de esa tarde/ sobre la tierra.»
En los 14 poemas que conforman el segundo libro, País para mis ojos, es donde, como apunta Linero, el poeta Julio Daniel «detuvo su diligente mirada». La constante en ellos es, pues, el ojo detenido sobre el paisaje, sobre la geografía que al tiempo es el hombre; o, mejor, el paisaje que sin el hombre no es paisaje. El hombre hace la geografía, no al revés. El hombre es el paisaje. En entrevista con Betty Milan (1944), Pierre Gourou (1900-1999) sostiene (2): «La geografía, al contrario de lo que se enseña en la escuela, no puede ser dividida en geografía física y geografía humana. Se trata de una sola cosa. Todo paisaje es, antes que nada, un paisaje de civilización. La idea de que la naturaleza viene antes es una ilusión. Lo prioritario, del punto de vista del geógrafo, no es lo físico, sino la civilización, o sea, el conjunto de técnicas de producción y el marco.» (3). En ese marco de civilización se inscribe la poesía de Chaparro. Así, en niña del agua habla del mito reconstruido, de la apreciable felicidad de un alma, la de la niña feliz, abierta y decidida para el ulular de un árbol: «la niña sabe que ha callado el potro/ se levanta y sale, desnuda/ a inaugurar otra mañana.» En llanero, mientras la ciudad se oculta en cada paso, celebra el paisaje en medio del silencio que se queda dormido sobre el mundo, en el que (no sólo) los llaneros son tan pequeños y aun así tan felices… sin importar la penumbra que los rodea como un golpe o una negra herida: «pero es mi tierra/ el olor extenso de mi tierra.» Al igual que en llanero, que habla del hombre, en llanura, de los animales, sin olvidar al «muchacho moreno que musita una palabra/ y abre su pecho como la sangre detenida»; y en joropo canta al canto de su tierra que es también el de las aguas, el del río desbordado, en una metáfora del llanto: «ah, esa inmensidad de ríos, desbordada/ brotando otra vez por unos ojos/ que conocen/ que salen por el mundo/ a no cesar/ a continuar lloviendo…» En panorama parte de la metáfora «no les cabe la tierra de sus manos» para sentenciar que sólo ella «puede salvarlos» y reiterar «pero no les cabe la tierra de sus manos», concluyendo con la idea antojadiza de la utopía, la que sirve para caminar: «sólo su horizonte los redime».
En poema en aquel momento ensaya una instantánea sobre el deseo, la inserción del ayer en el hoy, el anhelo de ser lluvia, peñasco, pedazo de noche hecha pájaro, quejido o murmullo de otra piel que, de pronto, no es más y deviene prisionero del ahora: «otro atrapado en este tiempo/ en el mismo cielo/ en el eterno cielo que abandona/ que como dios deja su fatiga/ su doloroso dolor/ su sombra.» En noticia aventura la búsqueda de su amor tras los arbustos, cruzando ríos, intentando un nuevo ruido de lagunas, rastreando las huellas del erotismo: «o tus labios,/ o el olor de tu imposible ardor/ o tu silencio», para al cabo sumirse en la frustración inevitable, en la certeza de la caída: «pero no encuentro las señales de tu risa/ nadie canta, nadie inventa los paisajes de la luna», no sin antes expresar una plegaria no atendida: «amor/ regresa con la lluvia». En para decir de ella le expresa a su mujer su infinita gratitud, en un plano-secuencia de metáforas cargadas de una desgarrada y desgarradora fuerza telúrica, una conmovedora fuerza poética, un contundente puño de honestidad… de quien se sabe débil y frágil en su inconformismo: «quiero hablar de mi mujer/ y su atolondrado diálogo de pájaros/ de mi dulcísima mujer/ que me enseñó a caminar gota por gota/ sin ceder un puño para evitar el vértigo/ sin negarme su pie para emprender el vuelo. De ella, de mi adorada vena desangrada/ de su soporte/ de su impulso tenaz en mi alarido.» (…) En todo caso, «yo amo desesperadamente su firmeza/ así resista cuando intento destruirla.»
En poema con heridas, para Fernando, Rafael, Robinson y Evelio, poetébrios, ensaya una crónica lírica de la tentación a través de una mujer que muerde una manzana, tentación que parece disolverse en el vino de la culpa («ay, loba hambrienta») al negarse el pecho a pronunciar el verbo que seduce («grita mi ebriedad y hasta la luna se desangra»): «está mordiendo una manzana/ inquieto corazón que me destruye el pecho/ que niega con otro golpe mis palabras.» En la herida en el espejo se apoya en el protagonista de El Sur, último cuento escrito por Borges de su puño y letra antes de quedar ciego y en el que se combinan sueño, tiempo, espacio, destino y muerte, «Johannes Dahlmann que posa su pie en la llanura/ y ya no se detiene», y en aquél poeta español del Renacimiento y del Siglo de Oro que por un celoso murió de 37 años en México frente a la ventana de un amor tercerizado, «Gutierre de Cetina que no silenció su amor y sigue sosteniendo el filo de la espada», para a la postre sostener que «así permanezco yo, así continúo vivo/ a pesar del espejo y mis palabras», como quien lanza una queja retroactiva por un error que, no obstante, aún no se ha cometido y del que será sólo víctima… Y en ese devenir entre la mujer, la tentación, el padre, la madre y el hijo, en habrá que reunir las hojas Julio Daniel vuelve sobre la figura de la madre y sus miedos que a la vez son los miedos del hijo, retroalimentados en cadena, pero que no son nada frente a la muerte que acosa sin remedio y de la que, aun así, no se huye al no ser criminal: «en el filo de tu sombra/ he sentido la fiebre que me agrieta», «no es llanto de los pájaros, madre», «no es el grito de los niños, madre/ nadie huye», «no es la sed, madre/ no es el miedo/ es tan sólo la muerte que me acosa/ ve tranquila.»
En mi padre en sueños el hijo lo observa «y es bello como un niño/ soportando la carga de mis sueños» y ve a aquél mirar los retratos y lo admira pese a su extravío «bajo una nube que como la muerte/ permanece»: de él recibirá «la huella de su rostro/ (…) el alcohol de sus lamentos» y aunque intente marcharse «no podrá huir de entre mis dedos/ no saldrá de este poema.» El viento (de la muerte) golpea bruscamente y anochece… En hay un país desmiente la idea de felicidad olímpica y sibilina que se evoca a través de Colombia es pasión en medio de «tanta y tanta muerte», entonces: «si vivió felicidad/ hoy todo es mentira.» (…) «No, ya no hay país/ no existe un solo pueblo que no lamente sus muertos.» (…) «Ya nadie es feliz/ la gente es un llanto que se descubre entre las calles. No nacerán más hijos/ sólo la ira irá creciendo como un árbol» y de nuevo la muerte rondando hasta los sueños del poeta: «la muerte es toda la palabra que tenemos/ es esa dura pelambre que tememos hasta en sueños.» Por último, en poema de amor para la viajera una vez más vuelve sobre el país, uno remoto y frío donde se prohíbe la risa (o la asesinan), donde sólo hay ojos de abismo, «ojos negros de muertos muy profundos», donde «el mar es surtidor de espuma/ visitado por putillas falsas/ que no abren sus piernas por amor/ como la mía.» Donde el poeta se refugia en las tabernas a conspirar con los amigos: «allí me arranco los ojos/ allí espero inútilmente que me llegue la muerte/ allí escucho los tiros que, pese al afán, no me hacen mella.» Y le cuenta a su amiga viajera que dialoga con él los domingos de noche sobre su más secreto temor, el que siempre termina por cumplirse: «aquí vivo yo/ este es mi centro/ aquí me empujan mientras canto/ aquí temo ser feliz/ y que lo crean.»
En los 25 poemas de Árbol ávido, hay elementos constantes: lluvia, árbol, llanura, sueño, país, muchachas, tierra, llanto, sangre, vida, muerte, amor, máscara, vacío, bondad, ciudad, herida, piel, ventana, río, casa, techo, viento, falleba, extraño, enfermo, alteridad, sol, mar, abandono, hoguera, aurora, aplausos, selva, amigos, noche, licor, comunión: epigrama del invierno, la lluvia, metáfora del encierro en la ciudad; milagro, el árbol alegoría musical y máquina (natural) de hacer pájaros; sabanas, la llanura, fruto que verdece en las manos de los niños que a su vez escuchan cómo crece la hierba; gacela, el sueño de las muchachas en flor en ese mínimo país que es todo su universo, con manos que crecen encima de su pecho, mientras refrescan la tierra con su llanto; noticias de los parques, mujeres que deambulan por ellos dándole aliento a la sangre con sus pasos, «en cada hebra de casa que almacenan sus cabellos»: pero, en paralelo corriendo vida y muerte: «acompañadas de la muerte/ hablan del dolor/ e inventan un mundo feliz donde los hijos ya no crecen; enero, de nuevo las mujeres, «de nuevo mi país en los espejos»: muchachas sollozando el amor como bandadas que, en medio de la fiesta, sobre vidrios rotos, recuerdan que seguimos con lepra; nueve estaciones, nueve momentos para descubrir de a poco la figura de un viejo que aprende a ser la máscara soñada del poeta: «¿el eco de su muerte/ fue esa sombra voraz, esa campana?» y las metáforas del horror del vacío en las que se refleja: «él era el ancla del anochecer», «esta negra carroza que no conoce la nieve», «si sólo mi blanca sombra se callara/ para agotar así la bondad de un vino cálido», «es un aullido la ciudad/ es un gemir con una herida:/ en ella el día se produce de pronto/ y acaricia la piel/ y no deja que duerman las ventanas»; muro descubierto, el río, la casa, el techo, el viento que cruza, la falleba que impide pasar al extraño, el nido en el alféizar en el que la araña al tejer anuncia la muerte: «¿dónde han quedado los festejos?/ algún eco de palabras, de murmullos/ arrastra la brisa que desata las murallas»; enfermo (para F. Linero), reconoce la alteridad, por un lado: otras venas en su pecho, «lámparas que exigen luz para otra vida» y aunque el mar tampoco alcance queda «el súbito raudal del bello hermano» y, por otro, advierte la voz nueva que sube al moscardón retando al ebrio, prefijando la muerte: «escucharás mi canto/ escucharás un lamento de palomas/ un día moriré en amigo.»
Árbol ávido, el poema que da título al libro, habla del abandono del poeta y de la certeza de su palabra inútil, lo que al tiempo, sin que lo diga, implica la validez del esfuerzo, la pugna entre opuestos: «es mi vecindad el habla cotidiana de la muerte/ y sigo naciendo en este nuevo día»; epitafio, poema que aun con las fuerzas en contra, constituye una invitación al desafío: «da el paso que debieras/ ese instante de la muerte que aún no tienes/ vuela.» Despojados, un canto triste a lo ineluctable, a la hoguera que se extingue, a la breve aurora, a los aplausos que florecen allende las guirnaldas, a la sucia medicina que perfuma los salones, al llanto, al jardín roto, a la selva deshojada: «llegue hasta el fondo de la muerte este poema.» Memento (para Carlos Kovacs, en memoria), o sea, recuerdo, elegía en cuatro partes en la que se evoca a los bellos y amados amigos, «mis cómplices en hallar una ciudad» para alguien que no tiene un lugar en el mundo y que, por capricho de los asesinos, nunca lo tendrá: «hoy hay cansancio,/ negro pus entre la herida./ la muerte se ha hecho más frecuente que la lluvia/ y cada tarde nos llovizna.» Meridiano se remite a la desnuda que frecuenta el paso de una estrella, a su minucioso jinete, al quejido de la luna penetrando el lodazal: «espigada para el tiempo de la siega/ la desnuda despeña de su frente/ la caída de la lluvia/ bajo la lumbre azul del mediodía./ en ella galopan mis ojos/ florecidos de estrellas.» Estación frente al mar contiene el desesperado canto de la impotencia frente a un destino fijado por los hombres, no por los dioses, si el poeta creyese, aunque también plantea la lucha entre el perro rabioso del eros y la urgencia tanática, que la nada representa: «podría correr poseso detrás de alguna estrella/ pero me queda este mar/ el vacío que alimento para que llegue el día.» Fuego ahogado muestra a la noche que ofrece esquinas para beber hasta la humillación y que al tiempo encarna la comunión entre los hombres: «dulce esta noche extraña/ este incendio de manos que avasalla el corazón.» Lienzo (para Guillermo Linero M.) detiene la mirada en el cuadro del pintor a quien Julio Daniel dedica el poema: es, en otras palabras, el observador observado, el vate al que el pintor mira a través de su creación, la muchacha cuyas piedras también queman al poeta.
Poema sobre el hermano a las seis de la mañana podría verse como una situación en espejo: en efecto, aunque dedicado para Juan Manuel, y el sobrino, que debe saberlo, como lector se puede interpretar que el largo gemido que hay en cada paso del hermano y «que brilla en el fondo de los ojos» es el mismo largo gemido que se refleja en los del poeta y por el que «muere así todos los días»: lo que vemos en el otro es lo que nos habita, en este caso una larga agonía…: «este hombre es como un río/ la muerte debe ser su punto de llegada/ su desembocadura.» Todo ensayo es un pretexto de escribir sobre alguien para volver sobre sí mismo. Y poesía es ensayo. Daniel y dictado por el hijo expresan la preocupación del poeta, ante sus temores, por el hijo: «el rostro de mi hijo contra mí/ que sueño en túneles, en miedo, en todo.»; por el alejamiento involuntario: «mientras lloviznan estrellas/ mi exilio perdurable, mi ángel atrapado/ regresa con el viento a la ventana.»; por las dudas que acechan: «cuando regrese el fuego en el hábito del viento/ volverán las dudas» (…) Mala fiebre (para Vicente Casadiego), en cuatro partes alude al canto llano y duro del amigo aun entre la alegría de los saxos y su contraste, la calle sucia de insectos y poemas: «mala fiebre sin salida, amigo de migajas.» «Él, que es poema, se derrumba desbaratando mesas.» Hojas sobre los árboles del parque (para Jaime Barbini), mediante la escritura auto-consciente signada por las hojas, el cañaduzal, el afán, la vida, la tierra, el ave, el cielo y el viento que los mece, ahonda en lo que el poeta anhela sea su obra: «inquieta certidumbre».
Poiesieia, juego de poiesis/poesía, canto a la creación, a la naturaleza, a la naturaleza de la creación, y viceversa: «en un lejano jardín se detiene mi mirada/ en el distante maridaje de la bruma/ en la límpida palabra que escucho murmullar.»; y lo hace con un lenguaje vegetal-surrealista preñado de metáforas: «estalla el pino/ insiste en su verdor la hoja/ el piano azul canta un quelonio de algas nuevas/ la muchacha alumbra su raíz y mana abejas:/ hay algo bello/ algo que no podrá crepitar en la ceniza/ es un jardín/ un distante campanario/ una garganta que respira follaje poro a poro/ una selva incandescente y alta como un vuelo de terrazas.» Pavana (danza italiana del siglo XVI, lenta y solemne, escrita en compás binario y que hace parte de la suite), a través de un léxico antropo/vegetal («rara flor tú/ porque en mi carne floreces») alude al intercambio entre naturalezas como quien sabe que de una sola se trata, para cantarle a su amada: «sólo conozco el aliento/ que me sembraste adentro, en la maleza/ de mi furiosa enredadera.» El libro Árbol ávido termina con Esquela del ahogado, un grito al viaje sin regreso que los hombres guardan, como se guarda el eco en el cuenco de las manos, lo irremediable por adelantado: «fuimos el rastro de unos labios pisoteados en la aurora».
Los cinco poemas de la antología Postal de fin de siglo tienen en común la urbe, la muerte, el amor, la noche, el tiempo, la pobreza, los habitantes, la ebriedad, la derrota, el invierno, la vida que se apaga. En ciudad, «la muerte o el amor/ acechan con su celo/ allá abajo mi ciudad/ su pobreza dividida en habitantes.» En nocturnos dos ciegos ebrios superan a golpes lo más abierto del sendero: «en la calle soltaron al vuelo las palabras/ y ningún eco golpeó en el muro de sus sombras.» En hora lejana el poeta añora vencido el pasado, extraña a la amada, reclama de nuevo para sí el despertar de una sonora campanada. En noticia de cometas un galope de caballos trae el rumor de la muerte ante el cual la multitud «se agolpa como un grito» y una rota mariposa impide el paso por la acera. Por último, en el frío respirando la vida se va extinguiendo lentamente.
El quinto y último libro en De nuevo soy agosto es una serie de once poemas inéditos titulada Obra nueva, un lento y agónico recorrido hacia el fin de la luz, el encuentro con la suprema oscuridad, con la brutal e implacable parca. En ocurre la borrasca habla de una muchacha que dice ‘es hora de partir’ «a una hoja que es su hijo» «y la furiosa llama de la lluvia flamea», del invierno despiadado que deviene hambre: «desesperadamente muere la hojarasca/ y no hay ni pan ni vino.»; de la esperanza: la muchacha vuelve a su hoja y otra vez le dice al poeta hijo y de nuevo canta. En ciudad con pasos de muchacha se refiere a una chica incansable, como las que no aparecen en los medios sino en la poesía, su única ocasión, y no a ese país donde «ya nadie es feliz» sino a la urbe, llena de soldados, donde «la gente ya no ríe», en la que en cualquier esquina, ni mejor ni peor, irrumpe la tristeza última: «alguien está al final en una esquina/ las manos se detienen en un cuerpo/ que horrorizado gira, está girando/ se va abriendo como un labio/ como una gran herida.» En pareja cinco líneas bastan para indicar la proximidad de la caída: un epígrafe de Gaitán Durán, de muerte trágica, resume la lucha sin fin de los amantes: voy a vivir contigo y contra ti. Allí deposita en el cesto de su inocencia, el futuro de ambos (sólo) en los hijos: «contigo y contra ti y contra dios/ viviendo escasamente/ en cada paso adolescentes puros/ recomenzando a morir y nada más:/ sólo los hijos.»; en el amante otras cinco líneas alcanzan para sentir la fatiga, el ocaso, la partida, el fracaso, la desesperanza: «se me cansa el día entre las manos/ se me acaba la tarde/ y tu paisaje no dibuja/ siquiera una alondra más/ entre los ojos.» En el poeta responde a sus amigos lo hace con un intenso flujo de erotismo: «quiero cobijarme con tu piel de césped y de arroyo/ durante una noche que sea larga larga/ desatado aguacero.»
En territorio nueve cantos bastan para armar un sentido mapa por el que atados van eros y tánatos: «como la ráfaga de un río/ como animal hozando entre las hierbas/ hasta que venga el naufragio.» (…) «aquel que cruza ahora bajo el cielo y me habla/ con tu espalda desnuda/ con tu sexo fundido en el viento.» En rima una que no pero rima: «lo último de ti para mí/ fue un rastro de pájaros/ arañando/ la piel/ del cielo.» En poema sobre una palabra vuelve a cantarle al hijo, Daniel, para expresarle sus sabidas certezas y, por contraste, en medio del fuego que consume, su más honda esperanza, la que al mirarla, de vuelta inventa al padre: «te hablarán de mí seguramente/ de la copa que no dejo de beber/ de mi tristeza.» (…) «pero es simple, hijo, es esto/ nosotros:/ la mariposa que aletea y no cesa de cantar/ entre las llamas. lo que tú serás, lo que ya eres/ una esperanza así/ una esperanza…/ epigrama para mi amor. te miro/ y de tanto verte aleteando mariposas/ entiendo que me inventas.» En madrugada sobre la limpia pared de un amanecer el poeta escribe historias en la hoja del árbol que susurra en el parque «así, mugiendo en voz baja.» En tiempos difíciles evoca a su modo al rebelde Bob Dylan así como, aunque no se refiera al propio autor, al canto (trágico) a mí mismo de Whitman: «el hombre es un bulto aspeado de cerillas/ su pecho huele a lluvia/ su voz retumba más allá del aguacero/ su sangre queda en mojones olvidados de la tierra. (…) esa sombra tendida a la basa de las cercas/ despreciada por un cuerpo, arrumbada en un umbral cualquiera/ deja que brillen sus labios para gemir la huella de estos tiempos. después se anega, mortal, erizada de junqueras.» Para terminar, en petición de gracia (para Lele, desde mis manos) el poeta dedica a la esposa de su amigo, poetébrio, músico y prologuista del libro, un canto fraterno, casi filial, en el que alternan la admiración por la mujer con la visión dolorosa aunque certera del país con el reflejo del poeta en el Otro u Otra y, más allá, en los demás: «cercana amiga que silbas el mismo sonido de la flauta:/ no aprendiste tu labor de árbol, tu vocación de viento soplando las cometas./ no fuimos la sangre de los charcos, ni prado ni montañas/ ni muchachos enarbolados como nubes para incendiar los gritos/ de este rompezón de manos que llamamos patria. baste la sed por estos días/ baste el llanto/ los hijos alojados en la risa/ baste la risa. nuestra vida que inventamos sin alhajas, con estrellas. rostro mío en otro rostro, igual dolor igual herida/ suave sangre que estuvo en el primer litoral alcanzado por la ola./ amiga: deja estas sombras gemir pero evita que nos agoten los pantanos.»
El vuelo de la imaginación, la creación de lenguaje, la abundancia de metáforas, la intertextualidad constante, la variedad de temas, la amplitud de sentido, la capacidad de sentir y de ponerse en el lugar del otro, la riqueza del léxico, tal vez sean razones suficientes para considerar el valor de un poemario como De nuevo soy agosto y otro poemas, con el que El Zahir recupera casi toda la producción de Julio Daniel, el poeta sogamoseño al que el viento de la muerte le quebró las alas en suelo segoviano antes de remontar el vuelo de la tercera década. Para contrarrestar tan funesto hecho, por fortuna, queda tanto su trabajo en El Espectador, por el que no obstante los asesinos segaron su vida, como su trabajo poético, sin olvidar desde luego su propia vida, la que entregó por un país en el que, pese a los ruidos triunfalistas «ya nadie es feliz», «que si vivió felicidad/ hoy todo es mentira», «país adolorido el nuestro», donde «no nacerán más hijos» pues «sólo la ira irá creciendo como un árbol», y ya sólo queda «un puñado de hombres asustados/ un país de corazones de ceniza.» Poesía en la que, aun con lo dicho, hay tan sólo la necesidad de expresar lo que antes de que caiga la soga del verdugo sobre el cuello del inocente se hace irreprimible. Ni libelo ni panfleto. Poesía de la más pura estirpe, en tanto cantera del lenguaje, aquello que dignifica al hombre, también por lo cual es un ser político, así se dedique al arte: «La opinión de que el arte no debe tener nada que ver con la política ya es, en sí misma, una actitud política», decía Orwell.
Poesía de una exuberante riqueza, notable generosidad, recursiva heterogeneidad, mediada siempre por una idea: lo importante no es decir la verdad, sino decir lo que se siente. Aunque tanto mejor si lo dicho sentido se percibe cierto, si lo dicho es verdad…
Así como Mario Torres aún tiene una deuda conmigo, yo tenía otra con Carlos Pachón. Aquél, siempre generoso, me obsequió un día su novela, otro, su libro de poemas y, ahora, el libro de Julio Daniel, con una sutil petición: «Ojalá escribieras algo…» Hoy, cumplo mi palabra y al mismo tiempo adquiero otra deuda: esta vez con Carlos mismo, a quien más adelante le haré saber lo que sus textos me ayudaron a compenetrarme con él y con Julio Daniel y su obra (4). Cómo aprendí de ambos a entender al ser silencioso, introvertido, seguro de su presente y de su futuro: o, en el caso de Julio Daniel, lo más terrible, de su no-futuro en este país asesinado a fuerza de niños desnutridos, jóvenes masacrados, adultos extinguidos en campos y selvas, a la entrada de hospitales, en carruseles de contratos, paseos de la muerte, escándalos financieros, corrupción política, supuesto cese parcial de la guerra tras los acuerdos de La Habana, que deja ya 156 líderes asesinados (5). En este rompezón de manos que llamamos patria. En este rompezón de patria donde cada día caen más manos en minas, ríos y lagunas, fosas comunes, casas de pique: como en el Bronx bogotano, extinguido por las malas políticas del alcalde Peñalosa, o en la maltratada aunque batallante y nunca derrotada Buenaventura, por la pésima actitud del Gobierno. Una vez se lee De nuevo soy agosto es imposible no sentir el viento huracanado y quemante del dolor ajeno: la pena constante que debió probar Julio Daniel al presentir la muerte. No sólo la suya. Sin embargo lo importante está en haber cantado esa pena, expresado lo que sentía antes de pensar siquiera en decir la verdad, gritando alaridos, como según aquél hacía su madre en nombre de todos, ya no sólo colombianos: en nombre de la comunidad humana.
Para Daniel Chaparro Díaz, desde mi corazón de padre, poeta y amigo
Para mis hijos Santiago & Valentina, motores de mi esperanza.
Notas:
(1) Chaparro Hurtado, Julio Daniel. De nuevo soy agosto y otros poemas – Antología viva, El Zahir Editorial: Serie Tierra Baldía, 1ª Edición, abril 2012, 112 pp.
(2) Agulha Revista de Cultura, de Brasil. No 3 – mayo 2012.
(3) Traducido del portugués por LCMS.
(4) Desafortunadamente, esto no fue posible: Carlos Pachón también murió por el camino en Villavicencio, el 20/ago/2013. file:///C:/Users/Santiago/Downloads/20130822LL017.pdf
(5) http://www.elespectador.com/noticias/nacional/van-156-lideres-sociales-asesinados-desde-enero-de-2016-articulo-687117 Aunque revista Semana registra apenas 127, claro, solo hasta 2016. http://www.semana.com/nacion/articulo/onu-preocupada-por-asesinato-de-lideres-sociales/518741
Luis Carlos Muñoz Sarmiento (Bogotá, Colombia, 1957) Padre de Santiago & Valentina. Escritor, periodista, crítico literario, de cine y de jazz, catedrático, conferencista, corrector de estilo, traductor y, por encima de todo, lector. Estudios de Zootecnia, U. N. Bogotá. Periodista, de INPAHU, especializado en Prensa Escrita, T. P. 8225. Profesor Fac. de Derecho U. Nacional, Bogotá (2000-2002). Realizador y locutor de Una mirada al jazz y La Fábrica de Sueños: Radiodifusora Nacional, Javeriana Estéreo y U. N. Radio (1990-2014). Fundador y director del Cine-Club Andrés Caicedo desde 1984. Colaborador de El Magazín de El Espectador. Ex Director del Cine-Club U. Los Libertadores y ex docente de la Transversalidad Hum-Bie (2012-2015). Escribe en: www.agulha.com.br www.argenpress.com www.fronterad.com www.auroraboreal.net www.milinviernos.com Corresponsal www.materika.com Costa Rica. Co-autor de los libros Camilo Torres: Cruz de luz (FiCa, 2006), La muerte del endriago y otros cuentos (U. Central, 2007), Izquierdas: definiciones, movimientos y proyectos en Colombia y América Latina, U. Central, Bogotá (2014), Literatura, Marxismo y Modernismo en época de Pos autonomía literaria, UFES, Vitória, ES, Brasil (2015) y Guerra y literatura en la obra de J. E. Pardo (U. del Valle, 2016). Autor ensayos publicados en Cuadernos del Cine-Club, U. Central, sobre Fassbinder, Wenders, Scorsese. Autor del libro Cine & Literatura: El matrimonio de la posible convivencia (2014), U. Los Libertadores. Autor contraportada de la novela Trashumantes de la guerra perdida (Pijao, 2016), de J. E. Pardo. Espera la publicación de sus libros El crimen consumado a plena luz (Ensayos sobre Literatura), La Fábrica de Sueños (Ensayos sobre Cine), Músicos del Brasil, La larga primavera de la anarquía – Vida y muerte de Valentina (Novela), Grandes del Jazz, La sociedad del control soberano y la biotanatopolítica del imperialismo estadounidense, en coautoría con Luís E. Soares. Su libro Ocho minutos y otros cuentos (Pijao Editores, 2017) fue lanzado en la XXX FILBO, dentro de la Colección 50 Libros de Cuento Colombiano Contemporáneo: 50 autores y dos antologías. Hoy, autor, traductor y, con Luís Eustáquio Soares, coautor de ensayos para Rebelión.
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